Friday, April 26, 2019

EL CALIFATO

1. "Venecia es una mierda, Mallorca es una mierda... Todo el mundo es ya hoy una mierda." Recuerdo haber escuchado este comentario a un allegado que afirmaba estar convencido que la plaga del turismo masivo había destruido la mística del viaje como experiencia singular, como empresa de descubrimiento, como reconocimiento de la diversidad y el extrañamiento. La falsedad empieza ya en la ultravelocidad de los nuevos trenes, que sustituyen el antiguo misterio del desplazamiento por el vértigo de los espacios procesados por la vibración del microondas. Aquel hombre había decidido dejar de viajar, aunque no recuerdo que antes de convencerse de la iniquidad del turismo hubiera salido a menudo de su casa.

Es verdad que el tráfago infernal de las multitudes, movilizadas por un low cost insostenible, lo arrasa todo, convirtiendo la vida de las ciudades en mercancía. Con ello se descubre la paradoja sobre la que se asienta el turismo: persigue una "verdad" -la de las comunidades auténticas, su historia, su particularidad y sus obras- que él mismo se encarga de destruir, convirtiéndolas en espectáculo, es decir, en simulacro. ¿Dejamos de viajar entonces?
Podemos soñar con una edad de oro del viaje, cuando podías esperar no ser acompañado por legiones hipnotizadas con los mismos fetiches con los que tú te extasiabas... Pero temo que eso nunca existió. No hay otro remedio que aceptar que la democratización del viaje, eso que hace que ya no haya que ser un rico o un paria para desplazarse, arrastra esa miseria. 

Insisto: ¿renunciamos al viaje? Llegado a la mezquita, contemplando una belleza que -aún en medio del hormiguero de visitantes- continúa arrancándome lágrimas, sólo se me ocurre recordar aquella frase de Baudrillard: "la imagen es hermosa, pero no hay que decirlo". 

2. Ya no se vive en las grandes ciudades. Esta es una certidumbre a la que, felizmente, aún escapan las pequeñas ciudades provincianas. Una mujer entra con un carrito de la compra en un bar junto al Ayuntamiento de Córdoba. Algunos varones de cierta edad intercambian impresiones sobre la barra ante el café del desayuno. Los cordobeses todavía "reciben" el turismo, aún piensan en lo que pueden obtener del turismo. En la capital donde vivo el turismo ya es más bien un efecto de la globalización, al cual los lugareños asistimos impávidos, impotentes... Sin autoridad moral para exigir la recuperación de la vida en los barrios ni la habitabilidad de los espacios ciudadanos, nos recluimos en la escafandra de la tablet, tan víctimas de la desespacialización de la vida comunitaria como quienes, sin saber muy bien por qué, acuden en masa a visitarnos. 

3. Que sea la ultraderecha quien recupera la farsa de la Reconquista y la pureza de sangre da idea de lo que hoy supone seguir aferrándose a lo ibérico como esencia de la Cruzada y guardiana espiritual de Occidente. La esencia patria habría sufrido una interrupción, el "yugo musulmán", de la que habría que desembarazarse para recuperar la identidad eterna vendida a los adoradores de Mahoma por el traidor Don Julián. Los Reyes Católicos cumplieron esa misión, sin olvidarse de completar la tarea expulsando a los judíos. Cuando alguien tiene la ocurrencia de escarbar en el lado semítico de la raíz de las Españas, aparece entonces de inmediato el historiógrafo que nos advierte que tan mítico es el paisaje de la Reconquista como el de un islam andalusí tolerante, avanzado y pacífico. No conozco a ningún intelectual serio que imagine la España islamizada como un paraíso. Lo que sí continúa por no asumirse con todas las consecuencias es la singularidad de lo español entre los pueblos de Occidente. Es esa ambigüedad, torpemente disfrazada, la magia que ha atraído durante siglos a viajeros europeos hasta los rincones pre-africanos de Europa. 

No creo poder nombrar una ciudad española más hermosa que Córdoba. Deberíamos enorgullecernos de la grandeza del Califato en vez de seguir peleando con fanáticos.    

Thursday, April 18, 2019

LA DÉCADA IMBÉCIL

Ustedes no se lo esperan porque no me estiman en lo que valgo y, además, secretamente desean que me vaya mal, pero estoy a punto de convertirme en una celebridad... sí, de esas que luego entrevistan en Telecinco. Si por mí fuera, me placen más las glorias futbolísticas, pero dado que Luis Enrique prefiere a Sergio Ramos -debe ser por los tatuajes- voy a probar en la Sociología. El plan es sencillo: acuño un concepto de mucha enjundia para definir la condición contemporánea -por ejemplo "postmodernidad", "sociedad tardoindustrial" o "tiempos líquidos"-, los tertulianos te citan... y, hala, a vivir. Yo ya tengo el mío. Sirve para calificar el decenio que se arrima a su conclusión: "la Década Imbécil". ¿Qué? ¿A que mola? Había pensado en "Década Gilipollas", pero lo deseché cuando mi agente me sugirió que no funcionaría en el mercado anglosajón. 

Los Diez prometían mucho en sus inicios, al contrario que los Cero, que empezaron amenazando con aviones que se estampaban contra nuestros morros, de manera que al final, entre los fanáticos y la crisis, casi agradecimos que el decenio no nos exterminara. Los primeros compases de nuestra década registraron un renacimiento de impulsos democráticos tal que uno llegaba a creerse aquella consigna genial de Juanjo Millàs: "Esto sólo lo arreglamos entre todos". Tengo dudas respecto a la contundencia con la cual se dan por sofocadas y fracasadas insurgencias como el 15M, Occupy Wall Street o la Primavera Árabe, por referirme sólo a los que obtuvieron presencia resonante en los media. No obstante, por lo que ha ido viniendo después, es evidente que los derroteros que tomó la década han ido hundiéndonos más y más en los abismos, esos en cuyas profundidades más cenagosas nos topamos con la pestilencia de Trump, Bolsonaro, el Brexit o Vox. 


Joaquín Estefanía insiste en que el recrudecimiento del autoritarismo siempre es la consecuencia de una revolución fracasada. Y, sin embargo, uno arrastra todavía el ilusorio prejuicio de que el mundo tiende a mejorar, que la sucesión de generaciones crea memoria y sabiduría y que, de alguna forma, el conocimiento tiende a acumularse. Seguramente es un simple relato, tan de ficción como cualquier otro, pero se me ocurre que la revolución iberoamericana merecía antes algo como el Subcomandante Marcos, Sandino o Lula que no como Maduro o Bolsonaro... O que después de Obama los yanquis no se buscarían un zote aún mas tóxico e impresentable que Bush jr... O que los británicos entenderían que aquello del Imperio ya queda algo lejos y que desgarrar Europa es precisamente lo que nuestros hostiles más desean,,,

Pero, verán, no es del neoautoritarismo global de lo que venía a hablarles. Bien pensado, si vivimos en la Década Imbécil no es sólo por nuestras decisiones políticas. 


En los últimos días, y por cuestiones familiares, he vuelto a pasar largas horas en uno de nuestros hospitales públicos. El paciente al que he acompañado, mi padre, para más señas, es octogenario y, como tantos ancianos, ingiere cerca de diez pastillas diarias por distintos conceptos. De no ser por todas y cada una de ellas probablemente estaría muerto. Lleva ya una cantidad considerable de intervenciones quirúrgicas por distintas patologías y su cuerpo contiene numerosas y alargadas cicatrices. Su calidad de vida no es la más deseable, pero no será tan mala cuando el caballero en cuestión parece muy convencido de querer prolongarla, incluso aunque ello le suponga duros y penosos pasos por el taller... y no precisamente para pequeños arreglos de chapa y pintura. 

Miren, estoy harto. Cada vez que diserto sobre lo que la medicina -y en general la ciencia moderna- ha hecho por mejorar la vida de la gente, resuenan las voces de la superstición con una contundencia que me hace imaginar la desfachatez con la cual el líder de una secta te invita a tirarte por un acantilado para que tu alma vuele en paz y escapes a las cadenas del materialismo. Soy el primero en proyectar sospechas sobre las maniobras de las corporaciones farmacéuticas, soy el primero que cree necesario cuestionar y vigilar la praxis clínica y exigir diagnósticos y tratamientos responsables, soy el primero que sabe que, a veces, las enfermedades surgen del hospital mismo o del exceso medicamentoso... y todo ello por no hablar del apresuramiento salvaje con que se dirimen las consultas, de lo cual por cierto los médicos se quejan a menudo. 


Hace trescientos años un hatajo de doctrinarios obtusos mortificaron largamente a Galileo para que abandonara sus investigaciones y se dedicara, como todo buen siervo de Dios, a rezar para que lloviera y para que las pústulas de los enfermos desaparecieran solas. Ha costado mucho obtener sociedades habitables, instituciones capaces de proveer las necesidades básicas de la gente y no dejarles a la intemperie al primer contratiempo -como pasó durante milenios-, pero ha merecido la pena porque resulta que hoy los niños no se mueren antes de cumplir los dos meses. Los Trump de turno sonríen cuando cuatro descerebrados afirman que hay que acabar con las vacunas, que las estatinas con las que se baja el colesterol nos van a matar más que el colesterol mismo, que los antidepresivos son un invento para volvernos drogadictos, o que si a uno le implanta las manos algún hechicero no le va a hacer falta la quimioterapia... sonríen porque tales majaderías les proporcionan la excusa que buscan para dejar a la gente indefensa y cargarse, para empezar, los seguros sociales.


No si ven dónde quiero ir a parar y por qué hablo de la "década imbécil". Todo este rollo tan feng-shui y tan gilipollicas no solo enriquece a los desaprensivos que te lo venden con la misma desfachatez con la que los buhoneros del far west vendían crecepelos. Lo peor es que despolitiza, lo peor es que distrae a la ciudadanía respecto de la vigilancia y el cuidado de aquellos bienes institucionalizados que le permiten vivir dignamente... que le permiten, incluso, pasar mucho tiempo pensando en capulladas. Por cierto, ¿nos hemos dado cuenta ya todos del timo de que la homeopatía es una puta estafa? 

Felices procesiones. 

Wednesday, April 10, 2019

HOTELES SIN NIÑOS

Uno sabe que cualquier opinión que emita va a encontrar discrepantes, pero parece razonable esperar que, si es sensata y está medianamente bien argumentada, las afinidades superen al rechazo. En la cuestión que les planteo suelo sentirme sólo, me cuesta barbaridades toparme con apoyos... Creo que en la mayoría de casos -seguramente porque no me explico bien- ni siquiera se entiende mi posicionamiento. Veamos. 


En los últimos años, a rebufo de otros países con tradición hostelera, han empezado a aparecer entre nosotros "hoteles para adultos". Es obvio lo que esto implica: en estos establecimientos no se admiten niños. Como legalmente todavía no es posible discriminar a seres humanos por razón de edad, los hoteles interesados, además de colgar el cartel "adults only", recurren a maniobras publicitarias y a otros subterfugios bastante tramposos para evitar que familias con niños puedan contratar sus servicios. De esta forma, salvo que a uno le dé por hacerlo a posta para fastidiar, sólo los despistados irán al hotel en cuestión con sus niños, no tardando más que unas horas en abandonarlo cuando se den cuenta de que no es el sitio adecuado y de que no son bienvenidos. 

Insisto, no encuentro amigos que comprendan mi malestar ante estas prácticas. Es más, cuando explico que convertir este tipo de maniobras en legalidad instituida -como pretenden los hosteleros- abre puertas peligrosísimas, el vacío a mi alrededor se hace abismal. Y entonces llegan los comentarios habituales: "Es que a mí no me gusta estar tranquilamente en un restaurante y que unos niños horribles griten y corran por todas partes mientras los padres -que son los culpables- pasen de todo". 


La fobia se extiende a muchos otros espacios. Hay quien cree tener derecho a playas sin niños, piscinas sin niños e incluso bloques de viviendas sin niños. A menudo los infantes generan molestias... Yo, por ejemplo, no soy fanático de los menores, especialmente de los menores insoportables, muchos de los cuales tienen padres a los que convendría ver algunos episodios de Supernanny. El problema es que, frente a quienes convierten a los niños en fuente de todas sus desdichas, yo a lo largo de mi vida me he sentido muchas más veces molestado por adultos. Podría hablarles de los ciclistas y patinistas que me intentan echar de las aceras, de los dueños de perros que llenan de mierda las aceras por las que transito, de los botellones y los disturbios que crean los noctámbulos, de la tiranía de ruido y barbarie de los falleros de la ciudad en que vivo, del salvajismo de los automovilistas... Igualmente, y si creyera en eso del "derecho a todo", podría vetar la entrada de subsaharianos en los autobuses, pues hablan demasiado alto por el móvil, de gitanos en mi bloque, pues son ruidosos, de musulmanes, que se ponen muy irritables durante el Ramadán porque no comen en muchas horas, o de parejas jóvenes porque hacen mucho ruido cuando copulan. 


No se puede vetar la entrada de niños en un hotel o en un restaurante porque la ley máxima española, que se basa en la Declaración de Derechos Humanos, no tolera la segregación de seres humanos por razones de religión, raza, ideología o, por supuesto, de edad. "Libertad de elegir", dirán algunos. "Yo puedo optar por hoteles sin niños y usted por otros en los que sí se les admita". No sé si vemos el riesgo de aceptar esta argumentación, que por cierto me recuerda al típico planteamiento liberal, según el cual la mercadotecnia convierte en pura formalidad el derecho, pues siempre hay quien resulta discriminado cuando la ley del beneficio económico es la única medida. En España no ha sido difícil entender, por ejemplo con la ley del tabaco, que si se deja al albur de cada establecimiento si se fuma o no, la expectativa del espacio público sin humos quedaría reducida a la excepción, pues la inmensa mayoría de empresarios habrían mantenido la situación tal y como estaba, de manera que la ley no habría servido en la práctica más que para mantener la tiranía de los fumadores. Si se pudiera prohibir tranquilamente el acceso a niños a los hoteles quienes tenemos niños encontraríamos muchos problemas para encontrar establecimientos donde alojarnos. Es lo que ya ocurre con quienes tienen perros, pero es que los perros no son seres humanos. 


Que yo sepa en los hoteles hay reglas de convivencia que, sin contravenir derechos esenciales, permiten a la dirección expulsar a aquellos clientes que las incumplen. Me he alojado con mi vástago en hoteles, jamás hemos molestado a nadie. Los niños son niños, educarlos y vigilar su conducta requiere grandes esfuerzos. Nos gusta pensar que los niños de hoy en día lo tienen todo porque les colmamos de regalos y les compramos ropa cara. Yo les podría hablar de los casos de pobreza, exclusión social, abusos, malos tratos o abandono que he conocido... Pero, claro, yo trabajo en una escuela pública, que es donde suele concentrarse la gente con problemas. Se me ocurre pensar en si estamos construyendo un mundo adecuado para todos esos niños a los que nos gusta considerar unos consentidos y unos caprichosos. Es esa generación que pronto sabrá que tendrá trabajos precarios, que sus estudios les servirán para bien poco o que vivirán en un entorno ecológico y climático que sus mayores habremos destruido previamente, lo cual no nos abochornara cuando, ya ancianos, les exijamos que paguen nuestras pensiones y nos cuiden. 


No lo tendrán fácil, porque -mientras exigimos que se les expulse de los hoteles sólo por ser niños, aunque no hayan molestado a nadie- resulta que vivimos en una pirámide demográfica absolutamente insostenible. No puede haber, amigos, un gran problema con los niños porque simplemente no hay niños. Tenerlos hoy en día en una sociedad como la nuestra es una imprudencia temeraria por muchas razones. No ayuda mucho la insolidaridad de muchos de nuestros conciudadanos, los cuales, han olvidado lo que decían los antiguos sabios: "Educa toda la tribu". Soy padre, no pienso ignorar mis obligaciones, pero si no me ayudan un poquito lo pagaremos todos en el futuro... lo pagaremos muy caro.

Saturday, April 06, 2019

ALMODOVAR

Regreso al cine de Pedro Almodovar porque los dos nos hemos hecho mayores. Huí de él hace ya años, cuando empezó a parecerme demasiado in sider, cuando entendí que la necesidad de sostener su matrimonio con el éxito y la celebridad había abotargado su talento. Por casualidad asistí, con evidente desconfianza a su penúltimo film, "Julieta", y percibí que algo había cambiado: no me entusiasmaba, seguramente nunca lo había hecho, pero había vuelto a interesarme. 

En la mejor novela de Javier Cercas, "La velocidad de la luz", un personaje que identificamos con el propio novelista contesta, cuando le preguntan en EEUU por el español más afamado, que su cine le parece "una mariconada". El controvertido crítico Carlos Boyero ha hecho siempre gala de una especial animadversión por las películas de Almodóvar, que en el mejor de los casos le parecen soporíferas y en el peor irritantes y odiosas. Estas posturas se me antojan facilonas. Uno puede opinar lo que le apetezca, pero el cine de Almodóvar no es relevante sólo por la sobrevaloración que le otorgan las multitudes adocenadas, como cree Boyero, ni es un pastiche estridente por el que se agitan personajes ridículamente hiperbólicos en medio de tramas estrambóticas y saineteras, como parece creer Cercas. No soy fanático de Almodovar, pero creo que es más útil preguntarnos que es capaz de decir sobre nosotros este cronista dotado de unas prodigiosas antenas de detección.

Mi padre me dijo una vez que la vida no debe tomarse demasiado en broma ni demasiado en serio. La gracia de Pedro es que ha sabido fluctuar entre uno y otro extremo sin detenerse jamás en el término medio. Antes muerto que sencillo, todo es chillón y excesivo en sus argumentos y en sus personajes. Puede agotar, desde luego, pero eso ocurre porque detesta la planicie, lo gris, lo único que no es capaz de traducir a su lenguaje es la frialdad. Por eso su verdadero gran tema es el amor, o mejor, los desperfectos que el amor causa. Ahora, cerca de la ancianidad, Pedro ya sabe que el tiempo es la única verdad, un tiempo que nos devasta. "Dolor y gloria", su último film, no deja lugar a dudas al respecto: todos envejecemos obscenamente, sin delicadeza, a trancas y barrancas. 

Buscamos a menudo los defectos de su cine donde no los hay. No me creo la etiqueta del "profeta de la posmodernidad", entendida ésta como la banalización de todas las causas trascendentes, la celebración acrítica e irresponsable del agotamiento de la política y el compromiso. Quizá haya algo de eso en su filmografía, pero me temo que lo hay mucho más en la realidad, y la realidad, incluso para un aprendiz del surrealismo como Almodovar es irrenunciable. El mayor problema que sigue arrastrando su cine, desde mi punto de vista, es su bulimia. En cada uno de sus relatos, y en éste especialmente, hay un exceso de temas casi hemorrágico, incontinente... Se siente en la necesidad de tocar demasiados palos y eso desdibuja y debilita sus guiones. 

Insisto: ¿qué dice el cine de Pedro sobre nosotros? Se me ocurren varias cosas. Somos un país exterior, una península extrema de Europa. Procedemos de un éxodo rural gigantesco pero tardío, una revolución burguesa precaria y una democracia frágil y mal digerida. 

Sigo. Somos un país imprevisible. El 15M no se lo esperaba nadie. Al contrario que otras viejas naciones, nosotros no hemos tenido tiempo para cansarnos de la democracia ni para aburrirnos de la Unión Europea, a la que mirábamos desde siempre con ojos admirados y mendicantes. Y, sin embargo, tampoco hemos alcanzado la despersonalización con la que se nos amenazaba: nada es más hispánico que los personajes de Almodóvar. No se trata de toros y flamenco, Pedro, como Berlanga, como Buñuel, habla de aquellos que conoce desde niño, no hay trampa aquí. 

Hemos sido malos hijos, como su madre le dice a Salvador en un momento crucial de la película. Y tiene razón, somos un hatajo de maricones, nos hemos indisciplinado y hemos construido una sociedad en pleno desorden. Pedro nos perdona por ello porque se siente tan culpable como cualquiera de nosotros. Sufrimos con él el dolor de envejecer, pero no queda otra que seguir su consejo: supera tu bloqueo y resiste. 

He vuelto a Almodovar. Lo prefiero así, pues además me cae bien, siempre me cayó bien.