Friday, March 30, 2012





POR QUÉ LUCHAMOS.

"Algún día habré de explicarte por qué combatimos". Esta enigmática frase es puesta varias veces en boca de Asterix por su creador, Goscinny, pues Obelix no parece entender que pueda haber ninguna causa seria tras lo que a él le parece una simple diversión, arrear mamporros a los infortunados legionarios de Roma. ¿Por qué luchamos? Dijo Nietzsche que las ideologías no eran sino las chispas que saltaban con el chocar de las espadas encendidas. En esa visión trágica de la condición humana, cuyo secreto destino es combatir eternamente sin la posibilidad de ilusionarse con un final de la violencia, no parece haber respuesta para la pregunta de Obélix: el conflicto es el trasfondo de un escenario en el que la paz es sólo una vana esperanza, la pausa con la que, ilusos, celebramos una victoria cuyos efectos son caducos, una pax augusta que tan solo es lo que precede a nuevos estallidos.

Cuando uno supera la atracción adolescente por el ejercicio de la violencia, sigue entendiendo que la épica preside la existencia, pero ya no al modo del belicismo tradicional, sino por la apelación cotidiana al heroísmo que supone aguantar las embestidas del paro, la coacción de los mandarines, el miedo a las enfermedades y a la muerte o el dolor de los amigos que nos dejan y los hijos que sufren. De todo ello hay pocos rastros en los cantares de gesta, las superproducciones de Hollywoood, los libros de Historia o incluso en los juegos de ordenador donde eres un marine que dispara a terroristas afganos y no te matan cuando te matan. Y eso es lo que se pierden. Algún día habremos de hacer entender a los niños que sueñan con un campo de batalla que las guerras de verdad sólo huelen a sangre, a mierda y a mearse de miedo cuando empiezan a rugir los cañones.



Es preciso pensar y deliberar, necesitamos armarnos de paciencia para aceptar posiciones e intereses que nos son hostiles. Debemos construir la paz, cuyos contrapesos habrán de constituir sistemas precarios y frágiles, necesitados por tanto de una vigilancia continuada en la que habremos de empeñarnos hasta el fin. Debemos exigir a los políticos que creen el tejido jurídico necesario para evitar la guerra total y permanente de la que hablaba Hobbes, y debemos, por nuestra condición de ciudadanos, luchar con razones frente a la violencia de las calles, la tiranía de los automóviles y la destrucción de las normas de respeto que atenúan los roces de la relación entre humanos.

Sí, todo esto es cierto, pero, por más que es razonable ilusionarse con un mundo en paz, suelo sospechar de quienes insisten demasiado en la necesidad de expurgar el poder y la violencia de las relaciones entre humanos. Jurgen Habermas construyó una teoría filosófica exitosa basándose en la aspiración a una "situación ideal del habla", horizonte que dirigiría la pretensión de construir una sociedad genuinamente democrática y deliberativa, donde la posibilidad de la participación política se articula sin coacciones. Utópico y, por tanto, estéril. Cuando en situaciones fuertemente conflictivas como las que vivimos en estos días se nos intenta reconvenir hacia la conveniencia de resolver las cosas dialogando, parece olvidarse que raramente los débiles han conseguido salir de la sumisión y la miseria sin haber forzado a los señores a sentarse a negociar.

No dejo de escuchar en las últimas horas apelaciones al estilo antidemocrático de los piquetes sindicales, los cuales supuestamente extorsionaron en la noche del jueves a ciudadanos, comerciantes, transportistas y trabajadores para obligarles a sumarse a la jornada reivindicativa. Hay quien, como alguno de los ultras habituales de la derecha -qué poco sexo deben tener estos tipos para andar siempre tan enfadados-, declara directamente la huelga general como un evento antidemocrático, pues se entiende que su lógica rompe necesariamente la libertad del ciudadano para elegir sin presiones si quiere o no sumarse a la protesta. Pero ya sabemos que la derecha española vuelve siempre al mismo principio que le permitió ganar la guerra hace setenta años: muerto el perro se acabó la rabia. En otras palabras, como algunos ciudadanos no ejercen adecuadamente el derecho a la huelga, exijamos su ilegalización. Inútil tratar de dialogar con esta gente.

Tengo allegados que trabajan en bancos, en tiendas de ropa, en restaurantes de comida rápida... ¿Creemos de verdad que la supuesta violencia de los piquetes, que se convirtió el jueves en el espectáculo preferido de las televisiones, es seriamente intimidadora, y que los millones de trabajadores que no van a la huelga deciden todos sin una aterradora presión por parte de sus empresarios? Solo al precio de una tremenda inconsecuencia y, seguramente, de una atroz hipocresía se puede creer de verdad que en una situación de este tipo los débiles deciden sin coacciones de quienes les vigilan.

Podamos o no ejercer el derecho a la huelga que el ordenamiento jurídico recoge sin ambigüedades -como no puede ser de otra manera en una sociedad democrática- no tengo ninguna duda de que hemos entrado en una nueva época, un mundo donde el conflicto con los grandes beneficiarios de este capitalismo salvaje al que pretenden abocarnos va a ser cotidiano e irremediable. Ayer, pese a algunos incidentes de incontrolados, los millones de trabajadores españoles dieron pruebas concluyentes de que están civilizadamente dispuestos a no dejarse robar la dignidad.

"Quieren acabar con todo", rezaba una pancarta. Tiene razón, la Reforma Laboral, que concreta la aspiración del nuevo capitalismo a convertir la mano de obra en una mercancía barata, dócil y desprotegida, tiene la intención de arruinar todo un esfuerzo de décadas en favor de los derechos de los trabajadores. Importa poco si creemos o no en los sindicalistas, y no es un motivo para la melancolía la resolución que aparenta el gobierno para no rectificar unas medidas que, sin duda, le vienen impuestas desde Europa. Es nuestro futuro y el de nuestros hijos -y no hablo sólo de los españoles- el que se pone en juego en jornadas como la de ayer. Una compañera, presa de la frustración y la desesperanza, me dijo hace unos días que lo único que vamos a conseguir haciendo huelgas y acudiendo a movilizaciones callejeras es empeorar las cosas. No sé qué conseguiremos, lo que sí sé es lo que nos pasará si no luchamos.

Friday, March 23, 2012




FELIPE GONZÁLEZ,
SHELDON COOPER Y MOURINHO.

1. Presencio por la noche la entrevista del Follonero con Felipe González. Fascinante personaje. Presiento desde hace muchos años en el ex-Presidente el peso de una inteligencia privilegiada. Es algo más que aquello del carisma. Carismático fue Adolfo Suárez, pero una vez cumplido el ciclo que le reservó la historia, su talento sólo le sirvió para prolongar de forma estéril un proyecto de poder basado en algo tan ridículo como el puro personalismo: nadie supo nunca que era aquello del "centro democrático y social" salvo él mismo. También José María Aznar ejerció, y sospecho que continúa haciéndolo, un considerable liderazgo entre las derechas españolas. Regatearle el prúrito del carisma a estas alturas es un error, nos puede parecer un tipo detestable, pero tiene legiones de seguidores. Yo hablo de otra cosa, hablo de inteligencia, de finura en la mirada y capacidad para la reflexión distanciada. De eso nunca andaron sobrados Suárez y Aznar, juicio aplicable por extensión a Zapatero y a Rajoy.

Felipe fue carismático porque supo dotarse de la aureola de los ganadores. Dio a entender a millones de españoles que él era el mesías destinado a hacerles abandonar para siempre su condición humilde, y consiguió que le creyeran. Pero ese crédito tiene una caducidad, y desde que salió ya han sido muy pocos los que le han echado en falta. Felipe es hoy para muchos el cerebro de una de las operaciones publicitarias más exitosas que ha conocido este país. Por eso, una vez colapsada la fe en un proyecto socialdemócrata -destinado según su propia mitología fabricada desde Suresnes a transformar en profundidad la sociedad española del posfranquismo- Felipe no es para la mayoría mucho más que ese tipo que se libró por los pelos en las investigaciones sobre
el Gal, o e l caballero que ahora cobra un pastizal por ser asesor de tal o cual empresa de postín.

Felipe González exhibe músculo de líder político veterano cuando esquiva a Jordi Évole en las preguntas comprometidas, acomodando el terreno para dar la respuesta precisa mientras explica al entrevistador las cualidades de algunos bonsais de los que legó al Jardín Botánico. Sólo he conocido una persona en mi vida con esa mirada que escruta al interlocutor, esa inteligencia tan atrozmente rápida, esa maestría para marcar los tiempos durante el diálogo y encontrar la frase precisa en el momento clave para desactivar cualquier sombra de peligro. No diré quién es, pero hay algo en este tipo de personas que me inquieta y me seduce terriblemente: la sensación de que nunca sabré si lo que me están diciendo es lo que verdaderamente piensan. ¿Mentiroso? Lo es, sin duda alguna, un maestro incomparable en el arte del ilusionismo, pero es bastante más que eso, pues una depurada técnica para la evasiva o el embuste son condiciones sinequanum para el ejercicio profesional de la política, por lo que no sería suficiente para dedicarle este artículo. Hay algo en FG que quizá ni siquiera saben este tipo de personas extraordinariamente dotadas y que, por cierto, suelen estar solas: la inteligencia les pesa. Se advierte simplemente cuando caminan por la calle. Hay por eso algo de anomalía casi monstruosa en los hombres inteligentes. No alcanzar esas alturas me ha privado de muchas cosas, pero me ha permitido ser razonablemente feliz.

Hay algo muy triste y desolador en este personaje que abdujo a la izquierda española en Suresnes, una oscura maldición que se diría tramada por las brujas de Macbeth. La derecha -al contrario que con ZP, al que nunca han llegado a entender- está obsesionada con él porque cree que es el símbolo de la venganza obrera, roja y andaluza contra la aristocracia que rodeó a Franco. Creen que es malo, y llevan razón, no tengo duda de que lo es, y todavía -se intuye en algunas de sus respuestas más enigmáticas- parece creerse dueño del poder de prestidigitador suficiente para convencernos de que lo que él hizo era lo que debía hacerse. "Es fácil juzgar cuando no se está en el timón". A mis ojos Felipe será siempre el epítome del fin de la ilusión y la inmersión en el cinismo de la realpolitik. No es extraño que su genuino alter ego, Alfonso Guerra -otra figura siniestra que provoca la misma extraña atracción en la derecha- reivindicara en algún momento la figura de Maquiavelo.



2. THE BIG BANG THEORY es la única sit-com realmente ocurrente que he visto en años. La figura de Sheldon Cooper es el imán en torno al cual gira todo el enredo. La serie es ligera, obviamente, pero las claves que identifican al personaje central y a sus secundarios no lo son tanto. Sheldon y sus amigos, todos varones y geniales especialistas en ciencias físicas,
viven marcados por una tara que hoy tiene nombre: son frikis. Así como Sheldon -por eso desencadena todos los gags- vive aparentemente cómodo en su anomalía radical y enfermiza, los demás se resisten, tratan de escapar a su condición monstruosa buscando en la vida cotidiana lo que los seres normales consiguen con aparente felicidad: que las chicas les quieran. Obtener un contrato de colaboración con la Nasa o demostrar una complicadísima hipótesis astrofísica y, al mismo tiempo, pelearse por una bolsa de patatas fritas o pasar las tardes disfrazado de Batman discutiendo si la Mujer Maravilla tiene o no poderes paranormales: en esto consiste la monstruosidad.

Hay algo en el friki que lo mantiene en la inmadurez permanente, como el proyecto de un adulto que se abortó para siempre por miedo a salir de las cavernosas comodidades de la infancia. Por eso se pasa la vida delante del ordenador, sobreestima el valor de la erudición académica sin dejar de tomarse completamente en serio a los héroes del cómic, o pasa sus noches rumiando cómo decirle a la vecina que le gustaría besarla siquiera una vez antes de morirse. Algunas personas dicen ser frikis. Están equivocadas, el friki no sabe que lo es, o, en el caso de que lo sospeche, entiende perfectamente que se trata de una condición indeseable y desgraciada.

Tentativa de una definición del friki: es aquel que, incapaz de asumir lo concreto, es decir, la realidad de las relaciones, queda varado para siempre en los medios que prometen ofrecerlas. Esto explica entre otras cosas porque se pasa la vida delante de internet.

Otra tentativa: el friki se viste de Superman porque no quiere asumir que el único héroe posible es Clark Kent. Hemos de hablar de este tema, es menos baladí de lo que parece, pues la anomalía del friki define el marco espacio-temporal en el que nos hallamos.


3. MOURINHO es uno de las celebridades más repelentes que he conocido. Todo lo que representa es sucio, vulgar y desagradable, incluyendo esa mirada avinagrada con la que, al tiempo que reclama nuestra complicidad, parece destinarnos su desprecio. Algunos madridistas ilustres como Javier Marías o Carlos Boyero vienen advirtiéndonos desde hace tiempo del deterioro de la imagen del club de fútbol más admirado del mundo viene sufriendo por su culpa. "Lo que es bueno para Mourinho es malo para mí", ha dicho Boyero en reiteradas ocasiones.

Pero Mou -cuya poder no pienso despreciar ni por un instante- es algo más que un veneno para la credibilidad moral del Real Madrid. Si analizamos todo lo sucedido en el partido de hace unos días en Villarreal llegamos a la conclusión de que sólo un tipo que tiene inexplicablemente abducido o aterrorizado a medio mundo puede permitirse el lujo de montar el numerito que montó y negarse después a acudir a la rueda de prensa, humillando como de costumbre a una prensa que se lo cobra barato, pues continúa al día siguiente rindiéndole pleitesía y riéndole las gracias.

No reconozco en Mourinho ni una sola de las virtudes que hacen seductor a su Moriarty, Pep Guardiola. No es inteligente, ni hábil, ni oportuno... Ni siquiera sabe vestir, y tengo mis dudas respecto a las enormes virtudes que se le atribuyen como técnico. En realidad no le concederíamos ni un minuto de no ser porque entrena al club de fútbol que hoy, en la figura de su presidente, uno de los hombres más ricos que existen, simboliza el verdadero totalitarismo de nuestro tiempo, la dictadura del dinero. Durante el franquismo la prensa temía hablar contra Santiago Bernabeu porque Franco era madridista; ahora un periodista deportivo sabe que una mala crítica puede ponerle de patitas en la calle porque el Madrid es intocable, dado que no hay empresa mediática que no aspire a vivir de sus migajas. Algunos seguidores del Barça han dicho siempre que el Madrid es fascismo: nunca lo creí, nunca al menos lo vi tan claro como ahora.

Thursday, March 15, 2012


FALLAS

Hace como veinte días, yo regresaba a casa un domingo por la noche surcando el interminable paraje al que los valencianos llamamos "el Río", ese milagroso bosque inventado en el corazón del casco urbano en que se ha convertido el cauce seco de la antigua desembocadura del Turia. Esa noche se celebraba la Crida, que da inicio oficial a la fiesta de las Fallas, quizá la más célebre de las que se celebran en España junto a los Sanfermines. A medida que a paso ligero me acercaba a la zona de las Torres de Serrans, un gigantesco espectáculo pirotécnico iluminaba mi camino. Mientras me acercaba, me salían al paso en la negrura del bosque, intermitentemente iluminado por el centelleo del castillo artificial, pequeños grupos de personas que se habían ido deteniendo junto al camino para contemplar en silencio el espectáculo desde la penumbra. En el momento de máxima intensidad del castell era como caminar hacia un volcán en plena explosión. Difícil no sucumbir ante tanta belleza.


Hay una tradición de progresía en Valencia que ha sido siempre contraria o, por lo menos, renuente a las Fallas. Cada cual puede hacer lo que le dé la gana, desde luego, aunque a mí siempre me ha sorprendido que actitudes falleras que provocan profunda animadversión generen sentimientos contrarios cuando corresponden a fiestas de Catalunya o, qué sé yo, del Mahgreb o de Sebastopol. Eso tiene un nombre, y no es otro que papanatismo. Insisto, uno puede hacer y pensar lo que quiera, pero siempre me ha parecido particularmente estéril y pusilánime esa convicción de que las Fallas son en esencia rechazables porque las asociamos a los sectores más reaccionarios de la sociedad valenciana.

Es cierto que personajes tan poco vinculados al progreso, el librepensamiento y la civilización como Rita Barberá nadan como pez en el agua en el ambiente de petardos, lágrimas ante la Mare de Deu, ofrenda de glorias a España y aceite refrito de buñuelos. Tan cierto como que la derecha más rancia y cerril parece haber patrimonializado la institución festera y domina su juego de signos. Todo esto ayuda tan poco a sentirse emocionalmente implicado en la liturgia fallera como los hoolligans o el periodismo deportivo ayudan a hacerse aficionado al fútbol. Ahora bien, que los sectores más reaccionarios de la sociedad se arrimen a las Fallas o al fútbol no significa que las Fallas o el fútbol sean de derechas. Lo que significa es, simplemente, que la derecha ha tenido la habilidad de apropiarse de algunos espacios de la vida que -nos guste o no- hacen feliz a la gente. Es posible que alguien que se pasa la vida viendo películas de Manoel de Oliveira -quien por cierto me parece un pelmazo-, leyendo novelas de Cela -otro ilustre pelmazo- o escuchando gimotear a algún cantautor catalán llame despectivamente "divertimentos plebeyos" a los que proporcionan solaz y esparcimiento estos días a nuestras gentes. Yo creo que esta consideración debe como mínimo ser matizada.

En las últimas horas he caminado mucho por Valencia. La afición adolescente y juvenil a botellones y macrobotellones me parece un homenaje a la barbarie, aunque creo que las sombras de este problema se alargan mucho más allá de acontecimientos como el fallero. Tampoco terminan de agradarme ciertas actitudes muy extendidas en estas días entre los falleros, cuya conducta dan a pensar que se sienten literalmente los reyes de las calles. Gestos como hablar a gritos, dar órdenes a diestro y siniestro, beber alcohol en la calle o armar escándalo nocturno, que todo la ciudadania repudia cuando provienen de jóvenes o de inmigrantes, se imponen con una prepotencia insultante y obscena con el solo argumento de que "estamos en Fallas y si no le gusta, váyase". Es algo que podrían decir también los jóvenes botelloneros cuando -en periodos no falleros- se les censura por su barbarie: "A fin de cuentas es sábado por la noche, si no le dejamos dormir y le llenamos la calle de mierda siempre puede usted cambiarse de ciudad o de país."

Y, sin embargo, con las Fallas me pasa que aunque temo su llegada y la propensión que tiene al ruido y a una insoportable vulgaridad, temo más el día en que desaparezcan. ¿Por qué, si a fin de cuentas ya les he dejado caer claramente que no me divierto en ellas?

Verán. Ya hace mucho que entendí que el gran mal de las sociedades contemporáneas es la progresiva destrucción de los lazos comunitarios, tanto los naturales, es decir los que tienen que ver con la integración en la familia o algún tipo de forma tribal de trazo intenso, como los asociativos, es decir, los mecanismos de participación que determinan iniciativas colectivas con vocación institucional. En otras palabras, que el precio de la opulencia, la masificación, la tecnología de las comunicaciones y la ultrarracionalización de las relaciones humanas ha sido que nuestras queridas individualidades se están quedando espantosamente aisladas y desprotegidas sin que nos demos cuenta. Las consecuencias de este proceso, que se está desarrollando a una tremenda velocidad sin que sepamos cómo detenerlo, son preocupantes y acaso aterradoras. Nuestros hijos no conocen la calle ni aprenden a valerse por sí mismos porque ya no confiamos en que la tribu -¿qué tribu?- los proteja si van solos por ahí; la gente trama su vida de forma desespacializada, sin ningún tipo de vínculo con un territorio que deja de tener significación; los mecanismos de acción conjunta se debilitan hasta volverse impotentes; las relaciones entre vecinos se deshumanizan... ¿Quieren que siga?

Si acepto de buen grado ciertas eclosiones de euforia colectiva -aunque uno no sabe si a veces es más bien de "furia colectiva"- es porque la tenacidad con que por ejemplo los falleros insisten en poner patas arriba una ciudad entera constituye -en cierto modo- una reacción contra toda esa esquizofrenia de la sociedad tardoindustrial, contra la devastación de los lazos grupales y los vínculos con el territorio. Las comisiones falleras paran los automatismos productivos, cortan el tráfico en los barrios, se lanzan en procesión por la ciudad, sacan a los niños a las calles, gritan orgullosamente el nombre de lo que sea que les une, lloran al llegar ante la Verge o escuchar el himno... No estoy siendo cínico; puedo desconfiar -y mucho- de ciertos iconos que construyen tradicionalmente identidades colectivas. No me emocionan gran cosa los himnos ni las vírgenes, y las apelaciones al orgullo patriótico que atacan esas fibras sensibles que tanto gusta explotar a los políticos populistas me ponen siempre a distancia. No, no es eso, es sólo que contra esta celebración exaltada de lo colectivo lo que se me aparece es el vacío y la esquizofrenia de una ciudad sumisa y rutinaria, donde los automóviles vuelven a hacerse los amos y la gente se olvida nuevamente de que hay algunas cosas que nos unen y que merece la pena celebrar.

Ya lo ven, después de tantos años huyendo casi sistemáticamente de Valencia en Fallas, mi problema no es el facherío, ni el mal gusto, ni lo escandalosamente feos que son la mayoría de monumentos, ni siquiera el olor a churro refrito. No, caballeros, la razón por la que no disfruto de las Fallas, lo diré de una vez, son los dichosos petardos. No me refiero a la mascletá, a la que incluso asisto con agrado. Me refiero a esa costumbre infame de lanzarle petardos a la gente por la calle. Empieza el mes de marzo y uno ya sabe que, sobre todo en los días inmediatamente anteriores a la Cremà, legiones de niños y no tan niños a los que mal rayo habría de partir, se dedican a agredirte una y otra vez con la barbarie de las tracas, los masclets, los trons de bac y toda la demás ralea de artilugios pirotécnicos que debió inventar alguien para joderme específicamente a mí, tan amante como soy del sosiego y la meditación. Les confieso una cosa: cada vez que alguien me sobresalta o despierta a mi bebé con un masclet creo que el autor no sabe lo cerca que está de que le grite que voy a fulminarle a él, a su familia, a sus amigos, a la Mare de Deu y al juez que un día decidió archivar la denuncia que, contra la venta masiva de pirotecnia y en favor de la convivencia, presentó un grupo de ciudadanos cuya causa apoyo con toda mi alma. No dejo nunca de acordarme de cómo lo celebró cierta preboste local, conocida por todos, gritando desde el balcón como un jabalí sudoroso: "¡Petardos para todos, y para los niños también!"

A ver si hoy me dejan dormir, aunque no soy optimista.

Friday, March 09, 2012








SEXISMO LINGÜÍSTICO





Imposible no sucumbir a la tentación de posicionarse en relación al fuego recién avivado -y nunca, por lo visto, definitivamente extinto- del sexismo lingüístico. A grandes rasgos, la batalla se dirime en torno a dos ideas-fuerza: 1. El lenguaje incorpora residuos de la sociedad patriarcal, ergo si no modificamos algunos de sus usos seguiremos bombeando oxígeno a las antiguas formas de dominación de la mujer que todavía sobreviven; y 2: Es estéril intentar guarecer al lenguaje de trazos discriminatorios, de manera que -por más que fomentemos formalismos farragosos y a veces hasta neuróticos- no es en el lenguaje sino en las relaciones sociales donde nacen y se administran los auténticos daños de la opresión de género.


El lío se ha vuelto a montar en estos días porque la RAE ha querido salir al paso de ciertas guías que han menudeado en los últimos tiempos y que asesoran a conferenciantes, escritores y hablantes en general respecto a las prácticas lingüísticas. La Academia tiene un problema similar al de los agentes de tráfico, los jueces o los árbitros de fútbol, que todo el mundo se siente en condiciones de juzgar y censurar su labor -designándolos como causantes de sus desdichas-, pero que no podemos pasarnos sin ellos, pues su ausencia sería el momento inmediatamente anterior al caos. Es cierto que el informe de sus expertos respecto al tema adopta un tono paternalista algo irritante, lo cual asocio al riesgo de oler un poquito a rancio que arrastra toda institución que apoya su legitimidad en la tradición. Son menos excusables algunas inconsecuencias que abren flancos muy cómodos para sus enemigos.

Dice la RAE que no se deben modificar reglas como la del género masculino que funciona también como neutro, pues forma parte de una tradición muy acrisolada en la cultura hispano-hablante. Si el papel de una institución mediadora es aceptar la tradición como criterio de verdad y de justicia, entonces se diluye la autoridad moral desde la que pretende prescribir nuestros actos de habla, pues del pasado provienen costumbres admirables que debemos preservar, pero también otras odiosas, en cuya abolición definitiva debemos comprometernos. Aún así la RAE ha modificado criterios normativos y ha incluido usos lingüísticos que anteriormente juzgó intolerables. Esto supone, y así lo admite la misma institución, que la lengua es un organismo vivo que los hablantes construimos juntos día a día. Vivir es habitar el lenguaje, por eso mismo no se entiende que se apele a la tradición como garante único de corrección, ya que es precisamente la evolución de las mentalidades y, por tanto, de las relaciones entre los seres humanos, lo que hoy nos pone en situación de plantearnos abolir el sexismo lingüístico. Y la razón es clara: ya no es legítimo el machismo, por más que sigamos encontrándolo por todas partes.



No es fácil en cualquier caso ser Academia. A la gente le molesta que vengan unos tipos con aire de suficiencia a decirle cómo tiene que hablar. Y, sin embargo, y aunque suene mal, la función de la RAE sí es prescriptiva, es decir, sí tiene la facultad de tolerar o prohibir usos de la lengua castellana, y la tiene porque los castellano-hablantes le hemos habilitado para ello.¿Es sexista la RAE? Supongo que habrá académicos que lo sean y otros que no, cosa que me importa bien poco. Lo que no creo es que el lenguaje sea sexista, o mejor, no creo que el carácter sexista que en origen gesta algunas prácticas lingüísticas nos convierta en sexistas a sus usuarios, de la misma manera que evitar las prácticas en cuestión no nos libra de ser unos machistas. Si uno tiene las edificantes costumbres de zurrarle a su mujer, de insinuarle a las chatis cochinadas cuando está en el bar con los amigotes -qué majos- o de ponerse a la defensiva cuando descubre que su nuevo jefe es una fémina, entonces vale de bien poco que diga "compañeros y compañeras".


Miren, uno de los mayores hijos de perra que he conocido era un empresario que tenía una academia privada para sacarle los cuartos a padres que tenían la ingenuidad de enviarle a sus hijos para que estudiaran por las tardes, a ver si recuperaban las asignaturas suspendidas. El tipo metía en plantilla de profesores sin contrato a jóvenes incautos e ilusionados, recién salidos del horno de la Facultad, les pagaba el primer mes para que se confiaran y luego dejaba de hacerlo, con lo que estos se quedaban semanas y meses trabajando gratis confiando en que antes o después cumpliría su promesa de pagar los adeudos. Había quien ponía el asunto en los juzgados, e incluso quien amenazaba seriamente con pegarle dos tiros a aquel bastardo, pero la mayoría terminaban desistiendo y dejándolo correr, pues a fin de cuentas "tampoco es mucha pasta y no me voy a meter en líos por eso." Pues bien, adivinen, el bastardo en cuestión fue el primer caballero al que, para referirse a un grupo de personas de las que yo formaba parte, entre las que había mujeres y varones, nos llamó "vosotras". Se justificó diciendo que las nuevas normas lingüísticas -les hablo de hace unos veinte años- aconsejan usar el femenino cuando la mayoría de los aludidos sean féminas. No sé si para casos en los que el auditorio contenga cientos de personas hay previstos sistemas de contabilización de individuos de uno y otro sexo, pero sospecho que, además de salir caro y resultar algo farragoso, se crearía un problema con aquellos individuos que según uno los mira no se acaba de saber si son chatos o chatas.


No se si ven a dónde quiero ir a parar. Lo que a mí me chirría de todo este asunto es el exceso de atenciones que concita. Ni me parece estúpido el esfuerzo que el feminismo clásico ha hecho para evitar ciertos modos sociales -y eso incluye por supuesto el lenguaje- que resultan degradantes y discriminatorios, ni me parece que la RAE y quienes nos negamos a la dichosa coletilla femenina en cada frase seamos por ello unos machistas. En cualquier caso, si lo somos, mucho me temo que al menos yo no voy a perder demasiado tiempo en actos de contrición, pues sospecho que si el infierno me aguarda es por cosas bastante peores que no hacer como el ínclito Cayo Lara, a quien recientemente se le escuchó la siguiente frase: "voy a echar una mano a los compañeros y compañeras del partido para que los ciudadanos y ciudadanas cordobeses y cordobesas...".

Dijo Robert Hughes (La cultura de la queja. Trifulcas Norteamericanas, 1993): "Si estos afectados retorcimientos del lenguaje hicieran que la gente se tratara con mayor respeto y consideración, se les podría encontrar alguna justificación. Pero no es verdad, la idea de que puedes cambiar una situación buscando una palabra nueva y más bonita para denominarla surge del viejo hábito americano del eufemismo, el circunloquio y la desesperada confusión sobre la etiqueta, provocado por el miedo a que lo concreto ofenda (...). Cuando baje la marea de lo políticamente correcto -como acabará por pasar, dejando la previsible basura de palabras muertas en la playa social- será, en parte, porque los jóvenes acabarán hartos de tanta mojigatería verbal en los campus. Los impulsos radicales de la juventud son generosos, románticos e instintivos, y se marchitan fácilmente en una atmósfera de corrección tonta y obsesiva."


Desde la perspectiva de Hughes la cultura de la corrección política corresponde no tanto al postmarxismo como al postpuritanismo rampante en las universidades norteamericanas desde los 80 y los 90. Con indudable gracia, plantea que ni los españoles llamamos "personas pequeñas" a los enanos de los cuadros de Velázquez, ni los franceses llaman "el verticalmente desajustado" a Pipino elBreve. Quizás sea este el error de Hughes, creer que el problema es solo norteamericano.
A ver si, al menos en estas gilipolleces, no les secundamos, amigos y amigas.

Saturday, March 03, 2012





LA JUVENTUD PROTESTA

La juventud baila era el nombre de una sección del programa musical Aplauso, una horterada televisiva muy de hace tres décadas, cuando TVE intentaba no tanto sacar a los jóvenes a bailar y hacer el Tony Manero por las discotecas -que eso ya lo hacían sin ver Aplauso-, sino más bien convencer a los papis de que había que aceptar que sus chicos se divirtieran los fines de semana e incluso se dejaran aquellos pelos cardados tan del gusto de los tiempos. Vamos, que había que modernizarse. Hoy, aquel tipo calvo y con pantalones acampanados que lo presentaba podría presentar la sección aunque cambiándole el nombre: La juventud protesta. Sería una buena manera de adiestrar a los diez millones de adultos que en este país votan con aparente convicción a la derecha en la idea de que los chicos que se manifiestan -como ese perro del vecino que te muestra el colmillo amenazante pero "sólo quiere jugar"- hacen estas cosas sólo para divertirse un ratito. Así, el programa -que en vez de Aplauso podría llamarse Disturbio- incluiría concursos sobre las mejores consignas contra el Gobierno, los chicos más diestros en la quema de contenedores y, por supuesto, los policías que pegan hostias como panes.

Es bastante imbécil todo lo que acabo de decir, sí, pero tamaña estulticia se aviene perfectamente con la idea que la prensa de derechas -es decir, casi toda la de este país- proyecta respecto a las movilizaciones estudiantiles que protagonizaron la actualidad informativa de la última semana. Lo primero que deberíamos preguntarnos ante algaradas como éstas es si se trata de episodios aislados y marginales o si, como en la metáfora del iceberg -que sólo deja ver la minúscula parte de sí que emerge a la superficie- nos encontramos ante la concreción de una problemática profunda.

Si, como parece creer la derecha, se trata de una operación de agitación urdida desde algún lóbrego laboratorio por el artero Rubalcaba, el cual se ha servido de la rama violenta del mundo perroflautista para desestabilizar al Gobierno, entonces sí: se trata de un fuego localizado que conviene sofocar sin contemplaciones. Esta versión, que legitima la acción policial "contundente", responde al prejuicio más extendido de la derecha española, el de que el "felipismo" continúa conspirando para destruir la estabilidad de una nación y provocar pestes, guerras, sexo promiscuo y puede que hasta las derrotas del Madrid. Esta convicción, que apela a la maldad congénita de la izquierda, se complementa extrañamente con la que parece su contraria: la de que los chicos que, como los del IES Luis Vives la semana pasada, se lanzan a la calle a protestar, son unos niños malcriados que, como lo tienen todo y se aburren, montan jarana cortando el tráfico con la misma mentalidad con la que se lanzan a hacer un botellón y lo dejan todo perdido. Tras estos inocentes manipulados, a los que no vienen mal un par de coscorrones a ver si aprenden -ya lo decía mi abuela: "como vaya yo os doy una que os avío, gorrinazos"- detectan la incapacidad de la izquierda para aceptar que los conservadores tengan el poder. Prueba de ello sería que ha sido ganar Rajoy y empezar los conflictos en la calle. Que hay una mano negra, vamos.

No deja de llamarme la atención que este tipo de argumentaciones, que he leído y oído varias veces a raíz de los sucesos estudiantiles, en especial los de Valencia, provengan de quienes han estado ocho años realizando con un tesón envidiable la labor de oposición más desleal e irresponsable que yo recuerdo jamás, empezando por la repugnante insidia urdida en torno al 15-M y acabando con la serie de mentiras que configuraron su programa electoral. Nunca en los treinta y pico años de democracia tuve tan claro desde que Aznar perdió el poder por su propia estupidez que hay una España poderosa para la cual es completamente insoportable la idea de que la izquierda -incluso una izquierda tan titubeante como la del PSOE- gobierne la nación. Tampoco deja de sorprenderme la descalificación que se hace del derecho de manifestación. No sé si Rajoy pensaba que la gente se quedaría tranquilita en casa, felicitándose ante la Reforma Laboral o los recortes de los servicios públicos, pero yo he visto docenas de manifestaciones del PP a lo largo de estos ocho años, normalmente al lado de los prebostes eclesiásticos y en favor de cosas que por lo visto les preocupan mucho como la familia o el derecho a la vida de los niños.


En suma, que los estudiantes no saben lo que quieren, que es a fin de cuentas lo que suele pasar con los adolescentes, Jesús qué cruz, y cuánto me costáis de criar.


Voy a dejar de hacerme el gracioso, sobre todo porque el tema no tiene puta gracia. La semana pasada critiqué duramente la desproporcionada respuesta policial frente a unas manifestaciones cuyo poder disruptor era inicialmente escaso. Pero el asunto de la dureza policial, que puso a Valencia en las cabeceras periodísticas mundiales por la incompetencia de algunos responsables y que ha desencadenado muchas de las protestas posteriores, es solo la punta de un iceberg cuyo resplandor valdrá muy poco si no sabemos atender a lo que hay por debajo.

Ahora habría de referirme a la profunda problemática en medio de la cual vive la enseñanza pública. Las declaraciones de los responsables de los departamentos educativos apuntan a una estrategia de descrédito de las movilizaciones que me parece miserable: "no hay recortes en educación", dijo una delegada del gobierno valenciano, "sólo ha habido reducciones en complementos salariales". Que un trabajador salga a la calle porque le han reducido drásticamente el sueldo parece algo bastante comprensible, que no se entienda que lo que a los miembros de la comunidad educativa nos está irritando es el deterioro de la escuela pública, cuyo efecto sufren los ciudadanos, es algo que no me sorprende nada de la delegada en cuestión, la cual estoy seguro de que vive en una casa estupenda, lleva a sus hijos al Caxton y saldrá de la vida pública con una pensionaza super chupi. En cualquier caso, lo que de verdad se pretende, más que desprestigiar a los profesores -a los que ya nos tiene bastante manía la gente, dicho sea de paso-, es insinuar que los estudiantes que gritan y cortan el tráfico están manipulados por nosotros. Y es aquí donde se equivocan.

Llevo años -ellos pueden decirlo- reprochando a mis alumnos que, de tanto en tanto, les dé por declararse en huelga y abandonar las clases, una actitud que, cuando -como muchas veces sucedía hasta hace poco, no se sabe muy bien qué se reivindica- me parecía dañiña para la vida académica de institutos como el mío, donde ya tenemos bastante dificultad para competir con la escuela concertada para que, además, nuestros queridos estudiantes pierdan clases. Lo de las últimas semanas me está sorprendiendo. Mis alumnos ya no se declaran en huelga para eludir un examen, irse a ver una mascletá o quedarse en casa durmiendo; parece que, por primera vez desde que ejerzo esta profesión, la mayoría tienen muy claro que se están jugando algo en el espacio público. Han entendido al fin eso que tantas veces les hemos dicho creyendo que caía en saco roto: la política, que es bastante más que dos partidos repartiéndose la tarta del poder, les afecta seriamente.

Digámoslo de una vez: este no es sólo un problema de las escuelas, los jóvenes están saliendo a la calle a gritar porque tienen miedo. Lo que escuchan y leen a los adultos sobre lo mal que se está poniendo todo ha dejado de resbalarles, y han empezado a entender que si sus padres lo están pasando mal ahora mismo es porque, probablemente, lo que les espera a ellos por ejemplo a lo largo de esta segunda década del siglo es aún peor. Algunos empiezan a sospechar que podrían no salir de los trabajos basura, que cuando sean mayores no habrá unas instituciones solidarias que les protejan de la enfermedad, la vejez o la delincuencia, que cuando estén en el paro tendrán que mendigar para vivir, que nunca tendrán una casa y probablemente no marchen nunca del hogar paterno... ¿Sigo? Supongo que es difícil entender esto cuando uno ve la vida a través del prisma de Intereconomía y La Razón, pero el hecho, y sé de lo que hablo, es que los jóvenes no protestan porque les cierran pronto el pub o porque no les dejan ya piratear películas: protestan porque están aterrados, protestan porque han dejado de confiar en la seguridad del mundo que decíamos haber construido para ellos.

¿Tienen razón para ello? Me gustaría pensar que no, que su inquietud es comprensible pero demasiado teñida de un pesimismo que uno podría asociar a la impaciencia propia del temperamento adolescente. Pero mucho me temo que van bien orientados. Y solo espero que si se dan cuenta de lo que les espera no cambien lo de sentarse en una calle a parar el tráfico por cosas como las que vimos este verano en los suburbios de Londres o antes en los de París.


NOTA: La revista Ojos de papel me ha publicado un artículo en relación al mundo de la publicidad y la serie televisiva Mad Men. Me gustaría mucho que leyerais éste y otros artículos y reseñas sumamente interesantes que aparecen en la revista. http://www.ojosdepapel.com/