Saturday, June 29, 2013




OBAMA Y EL MITO DE LA VIGILANCIA GLOBAL

Resulta fácil retrotraerse a las páginas de 1984 a medida que vamos sabiendo más sobre el complejo y sofisticado sistema de espionaje telefónico e internáutico diseñado por la Seguridad norteamericana. Lo que no han conseguido los republicanos en un sexenio, es decir, desacreditar la imagen de Obama presentándolo poco menos que como un comunista o un pro-islamista, lo ha conseguido él consigo mismo, cuando ha adaptado a la era de internet el viejo modelo Hoover, es decir, información exhaustiva para los servicios secretos sin miramientos con los derechos civiles relativos a la intimidad o la libertad de expresión. 

Es como si hubiera vuelto la Guerra Fría, esa que por cierto dicen añorar los viejos espías, empleados ahora en luchas contra islamistas fanáticos y sin ningún aprecio a la vida de los que no te puedes fiar porque son capaces de reventar con tal de cargarse a los que pasen por su lado. Mientras el estalinismo optimizaba la información, con la Stasi de la RDA como mayor logro en materia de invasión en la vida de las personas, los USA montaban escenarios tan temibles y estrambóticos como los del Senador McCarthy y su Caza de Brujas. Como dijo Foucault, el poder se asienta siempre en el saber, hasta el punto que todo régimen político es, en realidad, una serie de sistemas operativos basados en el principio de que el ejercicio de la autoridad y de la fuerza sólo es eficaz y puede aspirar a sostenerse largo tiempo si sabe cómo encontrar información exclusiva y determinar cuando es relevante. 

Está bien que, respecto a este asunto de los abusos de los estados sobre los ciudadanos bajo el chantaje del antiterrorismo, nos hayamos topado de bruces con la realidad gracias a este asunto de Obama o el precedente, aún cercano, del caso Wikileaks. Esto va a servir para que los que hacen negocio a costa de la candidez de sus congéneres, vendiéndoles eso tan bonito de la Teoría de la Conspiración, puedan seguir llenando el cine con películas donde te explican que la CIA te vigilas mientras haces el amor o robas peras del árbol del vecino, o con revistas y programas de Ciencias ocultas donde te recuerdan que ésta es la misma lógica que obliga a los pilotos del ejército a silenciar que se toparon con un platillo volante e incluso le vieron las orejas -verdes- a un marciano que les observaba desde una ventana. 



Acuérdense, por ejemplo, de El informe Pelícano, de Conspiración -esa en la que Mel Gibson era un friki obsesionado con que la CIA le vigilaba y luego resultaba que era verdad, que le vigilaba a él y a todo el mundo- o Enemigo público, donde llegas a la conclusión de que no hay un metro del planeta que no esté siendo ahora mismo vigilado por satélite, aparte de que debería vigilarse usted la suela de los zapatos, pues dentro han puesto micrófonos para saber si reza usted a Alá por las noches cuando dice que está viendo un partido de fútbol. 

Quizá ya hayan intuido que soy algo escéptico con este asunto. No se trata de perdonarle a Obama lo que sin duda es una gorrinada -como lo es mantener Guantánamo, otro centro de información relevante-, lo que me pasa es que nunca he terminado de creerme el Orwellismo, que regresa ciclícamente con asuntos como éste. Veamos: el principio teórico de la visión orwellista arranca de la presunción de que el Poder tiende a concentrarse y fortalece su maquinaria de acción de tal manera en una época de colosal tecnología, que los ciudadanos quedamos a la intemperie, indefensos ante una olirgaquía inaccesible que lo sabe todo de nosotros. Las implicaciones son inquietantes: nos vigilan para determinar si discrepamos del Pensamiento Único o para vender nuestros datos al marketing empresarial; si nos da por protestar, nos envían a las fuerzas del orden, que descargarán sobre nosotros una atroz violencia; si con ello no nos aquietamos, desplegaron ejércitos de profesores, psicólogos e ideólogos de todo tipo para lavarnos el cerebro...

Yo no creo que algunos aspectos de esta visión no sean verdaderos, en todo caso dudo del maximalismo con el que se expresan. El gran problema de esta visión, en el fondo muy pueril, es que no quiere asumir que las comunidades contemporáneas no han sido racionalizadas de la manera que prometían las utopías sobre las que se construye el imaginario de la modernidad, no, el problema es que lo que produce la sociedad de masas es una enorme entropía. No vivimos en comunidades transparentes, un territorio límpido donde todos los resortes de la dominación quedan a disposición de quien se hace con los mandos. 

No es tan sencillo, vivimos en medio de una fortísima incertidumbre, hablamos de información como dando por hecho que sabemos distinguir entre la verdad y la fábula. No es posible que Obama se apodere de las vidas porque por cada instrumento de control y represión que incorpora la CIA, aparecen muchos más elementos de desorden. Proliferación de estrategias de contrainformación, privatización de la guerra, deslocalización de los núcleos de influencia cultural, subcontratación del monopolio estatal de la violencia... ¿seguimos? No vamos a una sociedad más orwelliana. 1984 tuvo mucho sentido en su momento porque el horizonte que presentía George Orwell obligaba a calibrar el riesgo de los totalitarismos. Lo que Orwell no hubiera imaginado jamás es que su Gran Hermano fuera una cutre presentadora de realitys. Es una novela recomendable incluso hoy, pero el ángulo de visión desde el que interpreta la evolución de las sociedades contemporáneas está desviado. Nuestras sociedades no son transparentes ni están sometidas a un orden ultratecnológico, ni siquiera -como algunas veces se pretende- al monopolio ideológico; lo que domina de verdad nuestras sociedades es la dispersión de las visiones del mundo, el difuminado del principio de "realidad" y la indiferencia hacia las cuestiones públicas. 

Acéptenme una hipótesis contraria a la que viene manejándose insistentemente en los últimos días al hilo del batacazo de credibilidad que se ha pegado Obama: el Estado no nos vigila ni nos controla más que antes, en realidad le interesamos bien poco, lo que, en definitiva, viene a disimular este asunto del espionaje masivo es que las instituciones se han desocupado de sus ciudadanos, los han abandonado a su suerte. El Poder no pretende intimidarle ni corregir sus desviaciones ideológicas -¿de verdad creen que les preocupa su ideología?-, el Poder simplemente se ha olvidado de los ciudadanos, tiene mejores cosas en qué pensar. 

Dejemos aquellos mitos de la Guerra Fría sobre el lavado de cerebro. Los mecanismos de manipulación ideológica son blandos y mucho más indirectos que las atroces torturas del Gran Hermano a los disidentes. La vigilancia global esconde la triste realidad de que las instituciones han dejado de servir a las personas, no nos vigilan, al contrario, simplemente nos consideran una pequeña molestia. 

Sigan la pista del dinero, es la única que no lleva a vías muertas. Háganme caso. 

Friday, June 21, 2013




COACHING


1. ¿Eres emprendedor? Esta pregunta aparece últimamente muy a menudo en programas televisivos, panfletos publicitarios o anuncios de las páginas salmón de los periódicos. Por lo visto, pretenden animarte a sacar al león con alma de empresario que llevas dentro y que abandones de una vez por todas esa pinta avinagrada de cesante que llevas encima, un vinagre por cierto bastante explicable cuando resulta que llevas tiempo en el paro y sintiéndote menos como un león y más como una mierda. Estas técnicas de coaching están muy de moda, y vienen a insinuarte que tu fracaso no tiene nada que ver con el capitalismo ni con los malvados mandarines que te explotaron y después te despidieron sin aparente explicación: tu fracaso es causado por tu actitud derrotista y tu manía de practicar la autocompasión.

 A mi Instituto, por ejemplo, los señores del PP nos enviaron una documentación de una empresa de coaching, liderazgo empresarial y otras engañifas, la cual nos proponía un "plan de mejora". Fue divertido y dio lugar a muchas risas: "hablamos de mejorar", decía, "pero, ¿realmente queremos mejorar?" "No, cenutrios", me hubiera gustado contestarles, "nos gusta revolcarnos en el fango, pero ahora sé que tú me vas a sacar de él". También insinuaba que debíamos acostumbrarnos a censurar aquellas actitudes de compañeros que "contagian fatalismo y desánimo". Se me ocurre pensar si el ínclito ministro Wert saldría con esa sonrisa de Fétido Adams que le caracteriza si pasará por alguna de las aulas sobrecargadas infernalmente de alumnos conflictivos que tenemos por aquí, me pregunto cómo haría para no caer en el desánimo. Igual hasta se haría sindicalista para huir de la tiza.

Volviendo a lo del "¿eres emprendedor?", se me ocurre la respuesta de un parado que ve programas de este tipo con la ingenua ilusión de que le ayuden a encontrar un trabajo. "Pues no, pedazo de gilipollas, no tengo alma de emprendedor, sólo escucho a algún subnormal como tú porque de lo que sí tengo vocación es de comer todos los días dos veces y porque no me gusta ser pobre mientras hacen pasta hijos de perra como tú". Y por rizar el rizo, se me ocurre la respuesta de una aspirante a trabajar en un club de carretera: "Pues mira, no tengo vocación de puta, no me seduce demasiado chupársela a tipos repugnantes, pasar frío de cojones o subirme al coche con algún psicópata, pero ya ves, he de darle de comer a mis dos hijos".

Veo mucho este espíritu en el actual gobierno de España y de mi comunidad autónoma -derecha pura y dura-: la mayoría parece que no hayan tenido un problema de vida, hablan desde un fingido y bovino optimismo que parece propio de adolescentes que mientras se hundía el mundo jugaban al squash. Eso sí, se las suelen arreglar bien para seguir siendo ricos. 

2. Concluyo con cierta pesadumbre la lectura de la última novela de Javier Cercas, La ley de la frontera, basada en la vida de El Zarco, un delincuente juvenil de ficción, pero perfectamente reconocible en la España de los años setenta, cuando las pandillas y los manguis  obtenían un protagonismo colosal. Es preciso meditar mucho más sobre esta novela, y les aconsejo lo que escribió Justo Serna, el mayor experto que conozco en narrativa española contemporánea. Por mi parte, no creo que mi análisis aporte nada, pero sí he de referirme de urgencia a alguna de primeras impresiones que me ha despertado este magnífico relato: jamás creí en el mito de Robin Hood que acompañó aquella leyenda tan característica del post-franquismo. Lo que el personaje central, un chico "normal" que cruza al bando de los fuera de la ley por una infortunada circunstancia personal, descubre a lo largo de su vida sobre el Zarco es lo que yo sospeché siempre: que la mayoría eran un hatajo de tipos sin conciencia. Nunca entendí por qué algunos sectores de la comunidad les concedieron aquella aureola del buen ladrón 

Yo no lo creí jamás acaso por qué mis experiencias con aquellos supuestos héroes nunca fueron gratas, incluyendo alguna experiencia amorosa particularmente estúpida e infortunada. No puede estar más lejos de todo aquel mundo de quinquis mi actual imagen del heroísmo. No se trata de glorificar a los que están del lado de la ley, no, pero creo que una mujer abandonada por su marido y que saca adelante a base de narices a dos niños contra machos maltratadores, contra empresarios explotadores y contra la burocracia, merece mucho más un cantar de gesta que aquellos Vaquillas y compañía a los que dedicaron tantas películas en la época, películas por cierto particularmente cutres y oportunistas.

Sunday, June 16, 2013




ESPLENDOR

1.  Paso los mejores días en lo que va de curso mientras vemos en clase Esplendor en la hierba, a mi entender el film más brillante de Elia Kazan y uno de los más complejos y seguramente peor entendidos que se han hecho nunca. Kazan no era especialmente devoto de esta obra suya, aunque sí reconocía, abrumado por la fascinación que el film generó en la crítica francesa -tan influyente y respetada hace algunas décadas-, que el último rollo era lo mejor que había hecho nunca. Un más que respetable director, Bertrand Tavernier, llegó a decir que, si bien el film era excepcional desde su inicio, los últimos minutos eran los más virtuosos que había visto nunca. 

Recuerdo haber discutido hace algún tiempo con un compañero la conveniencia de que nuestros alumnos vieran una película que promovía la resignación y la cobardía. El pobre no había entendido nada: Esplendor en la hierba no es un relato sobre la pasividad, es un relato sobre la fatalidad y sobre el dolor. La historia de amor que crea va marcando sus tiempos a cocción lenta ante el espectador para llevarle al callejón sin salida del romanticismo, el único que merece tal nombre, aquél en el que el destino vuelve imposible la consumación del idilio. Y no es un romance cualquiera, el amor de Bud y Dinnie encuentra en su desmedida intensidad la certidumbre trágica que marca la existencia humana: la incompatibilidad entre el deseo y la realidad. 

Y Tavernier tiene razón, esos últimos minutos... esas miradas que, diciéndolo todo, indican algo distinto a las escasas palabras que, en su último encuentro, los dos amantes pueden llegar nerviosamente a pronunciar, qué maestría. "No sé si ahora soy feliz, no pienso mucho en ello, Dinnie" Como en el poema de Woodsworth que da título a esta obra maestra, cuando pasan los días del esplendor en la hierba y la alegría en las flores, no debemos afligirnos, pues la belleza subsiste memoria. No somos más felices después de la tormenta, pero, si sobrevivimos, somos más sabios.
      




2. "Que inventen ellos", se diría que esa idiotez de Unamuno marca el triste camino de la ciencia en este país. De aquella bravuconada impresentable, tan instalada en el alma colectiva de los españoles, pueden presentarse otros estrépitos como aquello de que "España es la reserva espiritual de Occidente", una de las proclamas que mejor encarna lo que de comedia bufa tuvo el franquismo. Creer que podemos vivir sin investigación científica y no terminar cayendo en el tercermundismo es propio de un país que ha pasado siglos convencido de que entre nosotros sólo se puede ser hidalgo, santo o pícaro. 

Lo de perseguir no sólo a los científicos sino en general la cultura es más específico de nuestra derecha. El castigo sobre el cine, por ejemplo, forma parte de una venganza infame contra un colectivo que ha tenido la valentía de no lamerles el culo a este hatajo de merluzos que supuestamente nos manda. Lo de la ciencia es un desastre para el país, sobre todo para el futuro, claro que para entonces nuestros queridos gobernantes ya tendrán su dinero a buen recaudo y gozarán de las gloriosas jubilaciones que ellos se aseguran mientras las niegan a los demás. Lo del desplante de los premiados de la universidad al ministro es una pequeñísima parte de lo que en los ámbitos académicos piensan de este siniestro personaje. 

Saturday, June 08, 2013



¿IRRESPONSABLES?


¿Estamos fabricando una generación de irresponsables? Diversos acontecimientos me invitan a pensar que esa convicción tan extendida requiere ser matizada. En estos días nos topamos insistentemente con el vídeo de los universitarios premiados que, tras recibir el diploma, se negaron a estrecharle la mano al Ministro Wert, el cual quedó ahí, pasmado y patético, muy cerca de producir lástima de no ser porque este tipo de acciones de protesta responden a un malestar generalizado ante la evidencia de que el actual Gobierno de España está devastando -puede que de manera irreparable- la enseñanza pública. La estrategia es audaz y astuta: apenas un gesto genera un espectacular impacto mediático, y además retrata no ya al Ministro, sino a la totalidad de sus correligionarios, los del partido en el poder y los de los medios que lo sostienen a machamartillo, pues todos hacen una vez más el ridículo intentando desacreditar una iniciativa de protesta con argumentos mojigatos -"¡qué maleducados, tratar así a una autoridad que les está premiando!"-. No resisto la tentación de ilusionarme con situaciones como ésta en la que las jóvenes generaciones nos marcan a todos un camino. 

El problema es que no encuentro en estos días muchos más pies para sujetarme al optimismo. En vísperas de muchos macrobotellones en las ciudades españolas -una exhibición de barbarie colectiva que ellos excusan con argumentos lastimosamente pueriles- me da por preguntarme si las nuevas generaciones no llevan tiempo ya escapando de nuestras manos. Y no es sólo el botellón, es algo mucho más profundo y menos perceptible a primera vista. ¿Tienen razón quienes avisan de que el exceso de tolerancia disfraza con un amor malentendido lo que termina siendo la destrucción de valores tan básicos como la autoridad, la autodisciplina o la integridad moral? No dudo de que hay "amor", pero éste no siempre beneficia al ser al que lo dirigimos, a menudo el amor es poco inteligente y se presenta mezclado con elementos no tan sublimes como la comodidad, la dejación de funciones o la incapacidad para discernir la realidad del deseo. 

No es solo que el amor de los padres a sus hijos distorsione la imagen que tienen de ellos, efecto al que todos estamos expuestos, es que se ha universalizado la especie de que los valores juveniles son guays por definición. Cuidado, no estoy diciendo que a la gente le gusten mucho los jóvenes, en realidad a muchos les producen sospechas y se les presentan como incompresibles y amenazantes. Yo hablo más bien de ese fenómeno de juvenilización de la sociedad que induce a mucha gente a sacar al niño irresponsable que llevan dentro y creer que el paraíso es un lugar sin normas, donde haces lo que te venga en gana, te pones hasta el culo de hachís, vistes con colores chillones y comes hamburguesas ataviado con una ridícula gorra en la cabeza y una camiseta de la NBA. Esta tontada se les suele pasar el lunes, pero el resto de la semana tienden a dejar que sus vástagos sigan en ese paraíso que, como todos los paraísos, es artificial. 

El fenómeno encuentra otra explicación, perfectamente compatible con la anterior: cuando yo era crío teníamos en la cabeza el concepto de "hijo único", hoy caído en desuso por una razón sencilla: lo natural en los setenta era tener hermanos, a veces, como en mi caso, en cantidad desmesurada, de ahí que resultara fácil identificar al que no los tenía, el cual aparecía como una figura anómala y señalada con rasgos de carácter tan despreciativos como el del niño mimado y consentido. Hoy, cuando el modelo económico y el desorden biográfico convierten en una excentricidad tener una prole abundante, el hijo único deja de existir porque lo raro es tener hermanos. Esa mutación histórica, y que en nuestro país ofrece cifras demoledoras y preocupantes, no cambia sin embargo en lo sustancial el síndrome del hijo único: sigue siendo querido como un tesoro o como esa carta solitaria a la que uno se juega toda su fortuna emocional. 


Y claro, las consecuencias son las mismas que en las del antiguo rey de la casa, solo que ahora con más regalos y aún menos reproches, pues ahora además los padres ya no tienen tiempo que compartir con ellos. Así, en un círculo vicioso que lo envenena todo, el niño termina siendo un eficaz consumidor con la misma facilidad con la que descuida obligaciones como las académicas, se debilita el principio de esfuerzo, los mapas morales se quedan en esbozos -lo que arruina la cultura de la solidaridad-, se convierte en normal y exigible la protección e incluso el afecto, se extiende una dramática intolerancia a la frustración. 

Hace tiempo que dejaron de gustarme por sistema los jóvenes, como me sucedía en épocas bastante más cándidas y optimistas. Me gustan algunos y otros no, así de fácil, y cada día me resulta más difícil la complicidad con algunas actitudes que me parecen caprichosas y pueriles. El cuadro amenazante que acabo de describir puede sonar a pesimista, pero corresponde a una situación que se percibe diariamente en las aulas, donde a menudo los profesionales sufrimos no solamente la incomprensión de nuestros alumnos sino también la de sus padres. 


Es, en cualquier caso, un optimismo matizado. Creo que los universitarios que negaron el saludo a Wert han entendido algo importantísimo: el núcleo edípico de protección en la que la mayoría han crecido no tiene nada que ver con el inhóspito mundo adulto al que se encaminan. La realidad laboral que les espera es hostil como una selva, y las noticias que llegan desde la alta política da a pensar que habrán de realizar enormes esfuerzos para ganarse la vida malamente, sin derecho a las pensiones y las atenciones médicas y escolares que tuvieron sus mayores, acaso sin la opción de tener algún día una familia propia, es decir, sin hijos a los que mimar y engañar -eso sí, con mucho amor- respecto a la dureza del mundo al que han sido arrojados.