Thursday, November 22, 2007









EXTRAÑO VIAJE LA VIDA



Hace veinte años, un compañero de universidad que se declaraba marxista estructuralista me dijo que el cine español le resultaba detestable, que todas aquellas películas que se hacían entonces sobre la España profunda le parecían un tostón, no dejando de nombrar con una mueca de desprecio a José Luis López Vázquez, Agustín González o Fernando Fernán-Gómez. Aquel tipo no era más que un pobre idiota -y ya se sabe que la ignorancia es atrevida-. Ahora me acuerdo por última vez de aquello, porque un joven alumno, cuando le he intentado explicar porque estoy triste, me ha preguntado si ese que acaba de morir y del que tanto hablamos hoy algunos profesores es aquel viejo loco que envío a la mierda a un fan que le pidió un autógrafo. Vieja peculiaridad de este país dicen que es la envidia, pero hoy parece que casi todo en cualquier parte del mundo vaya a parar al mismo fango informe de la banalidad del show televisivo. Todo parece igual de idiota.


Aquel tronante A LA MIERDA le cayó en suerte a un infortunado que ahora probablemente enseñe la cicatriz como los heridos por asta de toro: "esto me lo hizo a mí". Pero en realidad, Fernán-Gómez nos envió a la mierda un poco a todos... porque le aburríamos, y el aburrimiento es lo único que no se puede permitir un cómico.





Fernando Fernán-Gómez fue siempre un tipo indigesto. La meseta, aunque él nació en Perú en medio de una gira de cómicos, suele parir a este tipo de personajes huesudos y fibrosos, echados al vino y las mujeres, dignos en la mendicidad y generosos en la fortuna, extrañamente enfadados con medio mundo y peleados con Dios y con los curas, autores de libelos contra un poder al que por pura insolencia irresponsable parecen no temer. Era anarquista de los de mala hostia. Como su amigo Haro Tecglen, no hacía ningún esfuerzo porque le quisieran ni siquiera los suyos, aunque los dos sabían de qué lado estaban, el único del que merece la pena estar. No es concebible un personaje así en este tiempo. Por eso tenía que morirse. No se puede ya rodar hoy una joya como El extraño viaje, por las mismas razones por las que no hay huevos para rodar hoy El verdugo, quizá el único film español que está a su altura en talento y negrura. Esa capacidad para reír y retorcer la risa, ese "pero cómo puedes tener tan mala leche" que dije varias veces la primera vez que vi aquella película terrible. Si ustedes han visto Siete mil días juntos entenderán porque en la sala donde la estrenaron la gente suspiraba de horror al ver entrar en la morgue desnudo al necrófago en la escena final... y sabrán a donde van a parar las ilusiones humanas, pero sabrán también que, como dijo Quevedo, "polvo serán más polvo enamorado".




Yo pese a todo prefiero acordarme ahora del Fernando de Los pícaros, aquella serie de la tele con la cual creo que mi hermano y yo empezamos a hacernos mayores. Aquel tipo enjuto con narizota y larga melena pelirroja que iba timando y recibiendo palos por las ventas de Toledo y Salamanca nos enseñó que los héroes no siempre salvaban a la chica y que a veces tenían que moverse entre la mierda para sacar tajada. Es irremediable asociar aquello con lo que luego fue El Brujo, que inició con la versión del Lazarillo apadrinada por Fernando un magisterio del teatro en el que la voz de Fernán-Gómez parece restañar para siempre la herida del anonimato de aquella maravilla novelística: Fernando fue el converso oculto que la escribió, fue el cómico envuelto en polvo que la representó por corrales y ventas... Fernan-Gómez fue Lázaro de Tormes. Debo algunas de las risas más entregadas de mi vida a esa misteriosa empatía entre genios.


Dijo John Houston que había dos formas de vivir: una era la buena, la que nos conviene, la otra consiste en "hacer lo que te salga de los cojones". Recuerdo que cuando murió Dalí no paró de insistirse en recordarnos a todos que era un genio. Yo creo que si Fernán-Gómez hubiera sido norteamericano sería Dios, pero es imposible imaginarselo siendo yanqui, postmoderno o marxista estructuralista. Era un tipo de una pieza y tenía mucha, mucha mala hostia. Esa ralea de tipos con pocas ganas de pactar nada a los que hay que querer un poco a golpes o retirarse... algo así como Paco Ibáñez, que salió borracho y enfadado con el mundo en el programa del Loco de la Colina harto de la canción protesta y de los progres... como Pepe Rubianes cagándose en la puta España, como Leopoldo María Panero haciéndose el loco en Mondragón. No hay manera de rentabilizar políticamente a tipos tan impresentables. Se quitan a hostias de encima a los políticos y a los aduladores y luego te invitan a un whisky si les dices que te ha gustado la obra. Hay personas que consiguen ser más guapas, mas interesantes, más enigmáticas a medida que envejecen.

El peor de mis pensamientos es el que con frecuencia dedico a los viejos que admiro y que sé que nos dejarán más antes que después. En estos casos me acuerdo de aquello que le dice Taras Bulba a su hijo: "el hombre que ha muerto fue un gran guerrero, no lo olvides nunca". No sé si voy a ser capaz de hacérselo entender a mis alumnos. Voy a intentarlo.

Saturday, November 10, 2007









ENERGÚMENOS

Bien mirado, la diferenciación que tendemos a hacer entre almas pacíficas y asesinos profesionales deja por su esquematismo algunos espacios en blanco. Es cierto que existen matones a sueldo cuyo trabajo –nada personal, sólo negocios- consiste en pegarte un tiro en las encías o partirte las piernas, y que de igual manera, hay personas que, sin haber leído nunca a Gandhi ni fumado porros en una comuna hippie, piensan que lo más inteligente es ir eludiendo las numerosas situaciones cotidianas en que se huele que a uno le pueden partir la cara. Claro que, entre estos dos extremos, hay importantes zonas grises. ¿No tienen ustedes la sensación de que algunos de sus vecinos destacan fundamentalmente por su agresividad? Hay una tendencia ideológica muy extendida entre los adultos a culpabilizar de los desórdenes sociales a los jóvenes, lo cual tendría mucho de cierto –la barbarie del botellón o la odiosa costumbre de poner el altavoz de la radio del coche a un volumen infernal son, entre otras muchas lindezas, prueba de ello-, de no ser porque algunas actitudes de los mayores rivalizan con aquéllas.



No estoy hablando de mafiosos, ni siquiera de outsiders vencidos por el alcoholismo y la sensación –demoledora honestidad- de ser unos absolutos fracasados. No, no, yo me refiero a tipos muy integrados y convencidos de su normalidad y su hombría de bien. Los hay que a pesar de ser unos mierdas dedicados a obedecer servilmente a algún tiranuelo, pasan sus días al lado de una esposa débil y desgraciada que les da la razón en todo o de unos hijos que les engañan a cada minuto haciéndoles creer que les obedecen. Estos tipos siempre aparentan estar orgullosos porque se acaban de comprar un volvo o su hija –que suele ser más fea y estúpida de lo que ellos creen- se permiten el lujo de hablarte con tono engolado y mirarte por encima del hombro mientras sus perros lanosos se cagan en el jardín de tu vivienda sin que ellos se dignen a limpiarla, algo que les resultaría intolerable si lo hicieran los perros de otros en la suya, y mucho más si son inmigrantes. Conozco a un aficionado al psicoanálisis que afirma que este tipo de personalidad es característico de personas fuertemente acomplejadas, de ahí que necesiten deambular con sus perracos por las calles sacando el pecho como pavos reales. La verdad, me importa bien poco si su problema es ese, si es que en en fondo son homosexuales reprimidos o si es que su abuela abusaba de ellos los domingos, lo que de verdad me molesta es que sus perros se caguen en mi casa.



Hablando de familias, siempre he pensado que quienes “creen mucho en la familia” o consideran que es moralmente superior casarse y tener hijos que no hacerlo, son como un amigo que me dijo todo serio que era intrínsecamente mejor ser del Madrid que del Barça, o cierto homosexual que me ilustró respecto a lo mucho que me estaba perdiendo por llevar toda la vida sin ser penetrado analmente. Muchísimas personas, sin necesidad de ser asesoradas por el cura de turno, van por ahí reprochándome el hecho de no tener descendencia. “Como un árbol sin frutos”, me dijo una vez una amable señora, y me gustó tanto la metáfora que decidí imitar a tan dignas criaturas. Es bastante frecuente que quienes te hacen tal reproche, te muestren de vez en cuando un cierto sentimiento de superioridad, como si por el hecho de tener a un par de pequeños gorrones en casa sus asuntos fueran más prioritarios y solemnes que los míos. “Quédate de guardia, tú, que hoy viene a cenar la novia de mi hijo” o “¡cómo os lo pasáis, eh!”. Me ha pasado ya varias veces que alguno de estos me ha endosado a su sobrino o se me ha instalado en el piso porque, al no tener hijos, parece que estoy en una especie de situación de interinidad con la vida, de tal manera que no debe importarme que me esté meando y no pueda entrar porque está ocupado por alguien con quien jamás pedí compartir mi vida. Quizá su secreto proyecto es el de amargarme la vida para convencerme de que es mejor tener familia; y puede que tengan razón, ya que de esa forma yo encontraría una excusa para enviarles a todos a la mierda, aunque sospecho que su única verdadera pretensión es aprovecharse de que soy medio idiota y que con un par de palabras se me pueden sacar hasta los higadillos.

Volviendo a nuestro amigo, el de los perros cagones y las hijas feas como demonios, el pasado fin de semana corroboré que algo que siempre me ha gustado como es el deporte puede envenenarse hasta volverse negro negrísimo cuando interviene la institución familiar, especialmente si las deportistas son féminas. Alguien dijo a mi madre hace muchos años que tuviera cuidado con meter a sus hijas al baloncesto porque era “un nido de lesbianas”. Aquel tipo compraba en exceso el Penthouse –sí, esa revista de tetitas glamurosas donde había chicas guapas haciendo como que se hacen cositas con la lengua-, que es lo que permite a los reaccionarios seguir odiando a negros, maricones y demás sin dejar de disfrutar de su cuota de morbo. Se equivocaba, el baloncesto no es un nido de bolleras -¿y qué si lo fuera?-, pero es algo mucho peor: un nido de padres.
Lo he visto muchísimas veces, casi tantas como he acudido con mi jovial cara de tonto a las tres a presenciar un partido entre chavales al polideportivo de mi barrio. Nada sobre la cancha que no me resultara reconocible: sudor, alegría, frustración, un árbitro que a veces se equivoca, algún codazo bajo canasta… un lugar decente en suma… Pero la decencia se acaba con la primera
irrupción estelar de los verdaderos cracks: los padres de las niñas. He visto a tipejos que luego van a misa soltándole alaridos al árbitro, al entrenador contrario y, lo más odioso, a las jugadoras rivales de su hija. Me parece natural que dos jugadoras tengan una disputa por algún exceso de agresividad, pero los gritos del papá de turno contra la que discute con su hija… resulta difícil imaginar pedagogía más nefasta. Claro que, ¿por qué esperar sutilezas pedagógicas de un mamífero? No hay gran diferencia entre los adolescentes en celo que hablan a grititos o se pegan empujones cuando aparecen las hembras y la actitud que muchos progenitores tienen cuando alguien tiene la osadía de tocar a su hija. Estoy cansado de verlo en el mundo de la enseñanza. No olvidaré nunca a aquel repugnante energúmeno que cogió del cuello a un compañero –magnífico profesor y amigo, por cierto- al grito de “¡cómo suspendas a mi chiquilla!”… no lo olvidaré por el mal de conciencia que me ha quedado por no acudir a defender a mi amigo como lo haría Alatriste: “¿Qué harás si suspende a tu chiquilla, hijo de una cerda rabiosa?”




Quizá no haya nada más lindo que la familia unida, ya lo decía Fofito, el payaso de la tele, pero acuérdense de que, por pura probabilidad, son igual de impresentables, se hacen tantas pajas y fuman tantos porros como los hijos del vecino, que a ustedes les parecen que son una desgracia de hijos. Han salido a sus padres, como los de ustedes, por eso los hijos de un vecino llevan a su perro a cagar a mi casa.







Pdta: Dedicado a los chavales –conozco a alguno- que los fines de semana se sacan unas perrillas arbitrando partidos y aguantando a padres que quieren mucho a sus hijos. Dedicado a quienes aceptan morir sólos, tan dignos como quienes saben que morirán pobres. Y dedicado, es de ley, a quienes limpian las mierdas callejeras de sus chuchos. Dedicado, finalmente, a los árboles sin frutos, que sobrevivirán -tengo fe en ello- a la extinción del homo sapiens.

Friday, November 02, 2007




ZONAS SENSIBLES


Si escuchamos a autores de línea crítica tradicional –aunque adaptado su discurso a los nuevas tecnologías de poder de nuestro tiempo- como Ignacio Ramonet o Noam Chomsky*, uno advierte que la contrainformación –entendida como una forma radical y antisistema de propagación de la verdad- abre la única vía posible de resistencia frente a los monstruos comunicacionales que están haciendo mutar de manera sumamente inquietante los sistemas democráticos, convertidos ahora al socaire de la globalización y la revolución internáutica en democracias catódicas, capaces de desarrollar y perfeccionar cada vez más unos mecanismos de construcción de consenso y uniformización de la opinión que recuerdan las viejas advertencias de Orwell o Huxley.*




Si escuchamos por el contrario a los denominados “autores postmodernos”, a los que en ningún caso debemos confundir por pura coherencia intelectual con los nuevos profetas del liberalismo como Fukuyama* o de la pura reacción ultraconservadora como Huntington*, corremos el riesgo de caer en un pesimismo aún mayor. Quienes como Jean Baudrillard*, adoraron a Andy Warhol, primer artista convencido de la inexistencia de una sustancia de verdad oculta tras la producción de signos, parecen asumir la imposibilidad de una Arcadia en que la información no nos llegara ya convertida en mercancía.


Pesimista sí, pero es la sensación que queda cuando tras ponerse delante de la pantalla uno piensa en lo que le están contando. Miren a Darfur y lean lo que ya hace algunos años dijo Baudrillard. “La desdicha, la miseria y el dolor de los demás se ha convertido en todas partes en la materia prima… Los que no lo explotan directamente y en nombre propio lo hacen por delegación, no faltan los mediadores que se cobran de paso su plusvalía financiera o simbólica. El déficit y la desgracia, al igual que la deuda internacional, se negocian y se revenden en el mercado especulativo.” Información global, masiva y en directo, el mundo visto en todos sus recodos como en el Google Earth desde la escuadrilla de satélites, una gran Casa del Hombre como la del programa televisivo Gran Hermano.

Pero, paradójicamente, la consecuencia no es el reforzamiento de los cauces de participación ciudadana, sino más bien lo contrario, el cortocircuito de los canales desde los que cabía hacer real –y no virtual- la respuesta. Abrumados por un exceso tal de informaciones que proliferan en todas direcciones, acabamos sumidos en el sofá con la sensación de anonadamiento propia de la suma cero. Irresponsables en el sentido más literal de la palabra, como esos niños que lloran en la cama ante las tragedias que abruman a sus padres, que escuchan todos sus gritos y discursiones desde la cama pero sin entender nada de lo que pasa, sabedores de su impotencia absoluta. Obsequiados casi al instante, a veces incluso en directo, con el don de la imagen del que se pega fuego a lo bonzo, experimentamos por un segundo la sensación de un enorme poder: "Mira, mira lo que está pasando", como cuando desperté a mi hermano medio adormilado en el 91 porque habían empezado a bombardear Bagdad y la cámara filmaba el saque inicial de aquel partido que prometía sernos retransmitido en directo, con sus anuncios, sus tertulias post y su banda sonora original.




Pero esa sensación de poder –inimaginable para un persona de hace menos de un siglo- contagia de inmediato su decepción cuando comprobamos que se trata sólo de un espectáculo, un espectáculo horroroso y atroz, pero ante el cual nosotros solo somos espectadores que, como en las salas de cine, pueden gritar aterrados y seguir comiendo palomitas o reírse de los gritos mientras juegan con el móvil. Así hasta el siguiente horror-show, un tsunami, una niña destrozada por los maleantes o por sus propios padres, un empleado objeto de mobbing y que reclama su condición de víctima…Ante todo ello uno puede sucumbir como quiere la religión a la sensación de que su bienestar es culpable, pagarle a una ONG o indignarse contra la inacción de nuestros políticos, pero seguiremos en todos esos casos dentro de la misma burbuja de impotencia. Somos como ese niño que, con la habitación vacía, imaginaba maravillosas aventuras porque el mundo de alguna forma era suyo, pero que ahora, cuando le han saturado toda la estancia de juegos caros y sofisticados, muere de aburrimiento tras el primer impacto de abrir las luminosas cajas con el cual empezó a morir lo único que acaso le hacía libre y fuerte: la imaginación. Nada nos vuelve tan idiotas como esa facultad que nos han escamoteado sin que nos resistiéramos.


¿Qué pasa en Darfur? No lo sabemos ni usted ni yo, y lo peor, pese a Chomsky y Ramonet, es que probablemente no podamos saberlo.









*Informaré en los posts sobre los autores referidos