Friday, January 25, 2013




LA FILOSOFÍA: WERT Y LA SOLUCIÓN FINAL


Empecé a trabajar en la enseñanza pública hace veinte años. Se cumplieron allá por el mes de mayo, pero no soy muy de aniversarios, aunque sí me vino a la cabeza aquella plaza libre de profesor de Filosofía en cierta localidad de la meseta donde sustituí a una señora ricachona que se enfadó mucho conmigo cuando se enteró que yo no estaba siguiendo obedientemente las instrucciones que me había dejado. No era más que una zángana con pretensiones heredadas de un caciquismo franquista que, en aquel entonces, ya parecía periclitar definitivamente. 

Desde entonces he visto de todo, pero no hay nada ni en cuanto a alumnos ni en cuanto a sus familiares ni en cuanto a mis compañeros que deje en mi memoria posos especialmente turbadores. Estoy contento con la profesión que he elegido, creo que hago lo que me gusta y que me pagan por ello; tengo derechos laborales, seguridad social y no termino de presentir esa falta de aprecio que, dicen, nos tiene actualmente la sociedad a 
los docentes. Soy, pues, un privilegiado, y no tengo razones para quejarme en exceso, máxime ahora, cuando pese a las rebajas salariales -entre otras mermas que en los últimos tiempos se acumulan-, sigo sin nutrir la cola del paro, lo cual parece una anomalía en estos tiempos. 

Sí hay algo que, sin embargo, despierta mi ira y mantiene vivo mi viejo espíritu de indignación: los gestores de la institución educativa, esa retahíla de señores y señoras con traje a los que he ido viendo desfilar por las poltronas de ministro, conseller o secretario de personal, normalmente para superar en ineptitud a sus predecesores. No debe ser casualidad, basta ver al personaje al que Rajoy ha entregado la cartera del ramo para convencerse de que lo peor del rebaño va de oficio encaminado a nuestro departamento. No digo que su predecesor, el socialista Ángel Gabilondo, obtuviera resultados dignos de un gran estadista al cargo del ministerio -de hecho diría que fue mi enésima decepción en materia de gobernantes socialistas-, pero al menos era razonable concebir esperanzas con su nombramiento, dada su trayectoria como gestor en la Complutense y su impresionante currículum académico. 

Con Wert no estamos sólo ante un problema de partidos, porque a su lado, incluso la última ministra de Educación del Gabinete Aznar, Pilar del Castillo, parece un pozo de serenidad y sabiduría, y miren que yo la consideraba nefasta. Temo que, no obstante, si personalizamos el problema en exceso terminaremos cayendo en el abuso de creer que la Educación Pública en España empeora porque los cancilleres de turno se equivocan con la designación del titular. Si Rajoy ha colocado en este ministerio a un hooligan de los que siembran tempestades a grandes voces en tertulias reaccionarias no es porque lo presuponga competente y mesurado, por más que tales cualidades habrían de adornar a los representantes de un gobierno decente en un país moderno y democrático. Pero no, Rajoy sabe muy bien que su hombre es un pirómano, y si lo ha puesto al cargo de tal responsabilidad es porque no le importa en lo más mínimo que la escuela pública se deteriore, es más, probablemente desee que tal cosa suceda, pues el discurso liberal se alimenta de la mala gestión de los servicios públicos como excusa para recortarles los gastos y para privatizarlos. 

Una nueva ley de educación, la enésima que veo pasar, y no soy tan viejo como para haber visto ya tanta mudanza. Se habla con frecuencia de la necesidad de un gran pacto por la educación, que los políticos dejen de ponerla patas arriba cada vez que entra un partido a gobernar... Sí, ya lo hemos oído muchas veces, y parece cuestión de sentido común, pero no se hace porque lo que pretenden los gobiernos no es mejorar la educación. Ésta es un rehén de la querella partidaria, y así va a seguir, pues cuando el PP caiga -y el PP caerá, ya lo verán- habrá que arreglar los desperfectos y esto sólo podrá hacerse con otra ley marco. 

De entre las lindezas que nos depara el borrador de la ley preparada por el segundo gobierno conservador en la historia de la democracia española, la que me afecta de forma más personal es el devastador ataque a las asignaturas del departamento de Filosofía, condenada a convertirse en una asignatura residual en las enseñanzas medias. La gente como Wert urden este tipo de reglamentos desde despachos en los que se hace caso de la presión de ciertos lobbys, de prejuicios ideológicos o de simples corazonadas, no lo sé ni me importa, pero de lo que estoy seguro es de que no piensan en la cantidad de personas a las que sus decisiones afectan decisivamente en sus vidas cotidianas, y no estoy pensando sólo en los profesores de Filosofía, aunque mi futuro laboral sea ahora mismo la mayor de mis preocupaciones. 

Ahora me tocaría intentar explicarles a ustedes por qué creo que es bueno que la Filosofía se enseñe en las escuelas, por qué se deben propiciar la reflexión y el debate en las aulas, por qué Descartes estaba angustiado cuando abandonó la escuela de Le Fleche, si es verdad que todos somos sin saberlo hegelianos o antihegelianos, si es viable todavía en nuestro tiempo el sueño de los ilustrados... Podría insistir en todos estos temas o enlazarles con alguno de los artículos que en estos días se han publicado para demandar al ministro que reconsidere una propuesta que huele a solución final para la Filosofía y que, acaso no por casualidad, determina también el exterminio de la lengua griega. 

Pero estoy algo cansado, debo estar haciéndome mayor, porque la insignificancia de un enano con poder y el daño seguramente irreparable que es capaz de hacer no terminan de sacarme de mis casillas como lo hacían este tipo de cosas en otros tiempos. 

Déjenme que les cuente algo. Debería explicar por qué los jóvenes necesitan clases de Filosofía, pero voy a explicarles porque la necesito yo. Hace como una década, me vi en la tesitura de vivir sólo en una amplia casa de campo durante varios meses en los que trabajaba en un Instituto de una zona rural. Por razones que no vienen al caso me sentía herido, traicionado y abatido. Llegué a preguntarme cómo iba a poder seguir dando clases en aquel estado anímico lamentable. Pero cuando llegaba al aula, me encontraba con ellos y empezaban a preguntarme por los problemas de Lógica o yo les hablaba de Kant o del problema de la libertad, era como si todo el dolor quedara anestesiado y la vida empezara a fluir por mis venas con una fuerza incontenible. Me di cuenta de que eso, dar una clase digna de Filosofía, era lo único a lo que podía aferrarme para sentirme en paz con el mundo. 

Una de esas noches, en aquella casa enorme y desolada, salí al corral y me tumbé en el suelo mirando las estrellas. Por aquel entonces, cuando no estaba en el Instituto me dedicaba a leer con verdadera fascinación un libro de un filósofo español, Miguel Morey: Deseo de ser piel roja. Antes de volver al interior de la casa -la noche era fría- leí esto en aquel libro:

       "Y los sueños no están para que se cumplan -eso es lo que el hombre blanco ha ignorado desde siempre. Los sueños están para acompañarnos, para que el corazón descanse -y poder así seguir preguntándonos por qué se hace preciso seguir en pie de guerra"


Friday, January 18, 2013




MELANCHOLIA

Con el mismo retraso que las actuales urgencias de mi vida me deparan para todo, consigo al fin ver Melancholía, el film con cuya premier en Cannes la lió su director, Lars Von Trier, que dijo ser nazi, lo cual es muy probable que le sirviera para no ganar la Palma de Oro, sin olvidarnos de la cara de "pero qué dice este imbécil" que le puso la protagonista, Kirsten Dunst. La película es magnífica, imprescindible; la manera de enfrentarnos al cine que propone Von Trier es única y va mucho más allá de teorías y corrientes, empezando por aquello de la llamada Escuela Dogma. 

Pero el caso es que no simpatizo con Von Trier, no con su cine, que insisto en que me parece admirable y casi siempre conmovedor, es que no comulgo con su manera de ver la vida. ¿Pesimismo? Sí, atroz. Y no digo que no tenga razón. En realidad los fatalistas siempre la tienen. Reclamó Cioran, el más contumaz de los pesimistas, su derecho a ser comparado con los grandes santos, pues ellos habían batallado por superar sus contradicciones tan enconadamente como él por preservar las suyas. Con la convicción de los evangelistas, el pesimista trata de persuadirnos de la primera de sus intuiciones: vivir no merece la pena, o, para decirlo con más eficacia, sólo podemos vivir al coste de esquivar la realidad. He aquí el gran ardid al que la vida nos somete: si queremos hacer soportable nuestra caída en el tiempo debemos sacrificar la lucidez, si abandonamos el reino de la ficción en que vivimos descubriremos el gran páramo de la existencia y sucumbiremos a la amargura y el hastío.

Woody Allen lo dijo también a su manera en alguno de sus gags más celebrados. "Si vamos a salir juntos es conveniente que conozcas mi filosofía. Para mí el mundo se divide entre lo horrible y lo miserable. Lo horrible son los tullidos, los enfermos terminales... Lo miserable somos todos los demás.". Insiste en esta idea con el chiste de aquellas dos señoras que están en un hotel y una le dice a la otra que "la comida aquí es bastante mala", y la otra le contesta que sí, y que "además las raciones son muy cortas". Los que no entienden a Allen se quedan solo con la copla fatalista, que sin duda  es omnipresente en él, pero olvidan lo que viene después, que a pesar de que la vida es un deambular oscuro y sin sentido, hay momentos tan memorables y maravillosos que sólo por ellos merece la pena estar aquí, y que, aunque ello no fuera suficiente, al menos siempre nos queda "contar mejores chistes". 

Creo que aquí reside el problema de Lars Von Trier: al contrario que Cioran, quien sin duda le hubiera acusado de impostor, carece de sentido del humor, sus películas reflejan una lastimosa incapacidad para tomarse en broma a sí mismo y a sus angustias personales. 

Veamos. Justine está celebrando su boda en un lugar solitario donde se han dado cita sus allegados. Todo sale mal porque su madre interviene en público durante el convite para expresar su odio por la vida y su escepticismo hacia el matrimonio y hacia cualquier sentimiento moral o afectivo. Rebrota en Justine su vieja depresión y todos terminan abandonando el lugar, excepto su hermana, Claire, que decide quedarse con ella junto a su marido y su hijo para protegerla de sí misma. Los efectos de la depresión son horrorosos, como bien sabe quien ha convivido con personas que padecen esta misteriosa enfermedad tan antigua como la civilización. Tan pronto Justine parece eufórica o aparece desnuda junto a un río como la hallamos sumergida en los abismos de la melancolía más desoladora. Como sucede con los depresivos profundos, el solo esfuerzo de bañarse o comer se convierte en ciclópeo, pues no se le ve sentido a nada, no hay fuerzas siquiera para lavarse los dientes. 

En la segunda parte de la película gana protagonismo Claire, hermana de Justine. Claire sospecha que los científicos, que han pronosticado que el planeta Melancholia va a pasar de largo sin chocar con la Tierra, podrían estar equivocados o mentir. "Quiero ver crecer a mi hijo", dice llorosa al comprobar que la bola que surca el cielo se está agigantando. Justine no la comprende. "La Tierra es malvada", dice. Como ya ha vivido en Melancholia no teme su llegada, en cierto modo la desea. No es que en la Tierra anide el Mal, la Tierra misma es el Mal. Éste se convierte entonces en fenómeno cósmico, no es cosa de mamíferos, ni siquiera de seres vivos, es el Ser mismo el que merece ser impugnado, Justine cree que es mejor la Nada. Por eso parece sentirse más confortada que Clarie ante la inminencia del desastre. 

Me siento cerca de Claire, y no de Justine, ni, por tanto, de Von Trier, en quien adivinamos su burla de los vanos deseos de sobrevivir de Claire. Le creo tan poco como cuando dijo ser un nazi. Soy un escéptico del ala moderada, me siento con tanto derecho como Von Trier para considerar que éste es un planeta inhóspito, pero, al contrario que él y que Justine, no me paso la vida intentando amargársela a los demás. 

Como Claire, miro al cielo temiendo la llegada de Melancholia. Estos últimos días, sin ir más lejos, he sabido que en 2036 un asteroide podría chocar contra este malvado planeta. No creo en la bondad de la Tierra, pero tampoco veo qué de bueno nos puede traer ese otro pedrusco. Para entonces, es posible que yo ya esté muerto, pero cuento con que mi hija esté intentando salir del paro. Por tanto deseo sinceramente que pase de largo. En cualquier caso, y mientras esperamos el armagedón, tengo la intención de divertirme todo lo que pueda. 

...Porque saltar en pedazos después de haberse amargado la vida a uno y a sus allegados, eso sí que es de imbéciles. 

Friday, January 11, 2013



CESC GAY 
Y EL MUJERISMO 

En una ocasión me dijo una novia que "los tíos sois todos  ridículos". Si les introduzco en el contexto de esta afirmación -estaba de pie ante la señora en cuestión, sin atavío alguno y con el miembro viril en pleno despliegue erectil- les resultará más fácil entender por qué lo decía. A mí, la verdad, se me hace muy cuesta arriba pensar en acostarme con alguien que me parezca "ridículo", pero yo soy de esos que cuando afirma que "no entiendo a las mujeres" no está bravuconeando, es que por lo general no las entiendo. El caso es que opté por otorgar a la frase más trascendencia que la de aquel alegre contexto pre-coital y, desde entonces, me pregunto a menudo si los varones no somos, ciertamente, unos tipos particularmente ridículos.

Viendo la última de Cesc Gay, Una pistola en cada mano, me vuelve a asaltar la vieja duda. "Los tíos somos unos inútiles", dijo tras el rodaje Luis Tósar, quien formó parte del magnífico elenco de actores de los que dispuso Gay para su película, junto a otra gente de tanto talento como Ricardo Darín, Candela Peña o Eduard Fernández. No tengo ningún problema en recomendar el film, en gran medida por el impresionante trabajo de interpretación, respecto al que algún mérito es justo atribuir a quien los dirige; pero también porque -como ya advertí con En la ciudad o Ficción- estamos ante un universo narrativo singular y sugerente,  un estilo que alcanza la excelencia cuando se trata de construir diálogos, cosa en extremo difícil tanto en el cine como en la novela. 

Otra cosa es lo que me suscita el componente ideológico del film, que lo hay, y que se va deslizando sin titubeos por la media docena de microhistorias que lo constituyen. Ocaso del macho alfa, crisis de identidad masculina... Cualquier fórmula de ese estilo resume lo que les pasa a los distintos varones que desfilan confusos y acomplejados por la pantalla sin dar una a derechas. Todos superan los cuarenta, todos están equivocados, tienen problemas con las mujeres y con la vida. Se les acusa de llevar una pistola en cada mano porque, parodiando a los héroes del western, los hombres creemos que podemos ligarnos a cuantas se nos pongan a tiro y medirnos valerosamente a los bandidos. La realidad es mucho más sórdida de lo que el imaginario urdido desde la infancia ha ido tramando en nuestras mentes, en las cuales, como en los chistes, parece que caben una neurona y media: somos unos cobardes y unos mierdas, tenemos miedo y nos trastabillamos, vamos al psiquiatra porque no hemos superado el edipo, presumimos de follar como leones pero tenemos disfunción erectil, nos queremos ligar a una de la que nos habíamos burlado y luego no damos la talla, abandonamos a nuestra mujer y después tratamos de volver con ella porque la tercera en discordia nos ha dejado a nosotros... Un edificante catálogo de horrores en los que la conclusión siempre es la misma, somos odiosos, pero no como los carismáticos malos del western, somos despreciables y patéticos. Los únicos que se salvan son los que van a cursos de danza africana, los cuales -si entiendo al personaje de Cayetana Guillen Cuervo cuando dice lo que dice- significa que son sensibles -como son las mujeres- y que no van por el mundo haciendo el ridículo por creerse John Wayne. 

El director ya se ha apresurado a recalcar en alguna entrevista que le tiene cariño a sus personajes, pero debería ser consecuente con lo que muestra, y el caso es que su propuesta aboca a la imposibilidad de lo masculino; no se le puede coger cariño a cada uno de los tipos impresentables que aparecen en su película. Se diría que no es que los varones debamos cambiar algunas cosas, es que deberíamos desaparecer, o, si queremos piedad ante el exterminio que merecemos, debemos limitarnos a ser buenos, callarnos la puta boca y hacer lo contrario de lo que nos indican los instintos, que por lo visto -debe ser culpa de la testosterona- son nefastos siempre. Es curioso que la reflexión que a muchos, empezando por sus creadores, les suscita esta película es que los hombres tenemos problemas para comunicarnos, para expresar nuestros sentimientos, y que mientras no aprendamos eso que tan bien hacen las mujeres, seguiremos protagonizando escenas patéticas. Extraño porque  -dicho sea en favor de la película- los hombres que aparecen en ella expresan muy bien sus sentimientos, no hacen otra cosa, y yo desde luego les entiendo perfectamente, por lo que acaso no sean tan incompetentes en ello como se dice. Lo que les pasa no es que no se expresen, lo que les pasa a casi todos es que les va mal en la vida, que es por cierto lo que le ocurre a la mayoría de hombres -y de mujeres- que conozco.  

Miren, no, no me lo trago. Soy un varón que tiene bastante asumida su condición risible. Cuando he intentado hacer el papel de macho alfa me he estrellado con el consiguiente estrépito; he hecho el ridículo tantas veces en mi vida que no sé si voy a terminar hasta cogiéndole el gustillo. Fui educado en la masculinidad y he vivido escenas similares a las que, con indiscutible habilidad, plantea Cesc Gay. Pero no estoy seguro de que esa masculinidad me pese como un fardo muerto del que simplemente habría que desprenderse. Creo que -digámoslo así- he sabido deconstruir mi condición de hombre, no sé si ha sido un mérito mío o han sido las hostias que me he llevado las que, por pura supervivencia, me han inclinado a poner en cuestión todos los atributos de lo varonil con los que se me inficionó desde pequeño. Pero no he renegado de ellos, no de todos ellos, más bien he aprendido a conocerlos y ponerlos entre interrogantes para que no me estrangularan, pero sin llegar a deshacerme nunca de ellos por completo. Seré todo lo ridículo que quiera Cesc Gay, pero sigo creyendo en valores que la cultura ha asociado a la masculinidad. Y no me refiero a pegar gritos en el fútbol, ir de putas o tirarse eructos, me refiero a cosas como no dejar a tu familia a merced de los lobos, mantener el ánimo erguido en los malos tiempos, apoyar al compañero o no lloriquear cuando empiezan a silbar las balas. No son cosas que no pueda tener una mujer, por supuesto, pero yo las aprendí en un entorno varonil, qué vamos a hacerle. 

No estoy seguro de querer ser como son las mujeres. ¿Y cómo son? Si atendemos a la película, diríamos que lo tienen bastante más claro que nosotros y que su visión del mundo es mucho más equilibrada. La verdad es que he conocido mujeres gilipollas, machistas, estrechas, codiciosas, mezquinas, amorales o pueriles, y también a varones valientes, fuertes, consecuentes, inteligentes y abnegados... Por supuesto, esto vale también a la inversa, pero es que lo que plantea Una pistola en cada mano es que sólo lo femenino es virtuoso. 

Me viene a la memoria algo que oí a la ínclita Ana Belén cuando le encargaron dirigir una película que, por cierto, sospecho que es una bazofia. Preguntada por su condición femenina, debido a que no había entonces muchas directoras, dijo: "Es posible que el lado más sensible sí pueda aparecer en la película". Claro, es que las mujeres son muy sensibles... Si ustedes conocieran a algún trozo de carne con el que he tratado. Me dice mucho más algo que le leí a Maruja Torres, una de las personas -porque somos personas, no sé si se nos olvida- más lúcidas que conozco: "Si en el mundo no hubiera hombres tendríamos una sociedad con menos fútbol y menos guerras... y los mismos abusos". 

Tiene un par Maruja Torres. 

Saturday, January 05, 2013




DOS PERIODISTAS

2012 ha sido a mis ojos y a mis oídos el año de dos periodistas, Jordi Evole y Àngels Barceló o lo que viene a ser lo mismo -pero bastante más justo por aquello de evitar el culto a la personalidad- el año del programa de La Sexta Televisión Salvados, y el de la SER Hora 25. 

Tengo una relación tempestuosa con la cadena que preside Emilio Aragón. Siempre ha habido algo en su estilo que me resulta sospechoso e irritante. Viendo algunos de sus programas señera, por ejemplo El intermedio, o la línea de sus informativos, me asiste una desagradable sensación de manipulación y oportunismo. Entiendo que el toque desenfadado y cierto aire faltón sirvan para cautivar a ese cinco por cien de la audiencia que permite sobrevivir a una cadena cuyo destino es claramente el sector juvenil. El problema es que la costumbre de hacer continuos juicios de valor, no estableciendo a menudo la necesaria disociación entre la información y la opinión, es tan inaceptable cuando se hace desde la izquierda como cuando lo hacen otros. 

No estoy diciendo que La Sexta sea lo mismo que Intereconomía, porque nada es lo mismo que ésta última. Es más, ni siquiera el extinto diario Público, alter ego en los kioskos de La Sexta, merece ser acusado de equidistancia con los medios más delirantes de la derecha, entre los cuales -y es un virus que se extiende bastante más allá de la esperpéntica cadena del TDT party- lo habitual es el fanatismo, el insulto, la mendacidad y una mediocridad intelectual que califica mucho más a su audiencia que a los propios protagonistas, pues observando con frialdad a los actuales líderes mediáticos del conservadurismo hispano, uno no sabe dónde acaba la fe real en lo que dicen y dónde empieza la voluntad de hacer negocio a costa del adocenamiento de sus seguidores. 

Siempre he dicho que la gran causante de las penurias de la izquierda, su indisciplina, es también la mayor de sus virtudes cuando se traduce en su intolerancia a ser manipulada y tomada por estúpida. Por eso termino irritándome con frecuencia cada vez que pongo La Sexta, porque no soporto que intenten cortejarme al modo sofístico, es decir, halagando mis oídos al confirmar todo aquello que supuestamente yo ya pienso, como si necesitara algún tipo de refuerzo. Si quisiera tal cosa sería un adolescente o me haría de derechas y leería El Mundo, si no lo hago es porque nada me parece más de izquierdas que estar permanentemente dispuesto a revisar las propias creencias. 

Por eso creo que Évole ha sido una bocanada de aire puro en la cadena. Si La Sexta fuera sólo Wyoming, la teoría de la equidistancia sería sostenible -entre otras cosas porque el humor de El Intermedio no parece conocer otro recurso que el de hacerle publicidad a la caverna-, pero con Salvados estamos en otra lógica. No siempre me gusta cómo guionizan sus temas, con frecuencia me huele todo a demasiado previsto, demasiado interés en que cada una de sus pesquisas confirme el diagnóstico que previamente ya han hecho.

 Y sin embargo... y sin embargo han tenido osadía y talento para relatar muchas de las peores y más injustas prácticas que instituciones o grandes oligarcas privados llevan a cabo en nuestro país: las grandes empresas energéticas y sus chantajes, los consistorios y sus recalificaciones,  los partidos y su dedocracia, los bancos, las autonomías, el soberanismo catalán... Évole ha realizado entrevistas magníficas, muy en especial la de Baltasar Garzón, ha sido extremadamente hábil en la elaboración de preguntas y en el trato de personas que le hubieran podido ser hostiles, ha tenido la prudencia -que jamás ha sabido tener Wyoming- de abandonar el terreno cómico cuando el asunto tratado se volvía demasiado serio, como aquel episodio descorazonador en que se nos informaba de la cantidad de alimentos que diariamente se desperdiciaban en España. Creo que hay que felicitarle, nos iría peor sin él. Quizá hayamos encontrado a nuestro Michael Moore... Con todo lo bueno y lo malo que éste tenga, prefiero que exista. 

El otro personaje al que me parece de justicia referirme en este inicio de año es Àngels Barceló. Con ésta no tengo ninguna duda, es magnífica, y lo que ha conseguido cargándose a las espaldas un fardo de tanto peso como Hora 25 me parece admirable. He hecho radio muchos años y al menos he aprendido a distinguir. Parecía casi imposible superar el modelo de informativo nocturno de Carlos Llamas. Barceló lo ha hecho, y lo ha hecho con armas completamente diferentes. Cuando uno pone la radio por la noche ya sabe que no va a limitarse a escuchar la típica tertulia donde un grupo de opinantes todólogos, por lo general varones, van a dedicarse a aleccionarnos con suficiencia sobre lo que debemos pensar de la actualidad política. A Barceló y a sus corresponsales  los hemos escuchado emitir desde los campamentos de Tinduf, desde El Aaiún, donde por cierto se la jugó con las autoridades marroquíes, desde Asturias en pleno motín minero, desde hospitales en pie de guerra porque estaban a punto de privatizarlos...

Cualquiera puede vender información. Cuando ponemos la tele por la mañana comprobamos que casi todos los programas ponen el mismo roll-over servido por la agencia, de tal manera que si tardas más de diez minutos en comerte la tostada llegar a ver hasta cuatro veces la misma noticia de que en Perú un juez hace que los litigios de dinero se resuelvan a golpes sobre un ring o que en Noruega hay un perro que bebe vodka. Y hay una manera incómoda de hacer verdadero periodismo, que consiste en ir a los sitios y contar lo que pasa. El locutor puede opinar, no debe acomodarse a eludir sistemáticamente esa opción, pero debe tener la elegancia suficiente como para dejar que sea el oyente el que extraiga sus conclusiones, evitarnos en suma la prédica del almuecín, que nos destapa obscenamente la Verdad a la que debemos someternos. 

Veo todo esto en Àngels Barceló. De ella sólo he encontrado dos críticas por parte de sus hostiles: que le falta una asignatura para acabar la carrera de Periodismo, y que una vez dijo "¡¡¡¡hoooooostia!!!!" en una entrevista. Por cierto, el otro día comentó, es verdad, que no le parecía justo que se dijera que "Salvados es el tipo de periodismo que hay que hacer ahora". Quien se ha quedado con el titular no sabe que Barceló elogió a Jordi Évole y a su programa, tan solo dio a entender que hay otras maneras de entender la profesión. Por ejemplo la suya en la SER.