Saturday, November 27, 2010






RELATOS
POR ENTREGAS







1. En el recientemente celebrado congreso sobre Foucault, un participante -el único explícitamente hostil al filósofo francés- enfocó su ponencia a partir de un golpe de vista televisivo: las décimas de segundo en que aparece un ensayo foucaultiano que es sacado de una estantería.


Esta aparición tan fugaz, casi subliminal, y que pasa por alto para cualquier espectador que no esté especialmente interesado en el pensador de Poitiers, se produce en el último episodio de la serie El ala oeste de la Casa Blanca. Jed Bartlet, presidente demócrata de origen irlandés y de rigurosa observancia católica y romana, acaba de ser derrotado y se dispone abandonar la que ha sido su residencia y la de su familia durante sus años de mandato. ¿Suponemos que, con el cambio de Presidente, el texto de Foucault abandona también la Casa Blanca? Para el ponente, el pensamiento de Michel Foucault aboca a la impotencia política, a la incapacidad de los gobernantes para impartir justicia e imponerse a los poderes fácticos. Sin darse cuenta, Bartlet ha incluido en su biblioteca al autor que puede revelarle el más terrible de los secretos de la política: el de que incluso él, supuestamente el gobernante más poderoso del mundo, está condenado al laberinto sin salida de la inacción por el que deambula inútilmente todo político en nuestro tiempo.







Creo que la interpretación es sugerente, aunque falsa. Pero no es ésta polémica apasionante -la de si el poder está o no realmente donde creemos encontrarlo- lo que me induce a recordar hoy esa ponencia, sino el hábil recurso del conferenciante para extraer conclusiones sobre cuestiones de enorme trascendencia a partir de una serie de la tele. No hay que creer al ponente, hay que escucharle con atención y detectar todo lo que de atractiva o abusiva tiene su interpretación... Pero, además, hay que ver El ala oeste de la Casa Blanca. Y no sólo ese capítulo final en la historia de la serie, cuando Bartlet es sustituido por Matt V. Santos, también demócrata y, por cierto, primer presidente hispano en la historia de los Estados Unidos. La "V." del nuevo ocupante del despacho oval, esa inicial del segundo nombre que termina identificando más que ninguna otra cosa a cualquier celebridad norteamericana, oculta el nombre de pila Vicente. ¿Presentimiento para la vida real del desembarco de Obama en la Casa Blanca? Toménselo como les apetezca. Y acéptenme un consejo. Busquen el capítulo de la tercera temporada en que Bartlet, tras la muerte de una colaboradora muy cercana, tiene la insolencia de ordenar que le cierren una catedral católica para poder hablar a solas nada menos que... ¿lo adivinan?... sí, con Dios. Tras romper con Él -así las gastan algunas veces los irlandeses de América, recuerden a John Ford- encenderá un cigarrillo y lo apagará con su zapato. Si ven el capítulo titulado Dos catedrales lo entenderán todo. Una joya.











2. En la reciente y polémica entrevista concedida por Felipe González a Juan José Millás, se le ha pasado a todo el mundo -excepto a Elvira Lindo- un detalle. El ex-Presidente dijo no sentir el más mínimo interés por las series televisivas: "... ¿De esas que hay que haber visto todos los capítulos anteriores para entender lo que pasa? No, no me interesan". Sin duda, Felipe tiene cosas más importantes que hacer con su tiempo. Es lo que mi abuelo decía cuando a mi padre, en su juventud, le dio por leer a un tal Dostoievsky: "¡Bah! ¡noveletes!" Una estúpida ficción, sí, aunque -como dijo el poeta Gregory Corso para referirse al cine- "no tan estúpida como la vida real". Cuando de algo pensamos que supone un gran esfuerzo, lo que en realidad estamos diciendo es que no nos apetece en lo más mínimo. Pero es que es justamente ese el quid de la cuestión de las series, de todo tipo de series, incluyendo las novelísticas o los cómics.


Convendría empezar por decir que en el mundo del relato -tan viejo como la cultura- la secuencialidad no es solo una anomalía, sino que más bien es históricamente la norma. Lo que recuerdo del Guerrero del Antifaz no es su final, sino aquella tensión tan dulce de la espera durante la semana. Empezamos mi hermano y yo por el capítulo veintitantos, luego teníamos un doble motivo de expectación: lo que pasaría en el siguiente, pero también lo que había pasado antes, cómo se había llegado a aquello, cómo empezó todo... Antes de aquellos capítulos fundacionales, que buscamos durante meses denodadamente, especulábamos tanto con posibles explicaciones a aquel trágico antifaz, que llegamos a forjar un verdadero "mito del origen". Si quieren puedo hablarles de la novela por entregas del XIX, de Balzac, del ciclo detectivesco de Conan Doyle, de quienes en la España del XVII hicieron correr la voz de que llegaba una segunda parte de las andanzas del Caballero Don Quijote y su escudero. Nada es más humano que querer saber más de aquellos de los que nos enamoramos. Démosles tiempo, concedámosles otra oportunidad... a ver dónde demonios va a parar la cosa.












3. Carlos Boyero tiene la virtud de resultarme irritante con la misma facilidad con la que me arranca carcajadas. Si uno lee entre líneas de sus intervenciones en El País, en el que ejerce lo que yo denominaría "crítica de autor", puede encontrarse con algunas intuiciones de una lucidez cruda y casi brutal pero deslumbrante. A veces entran ganas de estrangularle, pero me proporcionó una clave esencial el día que explicó cómo y por qué el talento artístico había emigrado desde el mundo del cine hasta el de las series, al menos en Norteamérica. Cuidado, no hablo de Lost, esa serie ciertamente adictiva y de la que hay que saber hacerse una idea, más que nada por su valor como fenómeno sociológico. Yo me refiero a Los soprano, El ala oeste de la Casa Blanca, The wire, Mad men, Dexter, A dos metros bajo tierra o House. No tengo el más mínimo rubor en declarar obras maestras a alguna de ellas. No solo se han hecho buenas series durante esta década, en contra de lo que creen los jóvenes bloggers, los cuales, a tenor de las listas que pomposamente publican como las mejores de la historia, parecen pensar que el mundo empezó con ellos y que quienes peinamos canas no hemos visto más que películas de Joselito.



Pues no, hubo vida antes de la sobrevalorada Lost: desde Star trek, Espacio 1999, Un hombre en casa, Lou Grant, Yo Claudio, Las aventuras de Sherlock Holmes o Raices, hasta El Príncipe de Bel Air, Twin Peaks, La familia Monster o la inevitable The Simpsons. Y, sin embargo, de no ser por joyas como La cinta blanca o porque Clint Eastwood ha hecho algún tipo de pacto fáustico con las musas, tengo que dar la razón a quienes piensan que ésta ha sido la década de las series, y que gastar siete euros en ver algo mucho más dudoso que lo que puedes ver a través de internet es hoy en día tener ganas de hacer el primo. No propongo algo tan poco saludable como es quedarse en casa trasegándo series de TV como un freaky, lo que digo es que hay que liberarse de ciertos prejuicios. Durante décadas, cuando dejamos de ver Pixie y Dixie o al tonto de Michael Landon en la insufrible Casa de la pradera, entendimos que una serie era un producto -a veces vistoso, a veces cutre- que se manufacturaba en plan fast food, con claves simplistas y destinadas a un consumo rápido y una digestión fácil. Y el caso es que éste planteamiento es perfectamente válido para la mayoría de series que atraviesan la parrilla de la programación, tanto de las cadenas en abierto como de las de pago. Pero eso es algo que se puede decir tranquilamente de tantas y tantas películas alimenticias de las que nos da noticia la cartelera semanalmente. Ahora bien, en el momento es que una serie cae en manos de una productora que encuentra su target en la calidad o, al menos, en la comercialidad, y pone una buena propuesta en manos de un equipo de realización bien avenido y con talento, entonces ¿por qué no? es posible encontrarnos con joyas como The wire.



Es cierto que, con frecuencia, un producto talentoso se va degradando con el tiempo, a medida que los profesionales se van agotando y los productores se empeñan en alargar la vigencia en el mercado de una mercancía que acaso merecía una muerte digna. Es el caso de CSI, puede terminar siéndolo de Cuéntame, y corremos sus fans el riesgo de que lo sea de House. Claro que, a lo mejor, se trata de riesgos que debemos que correr, porque, como dijo Montaigne, "hay que vivir para disfrutar de los placeres, pero sabiendo que tienen su caducidad"









4. Pues resulta que no tenía yo hoy otra intención que hablarles de The wire. Lo dejo para otro día, y quizá sea mejor así, porque con ella me pasa algo raro, que me fascina y captura toda mi atención, pero que no la entiendo. No es que no sepa quedarme con la ensalada de nombres y bandos que los policías de Baltimore colocan en una pizarrita a la que acuden continuamente. Eso me ocurre, desde luego, pero yo me refiero a otra cosa. Ante The wire tengo la sensación de encontrarme perdido en medio de un gigantesco rompecabezas. Junto unas cuantas piezas por aquí, otras por allá, pero solo soy capaz de entrever remotamente una configuración general, algo misterioso a lo que apunta todo ese deambular kafkiano de personajes que intentan -sin éxito- obtener la victoria que les permita ganar definitivamente una guerra fatalmente destinada a no concluir jamás, como si, de alguna forma, los dos bandos que tratan mutuamente de exterminarse se necesitaran el uno al otro para sobrevivir. No se confundan, el rompecabezas no tiene nada que ver con el de Lost. No es un misterio más o menos sobrenatural cuyas respuestas solo son conocidas por un guionista tramposo. No, es el misterio de la vida misma, que fluye, con sus más crudas contradicciones, con toda su fatalidad, en ese discurrir viscoso de cada episodio.










Es peligroso ver de The wire. Uno llega a entender los motivos de todos, incluso de aquellos a los que es correcto odiar. Todas las barreras que los malos narradores nos dan previamente hechas parecen ir desmoronándose a cada momento. Los héroes lo son de verdad, pero a su pesar, y sin que se les reconozca. Hay algo tenebroso tras cada victoria de los buenos, y algo misteriosamente humano en la dedicación al crimen de los malos. Puede pasarte como a mi abuela le pasó una vez viendo El Padrino: "aquí te vuelven loca, porque al final no sabes quién quieres que gane." Un laberinto, sí, como la vida misma. Lo peor es que, casi desde el primer episodio, tuve la sensación de que casi todas las demás series iban a parecerme de mentira a su lado. No es, como he oído decir, que se trate de una serie "realista", es que el paisaje que va configurando es tan poderoso, tiene una atmósfera tan densa y abre tantos espacios a la mirada, que uno tiene la sensación de que es la vida misma la que transcurre ante sus ojos en esos cincuenta y tantos minutos de cada entrega. Ya les hablo de The wire, que quiero cenar antes de que empiece Walking dead. Jamás me interesaron los zombis -siguen en realidad sin interesarme- hasta que Ricardo Signes me dejó el cómic que ha inspirado la serie, y les aseguro que puede sorprenderles. En realidad, es lo que me pasa también con los vampiros, que no me interesan nada, excepto cuando pienso en el legítimo rey de todos ellos... El Conde Drácula, obviamente.

Saturday, November 20, 2010










CONGRESO



Poco importa el tema que le da título. En un congreso académico se encuentran una serie de personas a las que se considera voces autorizadas y expertas respecto al tema en cuestión. Entre los ponentes hay tipos muy aplomados, capaces de interpretar perfectamente lo que la concurrencia demanda de ellos, es decir, saber más de..., otros que por su talento son capaces de despertar incluso el entusiasmo, y otros -auténticos pelmazos con curriculum- que parecen haber venido al mundo para aburrir.


Yo hacía mucho que no asistía a un congreso, uno de estos de tres días, mañana y tarde, pero, al margen de todo lo que uno haya sido capaz de aprender como alumno, me quedo sobretodo con esos aspectos supuestamente irrelevantes en los que se detiene la mirada del observador, aquello a lo que sólo se está atento si se tiene la mirada un poquito pervertida. (¿Y cómo es posible una mirada interesante si no es, de alguna forma, transgresora?)

Y me da por fijarme en los asistentes, ese desfile de modas juveniles que, tratándose de un pensador francés con glamour e inspirador de estéticas queer y trans, parece convocarnos a una salida del armario del exhibicionista o el tipo super in y super enrollado de la muerte que llevamos dentro. O la emoción con la que el director académico presenta a su maestro, ese del que tanto ha aprendido, y al que, por ello mismo, por la inmensa fortuna que supone tenerle, no puede evitar amar, tal y como sus discípulos amaban a Sócrates.






Pero también, un congreso plantea juegos de sombras, equívocos, puntos de fuga para lo previsible... todas esas trampas que el cabroncete del azar nos depara y que convierten la más circunspecta y sesuda de las salas en un pequeño corral de comedias. A poco que uno sepa mirar con los ojos con los que inteligentemente nos miran los alumnos, es decir, esperando a la que salta para cachondearse de un traductor que se atora porque no le dan tiempo a trasladar las preguntas al ponente, de un móvil que suena inoportunamente con politono especialmente hortera, de un apagón que el ponente -que se hace con una pequeña vela- compara con aquellas reuniones clandestinas del franquismo en que siempre parecía que la policía iba a entrar de un momento a otro...


En un congreso se producen encuentros. Como prefiero los medios calientes a los fríos, sigo pensando que verse cara a cara con fulano es infinitamente más intenso y comprometedor que hacerlo desde la gelidez del puñetero ordenador. Es aquí donde se desencadena la timidez. Yo, que lucho heroicamente contra mi fobia social -le llamo "timidez" para ahorrarme el psiquiatra, que son muy caros-, protagonizo la metida de pata habitual en todas las situaciones de este tipo en las que comparezco. Detecto a unos metros de mí a un señor clavadito a otro que conozco y que hace años que no veo. Cuando detecto su tic en el ojo decido que ya no hay error posible. Me acerco, le abrazo, le sonrío, le cojo incluso la mano porque soy un tipo francamente cariñoso... Y va y el tío, sonriente y casi emocionado por lo afable que en ese momento le parece la gente española, se me pone a hablar en francés y a decirme que se alegra, pero que no sabe quien soy y Qu´est que ce? ; yo me disculpo pardon monsieur, pardon, y me vuelvo a mi sitio con la cara de gilipollas que me está haciendo célebre y con el enano que llevo dentro recordándome lo de ya te lo dije y la próxima vez te estás quietecito y todas estas cosas. Pues bien, diez minutos después, el señor del tic resulta que es el prestigioso ponente que va a disertar sobre la recepción del filósofo en el mundo árabe. Yo me hice muy pequeño en mi pupitre, ahí, tomando apuntes y sin rechistar, qué majo.

Divertidos son también los equívocos con el micro que a veces quiere funcionar y a veces no, la gente que no se aclara con si ha de firmar para los créditos antes o después o entre medias de cada conferencia, el ponente de prestigio que no sabe si en las comidas ha de pagar él, un tipo al que odias que te encuentras en el urinario de al lado y entonces se te corta un poquito el proceso y a él también y de pronto te da por hacer una sonrisita y el tío piensa que meando soy aún más tonto que cuando le discuto.

Ah, y los viejos proyectos conjuntos que prometemos recuperar, y el amigo que parece feliz pero luego te reconoce que se deprime por las tardes en su destierro, el almuerzo donde parece que hay que decir cosas un poco más livianas pero donde es evidente que los intelectuales no terminan nunca de sentirse cómodos, el ponente que llega unos segundos antes de su turno y se tiene que salir a la lluviosa serena con el cigarro ya en la boca, el tipo que abandona la sal con cara de asco porque otro de los ponentes le está poniendo enfermo...



Quizá después de todo, un congreso no sea mucho más que una feria de las vanidades de la que mejor haríamos riéndonos. A fin de cuentas, como decía mi abuela, "más arreglarían todos esos tan listos viniendo al pueblo para escardar mis cebollinos". Quizá. Pero desde el primer momento en que alguien tomó la palabra el lunes por la mañana en aquella sala tan aséptica, yo tuve la sensación de que algo realmente importante estaba sucediendo: era la magia del ágora en que los griegos fundaron la unica fe verdadera que merece la pena compartir, la fe en el logos, en la palabra, en la deliberación, en la Razón en suma. En mi caso es una vocación reírme educadamente hasta de las cosas que amo, quizá de ellas en mayor medida, pero nada me parece más serio que la vocación de escuchar, de escuchar atentamente, de convocar al otro a que sea capaz de hacerme ver con sus palabras todo aquello que mis ojos no habían sido capaces de encontrar. No siempre necesito escuchar a eruditos y académicos, pero sí necesito a hombres sabios, que es una cosa muy distinta. Si despreciamos eso, si aceptamos que las instituciones dejen de organizar congresos y debates con la excusa de que hay que recortar presupuestos -excusa que casi siempre oculta la fobia del poder hacia los librepensadores-, entonces nos habremos de conformar con los debates de Belén Esteban y las homilías de los cuatro mamarrachos que te ponen algunos taxistas a voz en grito en la radio.




Parrhesia, ¿saben lo que significa? Es un viejo término griego que designa la virtud de "decirlo todo", o sea, de expresar honestamente la propia visión sin guardarse nada, uno de los ponentes, Manuel Jiménez, insistió sobre ello. Por cierto, el Congreso fue sobre el filósofo francés Michel Foucault. He relatado en el blog de nuestro amigo Justo Serna algunas interioridades del evento, por si les apetece. Más allá de los sutiles meandros académicos por los que discurren los textos de este autor, se me ocurre que lo más foucaultiano no es asumir la jerga postestructuralista ni llenar el curriculum de acreditaciones de cursillos, lo verdaderamente foucaultiano es asumir el pensamiento como una aventura, entender que un Congreso es, ante todo, una experiencia personal, una forma de verse a uno mismo entre los demás, un encuentro con la sabiduría que sólo irrumpe -también para quienes tenemos fobia social- en contacto con los otros.

Friday, November 12, 2010













LOS ROLLING STONES
Y EL MAL







Keith Richards acaba de publicar su autobiografía. Circula por internet el primer capítulo. Tiene gracia; en realidad suele tenerla todo lo que rodea a este tipo, que consigue, no acabo de saber muy bien por qué, arrancarme sonrisas tan solo con la cara que pone mientras toca la guitarra eléctrica, por no hablar de la hazaña de caerse de un cocotero con sesenta y bastantes sin matarse, o la de hacer de padre de Johnnie Depp en Piratas del Caribe, supongo que por que no encontraron un rostro que, surcado de arrugas como el más histriónico personaje del cómic, simbolizara el Mal de forma tan convincente.

En este primer capítulo cuenta cosas que uno debe saber tomarse en clave de comedia. Por ejemplo, advierte que cuando viajaron en los primeros sesenta por los EEUU, entrar a tomarse un café en un bar de carretera constituía un peligro para tipos enclenques y melenudos como ellos. Camioneros tatuados y con el pelo perfectamente cortado a cepillo podían pasar en medio minuto de burlarse llamándolos "nenas" a sacarlos a mamporros del local. Keith descubrió que en los locales de negros, donde de vez en cuando sí les aceptaban por considerarlos blancos un poco marginales, la gente se divertía de verdad con la música y uno podía tranquilamente escuchar en vivo y en directo a Muddy Waters, cuyas canciones amaban y versioneaban desde hacía tiempo en el lejano Londres.




Ha creado cierta expectación el libro por el cruce de acusaciones, supuestamente sincero, que ha originado entre los dos veteranos del grupo. Richards define a Jagger como un egomaniaco, bastante mediocre como vocalista y sexualmente infradotado. Éste se ha limitado a contestar algo como esto: "no sabéis lo que significa pasar la vida haciendo giras por el mundo con un yonqui".



Todo esto en realidad vale bien poco. Basta imaginarse a dos ancianos de esos que ve uno en un bar de dominó echándose los trastos a la cabeza en público para percibir que esto es puro show, aunque acaso todo en el entorno de Jagger no fue jamás otra cosa que show. Es ese el significado del aviso que nos hicieron ya hace mucho años y que quienes adoramos a los Stones no terminamos nunca de aprender a tomarnos en serio: "it´s only rock´n roll, but I like it". No me recuerdo sin saber de esta banda de rock, pero es que tampoco me recuerdo sin oír que Jagger y Richards se odiaban, que el grupo se separaba, que eran insoportables... Jamás me ha parecido demasiado interesante nada de lo que hicieran o dijeran, pero si dijera que sólo me interesan como músicos también me engañaría a mí mismo. Ciertamente, su música me fascina, o para ser más exacto, me fascina la escenificación de su música, esa puesta en escena que ejerce una atracción que no ha perdido su poder sobre mí así que pasen -ya han pasado, parece mentira- tantos años como Franco gobernó España. Pero sobre todo, creo que se impone analizar su valor como fenómeno de la cultura contemporánea, algo que está más allá de lo que Mick o Keith puedan decir sobre sí mismos.






"Somos la mejor banda de rock del universo", dijeron después de triunfar al fin en los USA en el 69. Aquella era una manera de contestar a la célebre autoexaltación de los Beatles: "somos más famosos que Jesucristo". Aquella frase de Lennon era una boutade, pero una boutade -como muy bien sabemos desde Andy Warhol- es la manera de acercarse a la verdad en los tiempos del Pop. Lo que intentaba decir Jagger entonces es que ellos, ante todo, eran músicos capaces de divertir a la gente, y que ello justificaba el que fueran ricos y famosos. Pero se equivocaba, pues nada genera tantos signos en nuestra era como el entertainment, ninguna mentira tiene tantos efectos de verdad como el pop. Si despreciáramos el poder de los Rolling -y de tantos otras celebridades del pop o aspirantes a ella- para generar modas, ideologías, actitudes y conductas, para producir, en suma, identidades, entonces seguiríamos ignorando que, después de todo, no es solo rock´n roll.

La verdadera razón de mi fascinación por The Rolling Stones, o mejor, por el juego simbólico que se ha desplegado a partir de ese nombre -iconizado en la famosa lengua-, es que llevan cuarenta años jugando con la etiqueta que se les atribuyó desde sus mismísimos orígenes en los tugurios de Londres: los Rolling son la encarnación del Mal.






El Mal. No hay asunto más fascinante. A su son bailan la Biblia, los periódicos, los textos de Nietzsche, el cine de Kubrick, qué sé yo... No es que los Stones sean malos. En realidad no lo son más que usted o yo, pero por razones en el fondo muy azarosas consiguieron situarse en la cresta de esa ola y llevan una eternidad aprovechándose de ello. No otra cosa es el rock: un acelerón de compás, la guitarra eléctrica en lugar de la acústica y, lo más importante, dedicarse como Chuck Berry a dejar de pedir en las canciones besos de colegio para chillar que lo que quiero, baby, en realidad es follarte. Vean qué se escribió en un diario inglés cuando surgieron sus primeros clubs de fans, en aquel entonces en que las familias bienpensantes británicas empezaban a plantearse que, después de todo, no todo había de ser modales victorianos y no estaba tan mal que la hija de uno pudiera traerte a casa a uno de los Beatles:

A los padres no les agradan los Rolling Stones no quieren que sus hijos lleguen a ser como ellos; no quieren que sus hijas se casen con ellos. Nunca han sido las virtudes de pulcritud, obediencia y puntualidad tan escasas como en los Rolling Stones. No son los ideales con los que construir imperios, no son del tipo de gente que se lave las manos antes de comer. Causan que los adultos farfullen con rabia.

A partir de aquí podía adherírseles todo tipo de leyendas, hasta el punto de que es en torno a los Rolling que se funda ese concepto tan de la Galaxia Internet de la leyenda urbana. La mejor de ellas, la de que Richards y Jagger consumían tantas drogas y llevaban una vida tan depravada, que acudían puntualmente cada año a una clínica para renovarse hasta la última gota de sangre. Ya ven, la piedra filosofal del vicio: dedicarse a toda suerte de perversiones sin que peligre la salud, sin envejecer, sin tener que "pagar" por ellas, todo ello porque son tan ricos que pueden permitírselo. Circulan sobre ellos otras muchas leyendas de ese jaez, pero yo tengo la sospecha de que Mick está ahora mismo en una casa rodeada de seguridad privada, preparando un zumo de plantas para no envejecer y haciendo cálculos sobre la pasta que va a ganar en copyrights este mes. Poco de drogarse, poco de follar suciamente y pocas orgías con esclavos disfrazados de vampiros y canapés de cocaína en las bandejas, me temo... O sea, que dejen ustedes de imaginar gilipolleces, ¿o no se han dado cuenta de que estos tíos tienen la edad que tenían sus abuelos cuando les llevaban a ustedes a jugar en los columpios?


Pero no es esta la cuestión, ya he dicho que no son exactamente "ellos" lo que me interesa. Un día, cuando ante una aparición televisiva, siendo yo adolescente, me pareció que eran tipos con mala pinta y que sus gestos eran desafiantes, uno de mis mayores, que aceptaba lo que había leído en algún sitio de que eran unos genios de la música, me dijo: "escúchalos, solo escúchalos, no los mires". Esto es lo que se ha dicho siempre del demonio, que no hay que mirarlo. ¿Por qué? Porque seduce. Es esto lo que interesa, la afinidad con el demonio, ese enigma del poder de atraer.

Nada me obsesiona tanto: ¿qué hace que algo seduzca? ¿Cómo el pop, y lo que no es el pop, consigue arrastrar multitudes? En este caso, es el principio del Mal la llave del misterio. ¿Y qué es el Mal? La teodicea, rama de la Teología que busca razones para explicar la presencia del Mal en el mundo, es una herencia con la que desde siempre carga la tradición intelectual. Los filósofos intentamos explicar el mal, ofrecer consolación ante él, luchar contra él... Pero raramente nos aventuramos en alumbrar las claves desde la que se construye su poder, que no es otro que el de su capacidad para atraer.




Sé que este orden discursivo abre flancos de inmediato, y se traduce en acusaciones como las que se ha lanzado sobre autores como Nietzsche o Cioran: inmoralidad, irracionalismo, arbitrariedad, banalidad... Es inútil entrar entonces en diálogo. Pero el Mal exige algo más que su simple definición racional y humanista, que es una definición ética y política. Yo me refiero a otra cosa. El Mal como principio -como metáfora- no es la fría brutalidad de Auschwitz, las bombas o la pobreza. Contra todo ello está cualquier bien nacido. No, el Mal, en el sentido al que me refiero, es la atracción por lo que desde siempre en el rock -o si quieren en Star Wars- se ha llamado "el lado oscuro". El gran privilegio de ese lado oscuro es el de no tener que estar del lado de la verdad o la corrección. De ahí emana el misterioso poder que sobre nosotros ejercían en el colegio las chicas malas, o el protagonismo que siempre absorben los niños que perserveran con inexplicable imprudencia en la travesura. El Mal no es un agente constructivo, no pretende dejar nada serio tras su estela, su designio es desaparecer, conjurarse en el fuego de su propio artificio. El Mal es lo Otro, esa sombra extraña que se va haciendo más grande a medida que creemos estar más cerca de la salvación, que creemos poder sentirnos más seguros bajo la mirada protectora de los dioses.
No otra función tuvieron desde siempre inquisidores y exorcistas: arrancar el Mal de nuestras entrañas, aterrorizarnos respecto al peligro de su seducción. Da igual que lo encontraran en los conversos, los herejes, las brujas, los locos, los leprosos o los masones... siempre fue la misma estrategia: localizar en un punto la energía del infierno para conjurarla y proclamar el Reino de los Cielos. Pero el Mal es, a su manera, invencible. Su sombra aparece con sonrisa irónica tras cada uno de los sermones moralizantes que sobre las virtudes del estudio y los peligros del alcoholismo suelto a mis alumnos. Se erige como el Capitán Haddock, sombrío doble vicioso, débil y egoísta del virtuoso Tintín, quien en silencio sabe de sobra que sin su amigo terminaría moriéndose por la proliferación infinita de ese sí mismo intachable y correcto, asquerosamente bueno. Se dibuja bajo nuestro ingenuo deseo de que ganen los buenos, sabiendo como sabemos, en el fondo, que el héroe sería la muerte por aburrimiento sin el Doctor House, Lex Luthor, el Joker, Kurz, John Silver, Cicatriz, Ali Khan, Darth Vader, la Señora Danvers, Moriarty, Lady Macbeth, el Conde Drácula o Tom Ripley.

Empieza uno a acercarse a la sabiduría el día en que se convence de que eso tan humano y tan absurdo por lo que luchamos, que los demás nos amen, no se consigue por aquello por lo que merecemos ser amados. Nunca me llevé a nadie a la cama por mis virtudes, nunca desperté verdadera atracción por ser generoso y comprensivo. No seducimos por nuestra integridad moral ni la fortaleza de nuestros valores, son más bien nuestras debilidades y contradicciones, ese misterioso vacío interior al que sin saberlo apuntamos, lo que nos vuelve extrañamente deseables.






Es en ese Otro inasible, imposible de domesticar, donde reside el principio del Mal.

Friday, November 05, 2010






LOS PROBLEMAS DE LA
DERECHA CON EL SEXO


Descubrí algo revelador hace muchos años. Mi padre visitó Benidorm con una pareja de piadosos católicos. Se acercaron a una playa nudista, de esas que han hecho ganar a la localidad alicantina la etiqueta de moderna Sodoma. Mientras ella lanzaba anatemas y amenazas de excomunión hacia los alegremente despelotados bañistas, el marido asentía con ademán igualmente indignado, pero sin dejar de observar tetas y coños con sospechosa atención a poco que su cónyuge se descuidaba.


Episodios como éste los he presenciado infinidad de veces en mi vida. Con frecuencia he acudido a una cierta playa cercana a Valencia que está catalogada como nudista. Como el cartel es pequeñito, la mayoría de la gente -yo incluido, que no creo mucho en la ropa innecesaria, pero que soy algo pudoroso- acude al lugar con la correspondiente ropa de baño. Sucede que de pronto aparece un tipo paseando con el culo al aire por la orilla. La primera vez - aún no sabía lo de la catalogación de la playa- andaba yo contemplando las olas cuando, al ir acercándose el caballero, pregunté a mi acompañante: "Pero ¿ese tío que viene no va en bolas?". Pocos minutos después apareció una joven en similar situación de impudicia. Después, al fijarme en el escueto cartel, entendí lo que pasaba. Parece que los lugareños han terminado formulando una queja al ayuntamiento correspondiente. Ya se sabe: que si hay niños, que si no es el lugar apropiado, que si qué marranos, que si vienen maricones... todos esos tópicos de la moralina universal con las que los bienpensantes se adornan para estrangular la libertad de sus prójimos. Hace tiempo que no veo bañistas desnudos por allí, y ni siquiera sé si la playa en cuestión ha sido descatalogada, lo cual no me sorprendería.



Por mi parte, no he tenido más tentaciones represivas con respecto al sexo de los demás que la temporada en que una fogosa vecina se dedicaba a pegar unos lujuriosos alaridos de placer en el piso séptimo cada noche a las tres de la madrugada. A lo mejor me daba un pelín de envidia, pero creo que el verdadero problema es que no me gusta que me despierten. Por lo demás, sólo me molesta que los demás follen si yo no lo hago también, que es más o menos lo mismo que me pasa cuando un conocido se va de viaje a Roma un fin de semana en que yo me quedo en casa, o si a alguien le dan un premio literario que me gustaría ganar a mí, o cuando le dicen a un amigo que es muy guapo y guardan silencio al pasar yo... (Pueden ustedes por cierto decirme guapo todo lo que quieran, pueden incluso propasarse diciéndome groserías sobre mi culo y todas esas cosas).








No sé si ven a dónde voy a parar. Creo que el sexo es una cosa que está muy bien o que, en todo caso, es una de las mejores cosas a las que puede uno dedicar su tiempo, sobre todo si se hace con arte y buena sintonía con los congéneres. Y hablando de congéneres, me parece perfecto si se hace con una pareja del otro sexo o del mismo, con otra persona o con cuatro, con amor o sin él...





Vamos, que todo está bien mientras se practique de común acuerdo. En primer lugar porque me parece sano. De hecho, una de las verdades científicas que he podido comprobar en mis carnes -nunca mejor dicho- es que cuando se hace el amor se bloquean los neurotransmisores que producen el miedo, lo cual supone que, durante las relaciones eróticas, uno llega a sentirse de alguna forma indestructible. Ciertamente, se trata de emociones fugaces, pero eso es lo primero que debemos aprender sobre el uso de los placeres: que tienen caducidad. ¿Y qué no la tiene? Siempre aparecerá el platónico pelmazo que diga que se trata de "simple sensualidad" o de "pasiones mundanas". Yo, la verdad, no conozco más pasiones que las "mundanas". Como dijo Woody Allen, "el ser humano está compuesto de alma y cuerpo, el alma es más importante, pero el cuerpo se divierte más". En segundo lugar, me parece bien el sexo porque, por un instinto democrático muy primario, nada está más lejos de mí que condenar el uso de la libertad que las personas hacen sin molestar a nadie. Llámenme liberal, pero prefiero ser liberal que andar por el mundo como el amigo Ratzinger tratando de convencernos de que nuestros orgasmos hacen llorar al niño Jesús.


Todo muy obvio, sí, pero parece que hace falta insistir de vez en cuando en que anatematizar los condones o mantener desinformados a los adolescentes es una infamia, o que por masturbarse no te salen pelos verdes en la mano (a mí nunca me salieron), ya que no dejan de aparecer aquí y acullá personajes como cierto alcalde castellano que se ha hecho célebre en los últimos días. Personalmente, no me es nada simpática Leire Pajín, pero lo último que se me ocurriría si yo fuera un representante político es decir públicamente, con otras palabras, que lo que pienso cada vez que veo los morros de esta señora es que me gustaría que me hiciera una felación, que es con otras palabras lo que dio a entender el simpático personaje entre las carcajadas cómplices de la concurrencia.



Muy fino el chiste, sí, tanto como el que recientemente hizo el ínclito Silvio Berlusconi, un auténtico experto en este tipo de ocurrencias con las que recoge al parecer tantas adhesiones entre el electorado italiano. Acusado de incluir menores en alguna de sus célebres fiestas, explicó que siempre es mejor que a uno le gusten las ragazzas que ser gay. Hablando de gays, también recuerdo la ingeniosa frase de cierto locutor de la COPE, famoso por su ingente labor como escritor sobre todo tipo de temas, que, preguntado sobre el tema, dijo algo así como que no tenía problemas en hablarles a la cara porque lo que sí que no quería era "tenerlos detrás". Muy agudo, vaya.










Y hablando de menores y de relaciones insanas con el sexo, es inevitable referirse a la última polémica en torno al insigne intelectual Fernando Sánchez-Dragó. Como ustedes ya saben, en su último libro, escrito al parecer en forma de entrevista con Albert Boadella, el personaje se jacta de haber tenido relaciones sexuales con dos adolescentes japonesas de trece años, a lo que añade, por si las moscas, que fue hace mucho tiempo, con lo cual llega el momento de contarlo, puesto que ya ha prescrito como delito. La calificación moral que puede merecerme la conducta de Dragó es insignificante, pero me pregunto en estos casos como se tomaría don Fernando que, caso de tener una hija de trece años, apareciera en casa un amigote suyo y le dijera algo así como: "no vengo hoy a tomar té ni a leer sobre Ramakrishna, sino a tirarme a la zorrita de tu niña".



Es muy recurrente en estos tiempos que la gente como Dragó, cuando se indica que su conducta o sus palabras son reprobables, se defienda hablando de la peste de la "corrección política". Creo que los fachas en general, seguramente porque la mayoría se ilustran leyendo a César Vidal o Pío Moa, tienen una idea poco rigurosa del concepto en cuestión. Así, caes en el despreciable virus de la corrección política si criticas que un ex-presidente del gobierno defienda el derecho a conducir borracho o que un afamado escritor presuma de pederasta, de manera que no tardaremos en escuchar que quienes pretenden exhumar los cadáveres de los asesinados en la Guerra Civil no actúan sino por la dichosa corrección, más o menos lo mismo que las mujeres cuando piden igualdad salarial o quienes luchan para que la homosexualidad no sea perseguida por el mundo. En suma, que uno puede hacer o defender la mayor de las canalladas y siempre cabe defenderse acusando de hipócritas a los demás.











¿Hipocresía? Desde luego. Deberíamos debatir largamente sobre la omnipresencia mediática de los signos de consumo asociados al sexo o a la belleza y que son cotidianamente inoculados a los menores. El "lolitismo", más allá de las novelas de Nabokov o las pinturas de Balthus, tiene mucho de operación de mercado para aumentar las expectativas de consumo de niños y adolescentes. Y hay ciertamente mucha doble moral entre quienes se escandalizan por noticias horrorosas sobre redes de prostitución o pornografía infantil y en el mismo telediario nos enseñan el último desfile de algún diseñador imbécil de París cuyas modelos parecen crías. Sería igualmente útil estudiar los niveles de respeto de las distintas cadenas de televisión a las normativas de protección a la infancia, de las que por cierto algunos célebres locutores suelen chotearse públicamente. Y de internet, claro...


Ahora bien, si queremos dirigirnos a estos temas sin hipocresías, bueno será que busquemos en los lugares adecuados. Por ejemplo, es repugnante que la misma gente que llama asesinos a los que pretenden despenalizar el aborto, juzga la homosexualidad como una patología o jalea a las autoridades religiosas que anatematizan los métodos anticonceptivos, salga ahora a la palestra para defender conductas tan infames y soeces como las de Sánchez-Dragó o el alcalde citado.




Es, me temo, el mismo tipo de gente que mira de reojo las tetas al aire de las playas de Benidorm mientras ruega a Dios que destruya con rayos de fuego y azufre a los impúdicos bañistas tal y como ya hizo con Sodoma. Yo creo poco en los castigos bíblicos, pero de momento sería edificante que el gobierno de Esperanza Aguirre cesara al amigo Sánchez Dragó como presentador de Telemadrid.