Friday, January 27, 2012





RENDIRSE. O NO.

1.En los últimos capítulos de la serie Cuéntame, se nos desmenuza eficazmente la secuencia de un tratamiento para eso que, cuando uno se muere, llaman "una larga enfermedad". No es cierto que sea una larga enfermedad, largas son las dolencias por reuma o por desviación de columna, las oncológicas sólo lo son en algunos casos. En otros muchos pasa un lapso de tiempo escandalosamente breve entre que uno se entera de que tiene al bicho dentro -si es que médicos y familiares te dejan enterarte, que ésa es otra- y que se va para siempre.

Cuéntame es un relato blanco y oficialista, no pretende descerrajar heridas, ni aportar luces nuevas sobre el pasado que nos ha configurado. Lo que en esta serie una generación cuenta a sus sucesoras respecto al pasado es cómo le fue la vida, o mejor, cómo recuerda que le fue. No hay lugar para el morbo ni se escucha a excluidos o derrotados que no hayan sido oídos antes de que les dé voz el relato. Tampoco creo, como a veces se insinúa, que pretenda mentir para instalarnos en la comodidad de la historia oficial.

Si el objetivo esencial fuera evitarse problemas, la dirección habría rechazado a los guionistas el capítulo en que Antonio regresa a Sagrillas y se entera de que un viejo terrateniente fue el verdadero causante de la muerte de su padre durante la Guerra. La intervención de su hijo Toni evita que su enloquecida reacción acabe en un asesinato por una venganza que se ha pospuesto medio siglo. Toni -paradójicamente vinculado en ese momento al Partido Comunista, del que tan alejado se siente Antonio- aparece entonces como el representante de una joven generación que ya no se encuentra tan dañada por los trágicos acontecimientos de la Guerra y sus consecuencias. Son los jóvenes de aquellos años de la Transición los que habrán de propiciar la reconciliación que haga viable el nuevo marco democrático. Creo, en definitiva, que lo que pretende Cuéntame es hacernos sentir acompañados, retrospectivamente acompañados; ya no caminarás sólo por la senda de la memoria: la de los Alcántara es lo más cercano a lo que podríamos llamar una memoria colectiva, un "nosotros" identificable como nacional y directamente causante de lo que ahora somos y tenemos, para bien y para mal.

Me refiero hoy a Cuéntame porque, una vez más, los guionistas han tenido la vista fina para detectar cuáles son los puntos más inflamables de la biografía de cualquiera de nosotros. Los españoles que superamos los cuarenta no nos pasamos el día pensando en el daño que nos hizo Franco o en si el comunismo hubiera sido posible con un poco más de osadía: nuestra memoria está más bien atravesada de amigos que murieron yonkis, novias a las que no supimos querer, amistades estúpidamente descuidadas y extinguidas, copas de Europa que no se ganaron por muy poco o padres que se desvelaron por nuestra adolescente insensatez. Y, muy especialmente, el alma se nos altera cuando escuchamos una palabra: cáncer. Ella, y toda esa retahíla terrorífica que le acompaña dentro de un protocolo médico que, a nuestros oídos, es cualquier cosa menos frío o neutro. De todo ese léxico, la estrella invitada es la quimioterapia. No se me ocurre un método de cura que genere reacciones casi igual de pavorosas que la enfermedad que probablemente va a matarnos. En aquellos primeros años ochenta, se hablaba de la bomba de cobalto, un procedimiento que ahora nos suena tan a jurásico como las primeras computadoras personales pentium.

Mercedes Alcántara tiene cáncer. La extirpación de un pecho no es suficiente, pues hay riesgo de extensión, de manera que comunican a su marido que van a aplicarle un "nuevo tratamiento que va a revolucionar las terapias oncológicas". Cuando, en medio del proceso, y a falta de dos sesiones de quimio, Antonio se lleva a su mujer a su pueblo natal, Sagrillas, asistimos a ese proceso tan indescriptible en el que, mientras el enfermo sufre en todo su rigor el dolor por las dentelladas del peor de los depredadores, los allegados velan impotentes ante un sacrificio cuyo desenlace puede ser la muerte. El dolor no solo encoge y fatiga a las personas, cuando es intenso y pertinaz, también deprime y causa desesperanza. Una noche, Merche le dice a Antonio que se ha terminado, que no más quimio ni más médicos, se acabó, no puedo más.

Una de las características de la quimio es que produce reacciones imprevistas y sorprendentes altibajos. A la mañana siguiente, tras una noche en la que la abuela de los Alcántara no ha parado de rezar, Merche aparece fuera de la casa, respirando el aire puro de la meseta ante una inmensidad que nos recuerda lo precioso que es cada segundo de vida que el destino decide concedernos. Anuncia a Antonio que acabará el tratamiento.

-"No me voy a rendir".

2. La memoria de un ser humano de mediana edad está llena de momentos en los que la tesitura más recomendable podía ser muy bien la de rendirse. Yo he optado por no luchar en ocasiones en las que, quizá, lo suyo habría sido rebelarse. Y también me ha pasado lo contrario, he presentado batalla con armas y bagajes para defender lo que pensaba que era mío cuando lo aconsejable hubiera sido conformarse con levantar el campamento y largarse con viento fresco cuanto antes.

Por fortuna no he vivido una guerra ni he sufrido graves enfermedades, pero he tenido problemas que, al menos a mí, me han parecido serios, y he debido tomar decisiones en momentos en que, más aún que el error, se abatía sobre mí la peor de las amenazas: el desánimo. Nos hallamos en una situación extraordinariamente propicia para la desesperanza colectiva. El momento histórico en que parece haberse reconocido universalmente que la democracia es el menos malo de los regímenes políticos es justamente aquél en el que con más fuerza se instala entre las masas la pesadumbre de la impotencia. Y es ese sentimiento, el de que nada se puede hacer para mejorar las cosas, el que hallamos en el origen de toda depresión.

A lo largo de mi vida he tomado parte en muchas movilizaciones. En general no soy especialmente amante de las multitudes. No tengo ninguna afición a ponerme a pegar alaridos con un altavoz delante de un ayuntamiento a la salida de sus trajeados concejales. Tampoco me apetece demasiado colgar carteles de un puente, ni hacer pintadas a rodillo amenazando de cese a un conseller, ni entrar a saco en instituciones para encerrarme en ellas con la firme determinación de no marcharme hasta que no me saque la policía. No me siento nada cómodo en estos trances, pero, por distintas causas, he pasado por todos ellos y no me arrepiento. Lo hice de mala gana siempre, con cierta vergüenza, pero el deber tiene poco que ver con la apetencia y nada con la comodidad.

Cada vez que advierto la necesidad de sumarme a algún movimiento reivindicativo -como ahora sucede, cuando nos hemos lanzado a la calle para defender la supervivencia de la escuela en particular, y, en general, los servicios públicos, amenazados por una crisis cuyos causantes han sido quienes llevan décadas clamando contra el Estado del Bienestar- surgen voces a mi alrededor que incitan al desánimo. "¿Crees que vamos a conseguir algo por salir a la calle a pegar gritos?" "Tienen el poder y no van a hacernos caso", "La gente les ha dado la mayoría absoluta, les da igual que protestemos", "Yo no dejo que me manipulen los de los sindicatos"...

Miren, a mí todo esto me parecen pamplinas para ocultar la cobardía o una indigna pereza, pese a que, como suele suceder con cualquier exhibición de pesimismo, tienen gran parte de razón. En realidad, soy el primero que cuando va a una huelga o incita a sus compañeros a salir a la calle tiene perfectamente asumido que sus enemigos son poderosos y que la batalla tiene pocos visos de ganarse. Por eso precisamente, porque tiene las de perder ante los mandarines, sale uno a la calle para colapsar el tráfico, cobijarse bajo una pancarta y hacer sonar un pito, con la consiguiente molestia para unos vecinos que ninguna culpa tienen.

He participado en batallas que se han ganado y en otras que se perdieron. No recuerdo haber ganado ninguna que no se disputara: éstas se pierden siempre. Lo único que en ellas se ahorra uno es la frustración de la derrota, pues ésta ya la tienes desde el principio. Pero añaden una pérdida que nunca sufre el que sale a pelear: la de la propia dignidad.


Yo tampoco me voy a rendir.

Friday, January 20, 2012








EL PROGRESO

Asisto a un coloquio sobre la vigencia de la idea del progreso, organiza la Real Sociedad Económica de Amigos del País. A estas alturas de mi vida no solo me causa respeto el nombre de una institución como ésta, en cierto modo me hechiza. Suena a burgueses algo atildados y con peluca, da a pensar en salones desvencijados y libros llenos de carcoma, pero si superamos esa primera y tópica impresión, nos encontramos con el origen del gigantesco proyecto histórico que nos identifica como "modernos". Me fascina la Económica, como me emociona leer a Voltaire o a Mayans, no como a uno le causa ternura leer antiguas y acrisoladas ilusiones, sino como aquél que, ahuyentada de un soplo la primera pátina de polvo, se percata de que lo que se proponían aquellos caballeros -derrotar al tenebroso dragón de la ignorancia y la servidumbre- tiene la misma vigencia que en su tiempo.

A lo largo del siglo XVIII, y con el devenir político y cultural de Francia como inspiración, se crearon en Europa instituciones ciudadanas cuyo proyecto era iluminar al conjunto de la sociedad a través de la instrucción y la difusión de las ciencias y las artes. Eso es, a fin de cuentas, lo que llamamos Ilustración, pretender que la acumulación de conocimientos -si somos capaces de garantizar su conservación y difusión a través de instituciones como la escuela, las bibliotecas o las fundaciones culturales- terminará forzosamente produciendo una sociedad más confortable, pacífica y justa. Durante el coloquio se nos explica de qué manera la sociedad civil se fue configurando, cómo el antiguo súbdito medieval fue liberándose de la coraza que le postergaba a la condición de súbdito para convertirse en un verdadero hombre libre.

¿Y hoy? Esta es la gran pregunta que nos plantea un debate como éste. El Progreso es, antes que nada, un gran relato. La modernidad construye históricamente su identidad a fuerza de dar crédito a esa narración forjada por los ilustrados. Nadie ha definido mejor sus parámetros que Rousseau, quien en pleno Antiguo Régimen, recordaba a los mandarines que mantener secuestradas las libertades suponía traicionar los términos de aquel metafórico gran contrato que habría dado origen a las sociedades civiles. Para Rousseau, el hombre no habría de renunciar porque sí a una condición salvaje en la que, por lo menos, no habría de soportar las indignidades de la servidumbre y el veneno de pasiones sociales como la envidia y la codicia. Dejamos de ser salvajes porque entendimos que sólo podríamos progresar si nos juntábamos. "El invento moría con su inventor", dice el autor de Emilio respecto al Estado de Naturaleza: nada garantizaba la conservación y difusión del conocimiento, dado que el hombre ni tan siquiera reconocía a sus hijos, luego mejorar era imposible y "las generaciones se sucedían con la tosquedad de las primeras edades, la humanidad era vieja, pero los hombres permanecían siempre niños."


Se diría que este relato ha concluido, o que, al menos, ha entrado en situación de incertidumbre. De esto no tienen la culpa los filósofos posmodernos, aquellos que, como Lyotard -por no remontarme a Nietzsche- nos advirtieron hace tiempo de que el progreso era el héroe de un gran relato cuya credibilidad se asentaba sobre bases
tan míticas como las del gran relato medieval: la Salvación por la fe. Lo de ahora no requiere
lecturas sofisticadas. Lo comprueba cualquier ciudadano con instrucción media que ponga la radio y escuche que Moody´s nos ha vuelto a rebajar la calificación de la deuda.

Cuando uno ve un reportaje sobre la Transición, escucha algunas loas a la figura del recién finado Manuel Fraga -incluso las de algunos enemigos acérrimos como Carrillo- o ve un capítulo de Cuéntame, percibe que la imagen que nos hemos hecho de España como Estado moderno y democrático se sustenta desde algunos tópicos de perfil muy grueso. Los Pactos de la Moncloa, el hábil papel de la Corona, el sentido institucional de los redactores de la Constitución, la reacción ante el 23-F... Aquella mascarada del Golpe sería el último intento de los viejos poderes fácticos por estrangular las libertades y colapsar el proceso. Después han venido ya dos gobiernos de izquierda, tuvimos una factoría de cultura de vanguardia con la Movida Madrileña -cuyo resultado más luminoso es el éxito universal del cine de Almodóvar-, casamos a los gays, vencimos al terrorismo e incluso hemos ganado el mundial de fútbol...

Siempre ha sido dudoso este relato, pero nunca tanto como ahora, cuando despertamos del único sueño que no cambiamos por cuarenta mundiales ni por los oscars de Hollywood: hacernos ricos. La realidad es que, en muy poco tiempo, volvemos a ser esa península postergada del extremo occidental de Europa, cuyos comandantes ya hace tiempo que entendieron que no les sale a cuenta seguir ayudándonos. (Los fondos de cohesión, ¿recuerdan?) Tenemos gobiernos negligentes y corruptos. Sí, ya sé, no son iguales todos los políticos y todo eso, de acuerdo, pero quienes insisten tanto en que seamos ecuánimes parecen olvidarse de que la corrupción española no es un suceso más o menos puntual, sino un estado sistémico, una enfermedad endémica. En cuanto a lo de la negligencia, me pregunto a qué niveles puede haber llegado en territorios como el del País Valenciano, donde en un par de años hemos pasado de sentirnos como "la California del Mediterráneo" -así estimulaba Francesc Camps la autoestima de los valencianos- a convertirnos en una autonomía colapsada, con la Generalitat en quiebra técnica, sin pagar a los proveedores ni cubrir servicios esenciales desde hace muchos meses... Más o menos lo que uno se imagina que ocurre en Tanganica, pero aquí, a Casa Nostra, quién lo habría imaginado.

No cuela sin embargo el viejo clishé, tan adecuado para confortar a la masa en medio del desastre: qué malos gobernantes para tan gran país... No, no es cierto, tenemos los gobernantes que hemos querido tener. El País Valenciano es el ejemplo más redondo de sociedad que ha creído poder ilusionarse con el dinero fácil, la especulación como factor de riqueza y el enriquecimiento rápido. La burbuja del ladrillo -resultado de esa gran trama surrealista de la economía financiera contemporánea, esa a la que Vicente Verdú llama "capitalismo de ficción"- nos ha hecho olvidar que la prosperidad de las sociedades sólo se construye de forma fiable a través del esfuerzo diario. Nos guste o no, esta es la realidad, y no hay peor herencia para las generaciones venideras que las de inocularles otra fe que ésa, por más que la opulencia consumista que hemos llegado a tener, las tiendas que abre diariamente Zara en China, la celebridad que alcanzan los chicos de Gran Hermano, el messenger, los goles de Iniesta o los castings de modelos les hagan pensar que el mundo tiene el color de Tele Cinco, la Nochevieja y las películas en 3-D.

Se me ocurre pensar si los procesos al juez Garzón no son la metáfora de la clausura definitiva de un relato. En el coloquio de la RSEAP uno de los ponentes -muy brillante en su exposición, por cierto- insistió en la conveniencia de no opinar sin fundamento: "sobran opiniones, hay que documentarse y dejar opinar a los que saben". Correcto, pero como no soy experto en Derecho, todas las sospechas que albergo respecto a que Garzón es objeto de una persecución execrable por parte de fuerzas muy poderosas no habrían de tener valor alguno. Puedo hacer caso, por ejemplo, a quienes en la radio insisten con mucha convicción y aparente conocimiento de causa en que sus instrucciones son arbitrarias, que con tal de conseguir que un acusado o un testigo digan lo que él espera que digan es capaz de llegar demasiado lejos, que atiende a sus corazonadas más que al rigor, que tiene vocación de estrella y mártir...

Yo imagino la vida de Garzón al modo de un biopic cinematográfico. Un servidor público decide emplear el poder que se la ha concedido como juez para luchar contra los malos, es decir, todos aquellos que destruyen la convivencia por su corrupción, su violencia organizada y la intimidación que intentan mantener entre sus vecinos. Su tenacidad le lleva a asumir casos que otros jueces no quieren ver ni en pintura porque suponen riesgos de todo tipo, lo cual le hace generarse enemigos en todos los sectores, incluyendo el de su propio gremio. Llegados a este punto, podemos entender que Garzón quiere ser destruido por poderes fácticos de derecha -por asuntos como el de Gurtel o las fosas del franquismo- pero también por afectos al PSOE, donde se le sigue guardando mucho rencor al juez por los GAL. A todo este ejército tan heteróclito formado por quienes quieren vengarse del protagonista se suman narcotraficantes, terroristas y simpatizantes de dictaduras como la chilena o la argentina...

Garzón está ahora mismo a punto de ser expulsado de la judicatura porque le han denunciado quienes son sospechosos de crímenes horrendos. Algún amigo extranjero me pregunta cómo podemos consentirlo. Le contestó que lo que no sé es qué hacer para evitarlo, salvo manifestarme y emitir mi opinión, aunque sea, parece, una opinión poco documentada.No dejo de preguntarme si lo que está tocando fondo, más que nuestra prima de riesgo, no es nuestra dignidad.

Friday, January 13, 2012








HUMANIDADES

1. Llevo más de una década viviendo en mi actual domicilio. Han cambiado muchas cosas en este barrio y en mi vida desde entonces, pero hay una que ha permanecido idéntica. En el tercer piso del edificio vecino, diviso diariamente una ventana con una luz de flexo que está casi siempre encendida. Hay un joven que estudia. Lo hace de manera sosegada, sin ansiedad, sin prisas, no por falta de intensidad; al contrario, su actitud serena es propia de quien se sabe embarcado en una misión ambiciosa y de largo recorrido. Sospecho que prepara una oposición, y puedo imaginar que se trata de una de esas que requieren años interminables de trabajo. A veces, mientras yo me dispongo a encender la tele para ver un partido de fútbol y disfrutar del descanso que creo haberme ganado, observo antes de bajar la persiana que, como siempre, mi vecino estudia. Cuando el partido ha acabado y me dispongo a acostarme, la lamparita de mi vecino continua encendida.

Deseo que apruebe y consiga lo que se ha propuesto, un objetivo al que lleva un tramo muy significativo de su vida con tan admirable tenacidad. Jamás he hablado con él, no sé cómo se llama... Si me lo cruzara por la calle es posible que no lo reconociera. Creo que aún no sabe que suelo observarle y que en silencio le admiro. Si algún día la tenue luz que asoma desde su mesa junto a la ventana llega a desaparecer, yo no sabré si finalmente ha aprobado o si simplemente ha desistido. Quizá entonces me sobrevenga la melancolía, habré perdido algo.


¿Saben? Estoy un poquito hasta los huevos, para que se me entienda bien. Me cansa ese discurso tan simplista y tan eficaz que descarga sobre los empleados públicos la responsabilidad de los desastres económicos que han fabricado no sé si los ejecutivos de los bancos, los especuladores o los políticos, pero no desde luego las enfermeras de los hospitales públicos, ni los jueces, ni los maestros, ni los bedeles de los ayuntamientos. Me acaban de bajar el sueldo una vez más. Me han quitado los sexenios, que les aseguro que me costaron mucho de conseguir. Trabajé como un animal para sacar las oposiciones de profesor de enseñanzas medias a principios de los noventa y, disculpen la soberbia, pero obtuve el número uno de mi quinta. No lo logré por listo, porque de eso ando más bien justito, sino porque estudié como un cabrón.


No acabo de saber qué es lo que legitima a un tipo que ha heredado el negocio de sus padres a pasarse el día despotricando contra el Ministerio de Hacienda, los funcionarios, los asalariados "que no se implican y que sólo piensan en irse cuanto antes a casa" o los sindicalistas, y eso cuando no les pega por meterse también con las mujeres o los inmigrantes, todos los cuales tienen también, por lo visto, la culpa de que las cosas no funcionen. Tienen razón en que el país no funciona, pero España no es un país ineficaz sólo porque funciona mal la administración pública. En España hay magníficos empresarios, pero la nación sufre también de una lamentable cultura empresarial, de igual manera que, junto a algunos funcionarios que no merecen el cargo que ostentan, hay una mayoría de empleados públicos que se ganan su sueldo, un sueldo que, por cierto, nos recortan una y otra vez.

Soy profesor y empleado público, por tanto estoy expuesto a sospechas por doble motivo. Puede que lo merezca, y no me parece inaceptable ser objeto de un permanente interrogante respecto a la calidad y eficacia de mi trabajo. Pero acéptenme un par de pequeñas reservas. La primera es que se informen antes de juzgar respecto a los merecimientos de cada cual. Llamar a alguien "vago" sin conocerle es insultarle, y a mí pueden perderme el respeto si les place, pero mi autoestima no van ni a rozarla. Dejemos que se sigan deteriorando las condiciones del servicio que ofrecemos -que no tiene que ver solo con el salario que percibimos los profesionales- pero, por favor, no contesten después en las encuestas que lo que necesita este país es una mejor educación. Me vale igual para la sanidad, la justicia y los demás sectores de la administración pública. Seamos consecuentes.

Ojalá apruebes, amigo. (Por cierto, mientras escribo estas líneas, en la noche del viernes, y me dispongo a apagar el ordenador para hacer la cena, pego una ojeada a su ventana. Hay luz, como siempre. Se me ocurre si no hay una cierta santidad en esa determinación tan invencible)


2. Una joven cajera se disculpa ante nosotros por no estar en la caja cuando nos disponemos a pagar. Las empleadas de este supermercado de franquicia alemana suelen parecerme personas tristes. Somos amables con ella. Lo somos siempre con las personas que están trabajando y nos prestan un servicio. A veces, cuando la gente entra en un lugar así, tiende a olvidar que lo que tiene delante es una persona. Mira con afecto a mi bebé, que le devuelve una sonrisa desde el carrito.

Una allegada trabajó durante algún tiempo en una franquicia que no nombraré pero que goza de un prestigio considerable. Fue maltratada de manera indecente, cosa que, por cierto, le ha ocurrido en otros trabajos similares que ha tenido, algunos de ellos al cargo de empresarios desaprensivos de esos que despotrican contra todo excepto contra su propia inmoralidad y su ineptitud. Sistemáticamente las cajeras eran abandonadas a los pies de los caballos ante los conflictos que, por distintas razones, generaban momentos de irritación y tensión entre algunos clientes. "Dile lo que sea, quitátelo de encima como puedas". Esta es una frase muy oída en este tipo de lugares. Pero debemos reparar también en la actitud que, a veces, tenemos como clientes. Con frecuencia descargamos nuestra ira sobre los subalternos: cajeras, bedeles, enfermeras... Nos sentimos estafados, de acuerdo, pero levantamos la voz contra el más débil, sin atrevernos a hacer valer los medios adecuados para que nuestra reclamación -perfectamente legítima- siga el curso adecuado. Esto es muy español, parece.

Esta chica me contó que, en una ocasión, un cliente airado le echó la bronca por la política de la empresa. Le contesto, lógicamente, que acudiera al director. Este le dio una serie de explicaciones. El cliente cambió ante él de actitud, se comportó como una persona flemática y mesurada. Al abandonar el despacho del director, cuando ya dejó de tenerlo delante, volvió a calentarse, se lo pensó mejor, entendió -a destiempo- que las explicaciones no le habían convencido... Y adivinen a quien volvió a levantarle la voz. A la cajera, sí. Extraigan conclusiones. Acordémonos de que, tras las cajas, las ventanillas o las toneladas de impresos, lo que hay son personas, material sensible, humanidades. Son seres humanos los que sufren los recortes que con tanta convicción aplican los políticos cada vez que Moody o algún otro señor feudal de nuestro tiempo baja la calificación de la deuda.

3. Merche, protagonista de Cuéntame, es operada de un tumor en un pecho en el último capítulo de una serie cuya trascendencia creo que no ha sido debidamente valorada, seguramente por papanatismo. Gradualmente va conociéndose la gravedad de lo que, inicialmente, parece poder ser un simple quiste. La tragedia se cierne sobre los Alcántara. Su marido tiene que esforzarse en ocultarle las dimensiones del problema. Merche, con un pecho recién operado, le reprocha que le haya ocultado la verdad sobre su estado. Tras los pertinentes análisis médicos las noticias no son buenas. Antonio trata de mentir nuevamente a Merche. Ésta le mira y le obliga a decirle -esta vez sin remilgos- la verdad. Cuando Antonio se derrumba y empieza a llorar sobre el hombro de su esposa, ésta entiende, por primera vez, que ya no es la única víctima, que vuelve a ser ella la que -incluso a las puertas de la muerte- puede levantar el ánimo de su marido, que tiene que ser ella quien, como siempre ha hecho, defienda a su familia.


-"No voy a morirme", le dice en ese momento, uno de los más duros y emotivos en la historia de esta larga saga.


Ojalá tuviera yo el valor de aquellas madres de hace treinta años.

Friday, January 06, 2012






FICCIÓN CUÁNTICA




1. La revista virtual Ojos de papel publica esta semana un interesante monográfico sobre la revolución que se está produciendo en el mundo de la teleficción. Desde la irrupción en 1999 de la serie Los Soprano, convertida ya en leyenda, televisiones como la HBO han conseguido que el sello de la calidad y el talento se asocie a muchas de sus producciones. El objetivo del monográfico es evaluar algunas de las claves de este fenómeno que parece haber hecho saltar por los aires el viejo perjuicio que otorga a la televisión o, para ser más preciso, a sus productos de ficción serial, la condición de masivos y subculturales, presumiendo que su consumo es puro enterteinment, o, aún peor, manipulación ideológica barata.

Su director, Rogelio López, ha tenido la generosidad de encargarme la reseña sobre el ensayo Teleshakespeare, un texto francamente oportuno y grato de Jorge Carrión. Como quizá recuerden, recientemente tuvimos un monográfico similar a vueltas con el asunto de los zombis, con el éxito de la serie The walking dead en el trasfondo. Les recomiendo que no se lo pierdan, les garantizo que hay artículos muy interesantes, con contribuciones como la de Justo Serna y Alejandro Lillo. En este número hay además otras colaboraciones a destacar, como la de Rosario Sánchez Romero, especializada en la obra de Antonio Muñoz Molina, o el poeta Miguel Veyrat. No les defraudará. http://www.ojosdepapel.com/

2. Hay una parte del libro de Carrión sobre el mundo de las teleseries que he eludido deliberadamente en la reseña y al que he preferido referirme en mi blog. Es un apartado de la introducción al que Carrión llama "ficción cuántica". La propuesta es tan arriesgada como sugerente.


La física cuántica ha roto con el concepto de universalidad que la ciencia moderna hereda de Newton y que, en lo esencial, es decir, en la suposición de que hay un estado verdadero y estable de la materia, respeta la inspiración antigua de la ciencia aristotélica. La idea, tal y como la recoge Carrión, es que la materia registra una multiplicidad de estados simultáneos, adoptando ante nuestros ojos uno determinado -uno entre otros posibles- en función de las condiciones en que se trame la observación. Carrión establece una analogía entre ese modelo -que empieza ya a formar parte de la comprensión del mundo que tiene nuestra época- y el de las nuevas formas narrativas: "Las obras artísticas se desarrollan en esos universos simultáneos, según sus propias reglas, se ocultan, se rasgan y se reparan, aguardando sus lecturas"


Esta visión poliédrica del universo de ficción, enganchada a la concepción física proporcionada por la relatividad de Einstein, encuentra su mejor vanguardia experimental en la ciencia-ficción, donde tanto se ha especulado durante décadas con el juguete del portal interdimensional. Más allá de artefactos demasiado metafísicos -y que me encantaban de crío, dicho sea de paso- como el "teletransportador" o la máquina del tiempo, lo que ahora ha abierto caminos a los narradores es el supuesto de una realidad paralela frente a la que el vulgo permanecería ignorante, siendo personajes como el Neo de Matrix, los que, a modo de "iniciados", consiguen encontrar su llave secreta, pudiendo determinar cuál de los dos mundos -el "nuestro" o el que desconocemos- es el "verdadero" y cuál el simulado o virtual.


3. Analogías como las que realiza Carrión son arriesgadas, aunque en su caso es empleada de forma prudente, lo cual le permite decir lo que quiere decir respecto a las nuevas posibilidades narrativas que se están aplicando en la teleficción y, además, salir bien librado.


No sé si les suena el llamado "Escándalo Sokal". En 1996 Alan Sokal, un científico norteamericano experto en física cuántica, escribió un artículo para una revista de ciencias sociales etiquetada como postmoderna. Contenía toda suerte de presunciones absurdas, como la de que la gravedad era un "efecto de sentido", resultado de complejas manipulaciones y juegos de poder, apoyándose de forma insoportablemente pedante en citas de lo más granado de la literatura francesa del posmodernismo. Su objetivo era, obviamente, ridiculizar y desenmascarar formas de razonamiento muy extendidas entre cierto subculto académico, según las cuales la mayor barbaridad puede decirse siempre y cuando se someta a cierta jerga más o menos abstrusa como la que es característica del posestructuralismo francés. La revista cometió el grave error de publicar aquel escrito tan surrealista, quedando públicamente en cueros cuando, después, el propio Alan Sokal descubrió su estratagema en otra revista, lo que generó un auténtico terremoto en las esferas de la intelectualidad, especialmente la francesa, con declaraciones de indignación muy encendidas como las de Jacques Derrida, una superstar de la filosofía contemporánea y a cuya obra salpicaba especialmente el artículo de Sokal.


Un año después, Alan Sokal publicó -junto a Jean Bricmont- un ensayo, Imposturas intelectuales, donde denunciaba que algunos pensadores de enorme crédito como Jacques Lacan, Jean Baudrillard, Gilles Deleuze o Julia Kristeva han utilizado profusamente conceptos de la física contemporánea de forma errática y poco contrastada, manipulando la comprensión de sus lectores con su verborrea efectista. No se limitan estos dos autores -como sería de prudencia- a citar aquellos pasajes en que se producen tales abusos y a explicarnos por qué son falaces, sino que se comprometen con una crítica global a la posición filosófica supuestamente común a estos autores, los cuales, en pro de su propio interés como brillantes retóricos, pretenden convencer al mundo de que lo que llamamos la verdad es un efecto de perspectiva inducido por castas con poder, por ejemplo la comunidad de expertos científicos, y que la ciencia no es sino un relato más.



No he leído el ensayo de Sokal, y no estoy seguro de querer leerlo. No me preocupa que cargue contra autores con cuyos textos me he formado. En eso me parece sana cierta labor de desmitificación, y puedo dar fe de que Jean Baudrillard -al que dediqué mi Tesis Doctoral- (http://tdx.cat/bitstream/handle/10803/9847/montesinos.pdf?sequence=1) se muestra ocasionalmente algo tendente a este tipo de aventuras en algunos escritos. Me parece en cualquier caso que no se debe perder excesivo tiempo con este tipo de intervenciones cuyo fulgor depende en gran medida del talento de las celebridades a las que supuestamente desenmascaran y de las que terminan viviendo como parásitos. Creo que si damos crédito a la idea de que Kristeva o Baudrillard son simples nigromantes, entonces lo que encontramos es la excusa perfecta para no tener que leerles, que es más o menos lo mismo que cuando uno se convence de que no hay que leer a Nietzsche porque estaba loco, o a Heidegger o Cioran porque alguien nos ha contado que fueron nazis.



4. ¿Tiene algún valor, alguna rentabilidad cognoscitiva esta metáfora -y es de prudencia entenderla así, como metáfora- de la "ficción cuántica"?

Un compañero del Seminario de Física y Química me explicó -a vueltas con las implicaciones filosóficas de la física cuántica- que empezaba uno a entender un poquito lo que son las partículas elementales cuando asume que su deambular no se somete a lo que denominamos leyes físicas. Esta aparente fantasmagoría sólo adquiere sentido dentro del paradigma que se ha ido instituyendo en el universo de la ciencia a partir de la relatividad einsteniana y, muy especialmente, del Principio de Indeterminación de Heisenberg. Lo que debemos entender es que suponen la muerte del concepto clásico de la "verdad" como un estado fijo y determinable de la materia: simplemente no existe tal cosa, y tratar de establecerla es crear una figuración que ya no dice nada de lo que los físicos han aprendido respecto al comportamiento de la materia en los últimos cien años. Lo que explica Heisenberg es que las condiciones de observación -y los seres son para nosotros algo en la medida en que establecemos unos parámetros que nos permiten observarlos- determinan el estado de las partículas elementales, de tal manera que, al recibir los haces de luz, su velocidad cambia. No hay manera de salir de este bucle, no hay una condición estable del objeto. Si queremos hablar de verdad, debemos alumbrar una concepción diferente de la objetividad, debemos asumir la obligación de vivir siempre en la incertidumbre.


No quiero aventurarme en exceso por estos derroteros que me son tan ajenos e ininteligibles, pero no me parece difícil acercar algunas de las implicaciones de esta visión de la física contemporánea a una problemática que sí es filosófica, la de qué es eso a lo que llamamos "Realidad". Que son las condiciones presupuestas en la observación las que, en medio del caos, determinan qué es el objeto, viene ya sugerido por la filosofía de Emmanuel Kant, quien ya nos hizo entender que es el sujeto el que, desde las categorías racionales, impone su forma a la experiencia. Tomado rigurosamente, este orden de cosas supone que lo que denominamos la verdad es el resultado de un constructo, un constructo de la razón, de la cultura, de la ideología, de la voluntad de poder... En cualquier caso, lo que ha logrado la filosofía contemporánea desde la Crítica de la Razón Pura es reivindicar el papel del sujeto, un papel activo y creativo, capaz de forjarse una visión del mundo propia, más allá de la impotencia y la pasividad a la que pretendían condenarle las estructuras del Antiguo Régimen en tiempos de Kant, y -¿por qué no?- las de la cárcel de hierro de la burocracia y la macroeconomía en el momento actual.


No tengo ninguna duda de que esta lógica tiene repercusiones de toda índole en el panorama narrativo. Jorge Carrión se refiere a cierto relato especialmente inspirado de Jorge Luis Borges, Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius y a la inevitable Rayuela, de Julio Cortázar. A mí se me ocurre pensar en el Finnegans wake de Joyce, y, muy especialmente, en el mundo de Franz Kafka. Dice Umberto Eco a su respecto en Obra abierta: "... la obra permanece inagotable y abierta en cuanto ambigua, puesto que se ha sustituido un mundo ordenado con leyes universalmente reconocidas por un mundo fundado en la ambigüedad, tanto en el sentido negativo de una falta de centros de orientación como en el sentido positivo de una continua revisión de los valores y de las certezas."

Me da que es entonces cuando uno empieza a sentirse cómodo viendo The wire, donde las pesquisas para lograr desarticular las bandas de delincuentes se parecen a las que lleva a cabo el agrimensor K para contactar con la gente de El castillo. O las dimensiones paralelas en que se mueve el alma de Tony Soprano, esa en la que escarba la Doctora Melfi; o los flash back de Don Draper en Mad men, con los que accedemos a una realidad camuflada y paralela; o el laberinto de Perdidos, con el multiverso de la isla, claro...