Friday, December 28, 2012





CONRAD, RIDLEY SCOTT
 Y EL BONAPARTISMO

Treinta y cinco años han pasado desde que Ridley Scott estrenó Los duelistas. Azares de todo tipo explican que yo no la haya visto hasta ahora. Ayer lo hice, lamentaría que fuera tan a destiempo de no ser porque no haberla visto antes me permitió gozar de ella en toda su plenitud. Como dice Carlos Boyero: "cómo envidio a quien aún no ha visto Los Soprano, me cambiaría por él sin dudarlo". O, en una versión más bizarra del tema, como dijo Buñuel, "me cambiaría ahora mismo por cualquiera que tuviera los pulmones y el estómago limpios, pues los usaría para volver a fumar y a beber, únicas cosas que de verdad echo de menos en mi vejez.".

Basada en The duel,  novela breve de una de mis debilidades, Joseph Conrad, quien a su vez basó su relato en un affaire de la vida real, el film cuenta la historia de dos soldados napoleónicos, Feraud y D´Hubert, que se enfrentan reiteradamente en duelos de honor durante décadas, acumulando al fin una treintena de justas en las que, por un cruce insistentemente milagroso de contingencias, los dos sobreviven una y otra vez.  A medida que va avanzando el relato, se agranda en el lector la sensación ,compartida con D´Hubert, de que la terquedad de Feraud en resolver el problema en el campo del honor es completamente injustificada y absurda. La ofensa que da origen al litigio no es tal, el odio que Feraud siente hacia su contrincante, y que le hace trasladar su batalla de manera implacable a lugares y tiempos completamente alejados entre sí, no encuentra más lógica que la de la paranoia de un lunático. Finalmente, cuando muchos años después del primer duelo, D´Hubert se encuentra con la posibilidad de cobrarse la vida de Feraud en el enésimo enfrentamiento, decide hacer uso de la cláusula de honor que le permite disponer plenamente del rival cuya vida es perdonada, obligándole a renunciar para siempre a su causa y, por tanto, a dejarle definitivamente en paz.

La última escena del film me parece esclarecedora: Feraud, con el sombrero de tres picos napoleónicamente cruzado sobre la cabeza, vaga entre colinas contemplando melancólico el fluir de un gran río. La vida no parece ya tener contenido para él. Como el Emperador al que, al contrario que D´Hubert, había sido fiel hasta el final -incluyendo su regreso de la isla de Santa Helena-, Feraud queda condenado a vagar sin rumbo, rumiando su nostalgia por los tiempos en que los hombres como él podían ejercer sin pedir excusas el único oficio que estiman y conocen: la guerra.

Los duelistas es claramente un relato contra el bonapartismo. Feraud es un trasunto de Napoleón, el cual queda así retratado como un fanático obsesionado por la conquista y la gloria personal, un iluminado que no duda en enviar a la muerte a la nación entera y a media Europa por unas ambiciones desmedidas cuyo ritmo de tambor consiguió hipnotizar a tantos hijos de la Revolución Francesa. Cuando estos se dieron cuenta al fin de la clase de loco hijo de perra que era aquel caballero bajito, ya estaban con los pies congelados en el hielo de las estepas rusas y con la patria colapsada y en ruinas.



¿Tiene alguna vigencia esta crítica? La tiene toda, en mi opinión, porque acaso los epígonos directos del corso murieron todos en la misma melancolía megalómana de su héroe -a cuyos últimos ecos de sirena no fue ajeno Nietzsche, todo sea dicho-, pero, a vista de pájaro, las sombras que extiende el bonapartismo se alargan muchísimo. A esa luz, o a esa sombra, se dibuja con más claridad el perfil de la política italiana de las últimas décadas, marcada por la arrolladora influencia de uno de los personajes más dañinos que ha dado Europa, Silvio Berlusconi. Su poder para lesionar las instituciones representativas sólo se entiende a tenor de su indiscutible carisma personal, que le ha permitido condicionar la política nacional durante décadas en un país donde, debido al descrédito de la profesión política, propiciado por la endémica corrupción y por el laberinto electoral, la tentación del populismo intoxica los aires que la gente respira. Dueño de los medios de masas y colosalmente rico, Berlusconi es la evidencia más concluyente de que el capitalismo posmoderno estrangula la democracia, convirtiéndola en un mero simulacro, apenas un espectáculo de Commedia Dell´Arte en el que los ciudadanos intuyen que ya no son gobernados sino por las grandes corporaciones, mientras los profesionales de la política les compensan divirtiéndoles con sus peleas ridículas retransmitidas -como el Scudetto- por la televisión y los periódicos.

La beligerancia con la que Berlusconi se dirige a las instituciones garantes del orden democrático, empezando por la Justicia, no es producto del simple interés personal, aunque todos sabemos que Il Cavagliere intenta acomodar las leyes a su objetivo de delinquir impunemente; hay toda una trama ideológica tras ese juego supuestamente basado en el carisma: la misión de Berlusconi es poner en suspenso la democracia -eso que Europa dice haber legado al mundo- para evitar cualquier mínimo bloqueo al beneficio de las grandes corporaciones, esas que ahora ordenan asfixiar las clases medias de los países del sur del continente para seguir protegiendo los intereses financieros.


Podríamos hablar del trío de las Azores, de la isla Perejil, de la Thatcher y las Malvinas, de Bush y la industria de las armas y la seguridad, de la explotación comercial del miedo al terrorismo, de Yeltsin y de Putin, de Sarkozy... Hay que ver Los duelistas, aunque creo que al relato le falta algo para tener una absoluta actualidad. Comparto la impresión de que el mundo se divide entre los Feraud y los D´Hubert, es decir, entre quienes sólo saben vivir en la guerra permanente, y quienes creen que es posible la convivencia y que tenemos que luchar por ella. Como D´Hubert, debemos hacer frente valerosamente a los opresores y a los violentos, pero no por salvar un honor en el que ya solo creen los fanáticos, sino por hacer posible una comunidad de paz, prosperidad y convivencia. El problema es que no podemos pensar en un actual Feraud sólo como un enloquecido que lo sacrifica todo por la defensa de un sentimiento atávico e ininteligible para una sociedad construida en torno a la revolución industrial y los valores burgueses. A diferencia de Feraud, al que debemos pese a todo respetar por su honestidad, lo que persiguen los bonapartistas actuales no es el honor, es el capital. Además, al contrario que Napoleón, los bonapartistas actuales ya no acuden al campo de batalla, en todo caso envían a los demás mientras ellos dan ruedas de prensa en las que no aceptan preguntas. Demasiado cobardes para que los consideremos émulos del Emperador.

Saturday, December 22, 2012






EL POCALISIS



"Viene el pocalisis", solía decir mi abuela. Se refería al nombre bíblico que designa el fin de todo, de todos nosotros, el gran pifostio que habría de ponernos ante Dios para ser juzgados, una situación en la que, con tanta gente con prisa, Dios debe andar algo estresado, lo que aumenta las posibilidades de que la tome con uno y termines viéndote en el infierno.

Las teles deberían convertir esto del fin del mundo en un clásico, algo así como el prolegómeno pesimista de algo tan obviamente esperanzador como es la Natividad del Señor. De igual manera que en los telediarios de fin de año aparecen los saltadores de esquí, el concierto de Viena o el bar ese de Noruega que está todo hecho de hielo, podrían también sacar cada año los telediarios a los llamados "Preparacionistas", unos tipos que hay en Norteamérica y que gastan su energía y fortuna en edificar refugios subterráneos a la espera del gran pedo final. Cuando venga la llamarada solar que nos queme, o la madrugada nuclear, o los alienígenas -que a mí ya hace mucho que se me figuran como los lagartos de la serie V- ellos se meterán en su bunker con latas de alubias -que es lo que siempre hay en la despensa de los refugios- y los demás seremos fulminados en un visto y no visto. Los Preparacionistas están como putas cabras, claro, aunque eso no parece gran mérito en un país donde hay tantos lunáticos por kilómetro cuadrado. Ya me imagino a los amish, los gilipuertas del Séptimo Día o los cabalistas del Armagedon celebrando el error de los partidarios de las profecías mayas y asegurando que el Fin del Mundo no era ayer, sino mañana, o el mes que viene, pues es lo que seguramente predijo Nostradamus, el libro secreto de los templarios o algún yogui hindú que se había fumado unos porretes.

Aprendí leyendo Asterix que lo único que teme un guerrero galo es que el cielo caiga sobre su cabeza. Tal temor parece infundado, pues el cielo no es un ente material ni concreto, de manera que no puede desplomarse como la marquesina de un viejo cine y rompernos el cráneo. Claro que hay otros elementos por los que sí resulta recomendable elevar de vez en cuando la mirada, no sea que también les dé por abatirse sobre nosotros, en cuyo caso la sensación de cataclismo puede ser muy similar a la de las profecías apocalípticas. Los mismos mayas, por ejemplo, de haber imaginado como iban a acabar ellos mismos -infectados de viruela y asesinados o esclavizados por los invasores-, habrían pensado que su predicción era certera, sólo que habrían tenido que adelantarla algunas centurias, pues los dioses optaron por exterminarlos bastante antes de lo que se pensaban, los muy infelices. Se me ocurre pensar si, en vez de pasarse el día mirando embobados a la Osa Mayor y ofreciendo sacrificios humanos para aplacar la ira de Kukulkán, les hubiera dado por gestionar razonablemente los asuntos terrenales, acaso nos les habría terminado yendo tan mal, qué se le va a hacer, al menos con la gilipollez de la profecía han dado a ganar pasta a mansalva a algún productor de Hollywood y materia para intercambiar chorradas en internet, que tampoco es mala cosa.

  No pienso demasiado en el fin del mundo, como diría Woody Allen: "no voy a preocuparme de eso cuando ni siquiera encuentro un fontanero en domingo.". No me lo tomo a broma, no se crean, es más, sospecho que la humanidad está dando pasos muy precisos hacia su propia extinción. Lo que pasa es no se trata de una catástrofe como gusta en el cine de masas, súbita y bestial, como aquel meteorito que acabo en un rato con los dinosaurios. Ya saben de sobra ustedes como va esto, pues lo han visto repetidas veces en los multicines del centro comercial al que van los sábados: un monstruo surgido del océano, una salva de asteroides, un gorila gigante, una nave extraterrestre o un grupo terrorista se lanzan sobre Nueva York, los taxis empiezan a colisionar en la Quinta Avenida, un ejecutivo trajeado se atraganta con un sandwich de pollo cuando levanta la vista, un vagabundo negro empieza a blasfemar porque su perro, que presiente el desastre, se pone a ladrar como un descosido... Me temo que el final no se va a parecer nada a esto.

Hace algún tiempo, meditando en común sobre la crisis, cuando ya se hizo muy evidente que la cosa iba en serio y que lo de los "brotes verdes" no llegaba ni a la categoría de chiste, un amigo lanzó una de esas sentencias que a uno le impactan: "Yo lo que creo es que han decidido exterminarnos". Vamos, como aquel eslogan de los sindicatos en la huelga general -"Quieren acabar con todo"-, pero entendiendo que el "todo" nos incluye también a nosotros. El tipo no se explicó demasiado bien, pero la cosa tiene sentido. ¿Se acuerdan de aquella intervención de Juan Roig, dueño de la próspera empresa Mercadona? Vino a elogiar el temperamento extremadamente disciplinado y laborioso de los chinos, incitándonos a todos a tomar ejemplo. Es posible que aquel día Roig andara algo molesto porque la cuenta de beneficios de la semana no hubiera sido tan colosal como la de la anterior. Sus empleados deberían hacer turnos aún más largos, cobrar menos, no ir a mear... Podría también quitarles definitivamente los domingos -en las otras grandes superficies ya lo están haciendo-, sustituir a los delegados de tienda más respetuosos por otros que vejen y presionen más a los empleados; todo ello con la noble intención de mejorar la productividad. Podría Roig, finalmente, reclamar al señor Rajoy que decrete la restauración de la esclavitud, una práctica clave para entender el enorme incremento de la competitividad comercial de China, país en el cual pasar del comunismo al capitalismo ha supuesto abandonar un modelo de oligarquía sin cambiar para nada a los oligarcas ni cambiar tampoco la miserable vida de los siervos.

Es posible que Roig sea un gran empresario y un gran creador de prosperidad, aunque a mí me parece que el mayor mérito es el de sus trabajadores, a los que observo diariamente y que no merecen que su jefe les menosprecie instándoles a tomar ejemplo de los chinos. Me pregunto si Roig, que sin duda ha odiado desde la cuna el comunismo, sabe que en la República Popular las cosas han cambiado mucho menos de lo que parece, y me pregunto también si para que él tenga más yates y se compre casas más suntuosas tienen sus empleados que aguantar que les digan que no son suficientemente productivos. Yo, por ejemplo, también puedo pensar que es ridículo dedicarse a gimotear sobre un campo de fútbol porque ha descendido el equipo que él y su hermano se han comprado, o que deberían pedirnos perdón él y todos los demás grandes empresarios de este país por haber confiado durante años para dirigir su "sindicato" en un tipo tan siniestro como Díaz Ferrán.

Es posible que el fin del mundo llegue por un meteorito o que a Kukulkán se le hinchen los cojones y nos envíe una radiación solar, pero hasta que eso ocurra, deberíamos intentar convivir lo más sanamente posible sin dedicarnos los unos a los otros a hacernos la vida imposible.

De lo contrario se nos puede hacer muy largo hasta que llegue el pocalisis.




Saturday, December 15, 2012





TINTÍN EN EL CONGO


En estos días hemos sabido que un tribunal belga ha desestimado la demanda de un hombre de origen africano contra el segundo de los álbumes de Georges Remi (Hergè) protagonizados por el joven periodista Tintín. El demandante, debido a los contenidos racistas de la obra, exigía la retirada del tebeo o, en su defecto, la inclusión en la cabecera de la edición de una advertencia para los lectores respecto a sus peculiaridades ideológicas, que ofrecen una visión propagandista del colonialismo completamente irrisoria medio siglo después de haberse descolonizado el continente africano. 

No perderé el tiempo ni el crédito descalificando a Bienvenu Mbutu Mondombo -y mira que sería fácil con ese segundo apellido-, ni siquiera le acusaré de oportunista por haber efectuado su denuncia cuando se estrenaba con honores mundiales el film de Steven Spielberg sobre Tintín. Podemos suponer que el caballero cree sinceramente que si el texto se prohíbe o, al menos, si se garantiza que ningún niño lo lea sin el asesoramiento previo de un adulto -me pregunto de qué manera se puede garantizar jurídicamente esto último- estaremos ayudando a que el planeta sea un lugar algo más justo y menos propenso a la discriminación, la exclusión y la violencia; pero podemos igualmente suponer que lo que pretendía era obtener notoriedad y quién sabe si algo de pasta por parte del propio Spielberg o de la empresa belga que usufructúa los derechos de las obras de Hergè para que retirara la denuncia y se esfumara. Da lo mismo, todo este asunto me parece igualmente una mamarrachada. 


¿Racismo y colonialismo en la visión que del Congo ofrece el cómic? Desde luego. ¿Paternalismo respecto a unos congoleños pueriles e ignorantes que parecen necesitar en todo momento la guía de un padrecito blanco? Sin duda. ¿Trato cruel y vejatorio con especies animales actualmente protegidas? Por supuesto. "Yo aún diría más..." -cito la célebre y repetidísima frase de los hermanos Dupont-: no tengo ninguna duda de que los crímenes cometidos por la metrópoli belga en el Congo convierten a su principal responsable -el Rey Leopoldo- en un inigualable inspirador de los genocidas posteriores, cuyos nombres reconocemos todos como parte esencial de la historia negra de la Europa moderna.

No, el problema no es que no tengan razón en sus argumentos contra el contenido del libro Mbutu Mondombo o las instituciones contra la discriminación racial que vienen denunciando su contenido racista desde hace décadas. El problema es que hayan trasladado a los jueces el contenido de un debate de ideas, y ello sin otra intención que la de que el libro se prohibiera. También tienen razones de sobra en su rechazo a ideologías repulsivas quienes -a veces con éxito- han exigido convertir en delito el negacionismo, lo cual supone que si a usted se le ocurre decir en algunos países que en Auschwitz no se asesinó a ningún judío puede acabar en la cárcel. El Holocausto es una infernal verdad del siglo XX, pero el hostigamiento contra el derecho a equivocarse o, lo que es lo mismo, la persecución de la libertad de expresión es igualmente una lacra. Negar el Holocausto es una estupidez o una odiosa manipulación, lo cual vale igualmente para algún supuesto historiador español que afirmó recientemente que en el bombardeo de Guernica murieron media docena de personas y el gato. Hay otros negacionismos, como el del cambio climático, sin olvidarnos de quienes afirman que el viaje a la luna del Apolo fue un montaje cinematográfico, o los que dicen que Marilyn Monroe fue eliminada por los servicios secretos de la CIA, o que Elvis sigue vivo en Argentina y forma parte de un programa de protección de testigos del FBI. 


Dijo Cioran que no habría constitución ideal mientras no contemplara la resolución de eliminar a los que nos caen mal. El mundo está lleno de idiotas o de sinvergüenzas que emiten visiones ridículas, dañinas o nefastas de la vida, pero no podemos prohibirlos, no se nos debe dejar siquiera albergar dicha expectativa. Y Cioran lo sabía cuando emitió esa humorada. Tintín en el Congo es un tebeo para niños, al contrario que, por ejemplo, la más grandiosa novela que he leído sobre África, El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad: simplemente creo que se deben leer ambos, cada uno en la época de la vida conveniente. 


No obstante, y antes de recluir a Tintín a la condición de héroe infantil, conviene efectuar alguna matización. Hergè tenía veintitres años cuando se editaron en papel las planchas del relato del Congo. Jamás había estado en la colonia del Rey Leopoldo. Tiempo después reconoció que su trabajo había respondido a las demandas de la revista ultraconservadora en la que intentaba abrirse paso, y que configuró su relato en base a los tópicos que circulaban por Bélgica sobre el África negra. Tras su siguiente álbum, Tintín en América, el serial de Hergè dejó de ser una publicación menor o infantil. Desde El loto azul encontramos una sucesión de obras maestras cuya influencia en la historia posterior de la novela gráfica es colosal. Stock de coque, Aterrizaje en la luna, El asunto Tornasol, Tintín en el Tíbet... 

Inútil continuar, las aventuras de Tintín y el Capitán Haddock constituyen una de las cumbres de la cultura europea contemporánea. Alguien dijo que el siglo XX irá asociado para siempre al jazz, al cine... y al cómic, no hay duda. Y de entre estos ninguno ha obtenido la repercusión de la serie de Hergè. Hay en ella algo del mejor Hitchcock, del surrealismo, del humor de Wilder, de Spielberg... Últimamente caen en mis manos algunas de las obras de Paco Roca, el más reputado de los ilustradores españoles actuales, y presiento por todas partes la alargada sombra del maestro belga. Me atrevo decir que Tintín es el personaje en que se resume lo mejor de la ética cosmopolita con la que los europeos han contagiado al resto del mundo. 


El viejo continente -bueno es saberlo, ahora que su lugar en la historia parece condenado a ir diluyéndose en la insignificancia y la melancolía- ha dejado en herencia a genios como Hergè o a ilustres carniceros como el Rey Leopoldo. Conviene precisarlo.

Pero de esto dudo mucho que diga algo la denuncia de Mbutu Mondombo


Saturday, December 08, 2012





EL SHOW DE TRUMAN

En las últimas noches he tenido pesadillas con una película, El show de Truman, que por cierto no es de terror, o no exactamente. Influye el que la haya visto dos veces en apenas un par de días , que se suman a la veintena de visionados anteriores, todo ello debido a que me sirvo de este film de Peter Weir, autor de El club de los poetas muertos y Master and commander, para ilustrar la explicación de algunas de las especies más célebres de la historia de la filosofía, en concreto el platónico Mito de la Caverna y el argumento onírico que Descartes plantea en el cuarto capítulo del Discurso del método. En ambos casos se nos lanza de boca al más radical de los desafíos metafísicos, la duda escéptica por antonomasia, la posibilidad de que todas nuestras creencias sean ingenuas, que todo aquello que tomamos naturalmente por verdadero y sobre lo cual asentamos nuestra paz de espíritu responda en realidad a un sinfín de confusiones inducidas por algún artero engañador -los sofistas en Platón o el Genio Maligno en Descartes- o propiciadas por nuestra propia pereza intelectual. 

No estoy seguro de que sea ese desafío lo que verdaderamente me inquieta del film, a fin de cuentas soy un filósofo y llevo por tanto más de media vida preguntándome si tiene sentido la existencia, preguntándome incluso si tiene sentido hacerse tal pregunta. En cuanto a la posibilidad de ser engañado, ya he sido víctima a lo largo de mi vida de timos de la más diversa índole, con lo cual a estas alturas, dado que hasta hoy he sobrevivido a ellos, tan sólo aspiro a escarmentar. No, lo que de verdad me desasosiega de este relato es lo que nos revela respecto al poder que la sociedad del espectáculo -como bautizó Guy Debord a las comunidades tardoindustriales- desarrolla para penetrar en la privacidad de los seres humanos. 

Al modo de fábula de anticipación, se nos informa de que Truman Burbank es el primero niño adoptado legalmente por una corporación, justamente la que ha construido el gigantesco estudio televisivo donde transcurre el programa denominado El show de Truman. Toda la vida del protagonista es un fraude desde su nacimiento, que se produjo por cierto ante cientos de millones de telespectadores. Truman ha vivido rodeado de cámaras y figurantes, y su biografía es resultado de lo que el guionista y artífice del show -no casualmente denominado Christov- ha ido diseñando para él, desde sus primeros pasos hasta su ingreso en una empresa de seguros, pasando por los avatares de la escuela, su amistad con Marlon, la muerte de su padre -de la que Truman se cree culpable- o el noviazgo y boda con Meryll. La novela resultaría particularmente anodina de no ser porque lo único que no es falso en la vida de Truman es el propio Truman, quien no es consciente de lo que verdaderamente ocurre. 

La idílica ciudad de Seaheaven es el marco que Christov ha diseñado a medida para que Truman nos divierta, sus allegados fingen, las tormentas en el mar son cosa de un programa climatológico controlado por la realización del show... Incluso el día y la noche son determinados por un ordenador. Todo es mentira en el día a día de Truman desde hace casi treinta años. Marlon le confiesa que moriría antes que engañarle, por eso le recuerda una amistad que viene de la infancia cuando a Truman le entran las primeras dudas respecto a la veracidad de su vida. "Todo el mundo parece estar en el ajo", le contesta Truman. "Entonces yo también habría de estar en el ajo, pero no lo estoy porque no hay ningún ajo."

Un buen día, una de las innumerables actrices del show, que se ha enamorada realmente de Truman, decide traicionar a Christov le revela a aquél que todo es una estafa colosal. Al modo socrático, esa mujer, que es expulsada del programa de igual manera que Sócrates fue condenado por la Asamblea de Atenas, funda desde el exterior de Seaheaven un movimiento que reivindica la liberación de Truman. Finalmente Truman decide huir, y así, tras un breve viaje en barco por la falsa bahía de Seaheaven, encontrará finalmente la puerta para salir del inmenso plató. No olvido la última escena, cuando Christov le habla desde las alturas:

-"Quédate aquí, conmigo, en el mundo que he creado para ti. Ahí fuera no hay nada mejor que Seaheaven: las mismas mentiras..."

Ante el evidente enojo de su padre, Truman resuelve contestar con un gesto que indica que su show ha terminado y abandona la escena para siempre. 

Desde el primer Gran Hermano que emitió Telecinco el reality show, del que el relato de Weir es una profecía delirante pero aleccionadora, viene siendo objeto de mi reflexión. No pretendo que este formato, que tal y como era fácil prever se ha convertido en la lógica televisiva del nuevo siglo, sea el mayor de los problemas que tenemos con la Verdad, pero sí creo que es uno de sus síntomas más esclarecedores. El reality se ha apoderado de la televisión porque es barato y porque desde Gran Hermano los espectadores se han dejado adiestrar por su peculiar lógica. Hay algo profundamente malsano y fisgón que se remueve en las vísceras cuando se abre la ventana de una planta baja y detectamos que hay alguien dentro tramitando su privacidad como si nadie le observara. Lo descubrí el tiempo en que viví en un primer piso de una calle céntrica. A veces caminaba por el comedor y descubría las caras bobaliconas de numerosos ocupantes del autobús que solía detenerse justo ahí, a un metro escaso del balcón. ¿Qué pretendían descubrir? ¿Por qué siempre miraban hacia el interior? Por despecho les mostré el culo varias veces, pero no creo que el espectáculo resultara especialmente seductor.

Creo sin embargo que es algo más que un poso cotilla lo que nos inclina a demandar a las cadenas dosis diarias de telerrealidad, entendiendo por tal un desfile siniestro de lloros, exhibiciones impúdicas de sentimientos, reyertas poligoneras o polvos bajo el edredón, todo ello dentro de un guión preestablecido por el Christov de turno. ¿Ficción? "No", contesta uno de los falsos amigos de Truman, "es realidad, pero realidad controlada".Lo inquietante es que el modelo simulacional del reality es exportado a todos los órdenes, no sólo los televisivos, y quizá ello se deba a que ya nos habíamos acostumbrado antes a que nos engañaran. Somos como yonquis a los que se suministran unas pastillas de evasión hasta que se nos pasan los efectos, y entonces pedimos más. 

Hace cerca de cuarenta años empezaron a configurarse en España las líneas maestras de una gran narración. Arrancaba de la heroica clandestinidad contra el franquismo y la valerosa prudencia de los primeros líderes democráticos, seguía con la integración de España en Europa y desembocaba en un siglo XXI donde este país, desangrado históricamente por guerras intestinas y torturado por inquisidores, caciques y pronunciamientos cuarteleros, exhibía al fin ante el mundo una condición nacional próspera, avanzada y orgullosa. 

De este relato la serie Cuéntame es un reflejo idóneo, pues dice la verdad, no la verdad de lo ocurrido, sino de lo que hemos decidido que ha ocurrido, lo que se ha proclamado oficialmente como memoria colectiva y que el Rey nos recuerda cada año en Nochebuena, por si hemos descuidado la memoria. 

¿Es el relato en el cual se ha sostenido nuestra fe una perfecta mentira urdida para terminar estafándonos como en la vida de Truman? Toca preguntarnos, para empezar, si lo que tenemos es la democracia de cuya Constitución nos vanagloriamos o si, por el contrario, la escena de las sesiones del Congreso o la que podemos imaginar de un Consejo de Ministros del Gobierno actual llega ni tan siquiera a la categoría de parodia patética de lo que un día soñábamos ser. 

Me entran ganas de salir del escenario y enviar a Christov a la mierda. Pero no puedo, estoy saliendo en la televisión.