Friday, December 30, 2011


1. PARECE UN CHISTE DE CHUMY CHÚMEZ, quien entendió perfectamente que el humor sólo es verdaderamente consecuente cuando es humor negro. Hombres hechos y derechos compitiendo por exhibir un llanto más histérico y convulso. Se me ocurre si, durante las exequias en medio de la nieve, es el frío -que se adivina tremebundo- el que desata la orgía de lágrimas. Ya lo ven: un país entero entregado al oficio de la plañidera. No ha mucho que en nuestro país se reconocía todavía como oficio el de la llorona de entierros. Es un poco como esas estúpidas risas enlatadas de las sit com de la tele, que nos indican cuando hemos de reírnos, pero a la inversa. El problema es que en Corea del Norte, por lo visto, se llora estos días sin interrupciones y sin derecho a objetar. Cada fiel miembro del Partido -me pregunto si hay algún norcoreano que no pertenezca al Partido- tiene que pegarse un baño de lágrimas espectacular en cuanto aparecen las cámaras de la televisión, manera muy posmoderna que el régimen elige para convencer al mundo exterior de que a todos les da mucha pena que se muera "El Querido Líder".

En La República equipara Platón al tirano con el más desgraciado de los hombres. La cárcel que habita es el mayor infortunio, pues vivirá permanentemente atemorizado ante la perspectiva de ser asesinado por cualquiera de los que mantiene esclavizados. No dejará de envidiar la vida del más humilde de sus siervos, el cual sí puede deambular sin miedo por el mundo. Qué triste sería obligar a alguien a llorar por mí. Pero ¿y durante la vida? ¿Es sincera la sonrisa de quien me sirve el té? Sospechar que no hay amor en las palabras de amor, sino miedo, el miedo que se presiente incluso en mis propios hijos. ¿Y el orgasmo de la amante? ¿No habrá sido también fingido?

No deja de sonrojarme la aparición en estos días de cierto ciudadano español llamado Alejandro Cao de Benós, que trabaja desde hace años para el régimen norcoreano. El caballero desmiente cada una de las evidencias que le muestran sobre los crímenes más atroces de Kim Jong, al que sin ningún rubor llama también "Nuestro Querido Líder". Dice haberse sumado al proyecto revolucionario norcoreano debido a sus profundas convicciones marxistas, y denuncia la perversidad de la propaganda capitalista, que inventa toda suerte de mentiras sobre el régimen para desacreditarlo ante el mundo. No acabo de saber muy bien por qué les preocupa tanto, pues parece importarles un comino lo que piensen de ellos. Se me ocurre si el tipo podría ser un parado que decidió hacerse súbdito del Querido Líder para salir de la miseria y vivir dignamente. Pero no, me temo que lo que dice se lo cree de verdad.

Esto hace que el chiste sea más malo, qué vamos a hacerle.

2. Lo peor que tiene la ortodoxia comunista es que uno, o se convierte en una especie de papanatas como el tal Cao de Benós, o se instala para siempre en la melancolía, convencido de que la especie humana no está -pobrecita- madura para asumir su propia redención. A mí no haber estado nunca demasiado convencido de nada, me ha corregido la miopía de quien, por defender las bondades de una ideología, decide pasar por encima de todo tipo de atrocidades. La cuestión es asumir, de una vez por todas, que la Revolución ni se ha realizado ya, ni ha fracasado, ni podemos declarar solemnes que "es un imposible". Lo que sucede es que, simplemente, no sabemos qué es la Revolución, no hay gurú político ni Nostradamus que pueda dar cuenta a priori de cómo hacen las masas para librarse de sus cadenas o para regresar a ellas.

Mientras tanto, sabiendo reconocer que la Revolución no sucede ni dónde pensábamos, ni cómo pensábamos, ni cuando pensábamos, se me ocurre pensar que el año que termina deberá ser recordado por la historia como el del 15-M y, muy especialmente, como el de la Primavera Árabe. La degollina cuyas noticias llegan diariamente de Siria no debe confundir el diagnóstico: los pueblos árabes, y muy en especial los jóvenes árabes, le están dando una lección de valor y solidaridad a una Europa paralizada por el terror a la pobreza y la incapacidad para rebelarse contra los mandarines.

3. Suelo ser muy crítico con el consumismo y todo eso de la superficialidad pequeño burguesa que nos obliga a adquirir mercancías y bla, bla, bla, bla... Para colmo detesto la oficialización de los afectos, los besos impostados, los decretos que nos obligan a divertirnos... Me cuesta sin embargo compartir este estado de ánimo tan extendido por el cual parece que lo mejor que podríamos hacer con la Navidad es suprimirla del calendario. Tradicionalmente me han sobrevenido todo tipo de desastres personales y familiares en estas fiestas. Ustedes pensarán que eso es más a favor de la anterior opinión... Pues no, lo que yo deseo, un año tras otro, es que mi madre vuelva a hornear el cordero, que haya regalos, que pongan ¡Qué bello es vivir!, y que mañana, con la resaca de año nuevo, los tipos trajeados de la Ópera de Viena batan palmas al compás de la Marcha Radetzky un rato después de que unos señores con mono amarillo den saltos de esquí. Así soy de convencional, ¿qué se pensaban?


4. La cara hinchada de Iker Casillas en el partido de la fundación benéfica que dirige es el gesto navideño con el cual decido quedarme. Una reacción alérgica producida por algún alimento ingerido le puso la jeta como un cromo.Cualquiera de esas estrellitas que salen al mundo maquillados como una puerta y con el peinado impecable se habrían quedado encerrados rumiando su mala suerte y rezando para que los mofletes volvieran al sitio. (Sí, malvados, estoy pensando en el tontarras de Cristiano Ronaldo, pero no sólo en él) Iker sabía que no podía faltar a ese su partido, era demasiado imprescindible. Bromeó sobre su careto inflado y salió a jugar. Así es este tío.

5-En los próximos días aparecerá una nueva colaboración mía en la revista virtual Ojos de papel. ( http://www.ojosdepapel.com/ )Ya les informé sobre el tema -los zombis- que debatimos recientemente en dicha revista. En esta ocasión hablaremos sobre el impacto de las series de televisión americanas en la actualidad. Les aseguro que merece la pena. A mí me toca comentar el libro Teleshakespeare, de Jorge Carrión. Feliz año, amigos.

Friday, December 23, 2011






LA LOTERÍA

1. Uno de los relatos más intrigantes de ese gran embaucador que es Jorge Luis Borges, La lotería en Babilonia (Ficciones), da por hecho la existencia de una misteriosa Compañía encargada de reglamentar una serie de juegos de azar que determinarán fortunas de todo tipo, desde el enriquecimiento de un individuo hasta su absoluta ruina, desde la realización del más lúbrico de sus deseos, hasta su castigo más feroz, por ejemplo ser mutilado. Los boletos positivos pueden hacer feliz a cualquier babilonio, pero también los hay negativos, que pueden arrastrarle hacia el desastre. Se sortean acontecimientos trascendentes, pero también insignificantes, como añadir un grano de arena a la playa. (Habría que decir que insignificantes solo en apariencia, pues hay resultados de los sorteos que, aplicados pertinazmente durante años, terminan generando revoluciones completamente imprevistas en el orden social de Babilonia)

Como tantas otras veces, el cuentacuentos ciego nos toma el pelo, o acaso habría de decir ese hombre al que Borges se refiere y que se apresura a concluir para nosotros el relato breve sobre la lotería en Babilonia, pues le anuncian mediado el manuscrito que su barco está a punto de zarpar. La lotería ha condicionado la vida de los babilonios desde tiempos inmemoriales, pero sólo a partir de un cierto momento surgió la misteriosa Compañía, cuya misión era garantizar, fiscalizar y organizar los procesos de azar, un azar que no lo es del todo, ya que se desarrolla sometido a reglamentos que los babilonios definen sin dudar como escrupulosos e intrincados, por más que les esté vedado su conocimiento. Como suele suceder con Borges -por eso suma tantos adoradores como hostiles- al final del relato tenemos la sensación de no haber avanzado ni un palmo: todo está donde empezamos, o quizá incluso más atrás. Y, sin embargo -y por eso no he abandonado sus textos, a pesar de que hace mucho ya que descubrí que no había que tomárselo demasiado en serio- creemos saber algo que no sabíamos cuando empezamos a leer. Todo es falso o, al menos, dudoso y equívoco. Con seguridad la Compañía no es exactamente lo que uno piensa, quizá es tan solo una leyenda y no existiera nunca, como algunos herejes insinúan. En ese caso, lo verdaderamente babilónico no es el sometimiento al azar de las cosas de la vida -en esto habríamos de ser todos babilonios- sino la convicción colectiva de que una fuerza perfectamente organizada pero invisible controla el proceso que reparte las fortunas y los dolos.

Ya lo ven, todo el relato gira en torno a una institución cuyos procedimientos se describen exhaustivamente para terminar declarando su precariedad y aún su inexistencia. En aquellos rectángulos numerados que repartían inicialmente los mercaderes y que terminaron arruinándolos, pero que instauró para siempre entre los babilonios la costumbre de regirse por el juego, se contiene una verdad terrible, cuya insoportable evidencia determina el nacimiento de las religiones: el azar determina nuestras vidas.

2. Mi relación con la lotería de Navidad es más estrecha de lo que creen quienes año tras año me ofrecen un boleto y advierten la aparente indiferencia de mi rechazo. No participo porque no crea en la fortuna, más bien es que creo demasiado: temo a la fortuna, por eso, como sucede con aquellos que prefieren morar a las puertas del cielo antes que atravesar resueltamente sus puertas, no sea que ofendieran a los dioses, prefiero asistir al juego evitando resultar demasiado afectado. Es una vana ilusión, porque no se puede vivir de espaldas a la lotería, dado que ya les he advertido que no hemos abandonado Babilonia, pero mi actitud pasiva ante ese juego me permite, siquiera en mi ensoñación, conjurar la peor de mis supersticiones: siempre he temido que la pretensión de que el azar hubiera de elegirme a mí para la gloria ofendía a los caporales de la Compañía, los cuales, sucumbiendo a los primeros impulsos de la irritación contra mí, podrían muy bien vengarse enviandome cualquier calamidad.

Soy, pues, un cobarde, pero mi cobardía me preserva de uno de los peores vicios que asocio a la lotería, en especial a la de Navidad. Secretamente -digo esto porque creo que la gente se niega a reconocer un sentimiento tan intenso y ubicuo- se compra una papeleta por razones opuestas a las que supuestamente impulsan todo el movimiento de la lotería: no queremos que nos toque, pues de ser así compraríamos privada y secretamente cualquier papeleta que nos vendiera un viejo sordomudo en un rincón oscuro, lo que queremos en realidad es que no le toque a nuestros acompañantes sin que nos toque también a nosotros. Por eso la gente juega a la lotería de su empresa o del colegio de sus hijos. No te imaginas a ti mismo llorando de emoción por la fortuna recién alcanzada, te imaginas trágicamente silencioso, simulando alegrarte por la gloria de un compañero o vecino que nunca fue mejor que tú en nada, pero que esa mañana cree poder sentarse a la mesa de los dioses mientras tú sigues marchitándote en el fango.

No amamos al azar pues, en realidad le tememos. A través de la lotería no es tanto que intentemos fomentarlo como que más bien lo confinamos a un día determinado para, de alguna misteriosa manera, exorcizar sus peligros. Por eso todo el célebre ritual que le acompaña: ese runrún de la gente que pregunta si ya salió el Gordo entre los compañeros de la fábrica o la oficina, las tópicas bromas que circulan, los viejos frikis que acuden disfrazados al salón de sorteos... A mí me pasa como con muchas otras cosas, que no me interesa su contenido -ese deseo, en el fondo tan irresponsable, de hacerse rico- sino más bien su música, su liturgia, esa banda sonora de los gritos de los niños de San Ildefonso, esas caras esperanzadas y la cordialidad con la que te sonríen ante la proximidad de la Navidad.

No juego en el Sorteo Extraordinario de Navidad, en realidad no juego a ninguna lotería y hace como veinte años que no hago quinielas. Mi abuela me traía siempre un boleto para que lo rellenara por ella con la pretensión de que se haría rica y lo compartiría conmigo. Veía que yo ponía ganador al Madrid y me decía que no, que rellenara la quiniela a lo loco, pues había oído que cuando de verdad tocaba era cuando ibas contra todo lo lógico y lo previsible. Aquello era falso, pero contenía un fondo decisivo de verdad: el Madrid gana casi siempre, pero solo si le das perdedor, es decir, si eriges el poder de lo improbable contra la lógica, tienes la posibilidad de encontrar la fortuna. Nunca nos tocó, nunca he valorado en exceso la posibilidad de hacerme multimillonario con un golpe de fortuna. Sospecho que no sabría qué hacer si me topara con un gran tesoro y que probablemente se me indigestaría. Pensaría de inmediato en el peligro de ser secuestrado, en la cantidad de tediosas e interminables gestiones que tendría que hacer para poner el dinero a buen recaudo y protegerme de todo tipo de acosos... Yo no sabría, saldría mal. En realidad, creo que me gustaba hacer quinielas para mi abuela por ese vértigo tan fascinante de jugar a prever lo que ha de ocurrir. Hay una impostura muy especial en ello, algo que puede esperarse sólo de un mamífero tan insolente e incapaz de someterse a las leyes de la naturaleza y de la lógica como es el sapiens.




3. Pese a todo me atrae la expectativa del juego, no soy escéptico ante los sorteos de estos días por esa estupidez, en el fondo tan hipócrita, de que "no hay mejor lotería que el trabajo de cada día", una mentira cuya secreto designio adivino que se halla en la voluntad de mantener la sumisión de las masas. No discuto que es nuestra voluntad la que forja el grueso de nuestras vidas, pero es ingenuo ignorar la fatalidad, el disparate incontrolado que se oculta en los orígenes de cualquiera de los devenires en que nos embarcamos. Si quieren, a vueltas con el efecto del azar en nuestras biografías, les hablo de una frase que dije una mañana a un cura del colegio y que ha determinado el resto de mi vida, o un pequeño certificado que se traspapeló el momento crucial y que no tuve la tranquilidad para encontrar en aquel momento ante un funcionario, o de algo que hice sin pensar aquella tarde y que probablemente no habría ocurrido si lo hubiera pensado sólo dos minutos más, con lo que mi peripecia vital habría cambiado para siempre...

Borges tiene razón, la Compañía está detrás de todo, aún en el caso de que su existencia sea sólo una vieja leyenda. En cualquier caso voy a seguir sin jugar al Sorteo de Navidad. Hace unos años, con motivo de un viaje de verano al pueblo de Sort ("suerte", en catalán), cumplí para numerosos familiares y amigos el encargo de comprar lotería en la célebre delegación que -supuestamente gracias a los conjuros de "La Bruixa d´Or"- ha conseguido crearse la aureola de especialmente afortunada. Recuerdo a miles de personas pasando para comprar cualquier cosa relacionada con sorteos que aquel lugar vendiera, cómo pasaban estúpidamente la mano por la nariz del ridículo monigote de la bruja, la cara mezquina del lotero, ese tipo podrido de dinero que factura millones de euros cada día a cuenta de la credulidad humana y que dicen que planea pagarse una excursión por el espacio con la NASA. (No se preocupen, me fijé bien en su cara, ese hombre no es feliz, no sabe qué hacer con su dinero, y, al mismo tiempo, sería incapaz de renunciar a él, el pobre no tiene otra cosa). La gente no parece saber que Sort, o Doña Manolita o, cualquiera de los chamanes de la ignorancia contemporánea tientan a la suerte con procedimientos tan poco mágicos como el de extender ad infinitum su oferta a las compras por internet -supongo que habrá una bruja virtual por la que, también virtualmente, pasará el boleto que compramos-, lo cual supone que si toca el Gordo o algún premio importante en su estafeta es porque, en realidad, el caballero compra una enorme cantidad de la lotería que luego venderá a miles y miles de incautos.

Recuerdo que aquella mañana, tras salir hastiado del lugar, subí una montaña y contemple desde su cima los Pirineos. Después bajé al pueblo, tomé una cerveza mientras escuchaba el rumor del río de la Noguera Pallaresa donde jugaban los niños con sus barcas... Y pensé en la enorme fortuna de estar vivos.

Friday, December 16, 2011








EL AGORA




1.Los atenienses del Siglo de Pericles se reunían en el ágora, una gran plaza abierta que constituía el centro de la vida comercial y política de la polis. No conviene dejarse marear por el empeño de los seguidores de Sócrates en desacreditar a la Ecclesia, primer régimen de gobierno democrático de la historia, y al que declaraban envenenado por la demagogia de los sofistas y el caos de los múltiples intereses particulares. Platón tenía sus razones para odiar a la Asamblea, cuyos mayoría aprobó la condena a muerte a Sócrates. El suyo fue un momento políticamente convulso, seguramente propenso a este tipo de barbaridades, y nadie ha dicho nunca que los pueblos no se equivoquen. Demasiado a menudo aquellos griegos prestaban oídos a halagadores y corruptos que aprovechaban el turno de palabra para engatusarles con el poder persuasor de su elocuencia.

Tampoco es gratuito el reproche de que aquella democracia contenía lo que, desde nuestra perspectiva moderna, constituye una profunda contradicción: la sociedad helénica era esclavista, como lo fue insistentemente el mundo antiguo hasta que el mensaje cristiano tuvo la fuerza suficiente como para convertirse en referencia ética fundamental de esta pequeña península de las estepas asiáticas que conocemos como Europa. Ciertamente la Asamblea gobernaba de manera directa, con espíritu de referendum vinculante, y se cuidaba con reglamentos muy escrupulosos de que a ningún ateniense le tentara apoderarse de las instituciones y arrogarse una representación que nadie habría de concederle. Sin embargo el principio del gobierno inmediato por las masas, traducido en la celebre consigna -"un hombre, un voto"- no oculta ante nuestros ojos la evidencia de que la categoría de ciudadano sólo se atribuía a un sector relativamente pequeño de la población total de Atenas, de manera que quedaban excluidos de la Asamblea las mujeres, los metecos (nacidos en el extrajero) y, por supuesto, esa absoluta mayoría silenciosa constituida por los esclavos.

La gran pregunta que nos plantean hoy el 15-M y otros movimientos con espíritu de reivindicación popular y participación no mediada en la gestión de los asuntos públicos -como la Primavera Árabe o los Indignados de Wall Street- es si resulta posible trasladar a la actualidad el espíritu del ágora antigua, entendiendo que, en este caso, el carácter "abierto" de la Asamblea implica su universalidad, eso de lo que precisamente careció la democracia fundacional en la polis.

Algunas personas piensan que Internet podría hacer posible este viejo sueño. Empatizo profundamente con esta expectativa, pero creo que la gran reflexión colectiva en medio de la que nos hallamos está todavía por madurar. No me preocupan todavía en exceso las indudables dificultades técnicas de un procedimiento asambleario donde la apertura del ágora fuera sustituida por una virtualidad desespacializada que podría muy bien simular la participación ciudadana en vez de potenciarla. Y ya sabemos de qué manera tan obscena se resuelve la lógica de las mayorías en internet, donde la apoteosis de la democracia es el número de entradas que tiene la última gilipollez de Lady Gaga o los resultados de un sondeo sobre si Zp tiene la culpa de la crisis. Lo que verdaderamente me interesa es concretar por qué hemos dejado de creer en la representación, que es lo que realmente está en juego en todo este asunto.


Los griegos jamás habrían aceptado que otro gobernara por ellos; de hecho estaba muy mal vista la costumbre de rehusar la asistencia a la Asamblea, una actitud propia de gente mezquina y que prefería entregarse a cualquier causa privada antes que pronunciarse sobre los asuntos que afectaban a la convivencia y a la salud de la ciudad. La democracia contemporánea se sostiene sobre la hipótesis de que podemos ser representados, es decir, que debemos confiar en personas expertas en la administración de la res pública a los que votamos cada periodo, descargando sobre sus espaldas la responsabilidad de decidir lo que habrá de ser de todos. Son poderosas las razones por las que hoy muchas personas, en especial personas jóvenes, dudan de que las instituciones partidarias dedicadas a obtener la representación para gobernar sean -como proclaman serlo- herramientas de una voluntad colectiva. Sin embargo, creo que determinadas consignas -muy populares durante los momentos más intensos de la movilización que vivimos antes del verano- dan por hecho imprudentemente que podemos vivir sin partidos ni sindicatos, instituciones mediadoras que, con acierto o sin él, configuran un sistema de mediaciones sin los cuales, las masas podrían quedar peligrosamente desamparadas ante riesgos como el de las tiranías y los populismos.


En cualquier caso, con o sin políticos profesionales, lo que pone sobre la mesa este nuevo movimiento social, que no estaba contemplado en el programa de nuestra aún joven democracia, es que tenemos la obligación de ejercer presión sobre los poderosos -los que gobiernan desde las instuciones, pero también, o sobre todo, los que lo hacen desde el capital-, obligarles a que se nos escuche y pronunciarnos enérgicamente ante los desmanes que tan frecuentemente cometen.

2. Me causa una profunda repugnancia la campaña publicitaria con la cual una importante empresa de telefonía se inspira en el 15-M para crear una atmósfera de "buenrollismo" en torno a la mercancía que vende, cuyo mercado es fundamentalmente juvenil. Discrepo sin embargo de alguna opinión que ya he visto circular por la Red, según la cual la campaña parodia el movimiento de los Indignados.


El del marketing es un mundo sumamente complejo, tanto como el que rodea la conflictiva personalidad de Don Draper, protagonista de la fabulosa serie televisiva Mad men, que gira en torno a una empresa de publicistas de la Avenida Madison de Nueva York en los años sesenta. Mad men debe ser vista por cualquiera que quiera interesarse por un relato televisivo que, además de brillante e inspirado, acredita una factura escrupulosamente respetuosa con el espectador, al que, al contrario de lo recurrente en cuestiones televisivas, deja de considerar como un ente pasivo, adicto y fácilmente manipulable. Pero, sobre todo, debe verse -y se me ocurre que debería ser de visionado obligatorio en institutos y universidades- si lo que se pretende es entender las claves del capitalismo contemporáneo. Recuerdo el modus operandi de Draper -todo un cool hunter de hace casi medio siglo, cuando tal concepto ni siquiera existía- y se me ocurre que lo que pretende la campaña citada, lejos de burlarse de los Indignados, es capturar su reflujo, seguir las buenas vibraciones de su estela para provocar la empatía de una potencial clientela que es sobre todo juvenil. El problema es que no les ha salido, seguramente porque una cosa es ir de cazador de tendencias por el mundo y otra es ser, de verdad, como Don Draper, es decir, publicista de talento.

Analicen cada uno de los anuncios que constituyen la ambiciosa campaña. Son asambleas populares que deciden cómo ha de configurar su oferta de telefonía móvil la empresa en cuestión. Se diría que crean una presión popular sobre los ejecutivos de la empresa, a los que uno imagina como unos tipos más bien oscuros que se remueven dentro de sus trajes, ansiosos de que la gente les diga exactamente lo que deben hacer para satisfacerla. Democracia en estado puro. Se nos intenta insuflar la idea de que, en tanto que consumidores, podemos obligar al capitalismo a plegarse a nuestros deseos. En la medida en que seamos muchos, a éste le será más difícil resistirse, un principio que ha hecho mucha fortuna en el mundo de las telecomunicaciones de consumo, pues se asume que en la medida en que se multiplican los usuarios de una determinada red, el coste de la misma se abarata.

Los spots recogen vagamente algo de la atmósfera que se respiraba en los campamentos, pero lo hacen con bastante torpeza. Alguien propone en tono de ciudadano exigente una oferta de precios por llamada, hay quien le apoya y quien exhibe su discrepancia, un viejales suelta una gracia que la gente ríe, una señora de mediana edad aprovecha la coyuntura para hacer una insinuación sexual hacia un vecino más joven que ella, la masa asamblearia vitorea y aplaude... El mundo del gran capital ha sido derrotado, pues la maquinaria productiva queda sometida al empuje de la voluntad popular. El pequeño problema es que lo que han conseguido no es un buen remedo de las asambleas del 15-M, más bien se parece a la serie Aida, una comedia de situación particularmente cutre y particularmente exitosa de Tele Cinco que tiene esa virtud tan sainetera de provocar hilaridad de la gruesa a partir de la supuesta sabiduría de las clases populares.

Las asambleas ciudadanas promovidas por los Indignados son otra cosa, desde luego. De ellas, esta campaña publicitaria sólo es un torpe simulacro, casi una parodia, aunque no sea esa su intención. Me parece más cercana al espíritu de aquellas asambleas la contracampaña que circula últimamente por la Red. No se la pierdan, sabrán algo más sobre la potente empresa de telefonía que nos va a hacer a todos más libres y felices vendiéndonos sus aparatitos.
http://www.youtube.com/watch?v=z9fagh8RA70

Friday, December 09, 2011









CÓMO PERDER
TONTAMENTE LA MAÑANA.



1.Una noche, mientras tomaba pacíficamente un agua de Valencia en una terraza, se me acercó un tipo que, sin solicitar mi permiso, se sentó a mi mesa. Aparte de que tengo un imán para los pelmas -es culpa de mi madre, que me educó para ser amable-, y de que el interfecto estaba borracho y más loco que una cabra, el encuentro tuvo sus aspectos positivos. Me enteré de que en Holanda, país de origen de Hans, que así dijo llamarse, cuando alguien plantea de forma recurrente problemas en el trabajo por razones como desarreglos psíquicos o alcoholismo, se lo piensan poco antes de concederle una baja y una pensión que puede perfectamente durar hasta el resto de su vida. Hans, obviamente, estaba gozando de tal situación, de ahí que pudiera permitirse el lujo de vagabundear por tierras mediterráneas dándole a la gente la tabarra. A mí, y así se lo hice saber, que un país jubile a sus locos y borrachos me parece una muestra de entrañable espíritu civilizado. A él no, me dijo que no era por razones humanitarias, sino de puro pragmatismo: "Holanda es un país de judíos", dijo, "calculan que un tipo como yo les va a hacer perder más dinero si sigue estorbando en el trabajo, de manera que prefieren retirarlo y darle una pensión para que no moleste."


Obviamente no insistí en mi réplica, pero la verdad es que ni siquiera las patadas que De Jong le dio a Xabi Alonso en la final del Mundial me han alejado de la idea que concebí aquella noche de que Holanda es un pequeño paraíso. Hans, por cierto, añadió otra cosa: "Me encanta España, aquí puedes hablar con la gente, no es como allí, que las personas se meten en sus casas y se evitan, no hay trato humano en Holanda." Era por lo visto una razón suficiente para que Hans se gastara su pensión de minusvalía viviendo entre nosotros, que somos muy simpáticos, si bien sospecho que aquel infeliz no había caído en que de haber sido español nunca le habrían dado la oportunidad de vivir sin trabajar por la fruslería de estar un poco tocadito del perolo. Se me ocurre pensar también que, quizá, a los legisladores de la Celtiberia no se les ha ocurrido nunca retirar con sus correspondientes pensiones a los sujetos problemáticos por razones tan calculadas como las de los holandeses: en ese caso andamios, oficinas y cuarteles estarían tan llenos de tipos simulando estar locos que la prima de riesgo para la inversión extranjera estaría más o menos al nivel de la de Tanganica.

Déjenme que les hable de otro personaje que conocí: Serafín. Resulta que Serafín es otro desocupado nacido en Europa y que viene a nuestro bonito país con cierta frecuencia. Es hijo de un emigrante español que prosperó mucho en Suiza, de manera que Serafín nació y ha vivido siempre en Zurich, pero dice estar muy a gusto cuando pasa temporadas en la patria de su progenitor. Su diagnóstico sobre nosotros era similar al de Hans, pero creo que bastante más lúcido y mejor fundamentado: "Me he preguntado muchas veces por qué España funciona peor que Suiza o que otras naciones europeas. He descubierto, tratando mucho con ustedes, que los españoles no son poco inteligentes, ni siquiera vagos como a veces se piensa. Lo que creo es que tienen un serio problema de organización. Ustedes funcionan mal porque pierden tiempo y enormes energías en la administración de sus asuntos."


2 Ayer pasé la mañana en un departamento de la administración educativa valenciana. El Registro estaba colapsado, en este caso porque, según pude saber, se agotaba el plazo del concurso de traslados para docentes de Primaria y Secundaria. Da lo mismo, en cualquier otro momento hay otra razón para que el Registro se colapse. Lo razonable cuando uno acude a ese lugar es asumir que va a perder la mañana. Es algo que está calculado, salvo que te den alguno de los primerísimos números: la organización de la oficina ya tiene previsto que la cantidad de empleados que van a estar atendiendo a la gente va a ser precaria durante toda la mañana, excepto, en todo caso, en el último tramo del turno, por aquello de que antes de ir a comer habrán de quedar atendidos todos los que han recibido el número hasta una cierta hora. Ello, paradójicamente, premia a los que llegan tarde, pues si usted consigue el número a las nueve y media, es posible que no haya sido atendido hasta la una, pero si llega a la una, es posible que haya podido concluir antes de las dos. Se me ocurre pensar, en atención a la teoría holandesa, si es rentable para un país que tantas personas estén desatendiendo sus trabajos durante tantas horas por una gestión simple que podrían resolver en cuestión de minutos.

Este tipo de esperas, tan comunes en nuestro país, dan para mucho. Yo acudí con mi bebé y la madre de mi bebé. Mientras le hacía carantoñas -a la niña, la madre no estaba de humor para mariconadas- y la paseaba por las dependencias del lugar, ella tomó la resolución de cagarse. No entraré demasiado en detalles -ustedes son así de delicados-, pero los lactantes cagan muy líquido, de manera que, salvo que el pañal esté ajustado como un torniquete, corre uno el riesgo de que su joven vástaga se llene de caca hasta lugares inimaginables de su anatomía. Es muy vodevilesca la resolución de este tipo de enredos. Mientras te preguntas si se te pasará el turno - ése por el que llevas tanto tiempo esperando- y tras tener que saludar a un viejo compañero al que despides rápido sin explicarle demasiado bien la causa de tu urgencia, entras al WC y, como no está pensado para este tipo de gestiones, tumbas a la niña sobre tu chaqueta y, finalmente, consigues limpiarla con unas toallitas y cambiarle el pañal. La niña queda impoluta, no así tu chaqueta, cuyo reverso se llena de porquería del suelo, tanto como el anverso se llena de cacas de la niña. En cualquier caso, tú eres feliz, sobre todo si no te ha pasado el turno.


No sé si detectan en mi relato -completamente verídico, lo juro- cierta rabia interior muy recocida por los años. De joven yo creía tener un problema patológico con las cuestiones burocráticas. Me molestan tantos los papeleos, las ventanillas, los duplicados y las instancias que he llegado a sufrir un amago de depresión la noche antes de tener que acudir a la mañana siguiente a alguno de estos encantadores lugares. Pero no, resulta que, bien observado el asunto, lo que me pasa a mí es lo que le pasa a casi todo el mundo. Hay quien no llega a ponerse histérico y gritarle a uno que abusa de su tiempo en la cola de las fotocopias, como ayer puede presenciar, y hay quien directamente se pone enfermo ante estos trances, pero a todo el mundo le molesta sobremanera este asunto y todos están de acuerdo en que hay que cambiarlo. El caso es que, en cuanto acaba el proceso y los papeles están entregados, salimos a escape del lugar y tratamos de olvidarlo cuanto antes... Hasta la próxima tortura, claro.

No me engaño, no tengo esperanzas de que esto cambie, no me hago ilusiones de que este país funcione bien algún día. He viajado bastante y he visto reinos donde las cosas se hacían rematadamente mal, pero, ¿saben?, se llaman Egipto, Cuba o Marruecos... Y eso que no he visitado Tanganica. España, desde aquel arreón de querer racionalizar la cosa pública que tuvo el primer gobierno socialista, casi ha conseguido dejar de parecerse a estos países llamados tercermundistas. Ahora bien, cuando, antes de la crisis, se extendió por la nación la idea de que nos estábamos convirtiendo en poco menos que un ejemplo para el mundo, creo que se nos olvidó un pequeño detalle: un país mal organizado es un país lento y destinado a que se bloqueen y malogren sus mejores inspiraciones.

¿Quién tiene la culpa? Verán, soy empleado público y sé cómo funciona la administración. La inmensa mayoría de los que trabajan en ella son personas responsables y razonablemente eficaces. Ahora bien, basta que en un equipo de diez nos encontremos un inepto más un caradura para que todo empiece a complicarse. La cosa se puede sobrellevar si queda en eso, pues siempre hay quien hace más de lo que le toca, solucionando los desaguisados que hacen estos dos personajes... La catástrofe llega cuando, como por desgracia sucede mucho en España, uno de estos dos ostenta un cargo con responsabilidad en el departamento en cuestión. En España no se fiscaliza, no se controla ni se vigila ni se le piden cuentas a este tipo de caballeros, de tal manera que pueden escaquearse de sus funciones sin que les pase nada, y sintiendo además que son mucho más listos que los tontos que, pese a que tampoco son fiscalizados -ni tampoco premiados, claro- se dedican a hacer el trabajo que no hace el desvergonzado de su jefe.


3. El nuevo Presidente del Gobierno encarna para muchos la decidida voluntad de reducir el grosor de la supuestamente hipertrofiada administración española. "Mariano", murmuran, "es un tipo con agallas para echar a miles de funcionarios, es decir, de vagos". Ya ha empezado a hacerlo en las comunidades donde gobierna su partido, sin olvidarnos de la catalana, gobernada por la derecha más dura de todo el Estado, por más que los nacionalistas tienen una extraña habilidad para que creamos que sólo son reaccionarios los españolistas. Temo que el sector de la función pública que va a ir a parar a la cola del paro o que va a ver más endurecidas sus condiciones laborales es el que menos puede presumir de los privilegios de ejercer la función pública. ¿Ven a dónde quiero ir a parar? No tengo ninguna duda de que la cosa pública debe ser objeto de una profunda racionalización, lo cual debe suponer considerables esfuerzos de organización. Ahora bien, si creemos que se trata de echar gente a la calle, entonces no solucionaremos el peor de nuestros problemas, lo empeoraremos.

Una vez oí a alguien decir que desde que había más policías había también más crímenes. Le contesté que entonces la cosa era muy sencilla: disminuimos los policías y disminuirá la delincuencia. Teatro del absurdo, sí, pero este razonamiento digno del Barón de Munchaussen es el que hacen millones de españoles cuando, tras quejarse por el mal funcionamiento de la administración, creen encontrar en los empleados públicos la cabeza de turco perfecta con la que cebarse. Claro, luego las cosas van a peor, se pierden más mañanas tontamente, se ralentiza la Justicia, desaparecen derechos como el de la ayuda a la dependencia, los colegios dejan de tener personal de atención para alumnos discapacitados o no llegan las ayudas para los damnificados por un terremoto, por citar unos pocos ejemplos de situaciones que a todos -excepto a los que son tan ricos que pueden solucionar cualquier contratiempo a golpe de talonario- les parecen indeseables en un estado civilizado y moderno.

La administración no debe ser adelgazada porque no está gorda, debe ser reorganizada, que es una cosa muy distinta. Si la hacemos más débil sólo tendremos más lentitud y más injusticia. Conviene pensarlo. Aunque la derecha haya arrasado en las elecciones.

Friday, December 02, 2011





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LOS DICHOSOS ZOMBIS


Participo en el festín zombi que se celebra en las páginas de la admirable revista Ojos de papel www.ojosdepapel.com, cuyo director, Rogelio López Blanco, ha tenido la amabilidad de publicar mi reseña sobre el ensayo Filosofía zombi, de Jorge Fernández Gonzalo, sobre el cual ya hablé en estas páginas recientemente y con motivo del regreso a la cadena Fox de la serie The walking dead. Nos llevamos sobre el particular una polémica creo que interesante unos cuantos devoradores de cadáveres, a saber Justo Serna, Alejandro Lillo, Juan Planas, Rogelio López Blanco y servidor... Todos los detalles y sus correspondientes vínculos -así es este asunto tan mareante del hipertexto- los pueden encontrar en el blog de Justo Serna. Por cierto, el autor del ensayo está participando en la tertulia, y les aseguro que merece mucho la pena leerle. Son suficientes razones para que se den un par de garbeos por allí, y eso aún en el caso de que los zombis no les interesen lo más mínimo. http://justoserna.wordpress.com/

Por mi parte nunca, hasta que leí el libro, tuve ningún especial fijación con esta viscosa materia. Ni siquiera ahora mismo estoy seguro de que me interesen unos bichos cuya cualidad más definitoria es que dan asco. No es una fobia personal, como la que tienen algunas personas con las arañas -que a mí me parecen animales hermosísimos-, las serpientes o hasta los botones -hay gente que le tiene fobia a los botones, ya ven qué cosas-: cualquiera con una sensibilidad humana normal siente repugnancia por un tipo que se encuentra en plena descomposición pero que, en vez de quedarse tranquilamente en su tumba recibiendo flores en noviembre como manda el libro de estilo de los muertos, opta por ir por ahí echándonos el aliento y emitiendo gruñidos, el tío cochino. Vamos, que no me va especialmente el gore, ese estilo cinematográfico que triunfó en los ochenta y que tiene la extraña habilidad de convertir el terror en una parodia sin presentarse exactamente como tal.

Es fácil entender por qué el miedo puede ser seductor. En las dosis homeopáticas en que lo sirven los grandes narradores del cine o la novela, el terror desencadena un universo de emociones que van desde la inquietud de la asechanza o la seducción perversa y lujuriosa de un sigiloso depredador hasta el sobresalto y los escalofríos por la aparición imponente y espectral que declara su intención de mordernos, devorarnos o aniquilarnos. No hay que internarse en las profundidades del psicoanálisis y detectar pulsiones masoquistas para aceptar que el miedo puede ser placentero. Sin embargo con el asco tengo bastante más reservas. No le veo la erótica a todo eso de las escoriaciones, los olores pútridos, los pellejos descolgados y los humores internos que se desparraman...Le encuentro tan poca gracia como a los vómitos que tengo que sortear cuando salgo de casa a buscar el periódico los domingos por la mañana.


En estas convicciones trajinaba yo mis días y mis noches cuando, hace como un par de años, llegó a mis manos el cómic The walking dead, editado en España como Los muertos vivientes, con guión de Robert Kirkman y grafismo de Tony Moore. Ni me interesaba nada a priori el asunto zombi ni terminaban de atraerme a primera vista las imágenes en blanco y negro de esta publicación que, por lo que tengo entendido, tiene tirada mensual. Lo cogí y, a las pocas páginas, y contra todo pronóstico, me enganchó. ¿Por qué?



Como creo que ustedes deben a estas horas estar ya familiarizados con la versión televisiva de esta ficción, me referiré más bien a ella, es decir, a la serie The walking dead. Se trata de una narración televisiva ideada inicialmente para media docena de capítulos que, en vista del éxito masivo, decidió prolongarse, sumiendo a sus seguidores en una tensa espera de meses, mientras el equipo de la serie trabajaba contrarreloj para satisfacer la demanda de la Fox, que reclama nuevas dosis de la droga con impaciencia. Ya he explicado en este blog o en el de Serna las razones que, a mi entender, explican este éxito: adecuada tensión narrativa, hábil sistema de contrapesos en el cuadro de protagonistas para una serie que -pese al protagonismo de Rick Grimes- tiene claro carácter coral, situaciones límite especialmente impactantes, manejo a veces inspirado y no abusivo del suspense...

No soy fanático de Walking dead. He nombrado algunas virtudes, pero si me refiriera a sus contradicciones, insuficiencias y vulgaridades, por no hablar del considerable y obviamente discutible tizne ideológico, ustedes encontrarían tantas razones para engancharse a la serie como para cambiar de canal y ver alguna de esas tediosas series de policías empollones que se pusieron de moda hace unos años. Yo creo que hay algo mas difuso e inidentificable, pero también más intenso, en esta saga, algo que conecta con formas de sentir un relato que tienden a ir diluyéndose en nosotros a medida que escapamos a la adolescencia. Es algo muy básico, no sé, la chica es de Rick y no de Shane, es decir, la chica es mía y no del otro; los niños son lo primero que hay que proteger aunque nos cueste la muerte; la comunidad debe reforzar sus lazos ante los grandes peligros; los héroes se sacrifican por el grupo; los líderes toman decisiones terribles cuando todos quedan paralizados... ¿Sigo con el catálogo de tópicos? Yo me críe con el Capitán Trueno, no sé qué se pensaban.



Y, sin embargo, hay algo muy poderoso en toda esta vulgaridad. Yo creo que hay un sector de público, no solo televisivo, muy considerable que está harto de supuestas sofisticaciones. Pienso en películas como Avatar, en novelas como El código Da Vinci o en series televisivas como Lost o CSI, siempre refiriéndome a productos de la cultura de masas. Se ha hecho célebre un modelo de ficción supuestamente complejo que hace sentir a los espectadores que necesitan reflexión e inteligencia para entenderlos adecuadamente. Ésta es, a veces, la peor de las manipulaciones, acompañada en muchas ocasiones por toda suerte de efectismos que alimentan una profunda deshonestidad creativa. El relato de Walking dead es honesto porque es brutal, básico, pueril si se quiere, lo cual no significa necesariamente torpe. No llevaríamos tanto tiempo discutiendo sobre este producto televisivo si fuera simplemente una cutrez.

En cuanto al texto de Fernández Gonzalo, lean por favor mi colaboración en Ojos de papel, quizá les suscite el interés de leerlo, que es a fin de cuentas de lo que se trata con una reseña, al menos si es una reseña favorable. En contra de alguna crítica que ya he escuchado, no creo, salvo algunas asociaciones que podrían antojársenos algo caprichosas o forzadas, que el texto caiga en la sobreinterpretación, entendida como el procedimiento por el cual se manipula la interpretación de los elementos del material cultural elegido para obligarles a significar no lo que significan, sino lo que nosotros queremos que signifiquen.

¿Tiene la horda zombi el valor de metáfora de la masa consumista y política pasiva que se arracima en los centros comerciales para devorar las mercancías que le obligan a desear quienes manipulan su voluntad? ¿Advertimos en el zombi el secreto temor a caer en la indistinción de la masa informe y hambrienta? ¿Es el zombi la parodia del sujeto moralmente autónomo y dueño de su propia voluntad que constituye el texto sagrado de la modernidad?...

No sé, creo, como poco, que cada época tiene sus monstruos predilectos. Me atrevería decir, remedando cierta célebre fórmula de la filosofía de Hegel ("un filósofo es su tiempo en conceptos") que cada tiempo expresa sus temores a través de un monstruo distinto, sin perjuicio de que los monstruos ya creados quedan instituidos para siempre y se superponen a los que van llegando. Hace un siglo tuvimos al Conde Drácula o a los monstruos de Lovecraft, los años treinta tenían a King Kong, los cincuentas se autoamenazaban con los alienígenas, los setenta nos metieron el miedo en el cuerpo con el tiburón de Spielberg... La horda zombi que amenaza a esa comunidad superviviente de Rick Grimes, sobre la que pretende refundarse la civilización, tiene algo que la hace especialmente acomodada a este mundo globalizado y recesivo, este momento histórico donde la gran pregunta es si la colectividad tiene todavía algún poder sobre la gestión de la polis o si, por el contrario, hemos entrado ya en una era postdemocrática donde las fuerzas que determinan los ciclos de la vida y de la muerte están completamente fuera del control de nuestras voluntades.


Llámenlo "sobreinterpretación", "metáfora abusiva" o como les apetezca, pero yo no paro de ver zombis... en la finca donde vivo, en el Carrefour, en la calle, en mi trabajo...