Thursday, May 27, 2010






EL DIÁLOGO IMPOSIBLE









Hubo un tiempo en que me sonaba un puntín a socialdemocracia marujona toda aquella construcción filosófica de Jurgen Habermas sobre el diálogo. Heredero de la Escuela de Francfurt, de la que yo le veía tan lejos, Habermas expuso profusamente la necesidad de articular la convivencia democrática a partir de espacios donde el diálogo fuera posible sin violencias ni sumisiones. La misión del gobernante -y del intelectual- consistiría en propiciar la creación de las condiciones desde las cuales el intercambio de ideas fuera un proceso realmente desfeudalizado, de tal manera que pudieran superarse las intromisiones de comunicación perversa que comúnmente detectamos en cualquier experiencia de diálogo.




Siempre advertí la nostalgia de un horizonte utópico tras la abstrusa terminología habermasiana -tan alemana ella-, siempre creí que Habermas se resistía a asumir la fatalidad de las relaciones humanas, cuyos recovecos están atravesados irremisiblemente de todo eso a lo que llama "violencias", hasta el punto de que creer que podemos prescindir de ellas en cualquier situación en que nos encontremos... Como si fuera posible quitarnos de encima toda la suerte de miedos, complejos, traumas, hostilidades, deseos y ambiciones tan solo porque ingresamos en un "espacio comunicativo". ¿Y qué demonios es un "espacio comunicativo"?, ¿o es que no estamos permanentemente comunicándonos en la calle, en las aulas o en las barras de los bares?, me preguntaba también con frecuencia.







Y, sin embargo, hay algo en las pretensiones de la Razón Comunicativa que regresa últimamente a mi memoria con frecuencia. Creo que me está pasando lo que a algunos viejos conocidos, que se hicieron habermasianos por aquella promesa del "estado ideal del diálogo", con la cual amortiguaban la angustia que con frecuencia experimenta todo bicho viviente de vivir espantosamente aislado. En su pragmática dialógica, el filósofo alemán construye un denso paisaje conceptual cuyo fin es articular los principios de la democracia deliberativa y propiciar la lógica del consenso. Postula entonces cuatro condiciones que habría de respetar el hablante auténticamente deseoso de participar en la comunidad comunicativa: inteligibilidad, verdad, rectitud, veracidad.



No voy a explicarles a ustedes las implicaciones de cada uno de estos cuatro requisitos. En primer lugar porque no quiero aburrirles -los filósofos alemanes son casi siempre unos pelmazos-, pero, sobre todo, porque no creo en ellos. Deseo como cualquiera que mi interlocutor sea veraz y recto, pues me gustaría poder confiar en él, pero la pretensión habermasiana de institucionalizar tal pretensión me parece de un utopismo rayano en lo naif. A riesgo de caer en el cinismo, prefiero aquello del Doctor House -"Todos mentimos"-... Creo que uno sale mucho mejor armado a las calles con esa convicción que con la pretensión de que puede exigir a su interlocutor que sea honesto, y además, creer que podemos estar seguros de que lo está siendo. House tiene razón: todos ocultamos algo, a veces lo ocultamos casi todo, elegimos sin avisar los momentos para la honestidad... No podemos, en suma, estar seguros de que nuestra pareja no nos engaña ni de que nuestros amigos nos besan como Judas antes de que les prestemos el dinero que no piensan devolvernos. Me han engañado tantas veces en la vida que -aparte de tomar conciencia de que soy gilipollas y de que la raza humana está emparentada con la de los animales reptantes- he llegado a la conclusión de que es mejor sospechar que siempre me mienten que vivir pensando que la humanidad se salvará leyendo libros de Jurgen Habermas.







Como, pese a todo, comparto con los habermasianos la preocupación por que el "mundo de la vida" se vea cada vez mas sometido a la sordera en este tiempo que se autoproclama de la Comunicación Global, yo, sin tantas pretensiones metafísicas como Habermas, pienso que deberíamos hacer un esfuerzo por depurar ciertas prácticas que son comunes en nuestros días y gracias a las cuales la hermosa costumbre de platicar con nuestros congéneres empieza a parecer cosa de abuelas de aldea que, vestidas de negro, ven pasar las tardes juntas sentadas en el banco de un parque.



Lo primero de lo que se me ocurre que deberíamos desproveernos es de la prisa. Si sostenemos el empeño por hacer demasiadas cosas en poco tiempo es posible que se nos ponga la cara de tipo duro de Fernando Alonso, pero desde luego, haremos imposible cualquier conato de conversación medianamente interesante, lo que nos convertirá en uno más de tantos tipos horribles y estresados que infestan aceras y calzadas. Añadiría acostumbrarse a no sustituir a la persona que tenemos delante por el idiota que nos llama al móvil -vamos, que lo apaguen, cenutrios-, quitar la tele cada vez que salen los tipos que conquistan audiencias millonarias a base de gritar e insultarse, evitar las noticias sobre la actualidad política, asumiendo la paradoja de que el Parlamento tiene actualmente la misión de evitar que los seres humanos nos entendamos a través de nuestros supuestos representantes...


Se me ocurren montones de cosas por el estilo, pero me limitaré a referirme al entorno internáutico, epicentro de una verdadera explosión de posibilidades de comunicación en nuestra era, pero también origen de algunos vicios sobre los que creo que deberíamos ponernos de acuerdo aquellos que continúamos considerando que un buen intercambio de ideas es preferible a los gritos, las amenazas, los insultos y toda esa suerte de bonitas prácticas con las que uno se topa cada vez que pone la tele, lee La Razón o El Mundo, escucha la Cope, sale con su automóvil al tráfago urbano o acude a un estadio.


En el blog de nuestro amigo Justo Serna aparecen diariamente intervenciones de los que en el argot se conoce como trolls. Un troll es aquel internauta que se pasea por blogs o foros de diarios y se dedica a insultar, amenazar e intentar desacreditar al autor o a los habituales participantes. Hace tiempo que he dejado de intentar comprender este tipo de hábitos. Todos hemos llamado a un teléfono de críos para burlarnos de un vecino o hemos escrito gilipolleces en un WC público, pero que un adulto se dedique a diario a escribir exabruptos en un blog para supuestamente chinchar al autor...no sé, diría que da pena imaginar que tipo de lisiado físico o mental puede gozar con tal cosa, de no ser porque creo que uno ha de reservar su indulgencia para imperfecciones humanas algo menos indignas. Olvidemos a los trolls, que por cierto menudean por aquí bastante menos que por el blog de Justo Serna, lo cual es signo del seguimiento que se tiene. Muchos trolls y sobre todo muy tenaces, luego uno es razonablemente importante.











Vuelvo a las distorsiones comunicativas que tanto preocupan a Habermas. Mi hipótesis de trabajo es que, si no cogemos el toro por los cuernos, es decir, si no educamos a nuestros jóvenes en la ética de las buenas prácticas informáticas, si renunciamos a la posibilidad de estructurar sus hábitos en la Galaxia Internet, corremos el serio riesgo de dejar crecer una generación de esquizofrénicos, de seres atomizados, completamente incapaces de crearse un mapa intelectual, moral y emocional, eso que solo podemos obtener gracias a nuestro contacto con los otros.




Lo que van a leer lo extraigo hoy mismo de un diario deportivo donde se informa sobre el fichaje de Mourinho por el Real Madrid. Es un "foro de opiniones y comentarios":


-INDA ERES UN IMPRESENTABLE, ERES EL LAMECULOS DE EL SEÑOR FLORENCIO


-esto me recuerda a MESSINA mucho bla bla, y luego zas zas en toda la boca , morriños lo mismo ¿va a ser el pichichi el zamora etc? lo k seguro va ser morriños es el payaso de la liga , CAMPEONES DE LA LIGA DEL SIGLO JA JA VISCA EL BARÇA Y LA PU---TA MADRE DEL INDA LA CHO-CHO ESKOCIO,saludar al moderador con cariño,dice tu madre k cojas la toalla y te vengas a la playa COME--POLLAS




Edificante ¿verdad? Se me ocurre pensar en lo barato que sale dedicarse a echar espumarajos por la boca. No crean que es un problema solo del entorno de los diarios futboleros, ni siquiera es solo de chats y foros para hacer amigos, donde, ciertamente, uno llega a pensar que el lenguaje asiste a su auténtico apocalipsis. En el referido blog de Justo Serna, he llegado a leer intervenciones como la que les transcribo, que irrumpe como respuesta a otra de un troll que el blogger tuvo el buen criterio de eliminar:



Lo lamento por usted, cazón en panga, no debió involucrar en esto a mi familia. Ha dicho lo que no debió decir. A partir de este momento, manténgase a la expectativa porque donde le vea asomar el belfo rezumante de bilis, le daré su par de soplamocos. Vaya usted, y perdóneme el maestro Serna y los demás respetados comentaristas, vaya usted, cazón coprófago a escupirle el esfínter a la más provecta de su genealogía, viva o muerta. Sacúdase de mi de ahora en adelante, porque en esta me las paga basura mofletuda marcada con un xx en el torrente cardiovascular con ínfulas viriles. Cuida tu boca, sabandija mal nacida… cuídala.



...¿Se dan cuenta? Y esto pasa en el blog de un tipo mesurado y poco dado a los extremismos o los desafíos.









Un alumno, al que considero persona sensata e incluso bondadosa, me confesó que se expresaba con frecuencia en tales términos cuando navegaba por los océanos virtuales. Me parece que hay mucho por hacer.

Saturday, May 22, 2010












1. Hubo un tiempo en que -creo que por una digestión apresurada de los textos de Nietzsche- llegué a la conclusión de que odiar a los ricos era propio de temperamentes enfermizos y rencorosos. Entendía que en la obsesión que muchos tienen por denostar por sistema a los magnates subyace el mismo impulso resentido de aquella que, no siendo hermosa, reniega de Dios por haber poblado el mundo de mujeres que lo son más que ella, o quien, por no haber tenido jamás ni pizca de talento, pasa sus días declarando que los artistas son una peste de la que habríamos de liberarnos todos. Creo que llegué a la estación mas profunda de aquella forma de pensar -en el fondo muy cínica- el día en que encarcelaron a Mario Conde y las calles y las tribunas se llenaron de canallas que levantaron el puño satisfechos, canallas que en muchos casos habían convertido anteriormente al banquero en su gurú. "La venganza de los débiles", pensé, "las hienas devorando al león herido", lo cual no quita, dicho sea de paso, para que el león se mereciera a las hienas, pero esa es otra historia.


Sigo pensando que el resentimiento mueve montañas porque no dejo de encontrarme personas para las cuales justicia significa poder destruir a los que les superan. El resentido no es otra cosa que aquel que no asimila el carácter de juego que tiene la vida; por eso alza su puño contra Dios, el gran repartidor de cartas, porque, negándose a jugar con las que le han caído, intenta culpabilizar a los otros jugadores, en especial a aquellos que se dirigen ufanos al tapete, aquellos que, en suma, optan por disfrutar de los bienes que la vida depara, aquellos que aman, beben vino, follan o se emocionan ante el arte o la belleza de la primavera sin soplo de remordimiento.


Necesito esta introducción porque la diatriba que voy a lanzar a continuación contra los ricos no arranca de la envidia. Soy envidioso como cualquiera de ustedes, desde luego. Todos los días experimento la sensación de que Fulano o Mengano tienen algo que yo desearía tener, y que el Gran Repartidor hubiera hecho bien otorgándome a mí las cartas buenas que ellos parecen desaprovechar. Estúpido pero humano, demasiado humano. Soy débil ante aquellos bienes que codicio, pero, la verdad, el dinero es algo que desde siempre me la ha refanfinflado bastante. Cuidado, el dinero, como la comida, es un gato rabioso que se agarra a las tripas cuando no lo tienes, por la sencilla razón de que lo necesitamos. Ahora bien, cuando uno tiene para vivir de forma razonablemente confortable, la ansiedad por obtener más me parece una toxicomanía como otra cualquiera, un veneno capaz de alterar la paz de espíritu de innumerables prójimos. Doy gracias al Repartidor porque, entre los vicios que me inoculó, no incluyó el ansia de fortuna.

Viene a cuento esta reflexión porque no tengo ninguna duda de que la gran causa de la pobreza en el mundo es la codicia. En cierto modo, y si se me entiende, el gran problema del mundo no es la pobreza, sino más bien la riqueza. Creo que es recomendable pasarse de vez en cuando por las páginas de ATTAC, Le Monde Diplomatic o los textos de autores como Carlos Taibo o Juan Torres -de este último tenéis aquí linkeado su blog- para entender que no estamos ante un problema menor, sino ante la madre de todos los problemas. Dice Juan Torres:





"Que nadie se engañe. Las agencias, los financieros, los banqueros y los grandes industriales que están detrás de ellas, son los que realmente nos gobiernan. No es verdad que vivamos en una democracia. No lo será mientras que la ciudadanía no sea la que decide sobre las cuestiones económicas, los recursos públicos y las finanzas. "





¿Nos hemos enterado ya a estas alturas de que son estos grandes agentes financieros los que han provocado el desequilibrio que amenaza con colapsar todo el sistema? Lo he leído y escuchado incluso de especialistas a sueldo de Wall Street: "se les fue la mano", "muchos creyeron en un momento dado que todo era posible, que las posibilidades de enriquecimiento especulativo eran inagotables, que podían intoxicar las arterias del sistema indefinidamente"... a lo que suelen añadir que "el gran cáncer es la opacidad de las operaciones y la única tabla de salvación del sistema es forzar mediante nuevas leyes la transparencia y moderar los beneficios". Vaya, resulta que ahora el mercado ya no quiere ser tan libre, resulta que necesitamos que Papa Estado -ahora con un negro de Chicago en la Casa Blanca como gran Capitán América- saque a los banqueros del fangal en que nos han metido a todos.



Cualquiera de los autores que he recomendado puede explicar mucho mejor que yo cuáles son las líneas maestras de toda esta panoplia de la prosperidad de los últimos lustros desde la que se han edificado muchísimas grandes fortunas, se ha cortocircuitado la maquinaria de control de los Estados y, en definitiva, se han acelerado todos los mecanismos imaginables de creación de miseria en el mundo. (Se me ocurre incluir muy especialmente los textos de Susan George Informe Lugano y, el publicado en Anagrama por la misma autora con Martin Wolf, La globalización liberal, entre otros muchos que se deben consultar) En todas esas páginas encontraremos los argumentos para entender por qué todo parece estar últimamente a punto de irse a la mierda.


Lo que sí se me ocurre, más allá de intentar entender el funcionamiento de eso que llaman "los mercados" en las páginas salmón de El País, o de intentar explicarle a Zp cómo ha de actuar para gravar las grandes fortunas , es recordarnos a todos que especular no es solo lo que hace Madoff. Especuló cierto viejo conocido mío el día que decidió endeudarse para comprar un bloque entero de viviendas que pretendía revender por el doble... Especulan todos aquellos que escarban en una y mil perrerías para esquivar sus obligaciones con Hacienda... Especulan quienes emplean a jóvenes e inmigrantes sin contrato para abaratar costes... No estaría mal que, de vez en cuando, nos acordáramos de que no toda la culpa la tienen los poderosos.





2. Profeso una misteriosa simpatía por Paris Hilton. En las últimas horas, este personaje, diseñado a la medida de la Galaxia Internet, ha vuelto a infestar la Red con su última ocurrencia en el Festival de Cannes, al que supongo que la han invitado por la misma razón por la que Pepe Blanco fue la otra noche a explicar las últimas medidas del Gobierno al late show de Tele Cinco La noria: en esta cultura de la recesión y el low cost en que nos movemos, todos hemos de rebajarnos un poquito (En otros tiempos, la estrella de Cannes era Catherine Denueve y los ministros iban a reñir con la derecha en La clave, ¡qué tiempos!) Al parecer, en su intento de no tropezar con su largo vestido azul de Makali -no sé quien coño es Makali- se levantó tanto la falda que el mundo pudo beneficiarse con la contemplación de su culo, confirmándose el rumor de que no le gusta llevar bragas. Cannes ha tenido momentos mejores, desde luego, pero no viene mal atraer la atención mundial en un momento donde parece que la clave del éxito está en hacer el mamarracho un poco más que el vecino.



No bromeo. Paris Hilton me gusta porque su culo al aire es la verdad desnuda que oculta la riqueza. Como en ese delirante reality que emite últimamente la Sexta sobre mujeres ricas, que parece una parodia sin que las protagonistas -tan deseosas de provocar admiración- se percaten. Los grandes multimillonarios son hoy en día una caricatura de la opulencia, la prueba de que las claves secretas que gobiernan el imaginario del capitalismo son una paradoja en sí misma. Un amante de Hilton contó que, tras acostarse con ella, fue corriendo a la cocina y se limpió el pene con lavavajillas. Estas y otras leyendas alusivas a P.H. la convierten en un icono del tiempo, pues nada perfectamente a corriente del principio que hoy gobierna las conciencias: la obscenidad.


¿Que es una imbécil? Claro, ¿quien lo duda? La mayoría de los que usted va a encontrarse si abre ahora mismo yahoo noticias lo son.





3. El nuevo gabinete de gobierno en Gran Bretaña tomó posesión ayer tarde de las distintas dependencias ministeriales. Cuando el nuevo responsable del Tesoro entró a su nueva oficina, se encontró una carta del responsable saliente. Muy escueta, rezaba así: "Me temo que no hay dinero, buena suerte".



Me acaban de bajar el sueldo, pero lo que nos estamos riendo...






Saturday, May 15, 2010







EN EL CIERRE DE LOS CINES ALBATROS












Uno de mis recuerdos mas intensos de los Cines Albatros proviene de aquella tarde en que al poeta Javier Azcona se le ocurrió que nos peláramos la clase de Historia de la Psicología -que solía consistir en que un idiota con poder nos soltaba una sarta de necedades- y acudiéramos a la sesión de las cinco en los Albatros, donde estrenaban Cielo sobre Berlín, de Wim Wenders. Era primavera y -tal que ahora sucede- el día alarga tanto que uno sale de esa cueva de las maravillas que es un cine y, como un vampiro, se topa de morros con un sol que ya no esperaba. Pero fue aquel relato de los ángeles que custodian una ciudad desde las alturas lo que verdaderamente me deslumbró.











Desde niño la idea de una película en versión original me parecía una impostura. Todo el mundo ha sabido siempre que Ethan y Cicatriz hablaban en castellano o, en todo caso, en indio piel roja -así, con los infinitivos: "!hombre blanco mentir¡"-. La cosa tenía su gracia cuando John Wayne, ahora en el original, hablaba con unos mexicanos en español y con un acento yanqui que tiraba para atrás, lo que provocaba un simpático equívoco. Aquello de las VOS sonaba un poco a La Clave, de Balbín, y de aquellos snobs del UHF que te impedían ver la peli porque con tanto subtítulo empleabas todo el tiempo en leer. "A mí no me pongáis películas con letras", decía mi abuela. Puesta a liar más las cosas, TV3, con su eterna vocación reivindicativa, redobló las películas a la lengua vernácula, de manera que John Wayne seguía exterminando indios, pero ahora amb accent de Sardanyola, un logro del nacionalismo comparable al de que Aznar reconociera que uno de sus vicios íntimos era hablar en catalán.










Yo creo que la fundación de los Albatros, primeras salas comerciales de exhibición en VOS, fue uno de los mejores síntomas de que Valencia empezaba a ser algo más que un pueblo grande labrado a duras penas entre las huertas, algo así como una genuina capital europea. Hubo otros bastante más significativos, como la construcción del by-pass, que concluyó con aquel formidable residuo de subdesarrollo que era el llamado Semáforo de Europa... O la construcción de las nuevas estaciones del metro... O el tranvía... O, mas recientemente, el campus de Tarongers, ese recinto tan utilitario y tan falto de alma que los estudiantes alegran cada noche de viernes con sus vómitos botelloneros.




No quiero ser falso, que en los entierros -ya se sabe- todos queríamos mucho al finado-: nunca acabé de sentirme del todo a gusto en los Albatros... Como tampoco en los Babel, el hermano pequeño y, ahora ya, el único superviviente de esa empresa romántica que consiste en cobrar unas perras para poner películas que uno cree que nos hacen mejores por el simple hecho de ir a verlas. En estos salas, genuinas sucesoras de las de Arte y Ensayo del postfranquismo, uno presiente cierto ramalazo snob: demasiado funcionario a medio camino entre el cinéfilo y el mirón de imágenes, demasiado progre revenido... No me hagan caso, son simples prejuicios. Al final, cuando apagas de pagar los siete eurazos de vellón por la entrada, uno agradece que el cine no se llene de merluzos que comen palomitas y juegan con el móvil cuando en la película deja de haber mamporros y los actores "se ponen a hablar, tía, qué rollo". Quizá no sea tan malo, después de todo, que los cines no huelan a palomitas, quizá no sea tan difícil entender que la emoción, al menos ante una pantalla de cine, se abre camino en medio del silencio. Respeto, respeto al producto artístico, respeto al vecino de butaca, eso es lo que -esnobismos y pedanterías aparte- se respiró siempre en Albatros.




Es posible que haya un albatrismo algo repelente en Valencia. Que la irremediable Cartelera Turia puntuara generosísimamente algún bodrio infumable de tal o cual director francés con ínfulas de genio, o que se cargara sin piedad lo mejor de Eastwood, Coppola o Almodovar, responde a la misma lógica cNegritaon la que un espectador sale de ver Odette: una comedia sobre la felicidad o la última mamarrachada de Julio Médem convencido de que "esto es cine de calidad y no esas pelis de consumo que ve el populacho en las salas de los centros comerciales." Detesto esa tendencia -en el fondo muy escapista, muy funcionarial y muy hipócrita- de la izquierda ilustrada y económicamente acomodada, que tiende a refugiar su frustración política y su envejecimiento moral tras una sensibilidad estética supuestamente superior.








Insisto, al final, todas mis reservas terminan diluyéndose tan pronto como se me ocurre la imprudencia de ir a un sala normal un fin de semana. Entonces me acuerdo de que la razón por la que uno se mete en un cine es que quiere ver una película -vaya rarezas tengo-, y quiere verla como sus autores la dejaron, sin cambiarle las voces a los actores y sin que el niñato de al lado la interrumpa con la alarma de su móvil. En eso habría de consistir la cinefilia, no en llenar la casa de fetiches, sino en el arte de saber marcar cuidadosamente los tiempos de esa liturgia con la que entramos en una sala, conservamos la entrada con el título de la película, olemos la piel de las butacas y, finalmente, nos disponemos a emocionarnos con esa magia del tragaluz infinito que inventaron los Lumiere y Mèlies.









Desaparecen los Albatros. Ya no tendrá ningún encanto acercarse por esas calles un poco sin alma, encerradas entre el Politécnico, la mezquita y la Autopista de Barcelona. Ahora se nos llama frikis o voyeurs, pero he vivido algunos de los momentos más intensos de mi vida dentro de un cine. De Albatros he llegado a salir, como aquella tarde de Wim Wenders, con una sensación cercana a la del toxicómano después de un super-chute.



Dicen que es por la crisis, pero yo tengo mi propia teoría: es Lucifer. Sí, Lucifer, el demonio, el que se define por aquello de "destruiré todo lo que amas". Es él quien en la misma zona de los Albatros inspira la demolición del viejo Mestalla, el mismo que se asocia con la alcaldesa para amputarle el corazón al Cabanyal, el que -en suma- ha decidido que lo de las salas de pelis con letras no es el futuro de los exhibidores, como antes pensábamos, sino un lujo de tiempos prósperos del que algún día nos acordaremos con nostalgia, pues acaso entonces ya sólo sean cosa del pasado.



Friday, May 07, 2010









POR QUÉ NO TENGO MÓVIL







La escena que les relato es completamente verídica, y no creo en cualquier caso que les resulte extraña porque deben haberlas visto similares en innumerables ocasiones.

Asisto a una actuación de ballet en el Teatro Principal. No soy experto en danza, de manera que la sensación que se apodera de mí cuando -en medio de la Sonata Claro de Luna de Beethoven- el grupo rodea con unos movimientos de una belleza única a la pareja protagonista tiene algo de experiencia nueva e irrepetible, una magia especial que acaso nunca antes había sentido. La joven bailarina salta en el aire de tal manera que se diría que ha encontrado, como los ángeles, el secreto de la ingravidez. En ese justo momento ocurre algo que me devuelve a la prosa del mundo, algo que me recuerda por qué dijo Cioran que la Naturaleza, al crear a este mamífero engreído llamado sapiens, "se traicionó a sí misma": es un teléfono móvil.







El protagonista del suceso es un anciano. Sospecho que sus familiares le han convencido de que debe portar permanentemente el trasto de marras. Y debe ser el más hortera de todos ellos el que le ha asignado el tono o politono o como demonios llamen ahora a la alarma del aparatito. Como en cuestiones musicales soy muy vulnerable a las interferencias, mi cerebro deja de percibir a Beethoven, y en cambio se inunda de Yurop laivin a selebreision, todos juntos vamos a cantar; Yurop laivin a selebreision, nuestro sueño una realidad. Tras acordarme de las madres de Bisbal y Rosa de España, que por cierto no tienen ninguna culpa de que sus estúpidas canciones se conviertan en tonos de móvil, pienso en preguntarle al simpático anciano qué parte del repetido mensaje auditivo y visual -"Por favor, se ruega apagar sus teléfonos móviles"- no ha terminado de entender. Es posible -pasa mucho en suelo patrio- que crea que la advertencia no es para él, sino para negros, maricones o jovenzuelos melenudos. Aunque lo más probable es que, como la mayoría de los viejos, no sabe cómo utilizarlo, lo cual supone que ni lo sabe desconectar, ni recuerda en qué bolsillo de la chaqueta lo ha puesto, ni sabe siquiera a qué teclita darle para apagarlo.

Gracias de todo corazón, me ha jodido usted el momento más sublime de las últimas semanas. Por suerte, he vivido tantas veces esta situación que ya estoy psicológicamente preparado para ella, de manera que cuando consigue, tras un tiempo interminable, dar con la teclita dichosa, la danza vuelve a apoderarse de mi alma... Beethoven se ha abierto camino entre sus enemigos con la misma pasión con la que en vida derrotó a los puristas que decían que la suya era música para bárbaros. Bárbaros son los que inventan instrumentos de tortura, y el móvil es una de ellas.





No sé si recuerdan aquel anuncio en que una pareja cena en un restaurante. La situación es idílica, ella le mira con cara de haber encontrado por fin al hombre de sus sueños, él está a punto de declararse. De pronto, le suena el móvil. "Disculpa un momento", dice el cacho de burro, y se pone a hablar. "¿Por dónde íbamos?". La situación se recompone, regresa el amor...¿Y? El puto aparatejo otra vez. A la joven se le empieza a acabar la paciencia. A la tercera vez, su sonrisa ya no es ni siquiera de desesperación, es de cinismo: ya sabe, y tiene toda la razón, que no es ese el hombre de su vida.


Razones para dejar de amar a un hombre hay muchas, he compartido toda mi vida con mujeres, de manera que puedo hacerme cargo sin apuros. Estropeamos un fin de semana gritando "Gooool" ante un televisor, miramos el culo de una que pasa tras decirle a alguna de ustedes que la amamos, nos tiramos pedos... Ustedes suelen tener el buen gusto de detestar el fútbol y no se quedan embobadas ante el primer macarra que pasa. Pedos sí se tiran algunos, todo hay que decirlo, pero menos y, sobre todo, no lo hacen con nuestra suficiencia, que parecemos hasta orgullosos si conseguimos que retumbe. Pues bien, en eso de hacer el subnormal con un teléfono móvil no tienen nada que envidiarnos.







Yo ya he dejado de escandalizarme cuando veo cada mañana a los chavales encaminarse al Instituto con el móvil en la oreja. ¿A quien coño llamas a estas horas, niña? ¿a tus compañeras para decirles que os veis dentro de un minuto y medio? El metro, por ejemplo, está lleno de jovencitas qué hace todo tipo de cosas con el móvil... porque resulta que eso de hablar ya solo es uno más de los usos del mágico aparato. Además, lejos de propiciar la discreción -en un tiempo como el nuestro, en el que la intimidad parece ser un valor apreciado solo por las minorías-, la comunicación a través del móvil nos permite asistir a todo tipo de devenires ajenos,pues la gente habla más alto que nunca, de manera que yo puedo enterarme de que Cristian tiene phoskitos -"regalos y pastelitos"- para merendar,y que "tía, cágate en las bragas, que la Jessi ha cortao con el Lolo".

No pasa un mes sin que tenga el habitual rifirrafe con mis alumnos sobre el asunto. Como buen profesor de Filosofía, tengo todavía esa presunción heroica de que las normas requieren ser explicadas. De manera que intento hacerles ver que se debe sancionar la tenencia de móviles en el recinto escolar, norma que, por razones obvias, termina haciéndose efectiva solo cuando la musiquita dichosa interrumpe la clase. El diálogo es recurrente:

-"¿Y si nos llaman para una urgencia?


Y yo les digo que el concepto "urgencia" es difícilmente definible, y que no podemos ponernos a decidir si una urgencia es que tu abuelo está en el hospital, o que tu novio te deja, o que el Valencia ha marcado un gol... De forma que, cuando realmente pasa algo grave, lo recomendable es que tu familia se preocupe de llamar al Centro, que tú bajes a conserjería... Más o menos como pasaba cuando yo era un crío y casi nunca te llamaban, pues si lo hacían era para decirte que se te había muerto alguien, con lo que resultaba bien poco deseable que acudiera el conserje con la frase famosa: "que baje López, que tiene una llamada de casa".

-"Pero si lo tenemos en modo vibrador" -la palabreja se las trae- "no interrumpe la clase".





Y es entonces cuando les intento hacer ver que es su atención lo que verdaderamente importa en una clase, que en el fondo lo que pretendo es que entiendan que un aula es un lugar de respeto, un espacio de convivencia donde se deben guardar especialmente ciertas normas sin las cuales cualquier tipo de vida pública queda absolutamente estrangulada. No sé si les ha pasado, pero muchos de los mejores momentos de mi vida -una interesante conversación, un atardecer en la cama con una hermosa mujer o una bella película- son estúpidamente interrumpidos por el odioso sonido de un teléfono. No concibo mayor derrota que la de que mis clases pudieran ser impunemente interrumpidas porque a uno le llaman para decirle que se le ha olvidado el bocadillo o que Chanquete ha muerto.

Y ¿saben?, creo que si al final no conseguimos pasar de aquello de "la norma es la norma y si no la cumples te castigo", es simplemente porque este problema no lo han inventado mis alumnos.

Me explico. Hace años, en una sesión de Consejo Escolar donde supuestamente se determina la gestión de algo tan serio como para mí es un centro de enseñanza pública, se nos presentó la nueva presidenta de la Asociación de Padres. Bienvenida, y todas estas cosas. Al cabo de un rato, a la individua le sonó el móvil. "Bueno, la inexperiencia", pensé... Media hora después le volvió a sonar. Esta vez se levantó de la mesa y contestó. La tercera vez aparentó cara de fastidio y murmuró algo así como "qué pesado es", lo cual no le impidió contestar y decirle a Kevin que se comiera las galletas, que hiciera los deberes o que dejara de hacerse pajas con el Penthouse de su padre.


Supongo que ya ven por donde voy. Es ridículo pretender que nuestros adolescentes interior¡cen principios morales que sus padres son los primeros en enseñarles a conculcar. Y no solo sus padres. Mientras algunos profesores pierden el tiempo intentando hacer entender a sus alumnos el carácter hasta cierto punto sagrado que debemos otorgar a esas pequeña ágoras modernas que son las aulas -como los cines, los teatros o las salas de conferencias- hay profes muy simpáticos que hacen ostentación de su móvil de colores y salen obscenamente del aula en medio de la clase para hacer eso a lo que sus alumnos no tienen derecho. Como le dijo una a un alumno que le cuestionó en una de estas situaciones por lo que le parecía una evidente discriminación: "es que tú y yo no somos iguales"... y se quedó tan pancha. Lo que no sé es por qué a continuación no le dio por fumarse un porro o a escribir en la pizarra "alumnos hijos de puta"... En eso consiste lo de no ser iguales para esta señora: que los profes podemos hacer marranadas y nuestros alumnos no.





No uso teléfono móvil, soy seguramente un desgraciado y me debo estar perdiendo cosas maravillosas. En cualquier caso soy la prueba viviente de que se puede vivir sin móvil en 2010.Es lo que he elegido, el problema es que no estoy seguro de poder ser libremente desgraciado durante mucho tiempo. Con frecuencia, seres que me quieren me intentan obligar a comprarme uno, y hay quien incluso se plantea regalármelo. Y el caso es que yo tuve móvil un tiempo. Lo tiré a la basura. Había un amigo, al cual conocí muchos años antes de que existieran los telefoninos, con el que solía quedar. Nos citábamos en tal sitio y a tal hora. Cuando yo ya estaba en la calle, me volvía a llamar y me decía que mejor un poco más tarde, que tenía que hacer no sé qué cosas. Ya en el lugar se retrasaba, conque me volvía a llamar y me decía que mejor en tal sitio, que le pillaba más cerca. Yo acudía al nuevo emplazamiento. El tipo volvía a llamar y me preguntaba que por qué no había llegado yo aún... En ese momento aparecía doblando una esquina y con el móvil en la oreja... Levantaba la mano con gesto de "ah!, áhí estás" y apagaba el móvil. Una pesadilla, vamos.


Últimamente quedamos poco.


Saturday, May 01, 2010







LA MADRE

Tengo la insana costumbre de alegrarme secretamente cuando descubro que un tesoro de cuya belleza llevo años disfrutando, permanece oculto para la mayoría de mortales. Es una estúpida presunción, pero sospecho que nos pasa un poco a todos, como si aquello que adoramos se desvirtuara simplemente por popularizarse, como si solo el Quijote o Las Meninas pudieran resistirse al riesgo de trivializarse en que caen las cosas cuando se popularizan. Ayer volví a ver Roma, no la de Fellini, sino la de Adolfo Aristaraín. Creo que era un buen momento la víspera del Día de la Madre para regresar esta obra bellísima, uno de esos films en donde uno sospecha que encuentra las respuestas que busca, algo que, por cierto, ya me ha pasado anteriormente con este admirable director de cine argentino.





En este relato, un joven periodista es contratado para hacer de ayudante de un veterano escritor al que su editorial ha encargado elaborar su autobiografía. El viaje a un pasado ya remoto en el Buenos Aires todavía espléndido y eufórico de los cincuenta da cuenta de lo que parece una vida emocionante, envidiable... Pero Juaco siente que todo ha sido un puñetero desperdicio, la historia de toda una larga serie de oportunidades desaprovechadas. Desde el momento tan cruelmente intolerable en que muere su padre, Juaco no hace sino deambular sin sentido, como un "rinconero", sin participar nunca del todo en las contiendas revolucionarias de sus amigos, sin llegar a comprometerse con ninguna piba seriamente, sin concretar ninguna de las opciones de trabajo y estudio que, una y otra vez, su madre -Roma- va proporcionándole. Nadie entiende por qué Roma es tan indulgente con su hijo, por qué parece creer que su hijo llegará algún día a ser un gran escritor, por qué le deja coger con sus novias en la casa, por qué insiste -cuando el tío Áteo le insinúa que es un vago- en que Joaco "no tiene un buen trabajo aún porque el suyo no es espíritu para vivir encerrado dentro de una oficina".



A medida que va transcurriendo el metraje del film -que es la narración de una vida, o mejor, de aquellos tramos realmente memorables de una vida, pues no otra cosa es una biografía- vamos sabiendo por ejemplo que todo lo que un escritor escribe es perfectamente accesorio y que el mundo hubiera podido pasarse tranquilamente sin ti y sin eso a lo que llamas "tu obra". También intuimos que, como Joaco, acaso hemos desperdiciado nuestra vida y, lo que es peor, lo más probable es que volviéramos a hacerlo. Pero lo que sobre todo nos enseña Roma es que lo que se ha ido construyendo en nosotros es la historia de un hijo, es decir, de lo que la madre construyó para nosotros y la manera en que, seguramente, no supimos aprovecharlo.





Hay pocas cosas sobre las que no me atreva a bromear: el amor materno-filial es una de ellas. Hay algo religioso -en un sentido les aseguro que muy lejano de las paparruchas de las misas y las imágenes de las virgencitas- una fortaleza telúrica, arraigada en lo más profundo del subsuelo... inexplicable para un varón, incapaces como somos de entender que algo pueda protegerse incluso mucho después de lo que el programa biológico del mamífero que somos tiene previsto. La madre nos ha preservado de la ira del macho y de las inhóspitas afueras, esconde y disculpa nuestros vicios, nos protege incluso contra nosotros mismos.



Es un buen día para releer La madre, de Maximo Gorki, donde Tatiana llega a gritarle a Dios que jamás le perdonará por haberse llevado a su hijo. O Las uvas de la ira, de Steinbeck -que merece tantos regresos como el film de John Ford-, una historia que se anuncia como pintura del paisaje de la Gran Depresión, pero que vive atravesada de principio a fin, sin que terminemos de darnos cuenta la mayor parte del tiempo, por la alargada sombra de la figura materna, ese misterioso poder que mantiene unido el clan en medio de las peores tempestades. (Al final, Rosharon, la joven madre que acaba de perder a su hijo, salvará con su leche de morir de hambre a un hombre en un granero. Eso no se lo dejaron contar a John Ford en la película, pero en toda su terrible obscenidad -el indecente espectáculo de la miseria y la injusticia- es el final apropiado para esa novela admirable)

Mejor pues los clásicos para celebrar este día, a Aristaraín me lo pueden dejar a mí. Cuando, ya jubilado incluso de la profesión de novelista, Joaco, cumpliendo una vieja liturgia familiar, habla por fin al río, le dice que su madre es lo único que de verdad mereció la pena de tantos años deambulando por la vida.





No es mi pretensión reivindicar la institución familiar, qué diablos, de la familia pueden decirse cosas hermosísimas tanto como cosas odiosas, responsable como es de muchas de las mayores virtudes, pero también de las mayores taras. No, eso se lo dejo a aquellos que, como los que visitan asiduamente a los profesionales de la moral, necesitan cargarse de razones para apoyar aquello en lo que, en el fondo, nunca creyeron demasiado. Tan solo pretendo ser honesto, tan solo expresar mi perplejidad, que no es otra cosa que la capacidad para admirarse por aquello que uno no alcanza a comprender y que, sin embargo, continúa moviendo el mundo.