Wednesday, July 30, 2008







EL AMOR Y SU PROSA




“El amor requiere trabajo”. Escucho varias veces esta frase durante un debate nocturno sobre el amor, la pareja y, especialmente, sobre el romance.

En el film Los amigos de Peter encontramos tres versiones de la dificultad para tramar la propia biografía en los términos en que las personas que peinamos ya alguna cana fuimos enseñados a hacerlo. La protagonista, tierna y sensible, expresa su amor a Peter, el único hombre en el que ha confiado durante años, un verdadero amigo en toda la extensión de la palabra… “¿por qué no casarme contigo si eres el único al que puedo decir que quiero y el único que nunca me ha hecho daño?” Quizá justamente por eso, porque nunca te hice daño… A continuación Peter confiesa en tono de disculpa no estar “demasiado interesado en asuntos vaginales”, es decir, que su homosexualidad inconfesa durante años le impide atender la demanda de su mejor amiga. En segundo lugar hay una joven que acostumbra a cambiar de novio como de bragas, de manera que
su vida parece ser una ciclotímica sucesión de situaciones sexualmente tórridas y excitantes con otras absolutamente depresivas de amantes fugitivos que desaparecen en la noche, reproduciéndose una vez tras otra su situación de soledad. Finalmente, hay una pareja “estable” –curiosamente es el primer papel que recuerdo a Hugh Laurie, Doctor House para mí y para ustedes-. Invitados por Peter a su casa durante un fin de semana, ella no para de llamar por teléfono para preguntar por su hijo, ya que en un presunto descuido, unos meses atrás, ha muerto el otro crío que tenían…Quiere a su marido, pero no puede dejar de echarle la culpa, o de echársela a ella misma por la tragedia sobrevenida. “Tenemos que sobreponernos”, dice él, “tenemos que volver a vivir”. El amor está saltando por los aires entre ellos, el trabajo para restañar la herida se antoja hercúleo en dos corazones destrozados por la peor de las desgracias…



Es evidente que el personaje encarnado por Emma Thompson confunde amor con amistad. El de la joven fogosa ve resueltas algunas de las incertidumbres en torno a su vida el día que Peter le da la clave: “no eres adicta al sexo, eres adicta al romance”. Finalmente, entre la pareja, la historia parece lanzar un rayo de esperanza cuando, después de un par de situaciones imprevistas y estrambóticas –suele ocurrir así- vuelven después de mucho tiempo una tarde a relacionarse sexualmente, lo que les permite creer siquiera por unas horas que hay vida para la pareja más allá de la tragedia.

El amor es ciertamente algo por lo que hay que esforzarse, si es que uno cree realmente que merece la pena. ¿Lo creemos?

Las personas recién enamoradas –acaso sea una redundancia, acaso todo enamorado lo pueda estar sólo “recientemente”- suelen expresarse con una convicción que les hace ganar a nuestros ojos un prestigio que, sinceramente, creo que no merecen. “He visto la luz, Él es lo que buscaba”, me dijo hace veinte años una amiga que acababa de enamorarse locamente de tonto del bote que hablaba de sus proyectos de vida como quien tiene mucha tierra en La Habana. La joven Julieta me pidió quince mil pesetas de por aquel entonces para ayudar a su amado a sacar adelante sus visionarios proyectos… ¿se las ha devuelto a ustedes? A mí tampoco. Cuando de verdad aprecias a la persona enamorada y le adviertes sobre los riesgos de echar su vida a rodar y confiar demasiado ciegamente en una pasión de dudosa consistencia, suele mirarnos con cierto desprecio y acusarnos de “materialista”… como si alguna relación amorosa que merezca ser así denominada no requiriera ser gestionada, como si las hipotecas o los alquileres se pagaran solos, como si los niños no fueran indiferentes a los desórdenes amorosos de sus padres.

No pienso aceptar que se me confunda con quienes desprecian de entrada la posibilidad de enamorarse, como si se tratara de una especie de sarampión adolescente que se pasa una vez y si, por fortuna, ha creado los anticuerpos adecuados, ya no vuelve a incordiar. Ni por ser adicta al romance ni por serlo a la lujuria asomará en mí una sola censura contra la segunda protagonista del film al que me he referido. Es más, acaso en mi opinión sea el amor lo único que justifica la presencia en la Tierra de tanto hocico humano devorando los bosques, y acaso sea la lujuria el único de los vicios capitales por los que un súbdito de Dios habría de ser convertido en santo antes que en demonio.

No, pero es bueno recordar ante los ojos inflamados de pasión del enamorado que toda conversión a una nueva fe incorpora riesgos. Soy el primero en desconfiar del pliego de virtudes que el pensamiento reaccionario le supone al matrimonio y la familia. No tengo duda de que algunos que se permiten el lujo de despreciar a quienes libremente han optado por mantener su soltería y no tener hijos no solo son unos fascistas que han desplazado su dogmatismo e intolerancia desde los espacios de la política hacia los de la cotidianeidad y la convivencia. De lo que no estoy tan convencido –y les aseguro que sé de qué estoy hablando- es de que todo arrobo amoroso pueda investirse del aura de inviolabilidad que suele pretender ese que “ha visto la luz” y le sablea tres mil duros al tonto que, como yo, vive su vida prosaicamente.

¿Encubre el lirismo de lo que hoy denominamos amor romántico lo que no es sino el simple adiestramiento del consumidor? Mi temor actual no es el hastío de una relación larga ni las implicaciones del compromiso. Mi temor es más bien lo contrario: la incapacidad para comprometerse. Formados desde la cuna en la categoría de consumidor, hemos olvidado que no todo es fungible. Enseñamos a nuestros hijos y sobrinos que cualquier cosa puede comprarse, es decir, que todo es una mercancía. Quizá el campesino que veía como de forma tan lenta y penosa terminaba germinando el cereal no pudiera aplicar esa lógica de la paciencia a su vida amorosa, quizá ni siquiera las fuerzas ni las formas le acompañaran para jugar al amor, pero no es fácil que una persona instruida en la costumbre de no tener que demorar la satisfacción de sus demandas pueda soportar el lento paso de las horas en la sala de espera de la pareja sin impacientarse y terminar por levantarse de la silla e irse a su casa.

Soy firme partidario de las leyes del divorcio, también de las del divorcio rápido que tanto molestan a los obispos, empeñados por lo visto en oponerse por sistema a todo aquello que ponga en manos de los sujetos la decisión en torno a qué hacer con sus vidas. Creo que la gran oportunidad que tiene esta sociedad donde las personas ya pueden unirse sin una división estricta de roles sexuales es que la pareja puede convertirse en una hermosa aventura cuyo único objetivo, como en toda aventura que se precie, es pasárselo bien juntos. Sin embargo, corremos el riesgo de olvidar que la demora en alcanzar muchos de los premios que el amor ofrece –cuando uno se acostumbra a observar dónde está la puerta de salida a la primera decepción- no es una anécdota del amor mismo, sino probablemente su condición de posibilidad, lo cual no puede estar más lejos del carácter irresponsable y caprichoso que el adiestramiento que -como consumidores- nos suministra por ejemplo la publicidad, pretende implantar en cada uno de nosotros, eficaces compradores en la medida en que transitamos a gran velocidad de la euforia al hastío. “Lo quiero todo y lo quiero ahora”, dice cierta publicidad. Debería añadir lo que queda fuera del anuncio: “y quiero no tener que cuidar a mis padres cuando enfermen, no guardar fidelidad a mi mujer cuando me quiera tirar a la vecina pero poder volver con ella cuando yo quiera, tener compañía cuando esté solo pero no encontrar el water ocupado por las mañanas…” etc. Siento ser prosaico, pero acaso la prosa es aquella escritura que tiene la suficiente discreción como para mantener oculta la poesía que la inspira.

Mil años de oración, es la última película de Wayne Wang. Conocemos el tópico de la “paciencia oriental”. No sé si los chinos son unos pelmazos capaces de esperar a que Dios envíe la solución a los problemas que uno ha de buscarse por sí mismo, pero sí entiendo perfectamente la frase con la que la protagonista despide al tipo que la pretende: “No me iré contigo, no hemos rezado juntos mil años de oración.” El amor no es ese temblor adolescente que sobreviene cuando intercambiamos palabras en la distancia antes del encuentro soñado. Muy al contrario, el amor es lo que hay cuando todo va mal. (Les aseguro que esto no me lo enseñó un cura sino la vida; los curas que conocí de amor sabían bien poco...del laberinto de la pareja sabían menos que nada)

Nuestros padres se desvelaron por la noche cuando llorábamos y nos pusieron gafas cuando el oculista nos detectó miopía. Entre bronca y bronca, se ataron al timón cuando la tormenta amenazaba con enviarnos al abismo… Hay amantes que dan de comer a sus parejas durante años a fondo perdido, aunque luego se les olvide besarlas románticamente bajo la lluvia cuando rompen las nubes, hay quien un día tras otro acompaña en silencio el dolor de su amado que teme el fracaso, el envejecimiento y la muerte… Joder, todo esto es amor ¿no?

Dice Zygmunt Bauman:

“…si hablamos compulsivamente de redes e intentamos obsesivamente invocarlas (o al menos sus fantasmas), mediante contactos rápidos y el arte mágico de los mensajes enviados por teléfono móvil, es porque echamos dolorosamente de menos las redes de seguridad que los auténticos canales de familiares, amigos y compañeros con el mismo destino solían proporcionarnos ...” (Comunidad, pp.199)






Creo haberles hablado de mi predilección por este pensador. En una ocasión estaba prevista su venida a mi ciudad, Valencia, para dar una conferencia. Asistí con cierta expectación por encontrarme físicamente cerca de un intelectual admirable. No pudo acudir. En su mensaje de disculpa al auditorio habló de la precaria salud de su esposa que le retuvo en Manchester… él, que tantas veces escribió a favor de la capacidad del hombre para sostener el compromiso. Acaso, como él dice, toda forma de compañerismo, de amor, de convivencia, supone una cierta pérdida de esa independencia que decimos querer por encima de todo. Quizá, pero prefiero ver a Bauman y a su mujer caminando cogidos del brazo entre la niebla inglesa que a esos tipos autistas pegados al móvil o a un ipod que se agitan como zombis por los aeropuertos.

Soy un poco reaccionario, ya lo saben.
*La fotografía final corresponde a Zymunt Bauman y su mujer Janina junto a dos jóvenes admiradores en una estación sueca camino de casa. El trayecto de más de sesenta años de esa historia de amor hace palidecer, se lo aseguro, el más romántico de los relatos amorosos de cualquier Madame Bovary postmoderna de esas que salen en la tele. Pero lo elegante acaso sea no contarlo.

Saturday, July 26, 2008









EL TALENTO

“El talento… no conozco peor manera de equivocarse con respecto a uno mismo”. Este aforismo de Cioran me persigue desde hace mucho.

Albergué por primera vez la posibilidad de ser un tipo con talento a los ocho años, cuando la clase coreó mi nombre en la cancha del colegio después de un despeje acrobático a dos metros de la portería. Pensé que era la primera de una larga serie de encuentros con la gloria, pero no, fue la última. Fui un niño no demasiado bien socializado, algo autista y con dificultad para entender la lógica de algunas normas de funcionamiento básicas que mis compañeros solían interpretar sin gran dificultad. Eso, que acaso no es más que mi manera eufemística de decir que soy gilipollas, explica que ya en 3º de EGB, donde ahora no pasan de aquello de “necesita mejorar” para que el chiquillo no se traumatice, yo ya coleccionaba suspensos por medias docenas. Por obra y gracia de algunas lecturas inadecuadas, sublimé mi condición de tonto en la adolescencia cambiándola por la de inadaptado, lo cual me hizo sentir muy bien conmigo mismo, aunque las chicas no me hicieran demasiado caso. “Están equivocadas”, pensaba, “van detrás de cualquier cenutrio que vale menos que yo solo porque hace voz de macho, viste Levi´s y fuma porros”. No entendían que yo tenía talento. ¿Y qué cojones era eso, payaso?, le pregunto ahora a ese adolescente que fui, pero no sabe contestarme.

No sé pues muy bien de qué estamos hablando, pero la idea se respira en el aire de cualquier conversación, el bloque de viviendas donde usted habita está sin duda tan lleno de hijos con talento como el mío, los psicólogos han informado a muchos padres de que su niña –da igual que a usted le parezca una cretina- es una superdotada… Y a poco que escarbemos, verá que por todas partes aparecen personas enfadadas con el mundo porque ha montado una conspiración para evitar que triunfara. Hay pues una mitad de la humanidad que va sobrada de talento. La otra mitad se conforma con soportar a ésta, sobrevivir en su mediocridad al desbordante talento de tanto listo como va por el mundo.

“Se lo han dado en una tómbola”, reconocerán al talentoso por este tipo de aseveración. Los telediarios, las cátedras universitarias, los desfiles de modelos, los premios literarios, las orquestas… todo está lleno de tipos grises a los que alguien ha enchufado por una recomendación, por sobornos, porque se acostaban con no sé quien, porque los mediocres apoyan a los que son como ellos para que no le hagan sombra… “lo que sea con tal de no reconocerme a mí, que soy tan genial que hasta doy miedo”, piensa el talentoso.

“Todo es una mierda”, esta frase tan constructiva la empieza a decir el talentoso no reconocido a partir de cierta edad. Yo entiendo perfectamente que a alguien no le guste cómo es el mundo –a mí tampoco me gusta, por cierto, y eso que no tengo talento, pero el significado de la frase que pronuncia en realidad es “qué mundo tan feo que no me convierte en su Premio Nobel”. Adopta entonces una actitud cínica, esa sonrisa irónica cada vez que uno se atreve a mostrar admiración por lo que alguien ha conseguido. Por lo visto, esa costumbre que algunos tenemos de felicitarnos por que un congénere ha pintado un hermoso cuadro o ha dado un ejemplo de audacia o de solidaridad, nos condena a la categoría de “ingenuos” según el talentoso, pues no hemos entendido que a ese al que elogiamos también le concedieron su triunfo en una tómbola.

“Odio esta ciudad”, o “este país”, da lo mismo. Ya puede vivir en Vitigudino, en Madrid o en el corazón de Los Ángeles, el entorno siempre le es desfavorable, siempre se le queda pequeño, siempre es un freno a sus inmensas posibilidades. Probablemente no es más que un vago y un cobarde. No tiene redaños para acometer las empresas que dice pretender y las luminosas ideas que incesantemente se le ocurren y que transmite con proverbial verborrea. Tan chisposos como inconsistentes, el castillo de artificios de sus luminosos proyectos desaparecerá en el aire a los pocos segundos de haber nacido… tan sencillo como que para huir a Florida hay que echarse al agua en una barca y arriesgarse a los monstruos de las profundidades, para realizar una obra maestra hay que trabajar como un cabrón, para tener una familia hay que tener agallas para cuidar de otras personas sin desmayo y para ser juez hay que estudiar oposiciones como un hijo de puta.

Los españoles que ahora alcanzan la edad anciana conocen bien esta historia. Podría hablarse, sobre todo entre los hombres, de una especie de generación perdida. “Si yo hubiera hecho eso y no esto”, “si hubiera estudiado” “yo hubiera podido”. A todos les echó a perder una cartilla de racionamiento, los maestros del franquismo o la falta de visión de futuro de sus padres. Siempre hay un hermano con éxito al que reprocharle que “a ti los papas te dieron las posibilidades que no me dieron a mí”. Uno debía haber sido artista, tenía dotes y no hay más que ver algunas de las láminas al carboncillo de cuando era crío, pero claro, “cometí el error de casarme, luego vinieron los niños, tantas horas de oficina”. Es una actitud muy de varón, pero cuidado, al mismo tiempo que las mujeres van adoptando cada día, pobrecitas, más maneras de macarra –vengan a mi barrio y lo verán-, también van olvidando ciertos principios de recato y discreción que les enseñaron las monjas. “Adivinad quien es la única profe a la que sus alumnos han hecho un regalo en Navidad”, “tú, tonta del culo”, me gustaría contestar, “porque saben cómo luego nos lo restriegas a los demás y así a lo mejor luego les apruebas”. “Paso de los tíos, la mayoría son idiotas”, gran verdad de no ser porque la interfecta olvida que son los tíos los que pasan de ella porque su ego les espanta. “Las amigas me envidian porque ellas son feas”… de lo cual deducimos que tú eres poco menos que una sirena del Mississippi… y así una larga lista de estupideces.

Relajémonos, siempre hay alguien a quien echarle la culpa por lo regularcita que ha sido nuestra vida. Recuerdo a un ex-futbolista de cierto prestigio que, comentando un partido de la selección holandesa, dijo lo siguiente: “viendo jugar a Marco Van Baasten me doy cuenta de lo malo que yo era.” ¿Humildad?, yo creo que no, la humildad es una virtud monjil que consiste en no mostrar a los demás la propia grandeza, como para no ofenderles; yo hablaría más bien de lucidez… virtud rara en cualquier caso, más que un perro verde.

No obstante, y si usted es todavía lo suficientemente imprudente como para querer ser admirado por la sociedad, debería empezar por borrar la palabra talento de su manual de instrucciones de uso para la vida. Los verdaderos tipos con éxito son de un grisor apabullante. Si usted no ha estado en la Universidad se espantaría si le hablara de ciertos personajes. Acaso tampoco sabe hasta qué punto puede llegar a ser ignorante un caballero dedicado a las finanzas que nada en verdaderas fortunas… pero no hay pesebre para la mediocridad, se lo aseguro, como la política. No desprecie al indigente moral sin escrúpulos que conoció en el colegio, pues puede llegar a ser alcalde de su pueblo. Es posible que otro con más poder le fue promocionando precisamente por lo tonto que era y porque un tipo sin dignidad siempre está más dispuesto a hacer según qué faenas… de acuerdo, pero no se engañe, ese sí es un triunfador, mientras que usted, con todo su talento, vive en el anonimato de su apartamento mientras mira la televisión por las noches.

Yo, por mi parte, ya he aprendido a asumir mi condición de fracasado. Moriré pobre. Pero, al menos, seguiré insistiendo en mirar al mundo con los ojos de la lucidez. Seguiré declarando sin ambages mi admiración a quienes tengan la audacia y la tenacidad que a mí me falta. ¿Tiene usted talento? Déjeselo olvidado detrás de la puerta. Le irá mejor, ya lo verá.








Tuesday, July 22, 2008





LA TRIBU

No es necesario ser un héroe mitológico de la Antigua Grecia para tener que luchar alguna vez con una hidra. Este monstruo se define como un dragón de varias cabezas, cada una de las cuales, perfectamente coordinada con las demás –pues se trata en realidad de un único organismo- se lanza hacia usted dispuesto a soltarle la dentellada mortal. Yo he tenido esa sensación algunas veces. Amarrado a la silla en la que he tenido la inoportuna iniciativa de sentarme, un grupo de personas –normalmente mujeres, perdonen la incorrección política-, muy seguras de la fortaleza de los vínculos afectivos que les unen, se dedicaban a interrogarme por ciertas opiniones, actividades o querencias en las que yo incurría, un poco como si se tratara de las jerifaltes de aquel inquisitorial Ministerio de la Verdad del que hablaba Orwell en 1984. Mientras yo intentaba a duras penas zafarme de la pregunta de una, ahí aparecía la otra para bloquear el camino de salida… si reculaba me esperaba la tercera para rematarme. Da igual que uno tenga razón y las arpías sean un hatajo de imbéciles: forman una tribu, y la tribu siempre tiene razón, luego yo, que tengo la imprudente costumbre de valerme sólo, soy un cerdo.

Son tantas las veces en que a lo largo de mi vida he tenido problemas con una tribu que, en ocasiones, me siento un poco como ese explorador que huye del poblado de indígenas porque ha ofendido al hechicero por no comerse las hormigas caramelizadas que le ofrecían en un ritual religioso, con que tiene que salir por patas porque ya han empezado a preparar el caldero en el que van a cocinarlo para terminar comiéndoselo (seguramente empezarán por los testículos, por aquello de apoderarse de la fuerza viril del enemigo devorado, lo he visto en películas).

Mi primera novia formal, Broncelianda, por ejemplo, formaba parte de eso que se llama un grupo de amigos. La primera vez que pude consumar el romance fui incluso bien recibido… cuando la cosa cogió pinta de degenerar en lazos más permanentes –yo soy un tipo serio, qué se han creído- empezaron a desatarse las hostilidades. Tuve poco menos que convencer de mi bonhomía al jefe de la tribu y a la mejor amiga de mi amada, además de adoptar las maneras adecuadas para no romper la armonía general del grupo. Pese a todo, en una de estas acampadas donde la gente joven demuestra que no sabe vivir sin sus padres, de los que todos dicen estar tan hartos, escuché aquello de “esta excursión no está saliendo bien porque hay mucho rollo de parejitas”, lo cual no tengo duda de que me aludía por mi empeño monógamo por salir con Broncelianda y asestarle mordiscos en el cuello. Yo fui culpable de descomponer como un virus la salud de hierro de aquella gran familia Manson, pero, tranquilos, porque la pagué bien cara, cuando Bronceliande me dejó para marcharse con un tal Berengario, la tribu tuvo a bien perdonarla por su nefasta época conmigo y la asistió y asesoró a cada momento, todos con los oídos bien aguzados para escuchar cuál era el sonido que hacían mis huevos recién cortados al caer sobre el suelo. Broncelianda regresaba al rebaño.

Pero estos no son exclusivamente asuntos de adolescencia. ¿No han escuchado alguna vez a una mujer –insisto en que son actitudes más extendidas entre ellas- aquello de “nosotras queremos mucho a…”? ¿Y por qué no hablas por ti, cenutria, o es que tenéis el corazón unido por el ventrículo derecho y al cirujano se le olvidó operaros al nacer? Ah, claro, pero eso es, tienen el mismo corazón y mi condición de bárbaro sin sentimientos me impide entenderlo… es como aquello que cantaba Fofito de “no hay nada más lindo que la familia unida, sentir palpitar la misma sangre, sentir que es uno solo el corazón”.

Lo mío contra las tribus debe tener algo de fobia adolescente. Cuando trataba con algún grupo de listos de mi clase, era frecuent la broma del grupo de inciados hacia alguien que, como yo, solía ir por libre... Siempre el concurso por sobresalir entre los demás haciéndose el gallito, siempre esa pose de mamíferos caminando por el patio como la Patrulla X a ver si impresionaban a las chiquillicas, que acostumbraban a desconfiar de quienes no aparecían formando parte de algún tipo de rebaño. Curiosidad: cuando después tratabas con cualquiera de ellos en privado resultaban ser tipos entrañables, lleno de sensibilidad y capaces de trasladarte sus tormentos interiores más profundos. ¿Cuál era el “de verdad”? Nunca lo supe con ninguno de ellos, pero el fenómeno se repetía con frecuencia y siempre despertó mi reflexión.

Creo que es esta la razón por la cual tiendo a eludir los vínculos intensos con cualquier tipo de tribu. Hay algo en las agregaciones humanas supuestamente espontáneas y supuestamente emocionales que me provoca una profunda desconfianza. Esto no debe ser mal entendido, no soy un oso cavernario y no siento ganas de suplicarle a Dios que aniquile a la especie humana más que un par de horas por las mañanas cuando aún no he tomado el café y por error pongo la COPE. Me gustan pese a todo mis congéneres y soy sinceramente capaz de experimentar profundos sentimiento de afecto y admiración, a veces en mucha mayor medida de lo que me suponen quienes creen que odio a todo el mundo. Es como aquello que contaba Woody Allen.

“Ese chiste, ¿recuerdan?: un chico va a al médico diciendo que su hermano está loco porque cree ser una gallina… ¿y por qué no lo interna en un manicomio?, dice el médico… no puedo, necesito los huevos, contesta finalmente… Así es como veo yo las relaciones humanas, creemos que los demás están todos locos, pero necesitamos los huevos.”

Seamos sinceros, necesitamos los huevos, y no me refiero solo a aquellos bienes materiales que nos proporcionan los demás miembros de la comunidad… los necesitamos espiritualmente, incluso aunque no lo creamos. Otra cosa es que sea recomendable formar parte de una tribu. Los grupos son un refugio magnífico, por eso hay judíos, comunistas o boy-scouts, y por eso los de la comisión fallera de mi barrio o los Testigos de Jehová llaman al timbre de mi casa de vez en cuando… saben que lo que ofrecen –la posibilidad de hacernos sentir acompañados… a nosotros que estamos tan solitos- es un capital sumamente apetecible. Formar parte de un grupo ofrece réditos de todo tipo. Uno accede antes a la información que importa, pone a la hidra en posición de combate contra aquel que ose atacar a uno de los nuestros –la caballería al rescate se llama eso en los western- y provoca un cierto efecto de admiración entre algunos ingenuos, deseosos de ser admitidos como una cabeza más de la hidra. Aunque puede pasar como a mis primos, que los echaron de una tribu de guais con cajas destempladas hace veinte años cuando se vistieron de Burberry y alguien les dijo “vosotros fuera, que no sois pijos de verdad como nosotros”.
Tiene otro inconveniente, para mí insoportable: la pérdida de la independencia de criterio que por lo general afecta –sin que se den cuenta- a quienes ya no son capaces de imaginar la vida sin la asistencia permanente de sus queridos amiguitos, hermanos o correligionarios. En ocasiones, he percibido que cierta opinión completamente infundada sobre mí, sobre mis afectos, mis aspiraciones, mi pasado – normalmente negativa- hacía misteriosamente fortuna entre un grupo de personas –por ejemplo alumnos míos o familiares o compañeros de trabajo- y se asentaba hasta el punto de darse completamente por hecha, y ello a pesar de ser una absoluta falsedad, y lo que es peor, una completa soplapollez. Así, yo puedo estar completamente dominado por la voluntad de una mujer tanto como ser poco menos que su déspota, puedo amar locamente a mis padres tanto como ser el mayor desapegado de la historia, puedo querer intensamente a mis alumnos tanto como convertirlos en víctimas del mayor de mis desprecios… cualquier cosa de mí puede ser creída siempre que la defienda algún idiota con ascendiente en el seno de una tribu. De mí –pásmense, pero no demasiado, porque también les pasa a ustedes- hay quien piensa que soy más bueno que San Inocencio y completamente ajeno a cualquier forma de perversión… y hay quien piensa que soy el mayor sádico hijo de zorra que camina por el mundo. Si la cosa me importara mucho o si tuviera la imprudencia de considerarme alguien importante, organizaría un cónclave o al menos un debate al estilo monástico medieval para resolver la querella y saber de una vez por todas quien demonios soy, pero sospecho que quienes de vez en cuando me hacen formar parte de sus conversaciones no están tan interesados en mí como para molestarse, les basta con rajar de mí o con perdonarme la vida de vez en cuando en privado. Y hacen bien.

Algunos sociólogos, por ejemplo Michel Maffesoli celebran el fenómeno contemporáneo que bautizan como “retribalización de la sociedad”. Superada la imagen heredera de la Ilustración del “sujeto racional” y que se erige en dominador y déspota del mundo a través de la ciencia y la técnica, el hombre postmoderno estaría abandonando esa condición aislacionista y neurótica para recuperar su lugar en las nuevas formas tribales, cuya inclinación al vestuario grupal, las fiestas masivas, citas en calles, tatuajes… no son sino los síntomas de nuevas demandas emocionales y afectivas, de la necesidad, en suma de sentirnos parte de una comunidad. No dudo que tal necesidad sea legítima, precisamente porque yo soy el primero que “necesita los huevos”. Me parece sin embargo peligroso saltar tan rápidamente por encima de lo que me parece la mayor de las conquistas de la historia: el individuo libre con independencia de criterio, la autonomía moral.
Sartre tenía razón: estamos solos. Solos para decidir y para construir nuestra vida. Como el disco con música de Mozart que pusieron en una nave espacial por si algún lejano poblador del cosmos quería conocer a la especie que habita el tercer planeta más cercano a la estrella del sistema solar, sonamos en la inmensidad del cosmos sin que nadie nos escuche. Sabré más de la vida el día en que yo mismo me convenza de ello. Moriremos en el olvido, o seremos recordados por cosas que en realidad no “éramos nosotros”. Igual sucede en vida, nos quieren, a veces quienes menos imaginamos, y por razones que tienen más que ver con nuestra debilidad y nuestra timidez que por aquello por lo que “merecemos” ser amados. Nos odian igualmente por verdaderas nimiedades, a pesar de que nos han perdonado cuando cometimos las mayores monstruosidades. Extraña especie la de los descendientes de Altamira, simio cobarde y engreído, demasiado confiado en la protección de sus congéneres.

Thursday, July 17, 2008









CONTRA SEXO EN NUEVA YORK
YO NO QUIERO SER COMO CARRIE BRADSHAW ( y III )
¿Gestiona Sex and the city el definitivo giro de la relación de dominio entre los géneros? Si, como explica en sus distintas versiones el psicoanálisis, la subjetividad contemporánea es el producto de la merma en el poder patriarcal, resulta legítimo preguntarse: ¿qué hemos hecho con el Padre muerto? ¿dónde están sus despojos?



Cioran dixit: “como todo iconoclasta, he derribado mis ídolos para entregarme a sus restos”. Y así, Samantha es la caricatura de Don Juan, tanto más cuanto su desenfreno sexual no encuentra obstáculos naturales, pues es una mujer bella y los machos no se le resisten, no hay proceso de seducción, es la pura positividad sin contrapesos del deseo expreso y automáticamente realizado…Charlotte es la cobardía de la mujer que opta por aferrarse a los viejos referentes de la mujer no emancipada, pero sospecha que ha llegado tarde, que ello ya no es posible, que la debilidad de la mujer ya no puede entrar en combate como arma… por eso abraza sin fe cualquier religión que le permita escapar a las obligaciones del sujeto emancipado que, mal que le pese, ha terminado siendo.





Pero Carrie ya no es Edipo, porque ni siquiera tiene familia, Carrie es Narciso. Ya no el sujeto con la conciencia atormentada por la dificultad para asumir la herencia del Padre, que implica tomar el mando con todas las consecuencias del proceso productivo, el económico y el moral. Como todo consumidor vocacional, Carrie ha eludido las obligaciones del ciudadano para labrarse el triunfo en el orden que realmente domina: el de los signos. Si le conferimos poder es porque ella nos indica sabiamente lo que “debemos” ponernos, en qué tiendas comprarlo, dónde comer –o ir a comer, porque comer es ordinario-, qué cóctel es el apropiado y dónde hay que pedirlo…No es una mujer que ha ocupado el lugar del Hombre, es una mujer que sigue disfrutando de tal condición –en el sentido más tradicional y reaccionario del concepto- pero que además se siente legitimada para tomar asiento en los espacios destinados a las especies hegemónicas de la sociedad. No es extraño que Miranda, dueña de un cuerpo poco voluptuoso e interpretada por una actriz lesbiana en la vida real, sea la única verdadera mujer en un mundo de hombres, pues forma parte de un bufete de abogados y tiene que vestir diariamente sin rasgos seductores, como una profesional seria. Por el contrario, las otras tres “sí viven como chicas”, de ahí que Carrie sea escritora –como Virginia Wolf o Betty Friedan, nada nuevo bajo el sol-, que Samantha se dedique a las relaciones públicas y que Charlotte –estudios de Humanidades, muy para esposas- se dedique al mundo del arte.






Sexo en Nueva York, La Película, es el resultado de una astuta operación de blanqueo. A lo largo de casi una década, el personaje de Carrie Bradshaw se ha dedicado a exhibir por las noches en su apartamento inteligencia y espíritu crítico en su columna –delante de un precioso portátil de Apple- para disimular que su vida es tan banal e insustancial como la de Maria Antonieta o Paris Hilton. Fiestas, desayunos, risitas de adolescentes con las amigas, desfiles de modelos, ligues… toda una feria de banalidades a la que pretendidamente se da profundidad filosófica con los interrogantes que, a modo de cronista moral, atraviesan los artículos de Bradshaw para el New York Star. La misión de la película es proporcionar al público más de lo mismo para acabar proporcionando una moraleja exculpatoria: lo importante –una lo descubre al pasar de los cuarenta- no son todos esos signos de superficialidad a cuya persecución dedicamos nuestras vidas, sino el cariño de nuestros amigos y nuestros novios… ya no el convite bestial bajo la curiosidad de los paparazzi y los trajes ostentosos… mejor refugiarse en el último reducto de calor que le queda a la vida de la tierna chica neoyorkina que, descubrimos al final, solo deseaba acurrucarse en el regazo de un hombre de fuertes brazos que supiera cuidar de ella. Ahí acaba todo.




Nueva York es el símbolo de la moderna Babilona, allí donde todos empiezan de cero y nadie es juzgado por su procedencia ni por lo que es, sino por cómo se comporta, por aquello en lo que se convierte. Desde la perspectiva que ofrece la serie, nos lo encontramos como el mundo de Peter Pan, un escenario sin compromiso ni tragedia. Es cierto que en el transfondo –y los personajes no son ajenos a ello- intuimos las sombras del pánico a la soledad, la pobreza, el envejecimiento, la exclusión social y la muerte… agentes más peligrosos hoy en la medida en que se han desplomado los referentes espirituales que forjaron el imaginario colectivo, tanto los asociados a la religión como los que llamaban a una solidaridad desclericalizada. Carrie en realidad no es más que una fashion-victim. En un episodio clave, tras sorprender a Samantha haciéndole una felación a un desconocido, hace ver que sus prioridades no son las de su ninfómana amiga…el episodio acaba con Carrie haciéndose una sesión de fotos digna de una estrella para Vogue, qué maja, mientras Samantha sonríe admirada como reconociendo que su amiga es verdaderamente un ejemplo de super-mujer para el mundo contemporáneo.












No hay liberación de la mujer, solo se nos describen los efectos de la incorporación de un nuevo sector capaz de adiestrarse eficazmente como consumidor y, ocasionalmente, crear los propios signos de la belleza, de ahí que al final Carrie renuncie a un traje de novia “con marca” y decida que la marca es ella; lo que ella decida, lo que ella hace es la mejor de las marcas: triunfo del individuo sobre la tiranía de la moda impuesta que, paradójicamente, es lo que ha mandado durante los años de la serie. Y es que Sexo en Nueva York no ha sido otra cosa que un desfile de modas permanente, modas de ropa, de bares, de copas, de hombres, de costumbres…





Dos curiosidades. Rudolph Giuliani, alcalde de la ciudad durante muchos años, es el padre de la limpieza que de vagabundos, borrachos, exhibicionistas y maleantes de poco fuste pero facilidad para afear las calles se ha realizado en los últimos tiempos. No hay menos delincuencia ni ha descendido la pobreza, tan presente ahora en Nueva York como en los tiempos en que la tele emitía la serie Shaft, pero se ha apartado de las calles donde resultaría “más inconveniente”, como cuando la criada empuja la suciedad por debajo de la alfombra para que no haga feo. ¿Y Bin Laden? También blanqueado. Tan solo una dedicatoria a la gente de New York al final de un capítulo, sin explicitar las razones… Nunca hubo Twin Towers, nunca olió a cuerpos carbonizados ni el perro presintió el fin del mundo… Y sin embargo Bin Laden, sin saberlo, al convertir a los neoyorkinos en víctimas del Mal, al castrar a la ciudad del más insolente de sus símbolos, recuperó para la Capital del Mundo la condición que le faltaba: Nueva York también llora… quizá por eso es mejor que Carrie siga tomando Cosmopolitans en Manhattan con sus amigas.

Tuesday, July 15, 2008








CONTRA SEXO EN NUEVA YORK
POR QUÉ YO NO QUIERO SER COMO CARRIE BRADSHAW (II)

¿No tienen a veces la sensación de que, en contra de los juicios fatalistas al uso, la Revolución Prometida ya se ha realizado? Otra cosa es que no haya sido exactamente como la imaginaron los insurgentes sesentayochistas, muchos de los cuales, por cierto, han mejorado sustancialmente su calidad de vida incorporándose al stablishment de sus opulentas naciones. No echaron a De Gaulle ni juzgaron por crímenes de guerra a Nixon, la estructura patriarcal no dejó su sitio a una sexualidad abierta y orgiástica, y las relaciones entre los seres humanos no se han dedicado a fluir poéticamente sin violencias ni abusos… de acuerdo, pero algo de aquellas consignas libertarias de la contracultura sí han ido extendiéndose por capilaridad, silenciosamente, entre las gentes. Por eso hoy en la tele podemos ver series como Will y Grace, donde se nos presentan las formas aceptables y las viscosas de la cultura gay, en las playas las chicas van en top-less, y mi vecino –el tío guarro- sale a sacar la basura en calzoncillos. Las empresas siguen explotando a los trabajadores, los maridos pegan a las mujeres y si eres pobre follas menos… una mierda de revolución, sí, pero ¿qué se pensaban, idiotas? Sex and the city sólo puede tener sentido en este contexto post-revolucionario, que no es lo mismo que contra-revolucionario, como a veces se insinúa, porque los muros que se pretendían derribar sí que han caído, pero no han sido sustituidos por valores nuevos, sino por un simulacro de emancipación. Eso son Carrie y sus amigas.
Sarah Jessica Parker empezó como simple actriz de lo que se presentaba inicialmente como un relato más coral y menos centrado en su personaje… tendencia que se invirtió después cuando pasó a convertirse en productora ejecutiva. La condición de posibilidad de la serie fue el éxito de la novela original, inscrita en la misma lógica del Bridget Jones diary, un producto literario de consumo fácil para un perfil de lector asociado a mujeres de treintena sobrepasada, clase media con estudios superiores, solteras y con una ideología no demasiado sobrecargada de puritanismo.

El producto televisivo resultante es de una factura impecable. No es extraño que la estrella hispánica de la simpar serie Ana y los siete, un bodrio cuyo éxito obliga a cuestionarse seriamente el poder ilustrador de la democracia de masas, se obsesionara con imitar a Parker hasta el punto de lanzarse a la producción de una serie a la manera de en una televisión nacional. Carrie es una megalómana y en ocasiones su delirante vestuario le hace parecer una ridícula paseándose con cara de niña ingenua por las calles de Manhattan…sí, pero lo que ha conseguido es sumamente serio, mientras que lo de Obregón no pasa del esperpento.




Es falso que Sex and the city narre las aventuras de un grupo de amigas. Es más bien el diario de Carrie, a través de la cual se filtra siempre todo lo que tiene que ver con las otras tres compañeras de fatigas. Cada una de ellas es en realidad la cristalización de alguno de los demonios personales de la protagonista. Así, siguiendo el esquema freudiano, Charlotte sería el super-yo, es decir, la joroba de valores impuestos por la sociedad con los que fastidiosamente nos hacen cargar, Samantha sería el ello, es decir, el foco torrencial de los deseos cuyo único designio es la satisfacción sin compromisos…¿Y Miranda? Es el personaje más oscuro y resbaladizo del guión. Su papel es el de alter ego de Carrie, algo así como la novia-hermana-madre que la ama sin condiciones, salta siempre en su defensa y llora y se enfurruña como un novio ninguneado cuando Carrie no se junta con el hombre adecuado o anuncia que se marcha de Manhattan. Se trata de un personaje poco arquetípico y algo arriesgado, pues en todo momento se nos sugiere la impresión de que es mejor que Carrie… quizá por ello es tan insistentemente castigada por los guionistas… Es ella quien sufre las experiencias sexuales y amorosas más estrambóticas y menos glamourosas, ella quien se queda embarazada, provocando con frecuencia insolidarias reacciones en sus compañeras, ella quien se casa con el tipo más gris, pobre, con gafas, falto de un testículo, con madre y unos centímetros más bajo que Miranda.


Samantha es una ninfómana hecha a la medida de la neoyorkina feria de las vanidades. Solo piensa en tirarse al tipo guapo o no guapo que se le cruce por delante. Su destino cotidiano está marcado –como en House el dolor físico, en Carpanta el hambre o en Haddock el alcoholismo- por la volcánica incontención de su deseo, lingüísticamente expresado de forma obscena para agrandar el efecto cómico. Se trata de un personaje irreal, no tanto porque no existan mujeres sexualmente hiperactivas y promiscuas, sino porque su adicción al sexo, proporcional a la fobia al compromiso amoroso y al envejecimiento, es el producto de una debilidad semejante a la del alcohólico o el tragón. Samantha es pues la encarnación en la serie del más recurrente personaje de la historia de la comedia: el “gracioso”. En la última parte de la serie halla por fin la horma de su zapato: el “absolut cachas”, un chico guapo como un ángel, joven, encantador, bondadoso, que la ama de verdad. A Samantha le cuesta asumir que, sin buscarlo, ha encontrado por fin al hombre ideal… el guión le envía entonces un cáncer de mama y acaba calva y sudorosa, aunque por fin con novio. (Parece que Kim Catrall y S.J.Parker se han odiado desde el inicio de la serie)
Finalmente, Charlotte es el estereotipo de la histérica hiperfeminizada y educada para vivir como mujer. Obsesionada con casarse y tener hijos, no duda en convertirse a cualquier religión –mejor cuanto más ritual sea- la judaica o las fiestas de los clanes escoceses, siempre y cuando le garanticen un anillo conyugal y la vida segura y hacendada de una mujer burguesa casada con un hombre rico. Lo peculiar –y lo interesante- del personaje es que sabe perfectamente que todos esos valores que defiende devotamente entre sus compañeras de desayuno son solo un medio para un fin, una serie de imposturas sin más valor que el de permitir a una mujer elegir libremente la posibilidad de convertirse en lo que siempre ha sido: una hermosa esclava del patriarcado. También lleva su castigo: el judío con el que finalmente se casa es el abogado sudoroso, calvo y feo con el que decide llevar sus trámites de divorcio simplemente porque el guapo estupendo que le toca en un principio le va a impedir –precisamente por ser tan deseable- mostrarse como una zorra avariciosa con su ex.
Todas son pues duramente reprendidas por sus insuficiencias. Carrie no, porque Carrie es perfecta. Compartirá durante muchos capítulos su vida con el novio ideal, Aidan, nombre no casual porque se trata de un adánico joven, guapo, generoso y sinceramente enamorado, que jamás hará sufrir a Carrie porque lo que desea es casarse con ella. Carrie termina ahuyentándolo por su aversión al matrimonio –los trajes de novia presuntamente la asfixian-. Pero el sexto sentido que le hace dudar de ese anillo de compromiso que Aidan le coloca no la está engañando. Carrie no le ama. Aidan no es como Big, el verdadero hombre de su vida, rico, dominador, galante pero no amoroso ni desprendido… Aidan quiere a Carrie sin más, Big la quiere a veces y a veces no, a veces mucho y a veces poco. Aparece en los momentos más oportunos para sacar a Carrie de algún mal entuerto –es eso lo que hacen los príncipes azules, ¿no?-, pero luego se va unos meses con una más joven o desaparece en medio de la noche con gesto de suficiencia para no resultar tan fácil como Aidan y obligar a Carrie a correr tras él. Aidan es bueno, no domina el juego de los signos, no sabe entrar y salir –solo quedarse o irse, es adánico, ama o no ama, no sabe jugar a la hipocresía del equívoco-… por eso fracasa y termina desapareciendo con una mala despedida… Es un perdedor, un perdedor en la selva de New York, donde los depredadores como Big triunfan. Al final se trata de casarse con un rico, o mejor, con los signos de la opulencia y la distinción que arrastra un tipo como Big. Cualquier otra solución es para fracasados. No para Carrie Bradshaw, columnista del New Yorker Star...

ÚLTIMO Y TERCER CAPÍTULO EN BREVE PARA PELAR A LA PARKER.

Sunday, July 13, 2008







CONTRA SEXO EN NUEVA YORK:

POR QUÉ YO NO QUIERO SER COMO CARRIE BRADSHAW(I)

El estreno de Sex and the city no es uno de esos acontecimientos de masas al estilo de las sagas de El señor de los anillos o Harry Potter… ni siquiera el veterano Indiana Jones, con quien comparte cartel. Buena promoción, importante taquilla y alguna que otra freaky disfrazada a imitación de la heroína de la serie… no mucho más que la última idea de Sarah Jessica Parker –productora de la serie además de máxima protagonista- para diversificar las fuentes de ingresos de la mina de oro que encontró hace casi una década. La verdadera significación de Sex and the city, y me refiero a la serie televisiva, está en su colosal poder para construir signos… Nadie, acaso desde aquellas series de amor y lujo de los ochenta, ha sido capaz de poner en circulación pautas estéticas relativas a vestuario, muebles, tiendas, bares, discotecas usos lingüísticos, gestos y, por encima de todo ello, tendencias respecto a costumbres, lo que incluye un amplio abanico en cuanto a preferencias sexuales, valores de pareja y matrimonio, el consumo de ocio, la amistad, la libertad de la mujer, el dinero…

No es insignificante el equívoco que en castellano traduce el título de la serie por Sexo en Nueva York. La idea de la city es algo resbaladiza para nosotros, pero es que para Carrie y sus amigas hay una enorme diferencia entre vivir en Manhattan –la city, propiamente dicha- y vivir por ejemplo en Brooklyn, barrios donde usted y yo nos sentiríamos seguramente muy dichosos de tener un apartamento, pero que a ellas les parecen propios de la common people, considerando una amenaza la posibilidad de tener que instalarse allí, pues supone poner el Hudson y su puente de Brooklyn entre la vida real y la exigencia de residir en el centro del mundo.

Puede ayudarnos a entender algo la evidencia del desplazamiento hacia el Oeste de los nudos de hegemonía de la economía más potente del mundo, y, por consiguiente, el que la city empiece a ser sospechosa de haberse convertido en museo. Ello explica en parte que New York sea la protagonista de una serie de amor y lujo, tanto, pero obviamente con otro estilo, como lo fueron en su momento Dallas o Falcon Crest, series que transcurrían en el Oeste y en las que nunca se desvinculaba el juego de signos de ostentosa riqueza de la práctica productiva, en concreto el petróleo para la primera y los viñedos para la segunda. En Sex and the city, los signos de la riqueza forman parte natural del entorno de las protagonistas, pero está cuidadosamente disimulado…a las cuatro chicas apenas las vemos envueltas en la cotidianeidad laboral, y de sus pretendientes solo sabemos que son muy in cuando te hacen el amor glamurosamente, te regalan joyas o te suben a un coche con chofer, pero apenas se da cuenta de las suculentas operaciones económicas a las que se dedican, no al menos si no son artistas, como el creador ruso que hace el papel de último amante fracasado de Carrie en la serie, antes de volver definitivamente con Big, este sí, financiero de éxito en el laberíntico ecosistema financiero de Wall Street, donde se mueve como un galán con las mujeres con clase y, suponemos, como un tiburón con los negocios (Es ese valor simbólico de la isla, convertido en escenario, el que Bin Laden interpretó perfectamente, por más que, misteriosamente, el asunto más traumático y decisivo en la historia de la ciudad es un tabú para la serie)

Detesto esta serie. Más en la medida en que conozco personas inteligentes en las que ha influido, más en tanto que creo que es una obra televisiva de magnífica factura y sutil complejidad. Y sin embargo, se trata de una estafa ideológica. El discurso que sustenta el relato no es, como pretenden algunos, progresista ni tan siquiera liberal, pese a que su tema es el sexo, y lo que resulta aparentemente más grave, el sexo de la mujer… es por el contrario peligrosamente reaccionario… no inquietante, salvo para machos carcamales que probablemente no ven la serie, sino más bien aquietador… no reivindicativo sino conformista e insolidario, terriblemente insolidario. Quizá Carrie es el imaginario de lo que la nueva mujer urbana desea... acaso sea eso lo preocupante. (Conste que de ninguna manera la línea de mi crítica es afín a la clericalista que, por ejemplo, sostiene la inefable Libertad Digital, donde el Padre Orellana denuncia la serie por su reivindicación de una forma de vida basada en la “gimnasia pélvica” y la búsqueda del matrimonio como refugio de cuarentonas sentimentalmente fracasadas y no como depositario del sincero amor conyugal. Estas críticas dan por presupuesto el orden que esta serie, y la cultura del tiempo mismo, ya han triturado: toda mujer emancipada o deseosa de serlo construye hoy su vida en una sociedad opulenta desde la puesta entre interrogantes, cuando no desde la negación, de los valores del matrimonio patriarcal que la han mantenido sometida durante milenios. Podemos juzgar si las alternativas sobre las que disertan continuamente las protagonistas son plausibles, pero es ridículo plantear que para remediar la angustia creada por la decisión de intentar ser libre lo que una debe hacer es volver al redil de las instituciones “protectoras”. En cuanto a lo de la “gimnasia pélvica”, yo puedo dudar de la veracidad de las fórmulas de liberación sexual que propone la serie, entre otras cosas porque me parecen hipócritas, clasistas y simulacionales… pero de lo que ninguna manera acepto es que tener muchas y ricas experiencias sexuales –tanto peor para el Padre Orellana en la medida en que hablamos de mujeres- sea en sí criticable. Pero ya sabemos que la libertad sexual es uno de los jinetes del Apocalipsis para el pensamiento reaccionario… ellos se lo pierden.)
Si considero reaccionaria a esta serie es porque construye su discurso a partir del más característico de los mecanismos de la ideología conservadora: el desplazamiento de los conflictos –y de su posible resolución- hacia la esfera de la “cultura”, las ideas o las formas de conciencia. Así, el problema de la soledad en una gran urbe se asocia en la serie a la dificultad de las mujeres para superar el desafío de vivir sin la sumisión a un patriarca…determinadas prácticas sexuales propuestas por amantes ocasionales no se llevan a cabo porque todavía quedan ciertos bloqueos morales… los hombres no terminan de aceptar lo que supone vivir con una mujer que toma sus propias decisiones… la necesidad de ser guai y no cutre depende del buen gusto en el que una aprende a educarse, etc… Sabemos solo por referencias algo de la dedicación laboral de los personajes, por más que con ello se nos escamotea el quid de la cuestión, es decir, el cómo cada uno ha ido a parar a la Ciudad de los Rascacielos y ha conseguido incluso hacendarse allí –excepto Carrie, que vive alquilada-. En sus exitosos artículos para el New York Star, la protagonista no hace otra cosa que interrogarse acerca de los conflictos que la necesidad de reordenar las relaciones entre personas en una sociedad que muta de valores con inusitada velocidad… al final el deus ex machina del guionista interviene para salvar a los personajes –o a Carrie, para ser más exactos- de sus malos momentos, pero nunca se nos llega a insinuar, entre partys , cócteles y polvos con tíos buenos, que la incomunicación y la insolidaridad dominan las comunidades urbanas contemporáneas, que son esos factores los que desencadenan secretamente parte de los conflictos que torturan y a la vez entretienen a las protagonistas, y que solo la posesión de una buena tarjeta de crédito nos preserva de las peores consecuencias: la soledad, la pobreza y la exclusión.

Otra estrategia reaccionaria, sólo que mucho menos tradicional, consiste en efectuar una reapropiación de los elementos procedentes de la protesta revolucionaria que cuajó con todo tipo de movimientos sociales en los años sesenta. La estrategia consiste en digerir sus signos para exhibirlos en la forma domesticada en la que ya han perdido su verdadero valor reivindicativo y conflictual.

¿Descomposición de los valores tradicionales de la familia? Sí, puesto que las protagonistas no “tienen” familia, es decir, no se nos informa de ella, como si no existiera… solo llega a aparecer tangencialmente y para maltratar y humillar a alguno de los personajes, un poco como pasa con esos adolescentes que no quieren que sus amigos vean a sus padres porque son menos in que ellos. Probablemente la familia merecía ser históricamente sometida a juicio en los sesenta, pero Sex and the city simplemente la fulmina porque, si Nueva York es la ciudad donde todo empieza de cero y podemos reinventar nuestra propia identidad, es porque la familia encarna el peso del pasado y la responsabilidad, algo que la adolescencia perpetua ajena a todo compromiso en que quieren vivir las protagonistas la convierte en un puro fastidio.

¿Homosexualidad? Aparecen gays en la serie, pero son mariquitas con todos los defectos de la feminidad impostada y excesiva: emotividad, ciclotimia, inanidad moral, culto falocrático… almas de mujer en cuerpos de hombre, ejemplos de lo que Carrie y sus amigas deben evitar ser… la nueva mujer es dominadora, al menos dueña de sí misma, los mariquitas no hacen sino reproducir su vieja tentación a someterse al macho. Eso sí, aparecen muchos con frecuencia en la serie y cumplen el papel de confidente gay, pero sin formar verdaderamente parte del selecto club de las cuatro.

¿Sexualidad proliferante? Sí, por todas partes el sexo deja sus signos en la serie, a fin de cuentas es –supuestamente- de lo que trata, y ya la carátula de presentación de cada capítulo, donde Carrie se pasea por una onírica New York, es la metáfora de un coito -¿con la ciudad?, ¿con los rascacielos?-. Pero, cuidado, el slogan con el que en los autobuses se promociona el talento como escritora de la protagonista –Carrie knows good sex- esconde una terrible alternativa: hay buen sexo si una es guapa, rica, joven y tiene un gusto exquisito… si no es usted nada de todo eso y además no forma parte del reducido porcentaje de elegidos que viven en la city y que no son camareros, limpiadoras o cuidadoras de ancianos, entonces es inútil que lea los libros de Carrie, pues su vida, más que una opción distinta, es una desdicha. Lo bueno de estar en el primer caso es que el peaje que se paga por ser un poco anómalo es pequeño: puedo ser mariquita, ninfómana, reacia al matrimonio, aficionada a la banalidad de los superfiestones nocturnos de la city, las tiendas supercaras de joyas, zapatos o ropa, fumadora y un poco alcohólica, incluso puedo acostarme con una mujer por probar nuevas experiencias sin convertirme en una de esas horribles lesbianas feas y resentidas… y no pasa absolutamente nada, todo es aceptable. Es estupendo ser rico.

SEGUIMOS EN EL PRÓXIMO POST.

Saturday, July 05, 2008








¿OBJECIÓN DE
CONCIENCIA?







Crecí asociando este interesantísimo concepto a la renuncia al Servicio Militar. Algunos de mis coetáneos pensaban que llevar armas y matar enemigos atentaba contra los principios más elementales del deber, a lo que algunos añadían lo intolerable de la práctica de un secuestro de Estado, en la medida en que, fuera en el cuartel o en situación de prestación social sustitutoria, el mozo quedaba movilizado y obligadamente a disposición del Estado durante un año de su vida. No deja de sorprenderme que hayan sido los sectores más reaccionarios del país los que en los últimos tiempos hayan puesto nuevamente de moda el concepto. Se ha vuelto tan habitual que casi nos parece “natural” que un miembro de una organización tan liberal y progresista como el Opus Dei haga transitar su vida entre manifestaciones por la libertad y recogidas de firmas por los derechos de los individuos frente a la tiranía de las instituciones. Podríamos decir lo mismo de quienes llenan su alma de odio cada mañana con los insultos de la Cope o de El Mundo o quienes –seguramente los mismos- lloran por las noches por la nostalgia del franquismo, aquella España en que no hacía falta reclamar la libertad de conciencia porque los derechos que no existían eran justamente los de los no creyentes. El mundo al revés, parece que la revolución será conservadora, qué cosas.





Aborto, bioética,derecho a guardar ciertas fiestas religiosas, farmacias que no dispensan la píldora del día después, jueces que no casan a parejas homosexuales…. hay quien habla de un “big bang” de la objeción de conciencia: lejos de haberse cerrado el conflicto CONCIENCIA-LEY con el histórico final de la mili obligatoria, lo que ha hecho es extenderse como una mancha de aceite a nuevos ámbitos. Ciertamente el principio de objeción por razón de conciencia no ha sido regulado en normas positivas más que para el tema de la mili; sin embargo el Tribunal Constitucional lo reconoce como un derecho del ciudadano, por lo que una persona que se niega a cumplir una determinada ley por causa moral no queda en situación de desamparo jurídico. No parece difícil convenir en esta cuestión si pensamos en situaciones en las que una determinada práctica atenta contra la dignidad y los derechos de las personas o contra el medio ambiente.




Es este principio el que utilizan abusivamente determinados sectores para legitimar su postura contra la asignatura de Educación para la ciudadanía. En la web del Observatorio para la Objeción de Conciencia, vinculada al Foro Español de la Familia, se defiende la iniciativa objetora de los padres en base a la idea de que dicha asignatura supone una “intromisión descarada” en materias que afectan a la conciencia moral de los niños. Los contenidos del curriculum a evaluar por los profesores atentan al derecho constitucional de los padres a educar a sus hijos conforme a sus propias convicciones morales, lo cual, siempre según este Foro, equivale a oponerse al adoctrinamiento ideológico que presuntamente buscan los impulsores de esta materia. En esta lógica se define la objeción de conciencia como el derecho constitucional a negarse a cumplir una ley cuando atenta contra las propias convicciones de conciencia. Dado que tal posibilidad está recogida por la Constitución, no se trataría tanto de desobedecer leyes como de ejercer un derecho reconocido.

No profundizaré en el problema de la extensión del concepto a ámbitos extraescolares pero tampoco lo soslayaré por completo, pues corremos el riesgo de no advertir los riesgos de abuso. ¿Es lícito que un juez se niegue a casar homosexuales? No, sin presuponer que los derechos de las dos personas que se lo solicitan son inferiores a los de las parejas heterosexuales. Se puede estar en desacuerdo con un ley –a mi tampoco me gustan muchas leyes que, sin embargo, obedezco- pero no veo qué vida humana queda pisoteada en su dignidad por el hecho de asumir la responsabilidad que un juez ha jurado como funcionario público y acatar el cumplimiento de dicha ley.





Pero volvamos a la escuela. La afirmación de que Epc es una "intromisión descarada" en la moral arranca de un supuesto erróneo: el de que la escuela no encultura en valores a sus alumnos salvo cuando lo hace de forma tematizada y expresa, es decir, en forma de asignatura. La formación en valores es asumida por la normativa educativa de forma explícita, a través de asignaturas como la Ética, y de forma difusa –pero expresa en las leyes-, al asumir la transversalidad de dicha enseñanza. Los Foros anti-Ciudadanía saben perfectamente que los profesores de Educación Física transmiten a sus alumnos valores como la solidaridad, la higiene o el respeto al propio cuerpo. Otra cosa es que no censuren la homosexualidad, que no adiestren a sus alumnos con criterios tipo militarista o que no separen las prácticas escolares por sexos, pero ello es porque los valores que defienden el Opus, los kikos o la Conferencia Episcopal no coinciden con el espíritu extendido entre quienes nos dedicamos a la enseñanza pública. Lo sentimos. Por otra parte, hay cierto cinismo en el adjetivo “descarada”. ¿No será que en el fondo, lo que se intenta impedir no es que los profesores difundan valores, sino que lo hagan de forma expresa y tematizada a través de una asignatura con su curriculum correspondiente? ¿No será que lo que teme la Iglesia es perder la patente que como suministradora de valores morales tiende a autoatribuirse? ¿No será que lo que teme es que se descubra que la asignatura de Religión es perfectamente inútil?





Segundo error. El derecho constitucional a que los padres eduquen moralmente a sus hijos solo podríamos conculcarlo si arrebatásemos a los niños de sus casas y les obligáramos a vivir en la escuela. No conozco a ningún profesor que censure a un alumno por ir a misa el domingo o por qué siga el mandato paterno de hacer la cama o atender a su abuela enferma. Ahora bien, por todas partes escucho que la obligación de “formar”, lo cual supone no limitarse a transmitir conocimientos científicos, debe repartirse entre padres y profesores. Es lógico, soy yo quien en la escuela explica a los niños que no deben tirar al suelo del patio el bocadillo que han decidido no comerse, soy yo quien les enseña que los conflictos no se resuelven a tortazos, y yo quien les explica que las relaciones sexuales son una buena cosa pero no un juego de niños. Y si no lo soy, debo serlo, salvo que siga en la ingenuidad de pensar que mi única función es explicar la Teoría de las Ideas de Platón. Entre otras cosas, porque cuando explico a dicho autor y pido silencio o trato de estimular la lectura atenta y el debate ya estoy transmitiendo valores, tanto como cuando acudo a clase duchado y no oliendo a cerdo, me dejo el móvil fuera del aula porque cuando estoy en clase sólo me preocupa lo que allí sucede, o cuando evito fumar en la calle cuando los alumnos me están mirando porque creo que es una conducta peligrosamente imitable. ¿Adoctrinamiento? Solo los fascistas adoctrinan. Los demás razonamos nuestras afirmaciones y las sometemos a discusión. Creer que enseñar Ética supone someter al alumno a la tiranía de mis creencias personales es no entender que la Ética –definida en sentido aristotélico como la sabiduría respecto a la vida buena y digna- forma parte esencial del mapa de la Razón. Algo cínico que sean precisamente los expertos en censurar conductas y repartir cartas de virtud quienes más temen que los demás adoctrinemos: cree el ladrón que todos son de su condición. Yo razono, esa es mi fuerza, por eso soy profesor de Filosofía, de lo contrario me habría hecho cura o sargento.




¿Qué hay en el temario de la nueva asignatura que permita inferir una voluntad adoctrinadora? Por ejemplo, en el bloque 1 aparece un apartado denominado : “capacidad para aceptar las opiniones de los otros”. No conozco ningún profesor de Música ni de Francés que no promueva este tipo de actitud, ¿qué lo convierte en escandalosa convertida en asignatura? ¿por qué es tan grave que se tematice de forma “descarada” para niños de 11 años (2º de la ESO)? En el segundo bloque aparece “ayuda a compañeros o personas y colectivos en situación desfavorecida”. Otra forma descarada de adoctrinamiento estalinista, no solo se enseña que debemos ser solidarios con los débiles sino que además es incluso posible que algunos profesores de Epc se atrevan a subir la nota a los alumnos que desarrollen en la práctica algún tipo de conducta solidaria, todo un atentado por lo visto contra el derecho a educar libremente a los hijos. Otro apartado para el escándalo: “Participación en el centro educativo y en actividades sociales que contribuyan a posibilitar una sociedad justa y solidaria”. Y esto no es todo. En el bloque 3 se habla de los derechos humanos como conquistas históricas, se promueven la igualdad de derechos y el respeto a la diversidad y se valoran positivamente las conquistas históricas de la mujer, dándose por hecho que es real el fenómeno de la “feminización de la pobreza”. Cabe suponer que los estalinistas profesores de Epc serán incluso capaces de suspender a aquellos alumnos que desacrediten las opiniones de una compañera por el hecho de ser mujer con frases del tipo “las tías no tenéis ni idea” o que cuando se dirijan a un alumno inmigrante le espeten aquello de “vete a tu país”. Intolerable atentado a la libertad. Podría seguir leyendo y nos daríamos cuenta, ya hablando en serio, de que ni se intenta convertir a los niños en homosexuales, ni se les anima a violar monjas y a quemar conventos, ni siquiera se les orienta hacia el futuro voto a la izquierda… simplemente se les intenta formar en los valores que la sociedad actual acepta hoy en día comunmente para posibilitar la convivencia.






Hay pese a todo muchos puntos que cuestionar en el plan sobre la asignatura que aprobó el gobierno socialista, el cual por cierto no se caracteriza históricamente -ni con la LOGSE antes ni con las normativas implementadas por el Gabinete Zapatero ahora- ni por estimular la reflexión ética en las escuelas –prueba de ello es su paranoica persecución a las asignaturas del Departamento de Filosofía-, ni por restarle a la Iglesia sus inexplicables privilegios, y me refiero por ejemplo a la “anomalía salvaje” en la que vive la asignatura de Religión, el mayor y más tóxico de los residuos de la Dictadura de Franco con el que ha de cargar la escuela española. Y ello por no hablar de los privilegios de la escuela concertada, financiada por todos con la cobarde aquiescencia del gobierno socialista y verdadero meollo oculto de todo este asunto.

No ayuda mucho sin embargo a un debate razonable el que, por ejemplo, en el País Valenciano, el Gobierno Camps, a través de su creativo conseller Font de Mora, haya tramado la aplicación de la nueva asignatura en forma de esperpento, lo cual tendría mucha gracia de no ser porque suministra una prueba más de cómo la contienda partidista tiende a entrar sin miramientos y como un destroyer en el delicado ecosistema de la escuela. El conseller, no atreviéndose a proclamar una explícita objeción de conciencia por evidente miedo a los tribunales, ha optado por una doble opción que, probablemente, le lleve a un desastre todavía mayor. Hay una Opción A, que se impartirá obligatoriamente en lengua inglesa, y una Opción B, que consistirá en trabajos sin asistencia a la clase ordinaria, trabajos que el profesor pactará con los padres del alumno y que se redactarán en inglés. Desconozco si este modelo va a extenderse a asignaturas como Biología, donde los estalinistas profesores acostumbran a explicar algo tan objetable por razones de conciencia como el darwinismo, pero no estaría mal que los padres decidieran a cada momento qué tenemos que explicar en clase, qué criterios hemos de hacer valer para calificar, qué sesgo ideológico hemos de aplicar en nuestras explicaciones… Ya puestos podría extenderse a los cirujanos, que habrían de usar el bisturí con los familiares del enfermo en el quirófano para “consensuar” con él las líneas de corte adecuadas de la intervención.
No estaría mal por otra parte preguntarle al conseller si las trabas que pone sistemáticamente para el desarrollo de la escolaridad en lengua inglesa –reivindicación de muchas familias valencianas- se compensará ahora con la Opción A de Ciudadanía. Aunque me temo que se trata más bien de boicotear una normativa aprobada por el Parlamento español, que es presuntamente el encargado de gobernarnos. Salvo que los dirigentes del PP valenciano se hayan vuelto anarquistas y hayan optado por promover la desobediencia civil. No estaría mal si se tratara de luchar contra la pobreza, la desigualdad social, los maltratos a las mujeres, el bienestar de los ancianos y enfermos… pero sospecho que no van por ahí los tiros.

No se dejen engañar, no se pretende defender la libertad de las familias, se convierte a los niños en rehenes de una repugnante contienda partidista. Pero lo sobre todo encontramos en el transfondo de esta polémica es la decidida voluntad de los sectores ultra-conservadores del país por mantener los privilegios de la Iglesia Católica. Sólo así se explica tanto enconamiento, tanta manipulación, tanto esperpento…