Friday, November 30, 2012




MÍSTER MARSHALL

Es posible que la mayoría de ustedes tengan el buen criterio de no ser aficionados al fútbol. Bien pensado no se pierden gran cosa. Se trata de un juego algo brutal -se tramita con los pies-,  contiene fuertes dosis de injusticia e imprevisibilidad y parece haber sido inventado para que lo practiquen los villanos, lo cual explica ese fenómeno tan curioso por el cual el buen jugador no es el que respeta las reglas, sino más bien el que conoce el arte de violarlas. Fíjense por pura curiosidad en lo que pasa durante el lanzamiento de un corner, lo que se hacen defensas y delanteros desde bastantes segundos antes del lanzamiento, la intervención del árbitro... todo es un ejercicio de violencia profundamente innoble y, al mismo tiempo, una grotesca mascarada. Podríamos hablar también de la tendenciosidad en los organismos federativos, que adulteran a menudo la competición de élite; la zafiedad en la que se desenvuelve toda esa verborrea tan atorrante de las ruedas de prensa, los titulares de los diarios o las entrevistas a pie de campo; la instrumentalización de los políticos, que convierten emblemas estrictamente lúdicos en signos identitarios; la irracionalidad que se extiende a menudo por graderíos y barras de bar y que suele venir preñada de furia destructiva y ánimo pendenciero...


Yo todo esto lo he sabido siempre, y sin embargo no recuerdo haberme alejado de este juego con sincera convicción una sola vez desde que mi infancia asomó al uso de razón y presentí aquella euforia en mi casa porque el Valencia había quedado contra pronóstico campeón de liga. Supongo que las causas de esta patología con aire de adicción insalubre son de tinte emocional: mi abuelo fue la primera gran estrella que tuvo el Valencia, y sospecho que eso ha marcado para siempre el destino de mi familia, y, muy especialmente, la naturaleza de uno de los espacios más sensibles y oscuros de mi educación sentimental. No me paso el día viendo partidos de fútbol, no se crean; es más, últimamente apenas los veo y, en todo caso, cuando pongo la tele o la radio porque echan fútbol lo hago casi para que me acompañe, como si me atrajera ya más el fondo musical que la peripecia concreta, como si ya no encontrara nada realmente nuevo en lo que se desenvuelve ante mis ojos y todo sonara a episodios ya vividos, como si el fondo de mi alma sospechara que los momentos de más ilusión ya fueron hace tiempo y no regresarán.

En los últimos días hemos sabido a través de la prensa valenciana de la existencia de un proyecto de adquisición del Valencia cf por una supuesta corporación, grupo inversor o, si les apetece, banda de amigos que dicen tener un dinero que no tienen y que, si lo tuvieran, seguro que en ningún caso se lo gastarían en pagar las deudas del Valencia cf. Por sorprendente que resulte hay quien parece dispuesto a creerles, una candidez que no deja de maravillarme. Su cabeza visible, un costarricense llamado Alvarado, dio a entender que inyectaría tal cantidad de dinero en el club, que no solo la bestial deuda contraída por la institución durante los nefastos periodos de Francisco Roig o Juan Soler quedaría definitivamente zanjada, sino que reiniciaría las obras del nuevo estadio - en stand by desde hace años-, evitaría la hemorragia de estrellas del equipo que van siendo traspasadas año tras año o, incluso, ficharía nuevas figuras para configurar un equipo de campanillas. Preguntado por el interés de alguien como él, llegado de tierras tan lejanas, por una empresa cuyo estado financiero aterrorizaría a cualquier hombre de negocios mínimamente sensato, el licenciado aclaró que había sido seguidor del Valencia desde su más tierna infancia. Sospecho que como él debe haberlos a puñados en Costa Rica y que hay suicidios en masa en sus playas cada vez que Roberto Soldado falla un penalty.


Después del rebombori mediático producido a cuenta de la pirotécnica irrupción de estos caballeros, hemos sabido que Bankia, acreedora del Valencia y, en consecuencia, dueña a efectos prácticos del club, ha considerado poco fiables las pruebas de solidez financiera que ha ofrecido el tal Alvarado, por lo que todo parece haber quedado en una de esas aguas de borrajas con las que nos divertimos un par de días. No dejo sin embargo de hacerme una pregunta: ¿cómo es posible que tantos seguidores del Valencia den cuartelillo al primer cantamañanas que llega de cualquier parte del mundo prometiendo sacarnos de la miseria a cambio de nuestra cara bonita?

Aventuro una respuesta. En este asunto se juntan dos cosas. Por un lado, está la sociología futbolística. En torno a este juego se amontona muchísima puerilidad. No son necesariamente jóvenes los aficionados, es más bien que la madurez con la que los adultos tratan sus asuntos profesionales o familiares se la dejan en el armario cuando acuden a un estadio, convirtiéndose en hooligans que parecen creer que la casita de chocolate la ha puesto en el bosque la bruja por qué le gusta que los niños sean felices. Por otro lado, hablamos del País Valenciano, una tierra misteriosamente proclive a creerse destinada a la prosperidad. Cuando nos va medio bien, jaleamos a un presidente autonómico que nos empuja hacia el precipicio por la vía de los grandes fastos y un despilfarro delirante si afirma que "somos la California del Mediterráneo". Cuando nos va mal, como ahora, creemos que somos una chati muy guapa y que van a venir del extranjero a desposarnos y devolvernos a la opulencia que nos merecemos.


El pequeño problema es que la vida no funciona así. Estamos en medio de una crisis terrible. Si cedemos a la desesperanza estaremos equivocándonos tanto como si prestamos oídos a la legión de vendedores de crecepelo que ya proliferan por las calles, las barras de los bares o las cadenas de televisión. Lo que ha ocurrido con los clubs de fútbol en España participa de la misma lógica que afecta al global de la economía y la política: algunos han alcanzado fama y fortuna a cuenta de la pasividad, cuando no de la venia de los muchos; cuando el estropicio ha sido ya notorio han salido corriendo con el dinero y han dejado las instituciones en los huesos. Al mundo del fútbol van a parar algunos de los mayores desaprensivos del mundo empresarial. Conozco a varios de ellos, los he seguido durante mucho tiempo, y son lo peor de cada casa. No digo que toda la gente del fútbol sea así, lo que digo es que cuando un zángano sin escrúpulos y con vocación de estafador planea los pasos que quiere dar, es raro que no se plantee el del fútbol como un territorio goloso. La razón hay que encontrarla en la pueril candidez de los aficionados, incapaces de entender, por lo visto, que de este escenario tan duro solo escaparemos arrimando el hombro, peleando contra los mandarines por nuestra dignidad y, como se corea en el graderío, echándole huevos al partido, un partido que, ahora mismo, tiene pinta de perderse por goleada.

Les dejo, creo que hay fútbol...

Wednesday, November 21, 2012






EL VIRUS

Mientras escribo esto constato que mi cuerpo está bajo los efectos del virus. "En casa lo hemos pasado todos" o "está igual todo el mundo"... Estas frases se vuelven recurrentes. Hablamos del virus como los medievales hablaban de La Plaga, con menos terror, pero con la misma resignación, como si fuera irremediable, como si la ciencia médica ya hubiera decidido que esto es como los catarros, que los tienes que pasar y que no hay cura. "Dieta blanda", dicen, que yo siempre he pensado que era comer cosas blandurronas, como gominolas o algo así. El simpático bichito no deja de hacer estragos, pero decido salir a que me dé el aire, pues el virus no te afecta menos porque te quedes en un sofá, más bien al contrario, estás igual de jodido, pero además te concentras en los ruidos de tu estómago y en la sensación diarreica, aparte de que tu cerebro no está ni para ver una peli de Mel Gibson, que ya es para estar muy espeso. 

Durante mi paseo, detecto esa misteriosa conciencia de exterioridad que sobreviene en los días más virulentos de la gripe y que hace sentir algo así como que tu cuerpo no te pertenece, como si flotaras y, un poquito también, como si los asuntos en los que te debates cotidianamente perdieran trascendencia, vamos, que estás fatal, pero no por las chorradas habituales del trabajo, la pasta o la familia, ni siquiera por qué tu equipo pierde, sino, simplemente, porque estás malo de narices. 


Acabo de terminar Ensayo sobre la ceguera. Les extrañará que haya tardado tanto en ir a parar a esa novela que se proclama como de lectura imprescindible. Me gusta leer a Saramago, en ocasiones logra conmoverme, se adivina una pasión sincera en su escritura, fue alguien que iba hasta donde hiciera falta con sus personajes y sus relatos, pero me cuesta llamar "imprescindibles" a sus textos. Pese a todo es aconsejable dejarse caer por ahí de vez en cuando. La ceguera es el virus que asola la ciudad donde transcurre esta historia. Todo en ella es incompresible y escasamente verosímil, pero no importa demasiado. Lo que descubrimos a medida que el virus se extiende es que la red de orden, vigilancia y protección que conforman las instituciones, y dentro de la cual creemos sentirnos seguros, es tremendamente frágil. Basta que caiga en poco tiempo en la invidencia un buen número de personas para que los principios más básicos de la solidaridad salten por los aires. Cuando el virus se universaliza, entonces es el caos: nuestro mundo se llena de muerte, fetidez, dolor y un mezquino egoísmo en cuestión de días. Ninguno de todos los valores en los que se sustentaba nuestra fe, la familia, la amistad, la cooperación, la legitimidad democrática... Nada parece valer un pimiento. 

Es un relato fantástico, claro, no hay por qué pensar que vamos a quedarnos todos ciegos. Hay, no obstante, algunos científicos que afirman que una bacteria especialmente maléfica y para la que no se encontrara solución -como el virus que al parecer tenemos todos estos días, pero con aún más mala leche- podría producir una mortandad descomunal, hasta el punto de poner a nuestra especie en peligro de extinción. No descarto esta hipótesis sobre el origen del apocalipsis, por más que lo común y lo cinematográfico es pensar que la catástrofe llegará por la guerra nuclear, el cambio climático o incluso los marcianos. Suelo pensar que quien te mata no es quien temes que te mate, pues contra ese sueles armarte y te lo esperas, sino el tipo esquinado y aparentemente insignificante del que te habías olvidado y que una noche desde las sombras dispara y te liquida. 

En algún momento de la novela alguien pregunta si en realidad no estaban ciegos ya antes de estallar la epidemia, si no habían sido desde siempre incapaces de ver. Me lo pregunto estos días en que el virus dichoso me vuelve un poquito más pesimista de lo habitual. 


Verán. Una de las cosas que más me sorprende del momento presente es la resignación que observo en la gente. Es como si lo que a mí me parece evidente no fuera visto, o no quisiera ser visto, por la mayoría de mis conciudadanos. Lo presiento en mis compañeros, que ponen muchos de ellos cara de fastidio cuando intentas animarles a simplemente reunirse y hablar de lo que nos están haciendo y de lo que podemos hacer para resistirnos. Muchos afirman haberse cansado de haber hecho huelgas y movilizaciones que, dicen, "no sirven para nada". El escenario me recuerda al del Titanic a punto de hundirse: mientras los multimillonarios se lanzan a las barcazas para huir de la catástrofe, los pobres son encerrados en las tripas del barco para que no causen problemas, y resulta que muchos se resignan a su suerte, como esperando que aún venga alguien a rescartarles, como en las películas. 

Las consecuencias se advierten cuando los que gobiernan lanzan a la policía a soltar mamporros a los que se manifiestan, o cuando sacan un decreto para volver imposibles derechos tan básicos como el de la defensa jurídica, tema que ha saltado en estos días y que -inexplicablemente- no genera mayores reacciones. En un lapso de tiempo asombrosamente corto, hemos perdido décadas de conquistas en materia de derechos y redistribución de los efectos de la prosperidad. La sensación generalizada de impotencia, de que no se puede hacer nada, ese es el virus que nos está destruyendo. Es curioso, nunca hemos estado más lejos de que la ultraderecha golpista tomara el Congreso y proclamara el final de la democracia: como ésta ha fallecido por sí misma, de "muerte natural", ya no hace falta asesinarla.

Hay mucho pesimismo y crecientes conatos de violencia, pero no parece que tales cosas puedan traducirse en nada positivo. Incluso los hay que exhiben una misteriosa exaltación de esperanza porque han decidido saltar del barco que se hunde proclamando su derecho a la largarse -lo llaman "autodeterminación"-, lo cual es muy dudoso que les sirva de algo, y más aún que no nos complique la vida todavía más a todos los demás. 

Creo que esa es la ceguera que nos acucia, la misma que, bien pensado, nos afectó cuando creíamos que una prosperidad con pies de barro llegaba para quedarse y para hacernos a todos habitantes de los camarotes de los ricos. Me entran retortijones de pensarlo, aunque espero que no a mí sólo, pues dicen que todos estamos igual con el virus. 

Friday, November 16, 2012





HUELGA GENERAL


Mi biografía está repleta de encontronazos con profesionales del sindicalismo. Si yo les contara. Hace muchos años un peso pesado de cierto sindicato especializado en temas educativos iba por los pasillos bramando como un hipopótamo contra cierto Montesinos que le ponía a parir en las cartas al director del diario Levante. Yo tenía una razón bien poderosa: aquel simpático caballero y sus secuaces estaba empeñado en privarme del derecho al trabajo, un noble empeño teniendo en cuenta que se trataba de un sindicalista, es decir, de un tipo supuestamente dedicado a pelear por la dignidad laboral. Sin ningún ánimo pendenciero he sufrido después frecuentes malentendidos con enlaces sindicales. Desconfío de ellos, sospecho a menudo que piensan obsesivamente en mantener su puesto, no me suelen agradar ni su estilo ni su insinceridad ni su tendencia a manipular a la gente ni lo nerviosos que se ponen cada vez que un trabajador de infantería les sugiere que la estrategia que sostienen es ineficaz. El problema nace probablemente en mí. No soporto la injusticia ni la hipocresía. No entiendo que un tipo diga a un periodista que una concentración delante de un ayuntamiento es un éxito enorme cuando, a poco que mires alrededor, resulta que a la concentración dichosa hemos ido cuatro y el de la guitarra. No me gustan los sindicalistas que conozco ¿qué creían?

No sostengo que un sindicalista haya de ser necesariamente un fanático ni un aprovechado. Lo que digo es que aquellos con los que he tenido que tratar han sido así con demasiado frecuencia. Si hemos trabajado del mismo lado, antes o después he sospechado que sostenían los intereses de la organización a la que pertenecían y no los de sus representados. Cuando hemos estado en franca controversia me han parecido intolerantes con la discrepancia y a veces incluso fríos y despiadados. ¿Quieren que siga? Mejor que no.

Explico todo esto porque quiero demostrar que no soy sospechoso. Apoyé la huelga de ayer, lo cual me supone algo tan ingrato como perder el sueldo de un día, y les aseguro que necesito ese dinero. No estoy nada convencido de que sirvan de nada movilizaciones como las que ayer convocaron las principales centrales sindicales, una convocatoria que por cierto se extendió al conjunto de los países de la Unión Europea. ¿Por qué secundar una huelga que se sabía de antemano que se iba a perder? Históricamente los trade unions montaban estos cirios para colapsar el funcionamiento del mercado y obligar al capital a negociar condiciones laborales más justas. No se acaba de saber muy bien qué es lo que los sindicatos pretenden que pase al día siguiente de la celebración de una huelga general. Tampoco se acaba de saber por qué en momentos tan conflictivos como el actual convocan concentraciones, marchas, encierros y jornadas de lucha de forma dispersa y sin la difusión ni la unidad adecuada, con lo que consiguen a menudo sembrar la confusión y arrastrar al agotamiento y el desánimo a quienes consideramos que resistirse a las arbitrariedades de unos gobernantes impresentables es una cuestión de supervivencia y una obligación moral.  Llevo muchísimo diciendo que las grandes organizaciones de la izquierda en general, y de los trabajadores en particular, deben replantearse su lugar en la sociedad y el sentido de su estrategia de lucha.

Ahora bien, que el lugar de las organizaciones de trabajadores sea objeto de mi reflexión y mi preocupación en el momento histórico presente no es óbice para que detecte que la fuente de las enfermedades que aquejan a la sociedad esté en otros lugares. La sociedad no funciona mal porque haya sindicalistas. En todo caso, que haya muchos malos sindicalistas ayuda muy poco, pero esto no se corrige eliminando a los sindicatos, como pretende cada vez más explícitamente la derecha: no necesitamos menos sindicalismo, necesitamos más y mejor sindicalismo. Y la razón es sencilla: las relaciones laborales son asimétricas, sin organizaciones representativas que refuercen los intereses de los trabajadores, la cohesión social y la justicia son simplemente imposibles, los débiles quedan en situación de indefensión y el capital puede realizar el más antiguo de sus sueños, convertir a sus empleados en siervos a los que puede explotar sin contraprestaciones ni resistencias y de los que puede desprenderse sin pagar peajes. Dijo Tony Judt que si hay algo peor que un Estado que funciona mal es un Estado que no existe. Análogamente, si hay algo peor que unos malos sindicatos es que no haya sindicatos. ¿Alguna alternativa? Sí, la barbarie.

Esa barbarie se presiente en el ambiente tan tóxico que hemos respirado en las últimas horas a vueltas con la convocatoria de la jornada de huelga del pasado miércoles. Veamos. Unas horas antes del evento, la ex-presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, declaró a los medios que la adoran que "la huelga general debería estar prohibida", toda una exhibición de talante democrático, aunque la señora Aguirre ya ha dado pruebas a lo largo de su carrera política de no creer demasiado en los derechos civiles. Hablando de su prensa amiga, algunos medios se lanzaron en los días anteriores a una campaña declarada como de "antihuelga", una estrategia implementada en dos fases, la primera es conseguir que la huelga fracase, la segunda es informar, pasara lo que pasara, que dicha movilización habría sido un fracaso y que, en cualquier caso, la mínima repercusión que hubiera de tener sería consecuencia de la presión violenta de los antisistema que, por lo visto, inspiran actualmente a las organizaciones de izquierda. Recuerdo que Rajoy y otros muchos conservadores respiraron de forma completamente contraria cuando los sindicatos le montaron un pifostio similar al gobierno de ZP. La incomodidad que exhibe últimamente en relación a cualquier tipo de movilización en las calles contrasta con la cantidad ingente de manifestaciones que durante los años de gobierno socialista lideró y secundó el Partido Popular para protestar por asuntos relacionados con el aborto, la familia o el terrorismo.

En casos como el del pasado miércoles, la carga de inquina de la derecha suele concentrarse en los piquetes sindicales. Yo vi uno por mi barrio esa mañana. Eran ocho o nueve personas que iban por la calle gritando "hoy no se trabaja, hoy no se consume". Algunas personas salieron a la acera para observar, lo hacían con cierto aire atemorizado, como si en vez de lo que a mí me pareció aquel grupo de personas tan poco adecuadas para intimidar a nadie lo que vi fuera poco menos que una banda de terroristas armados con cocteles molotov y dispuestos a apalizar al primero al que le vieran pinta de menchevique. ¿Hace falta decirlo? Los piquetes salen a la calle durante las huelgas porque de lo contrario sería imposible la huelga, no tanto porque la gente decidiera cabalmente no sumarse a ella, sino porque el capital, y más en estos tiempos de fuerte inseguridad laboral, dispone del arma de disuasión más eficaz para cualquier trabajador: el miedo. No simpatizo en lo más mínimo con quienes aprovechan este tipo de situaciones para quemar contenedores y provocar a las fuerzas del orden. Por mi parte, participé en la manifestación que se celebró en Valencia por la tarde: fue masiva y pacífica, los únicos "conatos de violencia" consistieron en abuchear al helicóptero que pasaba cada poco gastando combustible a cascoporro y al que le faltaba el fondo musical de la Cabalgata de las Walkirias para imponer el terror de Apocalypse now. El único acto de violencia realmente atroz que presencié el miércoles fue el de aquel niño con la cabeza abierta por la intervención de un mosso d´esquadra en Barcelona.

Miren, los sindicatos son imprescindibles, y el arma de la huelga f está unida de forma indisoluble a la historia de la lucha de los pueblos por una sociedad más justa e igualitaria. Podemos discutir sobre la oportunidad de tal o cual estrategia de lucha, pero en una situación de abuso del capital y las administraciones tan evidente, la única alternativa a la resistencia es la frustración y la melancolía. La crítica de que los sindicalistas cobran del erario público es simplemente ridícula. Mis impuestos pagan organizaciones solidarias como las ONGS, y pagan también -absolutamente en contra de mi voluntad- a la iglesia católica o a los colegios concertados. Lo que exijo a los sindicalistas es que me representen adecuadamente y que defiendan mis intereses, que es justo lo contrario a que desaparezcan, como pretende la derecha, en algunos casos porque les conviene -me refiero a las clases acomodadas- y en otros porque, como dijo Jesús, no saben lo que hacen, pues el electorado de derecha está repleto de personas que se han beneficiado de la lucha sindical de décadas que les ha permitido gozar de derechos laborales esenciales para el bienestar de la gente.

El gran peligro de nuestras sociedades es la individualización en la que se van tramando cada vez más  los problemas que afectan a nuestras vidas. No hay estrategia de poder más mortífera. En otros tiempos, el individualismo era una respuesta necesaria a las formas del control, la dominación y la heteronomía característica de las sociedades autoritarias. Hoy es una patología terrible. Dice Zygmunt Bauman: "El rasgo característico de las historias narradas en nuestra época es que articulan las vidas individuales de una manera que excluye u oculta la posibilidad de localizar los enlaces que vinculan el destino individual a los modos mediante los cuales funciona la sociedad en su conjunto; más aún, excluye el cuestionamiento de estos modos. " (La sociedad individualizada)

El temor que debería generarnos esta realidad es, se lo aseguro, incomparable al que a mí me crean los piquetes.

Friday, November 09, 2012




WARHOL


Acudo a ver una exposición de Andy Warhol en la Fundación Bancaja, cuya supervivencia a estas alturas es para mí toda una sorpresa. Ante los cuadros del artista siempre me hago la misma pregunta: ¿son suyos? La pregunta es pertinente precisamente porque el concepto de autenticidad, que tendría un valor muy claro en otro pintor célebre, queda vacío de sentido cuando empezamos a internarnos en el universo warholiano. O mejor: la pregunta deja de tener sentido y se convierte en un eco sin respuesta porque a partir de Warhol deja de tener valor la autoría misma. En otras palabras, podemos falsificar un Picasso, pero no podemos falsificar un Warhol porque ese cuadro es ya en sí una falsificación. 


"Soy una máquina", dijo. Andy Warhol se instala en el universo ficcional de la sociedad de los medios de masas, de cuyos peligros nos amenazó unas décadas antes Walter Benjamin. En ese sentido, Andy es una criatura benjaminiana, la primera genuina fashion victim. Tuvo la suficiente coherencia como para darse cuenta de que la cultura ya no podía seguir sustentándose en una posición de antagonismo, tal y como se entendió con Rimbaud y Baudelaire, con Heidegger y Adorno, o con Kerouac y Dylan... ya no en la sociedad de masas. Su arte emerge desde la confusión a la que aboca a los sujetos la sobreinformación y el bombardeo masivo de imágenes y mensajes. Ya no es posible oponerse, o ya no lo es desde el lenguaje de la liberación y la contracultura. No hay un discurso alternativo. Celebrada la gran orgía de la protesta en los sesenta, hemos cruzado el Rubicón: la Revolución ya no será, y no será porque ya se ha realizado. Él la vivió con su legión de amigos idiotas y drogados en su célebre Factory, y se divirtió un montón, porque Warhol, al contrario que los demás genios, que siempre parecían enfadados y decepcionados con un mundo que les había estafado -por eso hacían arte-, decidió celebrar la fiesta de la explosión del deseo y el culto al yo anunciando que iba a convertirse en, sobre todo, un gran festín del Capital, que es lo que finalmente ha sido, lo cual convierte a Warhol en el verdadero profeta de nuestro tiempo, llamémosle posmodernidad, sociedad líquida, capitalismo de ficción o cualquiera de las fórmulas que insista en la idea de que la civilización contemporánea ha acelerado tanto sus procesos que nos ha terminado abocando a todos hacia un territorio que está más allá de lo Real, un espacio alucinatorio donde los viejos valores se han desmoronado. Como no somos ya capaces de sustituirlos por otros nuevos, nos dedicamos a celebrar aquéllos como referentes vacíos que flotan en el aire, ingrávidos, explotados impúdicamente por los media a través de la publicidad, la moda o las películas. 


Hemos necesitado a Van Gogh, Hopper, Picasso y Pollock. Pero también a Warhol. Su apuesta es en realidad un desafío al arte. No pretende crear un lenguaje nuevo y alternativo, tal y como proyectaba el surrealismo. Duchamp o Marinetti -da igual la ideología con la que se aliaran- entendieron que la civilización industrial había mutado con la serialización de los productos y la universalización de los medios de comunicación. La vida había dejado de ser "real", la lógica del espacio y del tiempo tal y como la conocimos estaba enloqueciendo, por lo que lo más realista era superar el modelo de representación convencional y sustituirlo por un lenguaje surreal. Beckett lo asumió al dinamitar las leyes de la narración clásica: sus relatos reflejan el absurdo desde su propio lenguaje. 

Warhol traslada esta apuesta a la era massmediática. Sus intervenciones públicas, sus fotografías, sus performances, todo forma parte de una escenografía hábilmente montada cuyo designio es invertir la lógica constitutiva del hecho artístico: Warhol no alcanzó la gloria a través de su obra, creó un personaje que simulaba pintar, y gracias a eso consiguió lo único que le interesaba, lo único importante en nuestra era: "ser alguien". Pero ni aún desde la impudicia de reconocer que sólo era la vanidad lo que le impulsaba terminamos de entenderle. Andy no quería ser famoso, no se sentía mejor por ello, amaba a las estrellas, y ser famoso fue el único camino para poder estar junto a ellas. "Al poco de conocerme mis amigos me trataban mal y dejaban de admirarme; de pronto, una noche, aparecía un joven que me miraba como se mira a una divinidad, como incrédulo de estar sentado allí. Creo que algo así es el aura, es algo que sólo ven los demás en ti cuando no te conocen; así es el aura que todos vemos en las celebridades". 


¿Decepcionante? Sí, quizás. No hay épica en Warhol, sólo hay ironía. Su desafío es sugerente, pero no parece ir más allá de eso que gusta tanto a los gays actuales del "consumismo irónico". No hay antagonismo irredento ni dinamita contra el sistema. Warhol serigrafía de forma serializada el rostro de Marilyn Monroe, repitiéndolo de la misma manera obsesiva y enfermiza que las células tumorales se reduplican en nuestro cuerpo hasta matarnos. En esa sonrisa helada que se reitera, convertida en signo vacío y fetichizado, nos hemos convertido todos. No solo deja de haber un sujeto -esa mujer llorosa que continúan buscando los adoradores de Marilyn- tras el icono, deja de haberlo también tras cada uno de nosotros en el momento en que aceptamos el destino que la cultura nos depara: ser celebridad durante quince minutos. 

Andrew Warhola tendría ahora ochenta y cuatro años. Sospechamos que le divertiría internet, que habría retratado a su manera a Lady Di y que luego habría llorado en público durante sus exequias; habría capturado astutamente el aura de Obama, al que habría comparado con Kennedy por su condición de celebritie... y barruntamos que, afectado de demencia senil o con serios problemas financieros, habría aceptado aparecer en programas banales de la tele haciendo feliz a algunos gilipollas. No se me olvida aquella visita que hizo a Madrid en los momentos más palpitantes de la Movida, cuando Almodovar -que siempre quiso ser Warhol- y su tribu fueron a adorarle y a decirle cuánto les había influido. Andy sólo había venido a vender a precio de oro sus cuadros, pues le habían dicho que aquí había diletantes con dinero que le adoraban. No lo logró, querían hacerse fotos con él pero no aflojarle pasta. 


Murió en 1987. Parece que tenía verdadero pavor a los hospitales, las enfermedades y los médicos. Le enterraron con una peluca plateada y sus habituales gafas de sol. Estuvieron Yoko Ono y otras celebridades. Fue un genio de la superficialidad, su mirada era certera y profunda precisamente porque, como un surfista, se deslizaba hábilmente por la superficie de las cosas, todo un síntoma de la civilización contemporánea. 

Dijo en una ocasión que cuando se miraba a un espejo no veía a nadie, que él era un espejo y que un espejo no puede reflejar a otro, pues tras él sólo hay el vacío. Nada me parece más inquietante. 


Friday, November 02, 2012





EL PSOE

Justo Serna proyecta estos días en su blog su afinada mirada sobre la única gran organización política que en España ha sido capaz de aglutinar la voluntad de los electores de izquierda moderada, un espacio al que a lo largo de los últimos sesenta años ha correspondido en la Europa moderna cerca de la mitad de la masa electoral. He titulado a mi post exactamente igual que lo ha hecho Serna, no por intención plagiaria, sino porque no veo otra manera de atacar la cuestión que enfocar directamente sobre esta veterana organización, un Partido Socialista que soporta una amenaza casi inimaginable hace apenas unos años: volverse residual, convertirse en una más de esas irrelevantes minorías que pululan por el arco parlamentario y que suelen lamentarse por el bipartidismo auspiciado por las leyes electorales; ironías del destino, a este paso el PSOE, tradicionalmente encantado con dichas leyes, quizá termine reclamando su abolición. Tendrá que hacerlo con firmas en la calle, pues a sus escasos próceres parlamentarios no habrá quien les haga caso. 



En este momento la derecha gobierna con mayoría absoluta en el Estado y en la mayor parte de las circunscripciones locales, lo cual incluye todo el laberinto de autonomías, diputaciones y ayuntamientos. Hasta sus más acérrimos intuyen que las recetas del PP para corregir los efectos de la crisis sobre la nación son estériles, suponiendo que dispongan de algo a lo que podamos llamar "recetas". Ante tal situación, lo previsible sería que un partido laborista con una organización sólida y una implantación tradicional en los distintos feudos territoriales pudiera presentarse como alternativa plausible ante los ciudadanos. Pero no es así. Las últimas citas electorales autonómicas no dicen demasiado sobre el desgaste que en un brevísimo pero intenso periodo de gobierno ha sufrido el partido de Rajoy; lo que sí dicen es que los graneros electorales del socialismo avanzan en su descomposición. Quien intuye que el PP es un peligro ya se ha pasado a Izquierda Unida -un conglomerado de inspiración comunista y que estuvo al borde de la extinción-, al partido de Rosa Díez -cuyo astuto sentido de la oportunidad le ha servido para adquirir notoriedad sin que se termine de saber muy bien de qué palo va- o a las organizaciones nacionalistas -las tradicionales y las emergentes-, cuyo horizonte en Euzkadi o Catalunya es cada vez más decididamente secesionista.


¿Por qué se preocupa Serna? ¿Por qué habría de preocuparme yo? Pasé mi juventud negándome sistemáticamente a votar al PSOE. No les secundé ni siquiera cuando empecé a intuir lo peligroso que podía resultar para este país el conglomerado de oligarquías económicas y mediáticas que convirtieron a José María Aznar en la herramienta predilecta del reaccionarismo en España. Acaso me faltó visión, probablemente, pero no consigo sentirme culpable por no haber arrimado el hombro entonces en favor de una fuerza política que demandaba una fidelidad cuyos créditos había dilapidado miserablemente. El terrorismo de Estado, la corrupción, el clientelismo, la artera manipulación de la opinión pública con asuntos como el de la OTAN, los ramalazos de autoritarismo con aquello de la "patada en la puerta", las monterías de medios discrepantes o la colonización partidaria de los medios informativos públicos... ¿Quieren que siga? Quizá, por refrescar un poquito la memoria, convenga recordar que fue un ministro de Economía socialista quien dijo aquello de que "España es el país donde uno puede hacerse rico en menos tiempo". Es la repugnante ideología que hay detrás de aquella golfada lo que ha desencadenado la Gran Recesión, un drama cuyo mecanismo consiste en enriquecer a una minoría a costa de la especulación financiera para que los pobres y los parados se multipliquen. 

Visto con frialdad y desde la distancia, el "felipato", como lo denominaba Vázquez Montalbán, sirvió para modernizar la administración del Estado, potenciar las competencias autonómicas, europeizar la red de transportes -en especial las carreteras-, reforzar las estructuras de recaudación fiscal o transformar el sistema educativo. Temo que este último aspecto, que conozco bien, ofrece los síntomas más rotundos del problema que afecta al PSOE como partido de masas con vocación gubernamental: lanzó una reforma de enorme calado y con un amplísimo recorrido, pero la dejó a medias, quiso contentar a todas las partes, incluyendo a la Iglesia, y terminó montando un empastre fastuoso cuando se cortó la financiación o se llenaron los cuadros de mando de burócratas, paniaguados e incompetentes. Tan felipista  fue una cosa como la otra, es decir, conceder dádivas a sus afines por una parte y, por la otra, legislar sin contar jamás con la gente. Las sucesivas reformas educativas implementadas en los distintos niveles, desde el preescolar hasta la universidad, fueron concebidas y administradas reiteradamente por supuestos técnicos, jamás se preguntó ni a profesores ni a alumnos qué modelo deseaban. Sospecho que esta propensión a gobernar para el pueblo pero sin el pueblo ha sido vocacional. 

¿Y el segundo gobierno socialista? Cada día se agranda más en mí la sensación de que el equipo de Rodríguez Zapatero que dirigió este país durante ocho años no tenía un verdadero proyecto de país, algo que, para bien o para mal, no puede decirse ni del felipato ni -sigo con los neologismos de Montalbán- de la aznaridad. Así de sencillo y así de triste. Se diría que no ha quedado nada de Zapatero ni de quienes le acompañaron. Nadie se pregunta qué piensan él o la en su momento supuesto cerebro gris de su gobierno, Fdez de la Vega, sobre la delicada situación actual que atraviesa el país: todos sospechamos que no la entienden ni disponen de claves para descifrarla. Al contrario que Felipe González, cuyas apariciones dejan siempre poso, Zp y los suyos se han disuelto en la irrelevancia más absoluta. Exhibían determinación y "talante" cuando casaron a los homosexuales o diseñaron la dependencia; después, cuando de verdad tocó gobernar en serio y agarrar fuerte el timón ante la tempestad, se disolvieron como un azucarillo, presas de un desconocimiento atroz y una irresponsable ingenuidad que les volvió incapaces de entender que la buena fortuna se había acabado y que había que echarle mucho coraje al asunto. ¿Les hablo de educación? Nada, no hicieron nada, diseñaron una ley inane y ambigua que ni siquiera fueron capaces de aplicar y nos entretuvieron una temporada con el espantajo de la Ciudadanía. Aquello fue el escenario perfecto para la simulación de un conflicto con los sectores reaccionarios del país. Mientras tanto, los problemas esenciales de la escuela pública quedaban intactos. Ocho años perdidos.


Soy un socialdemócrata algo raro: no creo en el PSOE, como es fácil colegir de todo lo anteriormente expuesto, que tiene mucho de catálogo de errores, por no decir de horrores. ¿Por qué sufrir entonces ante la evidencia del fracaso estrepitoso? Como pueden imaginarse, que algunos señores vean entorpecida su decidida intención de vivir de la política me trae bien a la fresca. No es ésta la cuestión, el verdadero problema es que no veo fuera de la socialdemocracia un espacio de gobernabilidad que no refuerce las tendencias actuales, es decir, el agrandamiento de la brecha social, sea, como en la derecha, por voluntad directa de apoyarlas, sea porque, desde radicalismos intransitivos y mal entendidos como los de la izquierda de inspiración revolucionaria, no se dispone de armas eficaces para neutralizarlas. 

Lejos de las acusaciones de cobardía o pactismo de los iluminados de izquierda a la socialdemocracia, yo creo que nadie está mejor equipado que el laborismo para denunciar la acrítica exaltación de los mercados y la retórica del crecimiento perpetuo, o lo que es lo mismo, defender la redistribución de la riqueza y la intervención institucional sin olvidar que la libertad es un bien máximo y que la iniciativa económica privada es el motor histórico de la prosperidad. La razón es que la socialdemocracia ya ha demostrado con la experiencia de los Estados del Bienestar que puede crear sociedades más justas sin caer en el autoritarismo. Dice Tony Judt: "Los mercados no generan automáticamente confianza, cooperación o acción colectiva para el bien común. Todo lo contrario: la naturaleza de la competencia económica implica que el participante que rompe las leyes triunfa -al menos a corto plazo- sobre sus competidores con más sensibilidad ética." (Algo va mal, 49)


Ahora bien, la naturaleza ética de esta empresa política requiere hombres y organizaciones que estén a la altura. Eso no sucede actualmente. Los actuales socialistas pueden pasar los días lamentándose porque su electorado no le guarda la fidelidad que las derechas guardan a los suyos, pero mientras sigan en ello o se limiten a cambiar de líder -como ahora se sugiere- seguirán dando vueltas como un tigre enjaulado sin avanzar un metro y sin saber por qué siguen perdiendo votos a mansalva. El problema del PSOE es que su electorado sigue hallándose a la izquierda, y el ciudadano progresista cuestiona por definición el modelo de representación en el que ha hecho fortuna el socialismo desde los tiempos del carisma de Felipe, lo cual vuelve el voto de izquierda condicional y tornadizo. Si no hay una grandeza de miras en los socialistas actuales, si el aparato sigue transmitiendo la sensación de estar completamente desconectado de los problemas -cada vez más angustiosos- de la gente común, si no hay capacidad para proponer opciones de gobierno auténticamente alternativas a la derecha, u honestidad al menos para reconocer que no siempre puede hacerse desde el Poder lo que el electorado de izquierda desea... si, en definitiva, se sigue transmitiendo a quienes queremos derrotar a la derecha la impresión de que lo que tiene ocupados a los socialistas actuales es garantizar que van a seguir viviendo de la política profesional, entonces estarán enviando a la basura el presente y, sobre todo, el futuro de un partido con más de un siglo de historia. 

Un laberinto, sí, desde luego, un problema que la derecha no tiene, porque el electorado conservador jamás castiga a sus representantes, les perdona la corrupción, el servilismo a las naciones extranjeras -ellos que eran tan patriotas- y hasta que, pensemos en Italia, se vayan mucho de putas. Dice Judt: "Sin idealismo, la política se reduce a una forma de contabilidad social, a la administración cotidiana de personas y cosas. Esto también es algo a lo que un conservador puede sobrevivir muy bien, pero para la izquierda significa una catástrofe".(139)