Saturday, February 23, 2013





El mundo me ama, y tengo pruebas que lo demuestran de forma concluyente. Hay personas que me llaman -muchos nada menos que desde Hispanoamérica, si me guío por el acento- para ofrecerme contratos de telefonía que me ayudarán a mejorar mi vida, una vida por cierto particularmente deprimente, pues resulta -pásmense- que no tengo móvil. Algunos son tan generosos que acostumbran a llamarme justamente a la hora de la siesta, sacándome así de mi aburguesado letargo vespertino. No tengo duda de que con ello quieren mejorarme, que es lo que pretenden los que nos aman, aunque imagino que no les gusta tener que hacerlo al precio de importunarme, más si encima a veces pierdo la paciencia y les cuelgo tras enviarlos a la mierda, que parece mentira que me educaran en colegio de pago. 

Me ama, sí, y ya tiene mérito porque no le correspondo, pues a mí Él me parece feo, me cae mal y además suele ponerse pesadísimo.  Pensándolo bien, ni siquiera estoy seguro de que me ame a mí, creo más bien que lo que quiere es mi cuerpo y mi dinero. Lo de mi cuerpo se explica porque todos los días me surge en el mail una chati de bastante buen ver que dice querer conocerme y chatear conmigo. (Yo creo que lo que pretende es follar, ni "amistad sincera" ni hostias, es una pantera lujuriosa) Hay otra razón: todas las semanas, y a veces varias a la semana, mi cuerpo es requerido para que haga bulto en alguna manifestación o protesta civil. No digo que no tengan motivo para el acto reivindicativo e incluso para una revolución a lo bestia como las de otros tiempos, pero no estoy seguro de que quienes se han propuesto colapsar el centro de la ciudad un sábado sí y un martes también  se hayan planteado seriamente que organizar una movilización social contra el capitalismo, contra la devastación de la sanidad o de la escuela pública, contra la opresión de Palestina, contra los desahucios, contra el maltrato animal, y una interminable etcétera, incluyendo los robos arbitrales al Levante, puede terminar creando tal confusión en los viandantes -supuestos receptores de tales expresiones de protesta- que el efecto será más bien el de la anestesia. 

Esa misma tontera es la que a mí me entra cada vez que abro mi correo y me encuentro docenas de peticiones de firma solidaria por parte de alguna ONG contra millones de distintas prácticas atroces, desde la tortura de los presos de Guantánamo, hasta la lapidación de una adúltera en un país islámico, pasando por la contaminación de los mares. "Emplea sólo dos minutos de tu tiempo en leer esto y firmar la petición, David, los desgraciados del mundo te necesitan". Si lo hiciera cada vez, no sé si ayudaría a que este planeta resultara algo menos inhóspito, pero sí sé que después tendría que hacer rodar una petición por miles de millones de correos con un eslogan del tipo "firma para que David pueda dormir" o "para que no se vuelva loco del todo", o "para que su familia se libre de una vez de las paranoias que le entran cada vez que colapsan su mail"...

En cuanto a lo de mi dinero, debo decir que mi poder adquisitivo es modesto, pero al mundo le da igual, no titubea en intentar sacarme el poco que tengo, e incluso el que no tengo, pues sospecha que, incluso en estos tiempos de aridez crediticia, no dudaré en pedirle un préstamo al banco para retribuir al mundo por el amor que me dedica. 

Por ejemplo, ayer, encontrándome yo algo apresurado, tuve al entrar en un estanco que explicar a una chica muy mona -de esas con uniforme que Marlboro y similares ponen en estos lugares- que no fumo tabaco rubio, que el negro que me ofrecía tampoco me interesaba, y que deseaba enormemente comprar lo que necesitaba y largarme cuanto antes. Todo se vuelve así farragoso, el mundo me quiere, y como yo no le hago todo el caso que necesita, se pone un poco pelma. 

Para terminar de arreglarlo, yo voy y le denuncio, al mundo, digo. Verán, hoy mismo he presentado una reclamación en un afamado centro comercial de origen francés, supongo que ya se imaginan a cuál me refiero. Resulta que la megatienda en cuestión ha desarrollado una técnica que me causa una especial irritación. No voy a hablarles -aunque podría- de los infortunados empleados de distintas marcas o del propio centro que caen sobre mí como lobos para que beba un té, pruebe una mermelada de grosella o compre condones de sabor a fresa ácida; no, me estoy refiriendo al misterioso proceso que se desencadena repetidamente cuando me acerco a las cajas para pagar por las mercaderías que he elegido. Resulta que sistemáticamente, da igual la hora a la que vaya, la cola de pagar está colapsada. Si suponemos que los ideólogos de la empresa han hecho prestigiosos masters sobre gestión y logística de superficies comerciales y que no aprobaron copiando o haciendo sobornos, podemos inferir que asocian su éxito comercial a la satisfacción del cliente. Esta máxima de sentido común colisiona con la evidencia de que no sólo yo, también los numerosos compañeros de cola juran en hebreo cuando no solo tienen una intolerable cantidad de personas por delante, sino que además la cajera ha de frenar continuamente porque los productos suelen estar mal etiquetados y debe llamar por teléfono a tal o cual sección donde, normalmente, tardan mucho en atenderla y en solucionarle el problema. 

¿Es que son idiotas? No, son unos desaprensivos, me refiero a los ejecutivos de la firma francesa en cuestión, pero no colapsan las colas e irritan a sus clientes porque no sepan gestionar adecuadamente el local; lo que pretenden es justamente generar esa irritación y rentabilizarla. Para ello han creado una "innovación comercial" muy inspirada, unos cajeros automáticos similares a los de los bancos que leen los códigos de barras y te cobran tus compras. Como el proceso trae cierta complicación, hubo durante meses una joven que adiestraba a los clientes sobre cómo llevarlo a cabo, todo un curso gratis. Se diría que la firma francesa nos ama tanto que quiere que trabajemos para ella. Eso sí, lo hacemos gratis, o mejor, al precio de que ellos eliminen a sus trabajadores y hagan insufrible la vida para las cajeras "humanas", que reciben las broncas de los malhumorados clientes, los cuales siguen prefiriéndolas a ellas que a las automáticas para echar broncas. En suma, que para librarnos del fastidio de las colas interminables que ellos mismos han propiciado astutamente, hemos de trabajar nosotros de cajeros, una brillante solución para ahorrar costes que, por fortuna, Mercadona, El Corte Inglés y similares aún no se han planteado porque a lo mejor son unos capitalistas explotadores, pero no piensan que su clientela sea imbécil. Lo curioso es que las rentas obtenidas no irán destinadas a la contratación de nuevo personal, sino a que los gerifaltes del gran almacén en cuestión adquieran nuevos yates, especulen más en la Bolsa u organicen fiestas con más confetti para sus repugnantes vástagos. (Llámenme demagogo, me la refanfinfla)

Claro que lo de las técnicas de optimización logística, que consisten básicamente en tomar el pelo a los clientes y en exterminar física o psicológicamente a los empleados, no es asunto sólo de grandes almacenes. Como la cosa va de denuncias, les informo de que estoy en la semana de las reclamaciones por escrito, y que tan solo unos días antes de lo que acabo de relatarles, reclamé también a una célebre cadena de videoclubs. 


Yo les cuento. Como apenas puedo ir al cine por mis obligaciones, se me ocurrió recientemente que una buena manera de ver estrenos más o menos recientes era volver a alquilar películas en un videoclub, ese negocio que supuestamente moría hace unos años ante la llegada de la tele por cable y por el acoso de la piratería. La cadena a la que me refiero puso en práctica hace una década una estrategia muy de killer comercial, de esas que la gente como Naomi Klein identifica con el modelo Starbuck´s (Leer el imprescindible No logo. El poder de las marcas) Consistió en imponer unos precios absolutamente competitivos para ir cerrando los videoclubs familiares, estrategia eficaz porque el mercado -es decir, todos nosotros- cedió y las pequeñas tiendas abandonaron, hasta el punto de que hace como una década que donde yo vivo ya tan solo hay una tienda de alquiler de films y, obviamente, pertenece a la cadena en cuestión. 

Sigo, hace unas semanas acudí a la tienda y solicité el alquiler de una peli. Se me dijo que me tenía que hacer "socio de la empresa", una denominación muy curiosa para alguien que, como yo, solo aspira a ser un humilde cliente ocasional. El caso es que para eso había de aportar mi DNI, cosa que no me gusta pero que entiendo. Cuál sería mi sorpresa cuando la dependienta me exigió amablemente una factura de la luz, el teléfono o el agua, cosa que obviamente no llevaba encima y que, en cualquier caso, tampoco veía por qué tenía que entregarle. La joven me explicó que esta política se debía a que "habían tenido muchos problemas con clientes". Sospecho que algunas personas en el pasado se habían quedado películas jugando con la volatilidad del domicilio o el número de tfno. Lo que me pregunto es que si alguien les ha robado y tienen su DNI, no entiendo por qué no les denuncian en base a esos datos, y mi conclusión es que no resulta rentable con algún roba-gallinas que se ha apropiado de tres películas. Conclusión, que para que ellos se protejan contra un riesgo ha de cargar el cliente con una exigencia abusiva. No sé a ustedes, pero a mí no me da la gana darle una factura de mis pagos de agua al primer tipo que me sirve un café o me cobra un boleto de la loto. 


La cosa no acaba aquí. Mi explosión de cólera llegó cuando, una semana después, tras decidir sumisamente acceder a la exigencia de la empresa, llevé un par de facturas, a ver cuál les apañaba más. La dependiente me contestó que no podía aceptar unas facturas de cinco meses atrás, que tenían que ser "actualizadas", y que "actualizadas" significaba del último mes. Es ese el momento en que decidí rebelarme, presenté el libro de reclamaciones, me quedé mi copia, y, tras asumir que la empresa no me haría ni caso, me dirigí a casa para tramitar la consiguiente denuncia en la Asociación de Consumidores. 

No tengo ninguna duda respecto a lo abusivo de ciertas exigencias de las empresas a sus clientes. Como si viviéramos en un estado policial, ayer te pedían el DNI, hoy una factura de la luz, y mañana tendremos que dejar que nos fotografíen el pene para identificarnos. Y me hago otra pregunta: ¿de verdad sólo pretende la cadena en cuestión que no le robemos películas? Planteémonos las garantías de que las bases de datos a las que va a parar la información que les hemos dado no termine cayendo en manos de las empresas que viven justamente de buscarnos en nuestro domicilio para jodernos la siesta o enviarnos publicidad nominal que no hemos solicitado. 


Recientemente les animé a no acudir a los centros comerciales los domingos. Les animo ahora a hacer lo que, por estúpida indolencia, yo he dejado de hacer durante años, es decir, denunciar eficazmente los abusos en vez de quejarse o lamentarse en la cola de un centro comercial o ante una infortunada dependienta. Denuncien, apoyen el esfuerzo de las asociaciones de consumidores, algunas de las cuales -y pienso concretamente en Facua y en su actual portavoz, Rubén Sánchez- han conquistado un territorio en los medios desde el que advertir a los consumidores de tantas y tantas estrategias de las empresas para engañarles, manipularles y estafarles. Se me ocurre cómo deben odiar en ciertas reuniones de ejecutivos a ese tío que sale con frecuencia en la tele desenmascarando las geniales estrategias de optimización de beneficios que se les ocurren. 

A mí me parece admirable su coraje. 



Saturday, February 16, 2013





VENDER EL ALMA

"Pues no, gilipollas", me contestó la señora que comparte el piso y otras cosas conmigo cuando le pregunté este martes si no experimentaba algo así como una descarga eléctrica por estar físicamente tan cerca de nada menos que David Beckam, quien pasó la noche en un hotel de la ciudad porque su actual equipo, el Paris Saint Germain, jugaba octavos de la Champions en Mestalla. Tampoco hace falta insultar, a fin de cuentas no hice sino imitar a Lex Luthor, que pregunta algo similar a sus secuaces -"¿no os conmueve pensar que estáis ahora mismo en la misma habitación que alguien como yo?"- tras idear uno de sus diabólicos planes para eliminar a Superman. 


Regresando al mundo real, hubo una ocasión similar hace un par de veranos, cuando Benedicto XVI hizo el honor de visitarnos, algo por lo que los valencianos hemos quedado para siempre bendecidos, por más que tal cosa no se avenga con la evidencia de que aquella expedición pontificia se saldó con el enriquecimiento ilícito de algunos corruptos. No consta que a resultas hubiera muchas conversiones, aunque sí vimos a un grupo de ciclistas hostiles paseándose en pelotas para protestar, además de -esto sí llegó a generarme una irritación de cuyas ronchas tardé en recuperarme- aquellas legiones de jóvenes uniformados con aire de colegio de monjas que cantaban "¡Benedicto, equis, uve, palito!", o, aún más enternecedor y más guay, "Ese Papa como mola, se merece una ola, uuuuuuuhhh!"
Sí, hay que ser un poquito gilipollicas, desde luego. Hablando de estrellas del mundo del espectáculo, lo de Beckam tuvo gracia. El tipo, tan rubito e impecablemente vestido, salió dos minutos del hotel para que las fans acudieran en tropel a gritarle, y luego apareció en el graderío de Mestalla celebrando moderadamente los goles del PSG, como si le importaran mucho. Resulta que el muchacho no juega, en parte porque nunca fue gran cosa, y, sobre todo, porque teniendo 39 taquitos de vellón, si le han fichado es para que haga bonito y dé lustre a la entidad parisina. 

No es que me dé rabia que ganará en Mestalla el PSG, a fin de cuentas jugó muy bien, pero no deja de sorprenderme este fenómeno tan extendido en el fútbol europeo últimamente, por el cual un club en quiebra es "rescatado" por un jeque árabe que le inyecta un pastón, y en cuestión de semanas se crea a golpe de talonario una escuadra poco menos que invencible. Ni deudas, ni mala gestión, ni trabajo de cantera, lo que se ha sembrado en el pasado y la justicia consiguiente -la que premia el esfuerzo leal y castiga la negligencia- salta por los aires, y dejan de importar lo méritos y deméritos, es el dinero el que lo determina todo, como si se empezara de cero. Lo más curioso es que ese fenómeno, el de algún Emir de las Mil y Una Noches forrado de petrodólares que se apodera de un club y lo llena de estrellas, es ahora mismo el sueño de la mayoría de sociedades anónimas deportivas, las cuales, estranguladas por su nefasta gestión y por la crisis, esperan con los brazos abiertos a cualquiera -moro o cristiano- que venga con pasta y evite la quiebra definitiva de la identidad y la desaparición o -quizá sea aún peor, es decir, más ruinoso y más ignominioso para todos- que las instituciones la salven a cuenta del erario público, como se ha hecho ya con tantas otras cosas, empezando por los bancos. 

Me recuerda a esa peripecia tan socorrida en la tradición literaria del personaje que vende su alma al diablo, sea para conseguir conocimiento ilimitado, la seducción de una amada inaccesible, juventud permanente... Como aquella señorita de alta cuna que, arruinados sus padres, accede a someterse a los perversos anhelos sexuales de un burgués arribista, entregando su honra para salvar a su familia. Si el PSG ha pasado de ser un equipo pobre pero honrado a llenarse de estrellas de postín -algunas incluso cobrando sin jugar, solo por ser guapitos, no sé porque no fichan también a Victoria Beckam-, es simplemente porque ha aceptado prostituirse o, lo que es lo mismo, ha cambiado el curso justo de las cosas para obtener una fortuna repentina y ajena que su propia historia no le ha deparado.

Y ello no sucede sin consecuencias, el diablo regresa antes o después para recordarnos la parte del pacto fáustico que acaba con uno en los infiernos. En cualquier caso, lo que nos debería llamar la atención es que el PSG ha hecho lo que otros envidian y harían sin dudarlo, que es entregar la propiedad de una institución que puede ser gloriosa y centenaria a un tipo sin escrúpulos y que se meará encima de los valores espirituales del club en cuestión si le apetece, y cogerá la pasta y arreará en cuanto le venga bien, se le pase el caprichito o haya blanqueado el dinero que necesita blanquear. Si no sucede más no es porque clubs como el propio Valencia quieran preservar su autonomía y su identidad, sino porque, como dice Ricardo Darín en Nueve reinas, "no faltan putos, faltan financistas". 

Y el Maligno no descansa, como bien sabían los monjes medievales, temerosos de que su hedor nefando apareciera por los corredores de la abadía y envenenara a los jóvenes novicios, los cuales, ante tan siniestra influencia, podrían perder algo más que el oremus. Piensen, por ejemplo, en Eurovegas. El asunto presenta algunos de los aspectos que reconocemos habituales de la ya extinta burbuja: recalificaciones, facilidades fiscales, edificación rápida y faraónica -además de hortera- y unos cuantos señores del ámbito financiero y del político que se lo llevan crudo. Y luego hay otros añadidos, claro, por ejemplo que van a sacarle la pasta a unos cuantos ludópatas, que grandes empresarios y otros delincuentes quedarán en el lugar para tramar cochinadas, que los empresarios del amor -léase chulos o proxenetas- encontrarán al fin su paraíso, que desfilarán por el lugar tipos con automóviles ruidosos forrados con piel de leopardo a las tres de la mañana... Todo ello al parecer por los puestos de trabajo que van a sacarnos de la crisis, por más que yo sospecho mucho sobre la línea de contratación que llevará a cabo el amigo Adelson, si bien al menos sus empleados cuando estén más jodidos siempre podrán fumarse un cigarro sin salir a la fría noche del patio trasero del casino, pues otra de las cosas que parece que va a conseguir el Mefistófeles de Las Vegas es que el gobierno de Madrid le conculque la Ley Antitabaco, una prueba más de lo rápido que se está abaratando la democracia en España.




Nunca deja de sorprenderme la derecha española. Dentro de su firme formación moral, un asunto de resonancias tan sodomo-gomorrianas como éste no debería suscitar otra cosa que escándalo. Pero no, y acaso -cuando lo pienso bien- es el mismo silencio que guardan con todo aquello que suene un poco a Berlusconi, un poco a Jesús Gil y un poco a Torrente, es decir, asuntos con putas, hoteles de lujo, dinero fácil, ferraris rojos y tipos con bigote que juegan a la ruleta con un puro en la boca. Eso sí, no rotundo al aborto, que es un asesinato, y a la inmigración, por más que tanto los crupiers, como las prostitutas y como las limpiadoras vayan a ser extranjeros, que para follar, limpiar y cuidar viejos sí que sirven.

También me llama la atención, una vez más, el silencio de la Iglesia.   Va a ser inútil que, a este respecto, vuelva a explicar que si  considero que ésta es la institución más hipócrita, dañina y corrompida, no es por rechazo a la fe ni a la prédica evangélica, es precisamente por lo contrario, porque nada me parece más alejado del mensaje del nazareno que entregarse con armas y bagajes al poder y el dinero, cuando no a cosas bastante más inconfesables. 

En los últimos días hemos leído mucho sobre el Papa recién dimitido. Teniendo en cuenta que siempre le consideré el ideólogo de Juan Pablo II, cuyo nefasto pontificado me parece la solución final para las corrientes renovadoras que se respiraban desde Juan XXIII, Pablo VI y el Vaticano II, acaso Benedicto no haya resultado tan malo como esperaba. Es más, quizá quienes sean los poderosos conspiradores que, dicen, han conseguido agotarle, los verdaderos malos de esta historia. 

El Maligno anda paseándose por las estancias donde se celebrará el próximo Cónclave, y no precisamente por culpa de los desnudos de Miguel Ángel. Siempre se cobra su tributo, no lo olvidemos. Que Dios nos pille confesados. 

Saturday, February 09, 2013



UN MUNDO SIN DOMINGOS

En el pasado traté con personas que decían odiar los domingos. Tuve una novia que se deprimía ese día, llegando incluso a llorar sin más motivo que ése: era domingo. Entre otros allegados de juventud era costumbre aquella expresión de "rollo de domingo", con la cual se calificaba todo aquello que resultaba tedioso y mustio.  Para estas personas, la perspectiva añadida de un festivo entre semana resultaba poco estimulante, pues suponía extender el rollo de domingo a por ejemplo un miércoles, una perspectiva que a mí, por contra, siempre me ha complacido. 

Sé lo que significa un festivo: las tiendas cierran, la gente tiene más tendencia a recogerse en sus casas a poco que el tiempo no acompañe, los varones van al fútbol, y si te ha dado por salir el sábado hasta altas horas de la madrugada es posible que la resaca te agandule y pases el domingo en un sofá, viendo chorradas en la tele y comiendo berberechos. El día que concluye la semana se convierte así en sinónimo de aburrimiento e improductividad, la tarde languidece inútilmente y la proximidad del lunes ensombrece el alma. 


A mí todo esto, qué quieren que les diga, me parece una pueril inconsecuencia. Quienes dicen amar el sábado y odian el domingo parecen desconocer que el   primero obtiene su prestigio del segundo: existe la promesa del sábado porque existe el domingo. Si no nos topáramos con la amenaza de los días laborales tampoco podríamos ilusionarnos con la llegada del viernes. Temo que, en cualquier caso, sobre este asunto pronto ya sólo platicaremos en pasado. Algún día habré de explicarle a mi hija que existían los festivos, de igual manera que hubo un tiempo en que existía una cosa que se llamaba "Estado del Bienestar", como existieron derechos laborales, vacaciones, pensiones o subsidios de paro. 

No sé cómo habrán recibido los enemigos del domingo la decisión del Ayuntamiento de Valencia de decretar la libertad de horarios para las zonas de la ciudad consideradas como de gran afluencia turística. La respuesta de los centros comerciales metropolitanos ha vuelto inmediatamente inane la calificación de zonas especiales, pues parece que la intención es que abran todos, lo cual supone que los zaras, cortefieles y cortes ingleses de turno estarán a pleno funcionamiento los domingos aunque estén lejos del centro urbano. 

Las controversias en torno a esta decisión han sido puestas sobre la mesa por dos colectivos, los empleados de dichos centros, por un lado, y, por otro, los dueños de los pequeños comercios, ambos damnificados por esta medida por razones que no hace falta explicar. No sé si con la posibilidad de comprar braguitas y pizzas Tarradellas mis antiguos allegados habrán empezado a vencer su depresión dominical, lo que sí sé es que los dueños de los grandes comercios tienen ahora menos razones para lamentarse por la esterilidad económica de los días festivos, todo ello por merced de Rita Barberá, qué gran mujer. No estoy por cierto nada seguro de que estos últimos renuncien a pasar el domingo navegando en un yate o llevando a sus niños vestidos de marinerito a un restaurante de lujo, pero lo que sí sabemos es que sus empleados se han quedado sin el derecho al descanso. 

Esta parece ser la ecuación que marca el signo de los tiempos: recesión económica lleva a desregulación, y ésta a su vez lleva a supresión de derechos laborales. Si el domingo es poco rentable es una cuestión discutible, pues el señor que está de fiesta se gasta su dinero en el cine o se va de merienda. En cualquier caso no es esa la cuestión, no se trata de si son rentables el domingo, las bajas por enfermedad, los incrementos salariales o las indemnizaciones por despido, se trata de que todos los seres humanos tienen la pretensión de vivir dignamente. Los empleados de Mercadona no están en el mundo para hacer ricos a sus dueños, sino para tener una vida que merezca la pena, descansar cuando lo pide el cuerpo y llevar a sus hijos a ver a los abuelos. Ha costado muchos años conseguir el fin de semana, como tantos otros derechos de los trabajadores, para ahora aceptar que todo salte por los aires porque a unos pocos mandarines les moleste. Si asumimos sin rechistar que para mantener o incrementar rentas privilegiadas es necesario empobrecer a la mayoría de los ciudadanos, entonces no sé por qué nos sorprendemos que cunda el desánimo social, cuando no la violencia o la tentación radical y anti-sistema. 

No acabo de saber qué es lo que ganamos con que El Corte Inglés y compañía abran los domingos. Pero sí sé lo que perdemos, porque después de los grandes comercios, en cascada, iremos cayendo los demás. ¿Tendrá sentido cerrar las universidades, las escuelas, los juzgados o las farmacias cuando ya hayamos interiorizado que nuestro fin de semana es un lujo que el capitalismo no puede permitirnos? Si se convierten en norma los trabajos basura y los contratos abusivos, ¿podremos seguir aspirando entonces a tener empleos dignos? "Quieren acabar con todo", rezaba un eslogan sindical en la última huelga general. Recibimos a menudo aseveraciones en contra de los derechos de los trabajadores, de las instituciones que contrapesan la brecha social, de la Ley de Dependencia, de los subsidios, del empleo público, de las pensiones... Intentan hacernos interiorizar que debemos ser más pobres y que ciertos derechos que creíamos habernos ganado eran en realidad privilegios que el sistema ya no puede soportar. Y todo ello llega siempre desde las mismas tribunas de la oligarquía, mientras el partido que nos gobierna exhibe a sus legiones de corruptos, sus amigos se quedan con los hospitales públicos, los bancos reciben más y más dinero de nuestros impuestos, la Iglesia sigue con sus escandalosos privilegios y, en definitiva, los ricos parece que son más ricos, los pobres más pobres, y aquello a lo que llamábamos clase media se va poco a poco resignándose a la extinción. 




En mis pesadillas aparece un año sin estaciones, un mundo de hombres sin mujeres, de adultos sin niños, de día sin noche... y de semanas sin domingos. "Abierto 24 horas", ¿por qué no dejar Zara y compañía sin cerrar por la noche? Iríamos de compras de madrugada porque, a fin de cuentas, el tráfago de las calles, que ya no se detendría ni un instante, nos impediría dormir. Sus empleados no descansarían jamás. 

Pero es que el descanso no es rentable. Da rollo de domingo, sobre todo a los dueños de los grandes almacenes. 



Saturday, February 02, 2013



PARA TODO HAY QUE VALER

En cierto instituto castellano donde trabajé hace dos décadas, se dio un incidente en el aula del que guardo memoria: una profesora de Física y Química expulsó de clase a un alumno por su conducta disruptiva, éste, en el momento de abandonar la estancia la miró a los ojos y le espetó un sonoro "¡So puta!", a lo que aquélla contestó sin descomponerse en lo más mínimo ante el improperio: "Para todo hay que valer", y siguió escribiendo fórmulas en la pizarra. No era una profesional del amor, como el alumno parecía creer, sólo era una profesora de instituto, que tiene menos prestigio social, pero su réplica al oprobio, además de gran aplomo, demuestra un conocimiento de la vida comparable al que uno supone al de las antiguas meretrices que hicieron grande al Ducado de Venecia. Para todo hay que valer, ésta es la cuestión.


En algunas ocasiones he soñado con entregarme a una vida de saco y bandidaje: seduzco a las damas insinuándoles cosas muy guarras desde el exterior de un balcón oculto tras capa y antifaz, y me hago de oro con toda suerte de audaces planes de pillaje y filisbusterismo. El problema es que para todo hay que valer, y yo no valgo. Podría tratar hipócritamente ante ustedes de obtener los beneficios de pasarme con armas y bagajes al lado santurrón y decirles que pago cumplidamente mis impuestos y no desvalijo haciendas y colmados porque considero un deber estar del lado de la ley, pero creo más honesto reconocer que no hago según qué cosas simplemente porque no me atrevo.

Un joven alumno que molestaba bastante en clase me intentó convencer en una ocasión de que aspiraba a vivir dedicándose al comercio de narcóticos. Le contesté que no me parecía un tipo lo suficientemente duro para ello, y le enseñé la foto de un caballero dedicado a esa noble profesión y que había aparecido en un solar una mañana con dos tiros en la cabeza y con las falanges amputadas para que la policía no pudiera averiguar su identidad por las huellas dactilares. El pie de foto hablaba de "ajuste de cuentas". Le expliqué al alumno en cuestión que si alguna vez yo le prestaba dinero -cosa que le puntualicé de inmediato que no pensaba hacer, era sólo un suponer- y él tardaba en devolvérmelo, yo le miraría con mala cara y con el tiempo llegaría incluso al extremo de negarle el saludo, pero no le cortaría las falanges tras meterle dos tiros en la boca. ¿Por qué? Porque para todo hay que valer. Y a mí no termina de hacerme gracia el mundo de la mafia básicamente por dos razones: la primera es que no me gusta cortarle las falanges a nadie, la segunda es que tampoco quiero que me las corten a mí.

Vienen a cuento estos gratos recuerdos profesionales  por el asunto de la corrupción con el que nos ametrallan los medios en estos días. Quienes insisten tanto en que los ciudadanos no sucumbamos a la tentación de afirmar que "todos los políticos son unos sinvergüenzas" cargan con la loable tarea de recordarnos que necesitamos instituciones y legisladores, pero parecen esquivar la evidencia de que tenemos un problema con los partidos políticos y sus miembros que va mucho más allá de depurar a unos cuantos culpables. Asuntos como el de Bárcenas -y otros muchos de similar factura- justifican la presunción de que la podredumbre impregna el árbol de la política hasta las raíces, de tal manera que por acción o por omisión, cualquiera que forma parte de una estructura corrupta termina siendo partícipe del mal. Si no queremos darnos cuenta de lo que significa que en la opinión pública extranjera se hable de España como una nación dirigida por una oligarquía de bandidos, entonces no me extraña que con frecuencia nos insistan nuestros políticos en aquello de "no somos Grecia"; lo dicen tanto porque resulta que sí somos Grecia. No deja de tener gracia en cualquier caso que hayan sido algunos de nuestros líderes empresariales los que han insistido en las últimas horas en el riesgo de que el asunto Bárcenas deteriore aún más eso que llaman "la marca España", pues resulta que los compañeros del viaje de la corrupción que los europeos encuentran para nuestros políticos son nada menos que nuestros banqueros, algunos de los cuales, junto a otros grandes empresarios, se han dedicado a financiar oscuramente a los políticos para obtener prebendas igualmente siniestras.


¿Nos escandalizamos? No, sé en qué país vivo, y ya hace mucho que entendí que España se ha abierto a la modernidad de una manera muy sui generis. Para que nos entendamos, que el caciquismo, el nepotismo, el arribismo o el pesebrismo no menguaron ni mucho menos se extinguieron con el fin de la Dictadura y los antiguos regímenes que le precedieron, simplemente se adaptaron a los nuevos tiempos. ¿Cinismo? Quizá, pero prefiero que se me llame cínico antes que imbécil. Sobre todo porque entiendo la corriente de profunda aversión hacia los padres de la patria que crece en estas horas entre la gente cuando, mientras se nos recortan servicios básicos y se nos insinúa que merecemos ser pobres porque hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, resulta que los que gobiernan la tarta se la comen a bocados.

No me escandalizo ni me sorprendo, pero sí hay algo que me produce una profunda irritación, y es entonces cuando me acuerdo de aquella frase de la profesora de Física. Da la impresión de que en España los bandidos no saben que lo son. No me dedico a la delincuencia porque es lo que he elegido, pero siempre he sabido perfectamente dónde está la frontera entre la legalidad y el fraude, me lo dejaron muy claro en casa de pequeño. Si robaba un examen debía intentar que no me pillaran los curas porque me caería encima la mundial, si me pegaba con un compañero debía cuidar que el duelo se celebrara fuera del recinto del colegio para que los curas no nos sancionaran, si fumaba debía evitar que mi madre me oliera el aliento porque tendría bronca en casa... Este era el juego y siempre lo entendí. Hice las mías, pero siempre supe muy bien que las estaba haciendo. No era indigno violar las normas, lo indigno era lloriquear como una nenaza cuando te pillaban, negándose a reconocer de manera honrosa lo que se había hecho o demandado una irrisoria impunidad.

Lo que me cuesta entender de esta lógica plastosa de la corrupción que nos rodea es esa sensación de que los que delinquen parecen no ser muy conscientes de que lo que están haciendo es golfear, y de que el destino de los golfos cuando son pillados es el castigo. Cuando el Dioni salió disparado con la furgoneta del dinero y se la pulió en Brasil en putas de alto standing y botellas de don Perignon sabía muy bien que si le pillaban iría a la trena de cabeza, sin olvidarnos de la somanta de hostias que le arrearon en Brasil tras detenerle. Él lo hizo, yo no, pero no hay irritación alguna, es un juego noble, y lo sería aunque él siguiera en Brasil y jamás le hubieran encontrado. La vida debe ser un juego donde se sepa cuáles son las cartas y dónde acecha la carta del ahorcado. Lo que no entiendo es esta lógica cotidiana de la venalidad cotidiana en la que parece que los bandidos no asuman que lo son, lo cual no les hace menos bandidos, solo les hace más pueriles, más estúpidos, más irresponsables... Piensen en el Caso Noos. Crear una fundación dedicada a obras sociales y culturales para, aprovechando el prestigio de la institución monárquica, llevarse -supuestamente- la pasta de la gente, qué cochinada... Se me ocurre pensar en qué mueve a unos tipos que lo tienen todo a entregarse a tal maquinación de bandidaje.


Pienso en la cara de inocente que pone el más célebre de los imputados. ¿Qué diría en su casa a medida que se iba engrosando la cuenta corriente? ¿Se creería a salvo de cualquier riesgo? Me lo imagino ahora gimoteando por las noches y maldiciendo las cabezas coronadas que le han abandonado... Para todo hay que valer, también para robar.