Wednesday, July 31, 2013

¿ESTÁ LIQUIDADO EL ANARQUISMO? (II)






Dijo Antonio Gramsci que el peor enemigo de la acción inteligente es la indiferencia. El indiferente pretende no tener ninguna responsabilidad sobre los acontecimientos, estos se le presentan como irreversibles, y, de igual manera, demuestran lo ilusorio de los ideales y de los programas de transformación. Para quienes quieren que nada cambie, o que todo vaya a peor, el indiferente es el mejor aliado, pues acepta sin resistencia que el que tenemos es el único de los mundos posibles. 

En el odio gramsciano contra la indiferencia coinciden los anarquistas; no son por tanto, de entre las corrientes antagónicas a la cultura burguesa, especiales en esto. Tampoco lo son respecto a la preocupación por convertir la acción colectiva en praxis de transformación: lo cual supone luchar por el establecimiento de un marco de relaciones no basado en la subordinación y el dominio. 

A partir de aquí es tremendamente difícil articular una crítica intensa y directa de la teoría anarquista, pues son tantas las elaboraciones divergentes, tantos los caminos que se bifurcan para no volver a encontrarse nunca, tan dispersas e incluso tan contrarias entre sí las elaboraciones respecto a algunos temas esenciales, que no hay casi nada que uno pueda echar en falta en el texto fundacional que tiene entre las manos que no aparezca en otro posterior. 

Por ejemplo, no presiento nunca en los anarquistas una tematización consistente y redonda de la noción de sujeto, que es absolutamente clave para entender la constitución del modelo intelectual que reconocemos como Modernidad. Pues bien, cuando la línea de Bakunin se inclina demasiado hacia una posible sacralización de las masas como agente revolucionario, sin contemplar el momento de la libertad de elección del sujeto, que parece quedar asfixiado en un comunitarismo demasiado hegeliano, entonces consultamos a uno de los más afinados pensadores libertarios, Malatesta, y ese momento reaparece. Este devenir refleja acaso una evolución positiva dentro del marco teórico, pero confirma la herencia de una filosofía del sujeto que no se explicita suficientemente porque sospecho que no se quiere asumir. En este sentido la incomparecencia de Kant en todas estas elaboraciones me parece inconsecuente. El autor de la Crítica de la Razón Pura es, en mi opinión equivocadamente, poco reclamado en las teorías explícitamente antiburguesas, como si a la fuerza rechazar los abusos del jacobinismo o mostrarse horrorizado ante la violencia y el caos le convirtiera a uno en contrarrevolucionario.   

Entiendo que esta problemática sea farragosa. No lo es tanto la que cualquier estudiante de bachiller reconoce sin dificultad: el anarquismo proclama que el origen de todos los males es el Estado. No siempre la propuesta de suprimir toda forma de estado asiste tal cual a los autores reconocidos, pero no conozco a ningún anarquista que no arranque su posición de una crítica integral a dicho modelo, incluyendo el término "estatista" como un insulto. Aquí mi discrepancia es rotunda: nuestro problema actual no es el exceso de estado, sino más bien su retirada. Las instituciones políticas -como se han cansado de repetir los Nuevos Movimientos Sociales- se corrompen a menudo, esquivan la obligación de representarnos y no resuelven los problemas de la gente, pero la alternativa no es hacer que todo reviente, sino encontrar la manera de romper esa lógica, recuperar los espacios públicos y acabar con la impunidad del capital y la conculcación permanente de los derechos humanos. Si necesitamos a las organizaciones ciudadanas no es para provocar una revolución ni para respirar un rato en comunidad lejos del estrangulamiento de las instituciones convencionales, sino para obligar a los Estados a crear tejido jurídico que desbloquee el círculo vicioso que está destruyendo la democracia porque los ricos quieren ser más ricos.

No sé si soy anarquista, lo que sí soy es republicano. El término parece opuesto, y sin embargo se han hecho compañeros de viaje en muchas ocasiones, quizá no sea casualidad. El republicanismo es el verdadero gran enemigo de la despolitización, incorpora la consigna de recuperar el espacio de lo público que entre todos hemos arruinado. No quiero cualquier estado, pero no veo manera de articular una democracia deliberativa desde la catástrofe o aún la implosión de los estados. Sin instituciones con poder de acción, lo cual no necesariamente excluye formas burocratizadas y jerarquizadas de organización -siempre y cuando estén sometidas al poder de la ley- cuya base ha de ser estrictamente democrática, no alcanzaremos una verdadera sociedad deliberativa. 

Antes que el desmantelamiento de la cosa pública, que es a fin de cuentas el gran objetivo del modelo liberal que nos ha llevado a una crisis pavorosa, prefiero emplear mi tiempo en recuperar el Estado Social de Derecho de sus actuales desperfectos. Estoy seguro de que Margaret Thatcher, Milton Frieman, Ronald Reagan y compañía se sentirían más tranquilos si, en mi inocencia, me conformara con llamar a la destrucción de lo que, superando tantas guerras de todo tipo en Occidente, articuló la red institucional de protección y solidaridad más admirable de la historia. 


No pienso tirar por ahí, eso quisieran este hatajo de delincuentes que gobiernan el actual capitalismo, verdadero enemigo en común de cualquiera que quiera un mundo más justo y respirable. Demasiadas cosas importantes, que temo que a menudo no se aprecien, dependen de la resistencia frente a la corrosión de las instituciones que el bandolerismo económico tolerado exige a unos gobiernos exánimes y dóciles. 

Sunday, July 21, 2013




¿ESTÁ LIQUIDADO EL ANARQUISMO?

Dijo Ortega que no sabemos qué es lo que nos pasa, y que eso es justamente lo que nos pasa. La brillantez de la aseveración no acaba de levantar el ánimo de quienes reivindicamos al autor de El tema de nuestro tiempo o La rebelión de las masas, pues su vigencia arrastra una inquietante sospecha: casi un siglo más tarde no sólo no hemos encontrado una solución a la paradoja, diríase que hemos profundizado en ella. Si hubiera de resumir en una fórmula sencilla nuestra condición presente, me tentaría recurrir a las más exitosas: posmodernidad, globalización, neoliberalismo, destrucción del Estado del Bienestar, Galaxia Internet, democracia catódica, sociedad del espectáculo, Gran Recesión... Todas valen, pero yo apuesto por una que detecto muy directamente en el ánimo de las personas con las que trato: desorientación. Lo que le pasa a la gente es que no sabe lo que le pasa, y es esa incertidumbre la que determina su caminar, que es más bien un vagabundeo sin rumbo, o con el rumbo que marcan las disciplinas cotidianas, mecánicamente seguidas por quienes todavía tienen trabajo y familia y creen poder esperar algo del futuro. 




Esa ausencia de brújula determina el discurrir vital de los individuos, un trayecto sinuoso y cuyas convicciones sobre la dirección a seguir se expresan en tono encogido, pues el barco sobre el que se navega es tan frágil, las corrientes y los vientos tan tornadizos, y los puertos tan precarios, que las seguridades parecen cosa de tiempos antiguos. 

En tales travesías, resulta tentador invocar en nuestra ayuda a las viejas imágenes del mundo. Como el rezo ya sólo sirve para consolar a los vencidos, y el totalitarismo emerge de la renuncia a la reflexión y el diálogo, no es descabellado preguntarse si no habría que darle segundas oportunidades a las corrientes revolucionarias que surgieron con el movimiento obrero al compás de la industrialización.  

No soy anarquista, lo fui o creí serlo durante mucho tiempo, acaso sin la madurez intelectual y moral necesaria para afianzar la congruencia entre el discurso que defendía y la forma en que tramaba mi vida personal. Entendí que era poco presentable defender la transformación revolucionaria de la sociedad -sin ignorar que una revolución como Dios manda produce terror y sangre- mientras uno estudiaba en la universidad a cuenta de ese Estado que prometía destruir y vivía bajo techo por la generosidad inmensa de sus padres. Entendí que no alcanzaría el verdadero respeto de mis allegados haciendo el bravucón en una emisora de radio si no era capaz de ganarme la vida dignamente. 

Bakunin no fue culpable, en realidad ahora acaso le entienda mejor que en aquellos tiempos tan espumosos en que acudías a las huelgas con la esperanza de seducir a alguna incauta, convencida de que los malos estaban a punto de rendirse. En este momento la inspiración ácrata del 15M y el conjunto de los Nuevos Movimientos Sociales, sin excluir a algunas ONG, me parece incuestionable. Este es sólo el ejemplo más reconocible de un vasto paisaje de intenciones en favor de un mundo más libre que encuentran en la tradición anarquista su horizonte común.

No profundizaré en el espinoso asunto de las terribles guerras entre hermanos con otras tradiciones surgidas del movimiento obrero. Todas, si son lo que dicen ser, combaten al mismo enemigo: la división de la sociedad en ricos y pobres, las formas de dominación que van históricamente renovándose, las formas de opresión instituidas, empezando por el vergonzoso poder de la Iglesia o la tolerancia con los crímenes económicos practicados cotidianamente por los mandarines financieros... Aplicado a las formas de resistencia actuales, el anarquismo no es sólo una referencia valiosa, acaso sea -con las debidas matizaciones al discurso clásico- el camino que habríamos de seguir. 

(Continua en breve, lo más controvertido viene pronto...)


Friday, July 12, 2013




EL GORILA

Un incidente en el Bioparc de Valencia, hace unas pocas semanas. Un grupo de turistas nacionales de avanzada edad está montando un cirio de miedo en el habitáculo donde, a través de un grueso cristal, el público puede contemplar un grupo de grandes simios. Vociferan, se ríen  estruendosamente de sus propios chistes, hacen mofa de los colmillos del gran gorila, de su supuesta fealdad y su cabezota, de su pene... Nadie observa nada, ninguno está entendiendo nada de la escena que presencian; son un hatajo de paletos, bárbaros que se han dejado cuatro céntimos para que el escenario les regale unas cuantas monerías, incluyendo al joven vigilante, cuyas apelaciones al silencio y el respeto son desoídas reiteradamente por la comitiva. De repente, en medio del guirigay y harto de tanta tontería de seres a los que sin duda desprecia, el macho se levanta y tras estrellar su dorso contra el cristal, alza sus doscientos kilos ante los intrusos y se golpea el pecho enfurecido. El terror consiguiente entre estos desencadena una estampida. Se hace el silencio, hay incluso alguna llantina...La cólera de Dios: no tengo ninguna duda.

Situaciones similares se dan a menudo en esta variante un tanto rara de homínido que es el sapiens. He visto a profesores dando una lección memorable en la universidad mientras la mitad de su joven auditorio le ignoraban con estúpidas sonrisas dedicadas a la tablet a la que entregaban su atención sin ningún pudor. He visto a un necio hablando por el móvil a mi lado en los últimos instantes de Dublineses en la noche de un cine de verano. 

Digo todo esto porque no pretendo escribir un alegato en defensa de los animales. No estoy preparado para ello, tampoco para disertar sobre la conveniencia de los zoológicos, incluyendo estos que se construyen ahora donde los animales gozan de relativa libertad y no habitan las tradicionales jaulas. Pero sí sé que forma parte del hábito de los seres humanos, en especial cuando actúan en manada, ignorar las reglas más básicas del respeto. 



También conozco el tipo de emoción que en mi hija despiertan los animales. No sólo las grandes especies de la sábana o la selva ecuatorial, acaso le atraigan más, extrañamente, los pequeños reptiles, los insectos e incluso las ranas. Qué animales, por cierto, tan seductores las ranas. 

Recientemente tuve la suerte de pasar una hora inolvidable con ella en esa sala de los grandes simios. Se desataba una violenta tormenta sobre Valencia, de manera que nadie entró en ese largo rato. Nos sentamos delante del gran gorila, quietos y silenciosos, para no incomodarle. Nos miraba de vez en cuando de reojo. Estaba majestuosamente apoyado sobre una pared, sin apenas moverse, limitándose a recibir la lluvia con indiferencia. 




Cioran dijo algo interesante sobre la pasividad de los grandes gorilas. "Sentados sobre la hierba pasan horas sin moverse. ¿No se aburren?, pregunta alguien, pero esa es una pregunta de hombre, es decir, de una criatura que, atrapada por el miedo, origen de toda agitación, atribuye absurdamente a la acción el prestigio que se niega a conceder a la inacción." 

Esa mirada... Tras esos ojos selváticos se diría que un dios nos escruta. Nunca hallé en cruces ni en vírgenes el poder del espíritu que presentimos aquella tarde en la mirada del gorila.   

Saturday, July 06, 2013

ALBELDA



Sociólogos o antropólogos nos informan con rigurosa objetividad científica de la función que los mitos han tenido en las comunidades. Yo soy algo reticente a este rigor porque sospecho que, por definición, los mitos se internan en los recovecos más oscuros e irracionales del alma, y también acaso porque detecto que yo mismo no soy en absoluto invulnerable a su hechizo. Sabemos que los mitos refuerzan la cohesión de la comunidad, vertebran la identidad colectiva, alimentan la lengua común y dan sentido a las liturgias en las que el hechicero convoca su memoria para que las personas sientan que no caminarán solas mientras conserven la impronta de los fundadores de la tribu.

Hegel atribuía ese poder civilizador al cristianismo, pero olvidaba que, más allá de la obediencia a la que los santos invitan con su martirio, las culturas –empezando por las paganas- no han otorgado la gloria a los sumisos, sino a los guerreros. Es posible que el aire de los tiempos no propicie el gusto por la épica, y que nos hayamos creído esa convicción ilustrada de que volver a los mitos es recaer en la infancia. Pero a poco que escarbamos en nosotros mismos, advertimos la impostura que hay tras el totalitarismo de la razón. Tras nuestras elecciones, tras cada uno de los momentos en que nuestra integridad moral se ha puesto en juego, se proyecta la alargada sombra de un viejo cantar de gesta.

He sentido una especial debilidad por David Albelda desde hace muchos años. No se asusten, no voy a hablar de fútbol, no exactamente. Nunca amé demasiado el virtuosismo, Albelda es otra cosa, quizá es la imagen más exacta de lo que yo quise ser desde crío, aunque -¿qué creían?- mi escepticismo de adulto no ha suprimido mi capacidad para conmoverme ante los personajes admirables. Quizá el hombre al que ahora han despedido sin honores, desde el silencio de un callejón infame, sea el futbolista más valioso que el Valencia ha tenido desde Kempes. Éste sí fue un virtuoso, por eso movía multitudes; Albelda es un luchador: yo le he visto en el mismo partido peleándose con los contrarios, con el árbitro, con un público hostil mientras repartía instrucciones entre sus compañeros y les llamaba a resistir, a afrontar todas las dificultades para llegar hasta la gloria. Los libros sobre coaching y liderazgo informan poco de esto, acaso hay en ello algo demasiado primitivo, acaso los sentimientos que desencadenan sean demasiado incontrolables.
 
La trayectoria de Albelda le acerca a la maldición de los héroes trágicos. A aquellos personajes señalados por el destino en el antiguo teatro griego, Nietzsche les atribuye el poder de indicarnos el caos y la injusticia de la existencia, ante lo cual el dilema es  o rendirse o luchar y resistirse hasta el encuentro con la muerte. Hace algunos años, un oligarca gordinflón al que su papá regaló un equipo de fútbol, se sirvió de un delirante esbirro extranjero para destruir al empleado que le molestaba por su mirada altiva. Entonces, ante el ídolo caído en desgracia, salieron del armario todos los resentidos que antes permanecían en silencio ante los triunfos del equipo que Albelda lideraba. Con la caída en desgracia del líder emergió lo peor del alma plebeya: el rencor, el resentimiento, el espíritu cainita con el que los miserables toman venganza del labriego que, lejos de la humildad que se espera de los siervos, levanta orgulloso su mirada y se niega a postrarse ante los mandarines. 

Albelda denunció un día a quienes intentaban humillarle, lo hizo como única manera de defender su honor y el pan de su familia ante unos jerarcas -pobres diablos en el fondo- a los que los envidiosos jalearon. Albelda no es un simple futbolista, es una categoría moral, por eso existe el “antialbeldismo”. Sería inimaginable una infamia tal en Barcelona con Carles Puyol, pero en Valencia Saturno tiende siempre a devorar a sus hijos.

Unos años después, cuando solo una minoría de obtusos insistía ya contra todas las evidencias en el rencor, un nuevo presidente, uno de esos tipos engominados que se apoderan de los clubs de fútbol sin que nadie les vote y desde la más innoble lógica de los negocios, se sirvió de otro esbirro para acabar, ahora ya sí definitivamente, con el viejo testigo incómodo. ¿Razones? Ninguna, ni deportiva ni económica. La razón es la cobardía, y por eso resulta inconfesable.  Quizá hayan hecho bien, porque la presencia de Albelda pone sobre la mesa la profunda medianía de quienes se han cargado de una tacada una leyenda que duraba quince años, una eternidad en unos tiempos donde lo efímero y la deslealtad escriben en una prosa insípida la historia de las colectividades.


En algún momento Aquiles nos recuerda que su único propósito es permanecer para siempre en la memoria de los pueblos. El destino ya ha determinado que a quienes se conforman con que les humille nadie habrá de recordarlos, como también olvidará sin remedio a quienes se desembarazan de los héroes en la vergonzante ventaja de la nocturnidad. David Albelda ya es una leyenda, quedará para siempre en ese misterioso rincón de la memoria donde viven nuestros héroes para siempre.