Saturday, January 26, 2008


















INSIGNIFICANCIAS *


Conversación entre dos chicas de unos veinticinco años en un café del centro de Valencia (no invento ni una palabra, lo juro):

-"¿Te gustó el piso que viste con tu novio?"
-"Sí, pero está junto al antiguo matadero... no sé tía, creo que no podría vivir allí, todo lleno de los espíritus de las vacas muertas."



Cuando leí a Kant en el instituto dí por cierto que su frase "La Ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad" se limitaba a enunciar un estado de hecho, una realidad irreversible contra la que ya nada podrían hacer los viejos fantasmas feudales de la superstición y la servidumbre... no se me ocurrió pensar que a lo mejor se trataba sólo de un desiderata del siglo XVIII, el primer avistamiento de una corriente minoritaria que no tendría por qué imponerse o que, para ser más exactos, triunfaría sólo de forma torcida, pagando peajes que Kant no hubiera imaginado ni en sus peores pesadillas. ¿Qué separa a ese par de cenutrias del abotargado y temeroso espíritu medieval? Comparadas con la Edad Media, son ciertamente mujeres modernas, liberadas e independientes... pero temo que no exactamente en el sentido en que los ilustrados hablaban del ciudadano emancipado de un mundo que avanzaba irremediablemente hacia mejor. ¿Dónde está pues la diferencia entre quienes en el siglo XI creían que no caía una hoja otoñal de un árbol sin que el Supremo -o el Maligno- interviniera, y quienes ahora habitamos en el mapa referencial de las películas de terror para adolescentes, las marcas legendarias de ropa o las series americanas de la tele? Yo diría que en la banalidad.





En el imprescindible Divertirse hasta morir, Neil Postman sostiene la hipótesis de que la literatura utopista que nos proporciona la pista buena para entender lo que nos está pasando no es la de Orwell sino la de Huxley. A uno le gustaría pensar que una policía malvada dirigida con mano de hierro por el Ministerio de la Verdad nos vigila, persigue, tortura y asesina en cuanto hacemos asomar el mínimo chispazo de libre pensamiento tal y como se nos relata en 1984. España vivió algo de esto -aunque más cutre, porque Franco estaba demasiado entretenido censurando besos y escotes de Hollywood como para además leer a Orwell-durante cuarenta años que parecieron trescientos... Los censores fueron al paro y todo ha saltado en pedazos en tan poco tiempo que, antes de felicitarnos por nuestra suerte o por el éxito de nuestra valerosa lucha contra los mandarines, deberíamos preguntarnos si por el camino se nos ha escapado algo sin que nos diéramos cuenta. En otras palabras: ¿no será que ahora no se nos prohíbe leer porque la discrepancia ya no molesta? ¿no será que todo el prestigio del que se invistieron las tetas de las portadas kiosqueras y los revolucionarios textos de Marx y Bakunin se debían exclusivamente a quienes, empeñados en que nuestros tiernos ojos no pudieran verlos, nos hicieron creer que eran realmente peligrosos?



Lo dice una canción de Sabina en relación a una amada a la que haríamos mejor en dar definitivamente por perdida: "no pido perdón, ¿para qué, si me va a perdonar porque ya no le importa?" No les importa, ya véis, podemos empapuzar a nuestros alumnos con literatura transgresora y films desgarradoramente libertarios que a ellos les va a interesar mucho más la última edición pirateada de Dragonball, que no sé lo que es pero que a los adolescentes con los que trato les parece el último grito en cuestión de Revoluciones.

"En 1984, de Orwell, la gente es controlada inflingiéndole dolor, mientras que en Un mundo feliz, de Huxley, es controlada inflingiéndole placer". (Postman)

Históricamente, las sociedades no se han constituido en la interrogación, en la pregunta por su propia legitimidad, sino más bien en la clausura y la inviabilidad de dicha capacidad de cuestionamiento, de manera que no era admisible dudar ni de lo instituido ni de lo heredado. La anomalía salvaje de la historia llega cuando alguien como Kant nos espeta "atrévete a pensar", consigna sin la cual todo acto de pensamiento no teledirigido por los mandarines es subversivo y culpable. Lo peculiar de nuestro tiempo no es que el poder haya sofisticado la tecnología que cortocircuita la circulación de la ideas, lo novedoso es que a fuerza de dejarlas proliferar -incluso haciéndolas proliferar él mismo- ha conseguido que dejen de tener efecto, convirtiéndose en meros signos flotantes, pecios que nadan a la deriva en la superficie de la publicidad, los premios literarios o los círculos de intelectuales en nómina de los grandes grupos mediáticos. Y así se cumple la vieja estrategia del aquietamiento: evitar que se diferencien los estados de hecho de los juicios de validez, o lo que es lo mismo, conseguir que no prendan entre la gente las únicas preguntas filosóficas verdaderamente trascendentes: ¿es lo instituido tolerable? y en caso de respuesta negativa ¿es irremediable?



Dejenme que les traslade una anécdota que nos mantuvo entretenidos a unos cuantos en los últimos días y que creo que puede tener secretamente algo que ver con todo este asunto de las vacas muertas y el ascenso de la banalidad en nuestras sociedades, que no es otra cosa que la clausura del proyecto revolucionario por insignificancia -llamemosle "muerte natural"- y no por represión.

El vodevil se inicia hace apenas tres o cuatro días en la escuela donde trabajo. Enrique, un empleado que se ha reconocido públicamente como homosexual, deposita en la hemeroteca de la biblioteca varios ejemplares de la revista gay Zero. No conozco demasiado esta revista, pero es fácil inferir por sus portadas que se ha significado durante los últimos años en la difusión de la cultura homosexual, el acting-out, o la denuncia de las ideologías y prácticas homofóbicas. Dado que creo que se trata de una publicación de calidad y que difundir el respeto a las distintas sexualidades y a la libertad de las personas es obligatoria en una sociedad democrática, veo con muy buenos ojos que aparezca Zero en el mismo estante que El País Semanal o Muy interesante. Apenas unas horas después, Enrique, visiblemente contrariado, me hace saber que todos los números de Zero han desaparecido de la biblioteca. Le digo que se calme, que espere a saber qué puede haber pasado, pero sobre mi mente planea tanto como sobre la suya la presunción de que se trata de un nuevo caso de agresión homófoba, otro acto fascista de censura a la libertad de expresión. Pasan las horas y preparo las baterías para cargar contra todo bicho viviente por la incapacidad de la sociedad española para asumir lo que significa el art. 1º de la Constitución con todas sus consecuencias. Las sospechas no tardan en dirigirse hacia el sector más ultramontano de la plantilla: el cura del centro, que ha oficiado de Torquemada a las órdenes de los chambelanes de Ratzinger... o acaso el profe de Historia, padre de cinco hijos y de atavío algo victoriano al que todos vinculamos al Opus Dei... La olla a presión sigue subiendo de temperatura, está a punto de estallar en la escuela otra guerra civil, yo estoy empezando a pensar en casarme con el conserge sólo para joder a todos los del PP...




Y de pronto, alguien me cuenta lo que verdaderamente ha pasado... Vaya chasco: no ha sido la derechona rancia y feudal; ha sido un profesor adánico -que creía que Zero era una publicación especializada en aviones de combate- el que escondió los ejemplares en un cajón cuando vio que unos niños de once años armaban algarabía en la biblioteca cada vez que abrían la revista. Ni agresión homófoba, ni censura -propiamente dicha- ni nada de nada... Y me pregunto: ¿es que ya no os molesta -os digo a vosotros, reaccionarios, clericales y amigos de la Cope 0 La Razón- que haya mariquitas y bolleras proclamando alegremente que lo son?


No pidan perdón, a ver si resulta que nos van a perdonar porque ya no les importa.

* Atención a la estremecedora imagen de entrada, no tiene desperdicio, es un retrato de una parte de la plantilla de empleados del campo de Auschwitz en la época más "productiva" de la factoría. Agradezco a José Luis Cervera y a su blog la amabilidad de dármela a conocer.

Saturday, January 12, 2008








ALBELDA
Immanuel Kant tramó su influyente obra en torno a tres preguntas esenciales, preguntas filosóficas en la mayor extensión de la palabra: "¿qué me es dado conocer?", "¿qué debo hacer?" y "¿qué puedo esperar?". La primera establece los límites del ejercicio de la razón, trazar las líneas que acotan el mapa de acción de los conceptos. La segunda nos conduce directamente a la esfera ética, y con eso adelanta el sentido de la tercera -falazmente definida como "pregunta religiosa"- que podría equivaler a "si hago lo que debo, ¿qué puedo esperar?".

Seamos honestos: todos nos hacemos a menudo esa tercera pregunta... decimos que nuestra única intención es cumplir con nuestro deber -si es que tenemos la suerte o el coraje moral para definir antes en qué consiste-, pero no dejamos de mirar, siquiera de soslayo, hacia ese horizonte de la recompensa en el que creemos merecer encontrarnos. Hay quien pasa su vida pensando que el tipo barbudo de allá arriba observa y juzga detenidamente todos sus actos e incluso sus pensamientos, una forma antiquísima -casi mesopotámica- de orwellismo. Los hay que, menos crédulos -y menos propensos a la servidumbre-, prefieren esperar que los demás los quieran, ganarse de vez en cuando algún aplauso, ser mirados con algo más que la indeferencia del matinal compañero de ascensor que ni siquiera se acuerda de cómo nos llamamos. El problema es que con frecuencia, sentimos que es el mundo entero el que nos mira como el tonto a las tres del ascensor, es más, incluso nuestras personas más cercanas se dirigen a nosotros como quien abre la nevera... no se hacen idea de que hemos entrado en casa después de cortar el cuello del dragón y que, como el Capitán Trueno, caminamos sudorosos y tambaleantes hacia el sofá tras abandonar el campo de batalla donde hemos dejado muerto a Cassius Clay, al jefe de la Mafia Rusa o al Unicornio de Marte.


Esa lacerante injusticia del desagradecimiento respecto a quienes cumplen con su deber me la ha recordado en las últimas semanas el asunto de Albelda. No veo gran diferencia -no en mí al menos- entre el efecto ejemplar de los héroes de los cuentos y los del fútbol. A los cinco años
yo ya sabía que tenía que luchar contra los malos y defender a los débiles, y a los trece era capaz de pegarme con quien se me pusiera por delante para defender un corner. Ni en una aula ni en una capilla fui capaz de encontrar razones tan contundentes en favor de la lealtad, el compañerismo y la valentía como en un campo de futbol, uno de esos terrenos del cauce seco del río de donde siempre te echaba aquel idiota con gorra de plato al que deberíamos haber enviado a la mierda.



En ocasiones el héroe no es anónimo, yo he visto el graderío de Mestalla aclamando a Albelda con ese entusiasmo hemorrágico que ya solo es creíble si se encuentra en los estadios. Raramente era por una acción inspirada o por un gol, más bien a Albelda se le vitoreaba al final de un partido, cuando la gente se daba cuenta de que era él quien había masticado palmo a palmo y minuto a minuto al rival. Él era el tipo malcarado que se enfrentaba con aspereza al oponente que intentaba dañar los débiles tobillos de un compañero lesionado, quien exigía al árbitro respeto o quien se insolentaba en las ruedas de prensa ante los medios de Madrid, que le odiaban desde que les amargó el debut de Zidane. No le demos más vueltas, Albelda era el prototipo de héroe de la tribu, el llaurador que salía a la acequia a matar a la serpiente... y deberíamos preguntarnos por qué el Valencia solo tiene éxito cuando se alimenta de estos tipos -como Claramunt, como Puchades- de cráneo duro y medalla escondida de la Mare de Deu en el bolsillo.

¿Qué putrefacto resquemor cainita defenestra a los héroes? A mí me gustaría que fuera un africano con pinta de patera y hambre atrasada como Sunny quien acabara con Albelda... pero no, ha sido un pobre desgraciado y patético, un tipo que solo acumula dinero y que jamás tuvo agallas para chocar con alguien por coger un balón, un pobre miserable al que ni siquiera le gusta el fútbol. Como en todo régimen cesarista de terror que se precie, el tirano alimenta su cobardía encargando a algún centurión desalmado que corte las cabezas de esos generales demasiado queridos por la tropa y el pueblo que pueden hacerle sombra. ¿Quienes se creen estos que son para mirarme a mí por encima del hombro?, diría Soler de Albelda, Cañizares y Angulo a su mujer en el lecho del aburrimiento .



No sé si recuerdan el film de Sam Peckinpah La cruz de hierro. Steiner, un sargento del ejercito nazi, pasa sus días con su batallón en una tronera desde la que el mundo tiembla a cada momento ante la continua descarga de bombas enemigas. Hay un oficial, Stransky, que, oculto en el bunker, mueve con enfermiza insistencia los hilos para conseguir la medalla considerada como máximo distintivo honorífico del ejército alemán. Un día, con Alemania a punto de caer, Steiner saca del bunker a rastras a Stransky: "Le voy a enseñar donde crecen las cruces de hierro". Sueño con una escena así en el viejo Mestalla. Albelda y Cañizares sacando a rastras escaleras abajo al chiquilicuatre del bigotito ridículo, la voz de flauta y la sonrisa mofletuda y gorrinera: el olor a linimento, los codazos en los morros, las patadas, el ensordecedor griterío, las broncas, los nervios... todo eso que Soler quiere saltarse para conseguir la cruz de hierro.



Nos hemos acostumbrado en los últimos días a ver a Albelda, Cañizares y Angulo corriendo por la ciudad deportiva del Valencia en solitario hacia ninguna parte acompañados del preparador físico. Así son abandonados en una cuneta quienes nos sirvieron bien. Nadie como Albelda se ha dejado tanto por defender a un equipo... y es de él de quien más sañudamente se vengan los débiles y resentidos que siempre esperan, agazapados en el puente, a que pase el heroe encadenado para insultarle y jalear a los verdugos, aunque también ellos antes se ocultaban entre la masa que los jaleaba.


¿Qué puedo esperar si actúo como debo? Temo que nada. Yo sé algo de salir en silencio y por la puerta de atrás. Sé, como muchos de ustedes, lo que supone haberse dejado la piel en defender durante años algo que ha saltado en pedazos al golpe de cola de la primera rata maloliente. Desde la cuneta, uno mira como un perro al coche que se marcha y le deja tirado. Sí, ya sé, estos futbolistas son ricos y todo eso. Pero yo me voy con Albelda.