Thursday, October 25, 2012








LA CARGA DE RICK GRIMES

Vuelve The walking dead, uno de los pocos placeres adolescentes que aún me consiento. Al inicio de la tercera temporada, encontramos al grupo de Rick hambriento, exhausto y desesperanzado. Se hallan además literalmente acorralados por miles de zombis en un territorio que tiende a hacerse a más reducido y asfixiante. Lori está a punto de parir, llegan a una penitenciaría y deciden aprovechar las características del lugar, que se halla eficazmente cercado y cancelado por todas partes para confinarse temporalmente en su interior a modo de refugio seguro contra los caminantes.

En nada el lugar recuerda a la granja de Hershell Greene donde pasaron los últimos meses, un lugar que crece en la memoria como un paraíso perdido y que ahora se presiente invadido por las pestilentes legiones. Inútil soñar con el regreso. Pero la empresa de apoderarse de la prisión tampoco es sencilla. Supone abrir un agujero en la alambrada, volver a cerrarla y, sin pausa, lanzarse furiosamente a exterminar a los zombis que la ocupan. El riesgo es máximo, desde fuera no tienen manera de saber cuántos hay exactamente en las dependencias del recinto -ven docenas, pero puede haber centenares-, y tampoco disponen de excesiva munición. En cualquier caso hay que hacerlo y, sobre todo, alguien tiene que convencer a los demás de ello, animándoles para que ni por un fatal instante se dejen abatir por el desánimo o paralizar por el terror.



No creo que haya nada especial en Rick Grimes que le incline a encarnar ese papel dentro del grupo. Es decidido, sensato y no se deja llevar fácilmente ni por el miedo ni por la crueldad. Sin embargo ya ha demostrado varias veces a lo largo de la odisea que es un tipo falible, que puede vacilar en ocasiones y que no siempre controla sus filias y sus fobias. ¿Por qué le toca siempre a él dirigir a los demás? Su prioridad es idéntica a la de cualquiera: defender su vida y la de su familia. De alguna manera los otros se han acostumbrado a obedecerle, lo cual les trae una buena cuenta, pues no son ellos los que han de tomar las decisiones; es Rick quien tiene el poder ejecutivo, nunca mejor dicho porque ello supone, entre otras muchas responsabilidades, ordenar el exterminio de miles de caminantes y, a veces, incluso de humanos que por alguna razón ponen al grupo en peligro.

Insisto en la pregunta: ¿por qué Rick?

No creo tener vocación de líder, me falta templanza; no soy particularmente equilibrado, puedo dejarme arrastrar por la cólera tan fácilmente como por el afecto, y soy particularmente vulnerable al estrés y no especialmente tenaz ni dado al reproche insistente.  ¿Por qué entonces -y disculpen la carga de soberbia que incorpora el sólo hecho de preguntármelo-  me toca a menudo llevar a mis compañeros al combate? ¿Por qué yo y algún otro tan imprudente como yo tenemos siempre que iniciar huelgas, convocar asambleas y promover manifiestos y otras iniciativas con el fin de plantarle cara a un poder que a cada momento se asemeja más impúdicamente a la tiranía? Todos mis compañeros de trabajo, con la excepción de algún facha irredento, comparten la impresión de que los departamentos de gestión educativa son entregados a un hatajo de ineptos, cínicos e irresponsables. Tal cosa no habría de preocuparnos tanto si no fuera porque si los gobiernos colocan a lo peor de cada casa a dirigir la escuela es precisamente porque han decidido exterminarla, al menos la escuela pública. Si en vez de al actual ministro del ramo, el Presidente del Gobierno hubiera colocado a un tipo preparado, con músculo político, fibra moral y disposición al diálogo, la tentación de éste habría sido antes o después esforzarse para lograr que las escuelas funcionen. Si lo que se pretende es que no lo hagan, entonces mejor llamar con el nivel previsible en un habitual de tertulias reaccionarias.

¿Soy el único que se da cuenta? No, todo el mundo te reconoce en privado que ocho años de derecha gobernándonos suponen un peligro letal para el futuro de los servicios públicos más básicos, empezando por el educativo o el sanitario, lo cual lesiona terriblemente a sus usuarios, es decir, a casi toda la ciudadanía, empezando por los niños,  además de a quienes trabajan para ellos. ¿Por qué entonces he de ser yo quien actúe en consecuencia? Quiero que se entienda que no estoy lloriqueando. No simpatizo con los sindicalistas, no me interesa nada eso a lo que llaman liderazgo, no tenga fibra de revolucionario, mi ideario dejo de ser radical hace ya mucho y cada vez que tengo que preparar una reunión o pasar dos tardes elaborando panfletos y carteles o redactando pliegos de firmas me acosa la sensación de que lo que me apetece es irme a mi casa a ver la tele.


Me pasan dos cosas. Una es que soy un tímido consecuente, es decir, no soporto esas situaciones en que varias personas se miran en silencio dentro de un ascensor, de manera que suelo ser yo el que termina diciendo que no se marcha el verano -"hay que ver qué calor hace aún"-; como no aguanto los silencios y las inacciones inaguantables simplemente doy el paso para acabar con ellos. La otra razón es más básica: creo que soy gilipollas. Siempre recuerdo aquella escena final de El coloso en llamas. El arquitecto explica al bombero que hace falta que alguien suba a la azotea del rascacielos y coloque una carga explosiva sobre las conducciones de agua, lo cual puede servir para sofocar el incendio. El plan es perfecto, excepto por un pequeño detalle: quien coloque la carga no tiene manera de salir del atolladero, no habrá tiempo para rescatarla cuando estalle la carga y se desate el aluvión de agua.

-"Ya", dice el bombero, " y está buscando a un tipo lo suficientemente estúpido como para subirse a esa azotea."

Es él el que se sube, claro. Constituye un acto de vanidad por mi parte sentirme un poco Steve McQueen, entre otras cosas porque él es más sexy. En lo demás somos iguales el bombero y yo: igual de gilipollas, quiero decir.

Saturday, October 20, 2012








EL NUEVE MENTIROSO

Unas horas antes de iniciarse el España-Francia los expertos debaten sobre las ventajas de jugar sin delantero centro. La sabiduría de los más finos estrategas aconseja fingir que tienes un ariete que no lo es, digamos que sólo lo simula. A tan sugerente figura se le denomina "nueve mentiroso". La retórica futbolística ha dado lugar a metáforas tan ingeniosas como "defensa escoba", "carrilero", "enganche" o "trescuartista", pero ésta del nueve mentiroso arrastra una connotación moral que convierte al individuo que la desempeña en una figura sospechosa, el producto de una treta perversa urdida en la pizarra de un fétido vestuario. Recuerdo a aquel amigo de la infancia que dijo que quería ser portero. También habría podido contestar, cuando nos preguntaban qué queríamos ser de mayores esperando que dijéramos médico, cajero de banco o abogado: "Yo quiero ser un nueve mentiroso"

No termino sin embargo de verle mayor maldad a este truco de entrenador. Si he terminado disminuyendo las atenciones que toda la vida he dedicado a este juego del fútbol es por la convicción, cada vez más atosigante, de que está habitado por desaprensivos. De hecho he comprobado que algunos de las peores hijos de perra que traté en mis años mozos han terminado buscando su fortuna en las oficinas de los clubs de fútbol, los despachos de los managers o las delegaciones federativas, por no hablar de la tropa que llena los estadios o la prensa especializada.



Siguiendo la lógica del Dante, situaría el mundillo balompédico en el círculo más profundo del infierno de no ser porque existen los políticos. Comparado con los procedimientos comunes en las estancias de los partidos políticos, la treta del nueve mentiroso es poco más que una broma de chiquillos. En la política el simulacro es por definición intolerable, sin embargo nos la encontramos como clave constitutiva de ese gran escenario por el que deambulan los profesionales del Poder obsesionados con obtener votos y ganarse un puestecito de por vida. 

En las últimas semanas asisto a frecuentes debates sobre la cuestión catalana. He participado en alguno de ellos. Quedo insatisfecho, sospecho que nunca enfocamos la cuestión correctamente porque los protagonistas de la escena nos están timando. ¿Independencia? ¿Federalismo? ¿Unidad sacrosanta del Estado? No es que no estemos ante un problema serio: el derecho de las comunidades a autodeterminarse y, en el trasfondo, la necesidad de deliberar sobre qué modelo institucional diseñamos para propiciar la convivencia. Me cuesta mucho sintonizar con los sentimientos secesionistas porque los nacionalistas de toda índole que conozco tienden a deslizarse demasiado a menudo hacia actitudes tan reaccionarias como el patrioterismo, la insolidaridad, el etnicismo o el segregacionismo, sin que termine nunca de vislumbrarse un proyecto realmente consistente para transformar la sociedad y hacerla más justa, pacífica e igualitaria. No excluyo de esta caracterización, todo lo contrario, a los prebostes de la derecha española, los cuales hablan sobre la unidad de la nación para calificar despectivamente de quimérica cualquier alternativa que no se ajuste a la suya, como si sólo hubiera una manera correcta de identificarse y todas las demás fueran impostadas o perversas. 

Apasionante debate, sí, el pequeño problema es que no termino de creérmelo. No es que me parezca un asunto baladí, ya lo he dicho, es que su omnipresencia en los medios, en los hogares y en las barras de los bares me resulta demasiado sospechosa. Esta cortina de humo resulta tan eficaz para algunos políticos como nefasta para los intereses de los ciudadanos. 

La velocidad a la que actualmente se agranda la brecha social en España resulta aterradora. Las cifras del paro -que por cierto no son simples cifras- es intolerable, y cada vez se destejen más rápidamente las redes desde las que protege a los ciudadanos mediante la sanidad y la educación. ¿Y al otro lado del Ebro? Exactamente lo mismo, aunque por aquellos andurriales el nueve mentiroso -para más señas Leo Messi- hace auténticas diabluras con unos defensas rivales que nunca saben por donde les va a salir el muchacho. Estamos siendo gobernados por unos señores que no sólo son unos ineptos. Además son unos farsantes.Y nosotros les dejamos. 

Friday, October 12, 2012





AUTOAYUDA

Cayó recientemente en mis manos un libro con cierta traza de manual de autoayuda, sí, de esos que te dicen que eso que te pasa de que a veces te das un poco de asco en realidad es porque no te miras con buenos ojos. Los manuales de autoyuda no funcionan por la misma razón por la que no funcionan los psicólogos: no es que digan sólo mentiras o que las instrucciones que proporcionan sean erróneas, es que su ideario se basa en el principio completamente erróneo de que se puede estar vivo sin estar jodido. Por eso no hacen especular con la esperanza más inútil que existe: es posible ser feliz. 

La felicidad es imposible porque el alma humana la asocia indefectiblemente con la eternidad, lo cual se explica por la terrible candidez de no asumir que nuestra condición existencial es la caducidad. No es que seamos efímeros, es que, sin que por lo visto nos queramos dar por enterados, lo que nos constituye es la finitud. Es esa finitud lo que da a la vida el sentido que le atribuimos, lo que somos y lo que creemos ser, el pavor a la extinción y la consiguiente incapacidad para asumirlo. Por lo demás los que escriben libros de autoayuda venden un producto similar al de los psicólogos o las masajistas, querernos y ocuparse de nosotros durante un ratito, lo que, bien pensado, equivale a la única dosis de felicidad propiamente dicha que nos pueden proporcionar nuestros semejantes.


El libro se llama El arte de no amargarse la vida, he consultado algunos tramos, no está mal, tiene su gracia, y lo digo yo que, como filósofo, peleó descarnadamente con todos estos farsantes -incluyo a los curas- por un terrenito en el mercado del espíritu. El Corte Inglés tiene la costumbre de poner la autoayuda en el estante contiguo al de filosofía y al de esoterismo, también llamada en algunos lugares "ocultismo", "new age" o "parapsicología". Refiere el libro de marras cierta parábola de Woody Allen que está muy bien traída. Un hombre pregunta al rabino cómo puede encontrar la paz; el rabino le invita a girar la cabeza y, a continuación., le suelta un estacazo tremebundo, tras lo cual le pregunta: "¿Te parece bastante paz?" La conclusión es que sólo los estúpidos van por la vida calentándose la cabeza para intentar solucionar problemas insolubles. Aquel rabino es en realidad un honesto consejero, pues su brutal respuesta esquiva la artera maniobra habitual en los vendedores de crecepelo: inventar el problema y, a continuación, presentarse como el artífice de la solución. 



Debo aclarar que no tengo nada contra quienes se dedican al noble oficio de buscar respuestas a la pregunta sobre cómo vivir mejor, ser más decente o dejar de navegar a la deriva, preguntas que siempre son más urgentes que la de si Dios existe o si la vida tiene algún sentido trascendente, las cuales, por cierto, sólo surgen -y con ellas las religiones- porque antes nos hemos hecho las preguntas anteriores. A fin de cuentas, los filósofos empezaron a ser de verdad populares, y no simplemente un hatajo de aguafiestas o de charlatanes cuando, durante el helenismo, se entregaron a reflexionar y aconsejar sobre cómo vivir, o lo que es lo mismo, cómo enfrentarnos a nuestra conciencia y qué hacer con nuestros temores y nuestros sueños. 

Y bien, ¿podemos seriamente autoayudarnos? El momento histórico es propicio para formular la pregunta, pues en general a la gente le va de puta pena. No disertaré aquí sobre las medidas políticas que habrían de implementarse para solventar o al menos aliviar el gran problema que nos acucia, que cada vez la mayoría somos más pobres y que las redes que protegen a la gente están cada día más debilitadas. Sí me gustaría no obstante, más allá de la política convencional, decir algo sobre las turbaciones de alma que padecemos. 


Dice Descartes en el Discurso del método que es cuestión de pura sensatez aprender a renunciar a lo propios deseos antes que insistir en la porfía por conseguir que el mundo se adapte a estos. Cuando algunas personas me escuchan citar ese pasaje, cuya genealogía nos lleva desde el racionalismo cartesiano hasta los antiguos estoicos, suelen tacharme de predicar el conformismo. (Creo que alguna novia incluso me dejó por ello). Ridículo: llaman poco ambicioso a alguien sólo porque tiene el coraje de aplicar un principio de acción que le permita mejorar su vida y no pasársela golpeándose la cabeza contra un muro, que es en lo que suelen acabar los tontos y los ciegos. Cargando con las demandas de mi oficio, voy a permitirme darles tres consejos. Seguirlos no le hará feliz, pero le pueden ayudar a quitarse esa cara de desilusionado permanente con la que amarga las mañanas a sus amigos. 

El primero es que deje de pretender que todo el mundo le quiera. Haga usted lo que haga va a granjearse enemigos siempre. No se angustie por ello, quienes nos odian cuidan de una extraña manera de nosotros con una tenacidad dudaríamos en exigir a nuestros amigos. 

El segundo es que renuncie de una vez por todas a la idea de que los políticos -y esto vale, en general, para todos los oligarcas- están ahí para solucionar sus problemas. No saben o no pueden. Yo esto lo intuyo desde hace mucho, pero la evolución de la sociedad en los últimos años nos ha quitado definitivamente el derecho a la ingenuidad. Nos las vamos a tener que arreglar solos. Es duro, pero nos irá peor si no lo asumimos y extraemos las conclusiones oportunas. 


Y el tercero y más importante: no se va usted a hacer rico, cenutrio. Deje de creer que le va a alcanzar el soplido del calvo imbécil ese de la lotería de Navidad, acostúmbrese a la idea de que va a tener que vivir con poco, que las tías buenas sólo le ponen el parasol a los pilotos de Fórmula 1 y que cuando los banqueros le invitan a sumarse a sus planes lo único en que piensan es en sacarle a usted las perras. 

Asuma estos tres consejos, pero sobre todo el tercero, especialmente si vive usted en el País Valenciano y ha creído alguna vez en el paraíso en que los políticos iban a convertir estas tierras. A lo mejor con eso echamos de una vez a la derecha del poder. Con ello vamos a autoayudarnos un huevo. 



Saturday, October 06, 2012








COVERS





Una portada de la Revista Life de 1963 me permite enterarme de que Frank Sinatra tuvo un hijo cantante. El "Nuevo Sonido Sinatra" de aquellos años era claramente un movimiento de adaptación de las viejas sensibilidades ante la tormenta del pop, ya definitivamente imposible de esquivar, incluso para el clan Sinatra. No sé qué fue de Frankie Jr, lo que sí sé es que las nuevas formas -cuyo momento fundacional encontramos en los primeros años de la década anterior, y muy especialmente en la explosión sociológica que supuso la eclosión del mito Presley- vinieron para quedarse y transformar definitivamente las sensibilidades.

Apenas una década después del fin de la Segunda Gran Guerra, e instalada Norteamérica en una gran prosperidad económica asociada a una arrolladora hegemonía cultural, la impregnación generalizada entre los jóvenes de Occidente de los ritmos y los gestos del rock marca la clausura definitiva de un gran trayecto histórico . Podemos llamarlo "victorianismo", "sociedades tradicionales", "fordismo" o "culturas represivas"; da igual, lo que asoma tras todas estas denominaciones es la incapacidad de las sociedades desarrolladas a partir de la Revolución Industrial y la moral puritana para entrar en diálogo con una forma de estar en el mundo cuya banda sonora asoma en los ritmos un tanto histéricos del rock y las caderas de Presley, una música que, por cierto, nos hemos acostumbrado a escuchar -o a no escuchar- bajo el fragor de los gritos enardecidos de las fans. No es extraño que quienes escuchaban a Sinatra vieran en aquellos jóvenes a una turba desenfrenada de fanáticos poseídos por un ritmo no se sabe si agresivo o afeminado, pero en cualquier caso insolente e incomprensible.


Dejo que otros nos aburran con su escepticismo respecto al verdadero poder transformador del fenómeno pop. "Recuperemos las propuestas clásicas y dejemos de esperar que la Revolución llegue a partir de la minifalda", dijo cierto filósofo, marxista ortodoxo por lo visto, al hilo de un debate sobre la herencia de la llamada Década Prodigiosa, cuyas movilizaciones juveniles -desde los primeros héroes del rock hasta Woodstock o incluso el Mayo Francés- no le merecían el más mínimo aprecio en cuanto a su poder emancipatorio. Supongo que cuando se refería a "propuestas clásicas" se refería a la Dictadura del Proletariado, o quien sabe si a incluso a la Revolución Cultural del maoísmo o la dialéctica materialista. Inútil intentar entrar en diálogo sobre este tema a gente así, pues incluso los reaccionarios más recalcitrantes entendieron en su momento que el rock era indisociable de una visión del mundo, o lo que es lo mismo, del trabajo, las relaciones humanas o la política, completamente diferente a la que sostenían sus mayores, de ahí ese concepto tan característico de la sociología de hace unas décadas, el del "conflicto generacional". Si no nos damos cuenta de que esa sensibilidad ha transformado efectivamente el mundo, y de que es desde esta sensibilidad desde la que ahora contemplamos el pasado, entonces los académicos darán más y más vueltas en torno al mismo laberinto, incapaces de salir del prejuicio de que la cultura de masas es simple ideología o efecto de superficie, y que el pop, como cualquier otro negocio del capitalismo, es otra moda pasajera destinada a desaparecer por pura saturación de mercado.  

Viene a cuento esta reflexión porque en estos días, muy significados porque se cumple medio siglo desde que los Beatles editaran Love me do, la Universitat de València presenta una exposición que merece muchísimo la pena: Covers. Cultura, juventud y rebeldía. El que los dos comisarios de la exposición, Justo Serna y Alejandro Lillo, sean historiadores, ofrece alguna ventaja: los miembros de ese gremio tienen la buena costumbra de no interpretar las claves de un fenómeno histórico si no es a la luz del marco social donde germina. En otras palabras, Lillo y Serna no han halagado los oídos de los especialistas ni de los fanáticos del rock, estos en realidad no tienen ya remedio, por lo que es probable que les decepcione la exposición. Se trata más bien de hacernos entender que el rock es, ante todo, la banda sonora de una época, un tiempo en el cual todo -los objetos de consumo, los electrodomésticos, los gestos, el lenguaje, las portadas de las revistas, la ropa..- estaba imbuido de los ritmos del rock, tanto como estos lo están a su vez de algo que está pasando en las calles y que en ningún caso ha sido inventado por los urdidores de patrañas que después tuvieron la astucia de explotar el fenómeno. 

La exposición es magnífica, desde luego, aunque no quiero dejar pasar que, si no leemos con atención lo que los objetos expuestos nos invitan a pensar, hay algo que se nos puede escapar, con el lamentable efecto de pensar que lo que se expone son ya sólo sombras del pasado del que apenas quedan los ecos y esa sonrisa irónica que aparece en los mayores cuando el cover de algún viejo disco o un antediluviano tocadiscos le hacen asomarse a los temblores de una juventud ya muy remota. Me refiero al carácter de experiencia comunitaria que tiene el rock, y que, al menos en su orígenes, la tiene de manera absolutamente vocacional. 
Recuerdo que, en una ocasión, uno de mis mayores me preguntó por qué me gustaba el rock. Cogió un casette de Jimi Hendrix y lo escuchó repetidas veces durante horas, sospecho que con la misma circunspección con la que habría escuchado a Schonberg o leía a James Joyce. Al cabo de unas horas resolvió que si él, que era un tipo culto, se había esforzado mucho en escuchar aquellos rasgueos de guitarra con atención y seguía sin gustarle, es que aquella música era simplemente despreciable, alpiste para las masas, productos culturalmente menores y destinados a la manipulación de una masa alienada y conformista.  Creo que le hubiera pasado lo mismo si le hubiera dado reggae o un coro tribal africano, simplemente no habría sido capaz de escapar a los prejuicios del elitismo intelectual con los cuales es completamente imposible entender nada de todo esto. 
He tenido alguna vez esa sensación, me refiero a la de formar parte de una corriente emocional colectiva a partir de la música. Algunos llaman a esto borreguismo o lo asocian incluso al fascismo, un poco como esos coros ultra que la lían en los campos de fútbol: es un diagnóstico pacato y miope, no entiende nada porque está preso de unas premisas supuestamente en favor de la racionalidad y el individualismo que le impiden ver  que sólo empezamos a ser sujetos y a entendernos a nosotros mismos a partir de la comunidad, de un sentimiento muy atávico que nos hace contagiarnos y sentirnos parte de algo que, de alguna forma, nos trasciende. Hay algo de eso en los gritos de las fans, en la multitud que corea un viejo tema mientras el cantante guarda silencio, en la nube de marihuana que aspiraban los participantes de Woodstock, convencidos de que aquella esperanza de una comunidad feliz y un mundo sin mentiras ni hipocresías era algo más que un fugaz fin de semana a unos kilómetros de la urbe. 

It´s only rock´n roll but I like it, cantaba Mick Jagger. Nos gusta, pero no es sólo rock´n roll, desde luego que no.