Saturday, May 28, 2011








LA EDAD DE ORO





No creo estar descerrajando las claves del último relato de Woody Allen si digo que su tema de referencia es el por los psicólogos llamado Síndrome de la Edad de Oro. No tengo ninguna duda de que esta vez Allen ha acertado con su película anual, este Midnight in Paris que, como tantas otras veces con este magnífico creador, consigue que la sonrisa, e incluso a veces la carcajada, surja como un destello de inteligencia, algo por lo visto nada común. Esto no es una crítica de cine, sino una reflexión suscitada a propósito de una película, pero debo decir que con Woody me pasa lo mismo que con algunos futbolistas como Albelda o con escritores como Landero, que les quiero tanto que ya únicamente les pido que estén mínimamente a la altura que les convirtió en leyenda ante mis ojos, aunque sólo sea para tener una excusa para seguir queriéndoles. Por eso me alegró ver el otro día esta película; me hizo pensar y me hizo reír a partes iguales, no pediré más, tengo de sobra.






Es sabido que en Woody Allen la ingente labor creativa -una película cada once meses desde hace más de treinta años es una barbaridad- tiene un sentido terapéutico. Él pretende hacernos creer -a nosotros, y seguramente también a su psicoanalista- que a través de sus películas da forma a sus demonios interiores con la intención de exorcizarlos y que le dejen dormir en paz, pero yo, que tengo lo suficiente de hipocondríaco como para entender la jugada, sé muy bien que lo que verdaderamente busca esta entrega compulsiva al trabajo es resistir con una huida hacia adelante la embestida del peor de los demonios, la incapacidad para soportar la escandalosa idea de que hemos de morir. No sé si recuerdan aquel chiste de la genial Deconstructing Harry:

-"Con los años he llegado a la conclusión de que la frase más hermosa del mundo no es Te amo, sino esa otra que a veces te dice un médico: El tumor es benigno"


El Síndrome de la Edad de Oro me parece un síntoma secundario de esa hipocondría, pero bastante menos anómalo de lo que podríamos imaginar a primera vista. Hay una figura muy localizada entre los de mi generación para definir este síndrome. Lo recuerdo de la película Mensaka: un tipo cercano a la cuarentena se pasa la vida en la década de los noventa soltándole la tabarra a los jóvenes sobre lo bien que se lo pasaban en los años de la Movida:


-"La gente se enrollaba con la gente, hablabas con todo el mundo, compartías, la gente era libre... No era como ahora, que sólo hay críos rabiosos"


Debo reconocer que esa sensación, la de que últimamente sólo ves por ahí "críos rabiosos", o, para ser más exacto, gente rabiosa de muy distintas edades, también me sobreviene con frecuencia. Mi lucidez consiste en que no me paso el día aburriendo al personal hablándole de Arcadias del pasado. Y la razón es bien sencilla: nunca hubo tales arcadias, o para ser más exacto, yo nunca las viví como tales.


Es cierto que, como cualquiera que peina alguna cana, tengo cierta tendencia a la melancolía. Soy perfectamente consciente ahora, con la perspectiva del tiempo, de que pasaron por delante mío algunas oportunidades que ya no veré más. Fue, desde luego, un error mío no aprovecharlas, pero sólo ahora sé con certeza que estuvieron ahí, el problema es ese, que sólo lo sé cuando ya es demasiado tarde. Hube de hallarme a mediados de la década de los noventa para envidiar lo que un compañero me dijo una noche, que había bailado en el 82 con Loquillo en el Rockola. De nada serviría intentar rebobinar para recuperar ese tren: aunque algún listo recuperara el Rockola y pusiera a Loquillo a bailar en la pista sería inútil que yo acudiera, no sabría a lo mismo que sabía en el 82, sería de mentira y yo me daría cuenta. Y eso que digo de Loquillo vale para todo lo demás, ustedes ya me entienden.






¿Fueron los años veinte una época dorada como le gusta pensar al protagonista de Midnight in Paris? Esa es exactamente la misma pregunta que podríamos hacernos los de mi generación con respecto a "los felices ochenta", y sospecho que obtendríamos la misma respuesta que obtiene en su búsqueda el iluso protagonista de la cinta de Woody Allen: ninguna época es dorada cuando se está viviendo, somos después nosotros quienes proyectamos una mirada encandilada sobre ellas y las convertimos en la leyenda que nunca fueron. Si escucháramos la conversación entre dos jóvenes aventajados del París de los Años Locos en un café de Montmartre, probablemente dirían que la suya era un época apestosa y repleta de mediocridad. Si siguiéramos rebobinando, escucharíamos la letanía de los impresionistas quejándose por el mortal aburrimiento del confuso inicio de siglo, que es probablemente la era que añoraban los chicos melancólicos dos décadas después, seguramente porque nunca vivieron aquellos días que sólo se vuelven luminosos en esa fábrica de distorsión que es la memoria. (Quizá ustedes no sepan, por cierto, que lo de Belle epoque es un nombre que se le puso después a ese periodo anterior a la Gran Guerra, de manera que jamás sus protagonistas habrían sido capaces de entenderse a sí mismos a partir de ese rótulo que ha quedado para siempre) Y así, llegaríamos hasta el inicio de la Modernidad y el Renacimiento, el tiempo en que sospecho que empezó esta afición a lamentarse por la incapacidad del presente para estar a la altura de nuestras exigencias.





En esta guerra el pasado juega con los dados marcados. "Cuán presto se va el placer, cómo después de acordado da dolor, como a nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue mejor", decía Jorge Manrique en las Coplas. Tal y como sucede con otra patología hermana de la anterior, la del Peter Pan, que construye un refugio imaginario de infantilismo desde el que resistir la urgencia de asumir la responsabilidad del adulto, en el Síndrome de la Era Dorada caemos en la misma tentación de la que nacen todas las religiones: mitificar un supuesto estado de pureza, sublimar un pasado que, confeccionado desde el poder de la fabulación, se hace mítico precisamente porque nunca fue como queremos recordarlo.



Sólo hay un remedio contra este mal, que es a fin de cuentas el de todo melancólico inconsecuente, desmitificar la leyenda de la arcadia pretérita, o mejor, asumir que la única verdadera leyenda digna de tal nombre es la que ahora mismo levantamos, si es que esta estúpida tristeza que nos invade un par de ratos al día a partir de los cuarenta no acaba antes con nosotros. Las excusas con las que en el pasado desperdiciamos tontamente muchos momentos para vivir intensamente y bailar con Loquillo en el Rockola no son muy diferentes de las que ahora nos damos para seguir dejando pasar oportunidades de hacer cosas dignas y hermosas. Hay quienes, con familia y eso que se llama una vida estable, han encontrado la excusa perfecta para quedarse en su sofá dedicándose a poner a parir a cualquier que sale a la palestra para jugarse los morros por algo. El desafío es insistir en no parecerse a uno de esos tipos. Y eso vale para un adolescente, para un tipo de cuarenta, y para un anciano.







Y hablando de ancianos, es curioso que sean personas viejísimas las que -como S.Hessel, autor de Indignaos- parecen estar inspirando el movimiento 15-M. Se me ocurre pensar que es como en esas casas de las que desaparecen los padres y quedan solos el abuelo y los niños para afrontar las tempestades. Y a veces lo hacen con admirable valor, por cierto. Todo mi escrito no tiene otro objetivo, caballeros, que invitarles a una reflexión: éste -éste y no otro- es el presente, éste es el tiempo que algún día merecerá la pena recordar, esto es posiblemente lo mejor que puede pasarnos y acaso lo más que nos merecemos. No estamos ante el Mayo Francés, ni ante la primavera de Praga, ni ante la dichosa Movida Madrileña... Estamos en el presente, está sucediendo ahora. Ayudémosles a que sea memorable.




Friday, May 20, 2011






LOS INDIGNADOS






"El lunes esto se habrá acabado". Es la opinión de un compañero al que pregunto qué tal fue la cosa la noche anterior, en la que asistió con cierta curiosidad a la asamblea de los manifestantes de Valencia. Tampoco me cuenta demasiado de lo que no me haya enterado esa misma noche a través de la edición virtual de los diarios. Me cuesta entender el mundo a partir de Twitter, cuya lógica entrecortada y urgente me deja siempre sin tiempo para hacerme una idea consistente de casi nada. Los periódicos me resuelven el problema pasando nota casi al minuto de lo que va pasando, con fotos de corresponsales espontáneos incluidas. Ya ven, internet nos está convirtiendo a todos en no se sabe muy bien qué, pero, desde luego, en algo que no éramos.

¿Acierta el compañero? ¿Tienen las movilizaciones la fecha de caducidad pegada a las tiendas de campaña y las pancartas? En ese caso, el entusiasmo de ahora no es sino la promesa de la depresión irremediable que sobrevendrá después. Una vez comprobemos que ni los políticos que les hacen algún que otro guiño van a pasar del palmetazo en la espalda -"ay, qué chicos estos"- y que la revolución queda, como siempre, postergada sine die, el desánimo cundirá y cada cuál se irá a su casa con el fracaso dibujado en el rostro.






Esta visión está probablemente cargada de sentido común, de razones que se han ido fortaleciendo con la experiencia, lo cual incluye también un intenso aroma de amargura y de desánimo respecto al poder de la voluntad humana y, más en concreto, respecto a la tenacidad de los jóvenes. En otras palabras, se cree que el movimiento del 15-M no supera las proporciones de la algarada, cuando no del Botellón puro y duro, y que sustenta su éxito en el componente de divertimento y juego de socialización que sin duda tiene, lo cual supone que está condenado a extinguirse tan instantáneamente como apareció porque lleva la volatilidad inscrita en lo más profundo de su ADN, si es que hubiera algo profundo en lo que para algunos no es mucho más que una rabieta adolescente que se extiende por puro mimetismo.

Indignaos podría entonces ser entendido como el momento de negación dentro de un proceso de "sociedad líquida", si seguimos la afortunada fórmula de Zygmunt Bauman. Algo así como una subversión líquida, una propuesta sin futuro ni voluntad real de dejar algo tras de sí, una escorrentía cuyas emociones más intensas dejarán su lugar a la melancolía, esa que se apodera de nosotros después de toda orgía que se precie.

Todo esta argumentación tiene tanta credibilidad como cualquiera que realice una persona con alma de anciano. Llevo toda la vida escuchando a personas muy mayores y muy escépticas explicar en tono maximalista lo que va a suceder y a qué limbo de ingravidez y olvido van a ir a parar las ilusiones de transformar el mundo. El problema es que parten de un principio equivocado, el de que podemos saber lo que va ocurrir.






No estoy diciendo que el futuro sea ininteligible. Sólo que es peligroso creer que podemos anticiparnos como oráculos a los acontecimientos porque, caballeros, lo que va a ocurrir no lo sabe nadie. Y lo más probable es que muchas de las aseveraciones que se hacen respecto a aquello de a dónde nos dirigimos produzcan hilaridad dentro de algún tiempo, cuando resulte que el futuro ya haya llegado. Es preciso desconfiar del agorero porque quizás no sea tanto que no crea como que
no quiera, o mejor, acaso en el fondo tema que los insurrectos venzan. No sé de una sola revolución social que haya triunfado sin que la empresa pareciera inicialmente descabellada, adánica y destinada a morir en el olvido y el desprecio de las masas, la propia inconsistencia de los amotinados o la amenaza del potro y el patíbulo.

Consignas abstractas, propuestas inconcretas e irrealizables, aseveraciones de trazo grueso... Se reiteran estas críticas en las últimas horas en relación a la causa que analizamos. Aprendí leyendo a Wittgenstein del peligro de los enunciados que empezaban con un sujeto demasiado generalista. "El mundo", "el Sistema", "la Sociedad", "el Capital"... Son justamente estas entidades tan inaprensibles -metafísicas en toda la extensión de la palabra- las que suelen circular a bajo precio entre los movilizados de estos días. De acuerdo, pero hay algo que me suena a tramposo en esta demanda de concreción y finura intelectual que en las últimas horas se lanza en contra de los amotinados.

Si ustedes entran, por ejemplo, en la página de la organización ATTAC, una de las que no ha dudado desde el principio en impulsar activamente la protesta, probablemente descubran que las frases gruesas que nos llegan de los acampados son la vulgarización de un cuadro ideológico de resistencia tremendamente serio, bien fundamentado y sólidamente apoyado en análisis realizados por gente que no va por el mundo haciendo botellones y pegando alaridos adolescentes. ¿Quieren propuestas? Eliminación por ley de los paraísos fiscales, imposición de la tasa Tobin para las transacciones del capital, supresión y transformación de la actual ley electoral, acoso efectivo a la economía sumergida, fiscalización real de los beneficios de las corporaciones y de las rentas del capital, persecución de las gestiones bancarias irresponsables y de los movimientos especulativos turbios... ¿Quieren que siga?




¿Adanismo? Miren, yo escucho todos los días las promesas de los políticos que concurren a estas elecciones. Eso sí es adanismo, o lo sería, de no ser porque arranca de un profundo cinismo, el de los estudios de
marketing que los partidos encargan a tipos que sin duda están convencidos de ser geniales. Es de esto de lo que la gente, al menos la que se está manifestando, se ha hartado, y me temo que se ha hartado definitivamente. Esta gente no volverá a creer en la democracia representativa tal y como se encarna en el modelo parlamentario español si éste no opta por aplicar una profunda reforma. Y aunque lo haga, va a hacer falta que quienes aún ostentan algún poder político real se acuerden de que los ciudadanos quieren que les solucionen problemas. Porque -no lo olvidemos ni por un momento- lo que de manera más o menos explícita preocupa a los jóvenes que pernoctan ahora mismo en las plazas de cuarenta ciudades españolas no es si el sucesor de Zp va a ser Rubalcaba o Chacón. Lo que de verdad les pasa es que lo que adivinan de su futuro es incierto, incluso tenebroso. Y tienen miedo. Por debajo del maquillaje del divertimento y la ilusión de ser escuchado, lo que hay, más incluso que indignación, es miedo.



Me viene a la memoria una de las escenas finales de Billy Elliot. "Tengo miedo", dice Billy a su padre, antes de salir en dirección a Londres, donde va a ir a vivir. "No pasa nada, chico", contesta el padre, "...yo también tengo miedo, todos lo tenemos".

Hay momentos en que siento indignación. Cuando se me pasa, descubro que lo que no me abandona es el miedo. Por eso les entiendo.




Friday, May 13, 2011









VOTAR. O NO.







Desde que cumplí la mayoría de edad pasé nada menos que dos décadas sin votar.



Mi bautizo como votante llegó cuando acababa el Instituto, con aquel asunto tan estrambótico de la entrada en la OTAN. Se trataba nada menos que de un referendum, quizá el procedimiento de participación popular más genuino que se puede dar en una democracia representativa. Estaba lo suficientemente irritado con el partido en el poder en aquel entonces que me pareció que sobraban los motivos para acudir a las urnas y exigirle a Felipe González que nos sacara de lo que, por aquel tiempo, no nos parecía otra cosa que una organización de ejércitos dispuestos a aplastar con las armas cualquier pequeña insurgencia comunista en el mundo. El día en que el No perdió me lo tomé como algo personal. Entendí que el Partido Socialista nos había engañado a todos y que era una cuestión de honor no volver a confiar en unos tipos que, como decía Javier Krahe, hablaban "con lengua de serpiente", pues unos años antes habían hecho formar parte la promesa de abandonar la OTAN de su programa para ganar las elecciones. Yo, como Krahe, fui también "Cuervo Ingenuo", y opté por no volver a firmar la paz con aquel caballero cuya imagen quedó ya en mi memoria por siempre como la encarnación del embuste y la manipulación.


Pero Felipe no fue el único culpable de mi abstencionismo, que consideraba un abstencionismo activo, pues nunca caí en la torpeza de declararme "apolítico". Cuenta Fernando Savater que los antiguos griegos llamaban idiotés a aquellos conciudadanos que, ante la urgencia de una
asamblea en el ágora, optaban por permanecer recluidos en casa, ocupándose de sus asuntos privados y alegando no sentirse interesados por aquellos encuentros multitudinarios en los que sin duda la gente se dedicaba a reñir y a gritarse. Este error -en cierto modo prestigiado por los textos de Platón, quien denostando la democracia ateniense se vengaba de la Asamblea por haber condenado a su amado Sócrates- responde a una ingenuidad peor que la del Cuervo de Krahe: creer que podemos dejar que los demás ventilen la gestión de lo común y quedarnos tan tranquilos.







Pues bien, yo nunca me consideré un idiota porque jamás me quedé en mi casa. Entendí que el procedimiento de representación en que se sustanciaba la democracia española estrangulaba la lógica de la participación ciudadana y opté por negarme a formar parte de lo que me parecía un simulacro de poder popular. Por eso, el único día en que renunciaba a mis derechos era justamente el de los comicios. El resto trataba de meterme en toda suerte de líos porque estaba convencido de que la gestión de lo que afecta a la colectividad no debía dejarse en manos de quienes habían convertido la política en una profesión. No me avergüenzo de aquella postura del joven que fui: luchaba contra el engaño de la partidocracia intentando invadir espacios de poder a los que renunciaban aquellos que, votando cada cuatro años, se confortaban dejando que otros arreglaran los asuntos generales. Yo no era apolítico, en realidad era todo lo contrario.


Un día, con motivo de una elecciones universitarias, en las que por cierto yo andaba implicado, entré en un aula con un grupo de compañeros para pedirles que votaran. Debo precisar que nunca he estado en contra de la representación, sino de un modo de representación que, al modo de las organizaciones clásicas, se servía de la retórica representativa para mantener la política separada de los ciudadanos. Pues bien, un tipo al que yo reconocía por formar parte -como yo entonces- de organizaciones de inspiración anarcosindicalista, nos echó una bronca porque estábamos haciendo lo que él denominó "apología del voto". Ya entonces -con todo lo lector de Miguel Bakunin que yo era- me pareció que aquel tipo era un perfecto gilipollas, y que su actitud le hacía sentir ideológicamente puro y digno, pero que aquella soflama tan revolucionaria era la excusa ideal para seguir esquivando sus obligaciones ciudadanas. No critico que no votara, critico que aquel "idiotés" jamás, en todos los años que compartimos pupitre, movió un solo dedo por mejorar la Universidad. Me he encontrado muchas otras veces actitudes de este tipo: el radicalismo como la excusa perfecta para no tener que hacer nada.


No se engañen, sigo pensando que el anarquismo es una fuente de inspiración para la resistencia ante cualquiera de las formas de dominio que continúan diviendo el mundo, mal que nos pese, en explotadores y explotados. No tengo ninguna intención de hacer aquí apología del voto, pero sí quiero explicar por qué voy a votar en las próximas elecciones.


Algunos allegados míos son admirablemente tenaces en su fe en la legitimidad del sistema representativo. No es mi caso. La alta política me ha decepcionado tantas veces que es como si yo mismo me hubiera dado la vuelta: ya no es posible que me sorprenda la corrupción, o que las listas se llenen de personajes grises sin gracia ni talento... ni siquiera que cada vez que el socialismo llegue al poder sea para terminar haciendo más o menos lo mismo que haría la derecha. Alguien, ante esta última evidencia históricamente contrastada en la historia de nuestra joven democracia, me dijo que al menos prefería no ver gobernando a gente tan odiosa como Camps, Costa o Barberá... Y entonces yo me acordé del profundo desagrado que me produce Leire Pajín, y contesté que si era una cuestión de no tener que ver cada día en la tele a personajes detestables, los dos grandes rivales electorales tenían auténticos cracks con los que amenazarnos.






Espero muy poco de los políticos, pero ese pequeño espacio que nos abre el "muy poco" hace que merezca la pena acudir al colegio electoral el 22 de mayo. Es posible que si, gracias a votos como el mío, la izquierda gobierna, vuelva a quedarme con la sensación de que no han tenido la suficiente audacia para poner en práctica aquellas medidas que pueden ayudar a paliar las profundas desigualdades que se abren paso -temo que con fuerza cada vez más incontenible- en nuestra sociedad. Es propia de las organizaciones de izquierda una terrible esquizofrenia entre lo que prometen en sus programas electorales y lo que son capaces de cumplir una vez han alcanzado el poder por el cual nos reclamaban acudir a votar. Pero, al menos, uno se siente en condiciones de reprochárselo, algo imposible respecto a la derecha, la cual actuará sin duda de la manera que todos esperamos que actúe. No es imaginable, por ejemplo, que Francisco Camps gobierne el País Valenciano de manera diferente a como lo ha hecho hasta ahora, como no lo es que el Ayuntamiento de la capital de dicho territorio cambie su modelo de gestión si sigue gobernándolo Rita Barberá. Si gobierna la izquierda el final de la película puede no ser un happy end, pero sí al menos es un final abierto.





Creo firmemente en el mayor de los principios de la socialdemocracia: la redistribución de la riqueza y la protección de los más débiles. Podemos discutir si el laborismo europeo ha secuestrado ese principio para obtener unos votos cuya exigencia desmerecerá después. Sí, pero
no encuentro manera de exigir a nuestros gobernantes el cumplimiento de tal principio si su horizonte es el dinero, los fastos, la corrupción o el desmantelamiento de los servicios públicos, y si sus sentido de la obra social se sustancia en el apoyo a la iglesia católica.




No me gustan muchas de las cosas que han hecho los dos gobiernos socialistas que ha tenido la nación, y, si pensamos en lo que se nos viene inmediatamente encima, las elecciones autonómicas y municipales, no me siento en condiciones de garantizarme a mí mismo que votarles es lo más adecuado. Sí sé que no quiero una sociedad sometida a la servidumbre de las corporaciones, los especuladores, el odio a los inmigrantes... Una sociedad, en suma, donde las instituciones se hayan debilitado tanto que la condición de ciudadano valga tan poco que ser un "idiotés" ya no sea una elección reprochable, sino el irremediable destino de impotencia en el que todos vivamos sin remedio.

Piénsenlo.

Friday, May 06, 2011








OBAMA MATÓ

A LIBERTY VALANCE





El hombre que mató a Liberty Valance. Muy pocos films -me vienen a la cabeza Ciudadano Kane, de Orson Welles, o Rocco y sus hermanos, de Luchino Visconti- han cartografiado tan magistralmente el paisaje de constitución de la identidad colectiva contemporánea. Uno se pregunta quiénes somos, o mejor, cómo hemos llegado a ser lo que somos... Y entonces se encuentra con relatos como éste.



La película consiste en un flash-back, el relato de un pasado respecto del que los contemporáneos permanecen deliberadamente amnésicos. Cuando, con motivo de la muerte anónima de un tal Tom Doniphon, el anciano Senador Ransom Stoddard regresa a lugar donde empezó todo, Shimbone, un pequeño pueblo del salvaje Oeste, empezamos a saber que muchos años antes él era un joven jurista llegado del Este con la intención de ganarse la vida honradamente. La diligencia en que viaja es atacada por unos bandidos. Cuando intenta proteger a una acompañante, el joven es brutalmente apalizado por el jefe de los cuatreros, un desalmado llamado Liberty Valance que, siempre con su látigo en la mano, tiene aterrorizada en aquella tierra sin leyes a todos excepto a uno: Tom Doniphon, que presume de ser el único tipo más duro que Valance por aquellos dominios.


Poco a poco, el jurista va ganándose el aprecio de los ciudadanos, y en especial de Hallie, con la que Doniphon pretende casarse. Pero en todo momento su obsesión por llevar la ley y el orden a Shimbone tropieza con la brutalidad de Valance, con quien, finalmente, el abogado se ve obligado a batirse pistola en mano. El disparo que libra a las gentes de la comarca de su peor enemigo proviene secretamente de las sombras: es Doniphon quien decide salvar la vida a su rival amoroso, pero la leyenda otorgará para siempre aquel mérito a Stoddard. Con ese gesto, Doniphon perderá a Hallie y desaparecerá en el olvido, mientras que Stoddard quedará eternamente en la memoria como un héroe popular.








Tras relatar por boca del propio Stoddard lo realmente sucedido tantos años atrás, que el anciano anónimo al que están a punto de enterrar es quien verdaderamente salvó al pueblo, los periodistas deciden no incorporar a la rotativa del día siguiente la historia que acaban de escuchar. "Cuando la realidad supera a la leyenda, Senador, es mejor imprimir la leyenda". El espectador, que intuye que lo que presencia es mucho más que un western al uso, se conmueve entonces por la tremenda injusticia que se está cometiendo con uno de esos hombres sobre cuyo cadáver olvidado se construyó la civilización.



Y volverá a conmoverse, unos segundos después, cuando el viejo Stoddard regrese a la ciudad junto a su esposa Hallie en ese ferrocarril, vector de progreso, por él ha hecho tanto a lo largo de su vida con el fin de convertir aquella tierra salvaje en una región civilizada y próspera. El rostro de ambos apunta al infinito cuando, tras felicitar a un empleado del tren por sus atenciones, escuchará la frase que da sentido a este relato cuyo recuerdo permanente atraviesa mi vida:




-"No me dé las gracias, Senador Stoddard, lo hacemos todo muy a gusto por el hombre que mató a Liberty Valance"




Pues bien, les cuento todo esto por que en los últimos días no me he quitado de la cabeza esta bellísima película de John Ford. Y creo que sé la razón: el Presidente Obama es el Senador Stoddard y, seguro que ya lo han adivinado, Bin Laden es Liberty Valance.









Los términos de esta analogía son sencillos. Cuando Barack Obama llegó a la Casa Blanca era difícil no dejarse impregnar por el clima de esperanza que se había extendido en torno a su carismática imagen. Algunos de sus discursos -muy bien analizados por mi amigo Paco Fuster, del que vuelvo a recomendar un par de visitas a su blog y la lectura de su libro América para los no americanos- lograron conmover incluso a quienes, como es mi caso, nos hemos ido haciendo con el tiempo insensibles a la emociones que a tan bajo precio suelen venderse en los mítines.









Obama, para empezar, parecía un hombre de paz, es decir, lo más alejado imaginable del ilustre mentecato que tuvo por predecesor. Verlo en esta imagen, a la espera de noticias y en segundo plano, junto a ese alto mando del ejército con pinta de sentirse muy cómodo con el asunto... Da un poco de pena, la verdad. El hombre que nos ilusionó con el proyecto de dotar de servicio hospitalario a cincuenta millones de norteamericanos que carecían de él es el mismo al que vemos ahí, arrinconado, como esos burócratas que, aconsejados por los halcones y por su propia conveniencia personal, ordenan acciones audaces sobre el campo de batalla, pero que no pueden evitar poner cara de acojono en cuanto silban, a lo lejos, las primeras balas y empieza a oler a muerte.










En el último año la popularidad del primer presidente negro de los Estados Unidos ha descendido espectacularmente, no acabo de saber muy bien si por no haber conseguido hacer prosperar sus planes en el Congreso, o simplemente por haber tenido la insolencia de intentarlo. El caso es que Obama ha pagado ahora las consecuencias de su espectacular ascenso, el cual, no lo olvidemos, se debe menos a su atractivo y carisma que al desgaste que en el partido rival ha producido George W.Bush, el cual ha convertido su modus operandi y su estilo en el ejemplo de lo que ya nadie desea. En muy poco tiempo, Obama, como sucede a menudo con aquellos de los que la gente se enamora de forma fulgurante, se ha convertido en el hombre de la decepción. La gente parecía haber dejado de creerle, América había perdido la fe en aquella consigna del "Yes, we can" a la que con tanta facilidad decidió adherirse . Para colmo, el gilipollas de Donald Trump ha escampado la leyenda de que, en realidad, Obama no ha nacido en los USA y que, en consecuencia, ha falsificado su carnet de identidad, lo cual, entre otras cosas, es delictivo.


El proceso de deterioro de la imagen del habitante de la Casa Blanca parece haberse invertido bruscamente en las últimas horas. Una operación criminal y con más pinta de venganza que de justicia le ha devuelto a las cimas de la popularidad. Los americanos vuelven a amarle, incluso a pesar de que aún no hemos visto el cadáver o que en la operación hubo víctimas inocentes.









Obama no será ya el hombre que devolvió la esperanza a los pobres ni pasará a la historia por sus brillantes diagnósticos de estadista. Barack Obama es el hombre que mató a Liberty Valance. Y todo es poco para agasajar al valiente que nos ha librado del Mal para siempre. Los líderes de las democracias del mundo, empezando por nuestros queridos Zapatero y Rajoy lo tienen muy claro: no hay más que escuchar sus elogios.