Saturday, June 10, 2023

EL PASTOR

 


Charlo relajadamente a la puerta del Instituto con unos alumnos a los que, concluidos los últimos exámenes, se les va quitando la mueca de fastidio ante la presión académica –según ellos feroz- a la que les sometemos. Nacieron con el siglo ya muy encaminado, bastante después del 11-S, lo cual, teniendo en cuenta que cuando yo nací Lennon y Macrtney aún no se habían peleado, me invita a pensar en lo viejo que soy.

En ese momento aparece un anciano que conduce un carro con dos de sus nietos. Bien pensado no es tan anciano, con 74 años y encontrándose en aparente buena forma física… quizá eso de la decrepitud le calza mejor a otras personas. Apenas intercambiamos palabras de cortesía y recuerdos para la familia, pero en el pasado, cuando en el parque yo criaba a mi hija y él a su primer nieto, tuvimos largas conversaciones.

Lo único que delata la procedencia del viejo es su acento manchego. Llegó en los setenta con su mujer de la España vacía y una mano delante y otra detrás. Trabajó de albañil “en la obra” y ayudó a convertir Valencia en una ciudad moderna… como tantos otros, muchos de ellos andaluces, aragoneses o, como él, manchegos. “Yo, en realidad, no quería venirme del pueblo”. Me reveló un suceso sobrecogedor. Él era pastor de ovejas y cabras. Un buen día encontró a su mejor amigo: un perro infalible, el único de los que había tenido que nunca habría de fallarle para proteger al rebaño y recuperar a los descarriados. Una tarde, cuando intentaba precisamente reconducir a alguna cabra rezagada, el perro fue atropellado por un conductor que corría demasiado. Cuando vio cómo se abalanzaba hacia él, el conductor salió escopetado. “Cómo me vería que creyó que iba a matarle, y sí, era lo que probablemente iba a hacer. Hizo bien en salir de allí”. Cogió en sus brazos el perro agonizante. Cuando exhaló su último suspiro decidió que ya no volvería a ser pastor y que, como otros del pueblo, se iría a la ciudad.

Mientras le veía alejarse con sus nietos, una alumna me hablaba de la última maravilla de Apple, unas gafas con las que, al parecer, la empresa tecnológica creada por Steve Jobbs se va a adelantar al futuro. Estas lentes mágicas te permiten ver un montón de pantallas a la vez con las que puedes interactuar simplemente moviendo la mano. Así, al tiempo que tienes delante un videojuego, una entrevista con Mourinho o una bella joven haciendo una mamada, puedes también videollamar a algún amigo, aunque, como tú estás con las gafas dichosas, lo que el ínclito ve de ti es una imagen virtual que, supongo, parpadea y mueve los labios. Si llegas a casa y te encuentras a tu hijo en el sofá con el artefacto y la mano extendida hacia la nada, puedes llevarte una impresión algo inquietante, pero es cuestión de tiempo que te acostumbres. No sé si entre las pantallas que tienes delante hay también una de la realidad. Claro que, ¿a quién le importa la realidad?

¿Saben? Creo que tenemos un problema. Una vida no es mucho tiempo para la Historia, ni siquiera la de un anciano. En apenas un par de generaciones hemos pasado del neolítico a la posmodernidad, en muchos casos para bien, pero conviene saber lo que nos vamos dejando por el camino, lo que hemos perdido, la desorientación que nos acucia.

Soy padre y profesor. No estoy seguro de poder transmitir a mis alumnos lo cerca que estamos del campo, el hambre, los caciques. Entre el anciano que lloró a su perro y estos chavales parece haber distancias insalvables. No hemos acabado con el horror, faltaría más, pero los jóvenes no dispondrán de recursos para afrontar los nuevos peligros si no reconocen algo suyo en los que afrontaron sus abuelos. Y, sobre todo, conviene que sepan lo esencial: queremos poder comer todos los días, tener una casa a resguardo de las tempestades, ser respetados por la comunidad y queridos por unas cuantas personas… Si no conseguimos todo eso sin las gafas de Apple tampoco lo conseguiremos con ellas, solo viviremos más entretenidos y más aislados, además de adoptar un aire ridículo del que nuestros prójimos harán bien en reírse