Friday, April 29, 2011















POR QUÉ NO ME GUSTAN NI LOS INGLESES,

NI MOURINHO

NI, ESPECIALMENTE, LADY GAGA.


1.Cuando uno adopta la costumbre de deambular por el mundo tomando apuntes de las maravillas y miserias que alberga, termina dándose cuenta de que el impulso que domina su escritura viene a ser el de la perplejidad. Llega un punto en que, cuando dices a voz en grito que detestas a Lady Gaga, a Bebe, a Florentino Pérez o a Penélope Cruz -y en verdad los detestas-, es como si te escucharas desde fuera de ti mismo y el sentimiento aversivo quedara extrañamente mitigado, como si en el fondo entendieras que formas parte de una escena donde todos -incluyendo a quienes te fastidian, y quizá ellos en mayor medida- forman parte de la escena.

Un escenario, nunca mejor dicho, es lo que se ha montado en Londres con motivo de la boda de William y Kate, cuyos nombres habrán de ser castellanizados desde ya. Supongo que Jaime Peñafiel, bufón de la Corte por excelencia, nos aleccionara respecto a tal cuestión, exigiéndonos que, respetando el protocolo, llamemos a la nueva princesa Catalina o Caterina, un rato antes de ponerse a despellejarla, que es a lo que se dedica el simpático periodista, es decir, a recordar a las princesas de origen plebeyo que Cenicienta es un cuento.


No puedo evitarlo: descreo de las bodas en Westminster desde que vi, hace ya mucho, a Lady Di y a Carlos darse el sí con mirada candorosa. Parte de la culpa la tiene Shakespeare, que implantó en mí el imaginario de una Corte real empapada de la sangre vertida por traidores, intrigantes y bastardos. Para colmo me imagino al deán de Canterbury como un tipo gordo y taimado que, unos segundos después de casar a Catalina, le dice al oído algo así como esto:









-"Ahora te crees muy lista y muy mona, pero irás a la Torre y te pondremos en el tajo si se te ocurre dedicarte a golfear... Mira como acabaron Ana Bolena y Lady Di."







No me gustan los ingleses... Lo siento, llámenme racista, xenófobo o cualquiera de esas cosas con las que ahora te insulta cualquiera a bajo precio, pero me resultan irritantes, qué vamos a hacerle. Es cierto, han ganado todas las guerras, siempre salen a flote en las mayores adversidades sin perder la compostura, inventaron el fútbol, parieron a Dickens, Defoe, Stevenson, Shakespeare, Conan Doyle o Hitchcock... Sí, vale, pero, qué quieren que les diga, a mí me pone enfermo tener un quintacolumnista de Norteamérica en Europa. Siempre me parece que están deseando que se hunda el euro para tener razón con aquello de mantener la libra esterlina, lo que equivale a autocomplacerse por ser más insolidario que nadie. Tampoco me mola pero que nada esa costumbre tan de gentleman -esto ya me ha pasado con ingleses- de guardar las formas hasta la exageración pero no mojarse el culo ni una gota si de lo que se trata es de socorrer a alguien en apuros.




Podría igualmente referirme a lo tontos que me parecen Paul Mccrtney, Elton John o los Beckam y todo ese rollo tan estirado y que promete hastíos atroces. En realidad, no hay que tomar en serio todo este catálogo de rechazos tan personales, pues por cada cosa que odio de un país, una ciudad o una persona, aparece inmediatamente otra que amo. A fin de cuentas, por cada inglés insoportable hay una parodia suya en Benny Hill, los Spritting image o los Monthy Python, lo cual compensa mucho, desde luego. No, lo que en verdad me molesta de los ingleses es el thatcherismo, esa hipocresía supuestamente liberal con la que han reforzado la idea de que la prosperidad sólo es posible si devastamos las administraciones públicas, liberamos de cargas fiscales a las grandes firmas, reducimos los derechos laborales y nos cargamos los servicios públicos. Margaret Thatcher y Ronald Reagan -estrellas de la política en los ochenta- son dos de los gobernantes más dañinos y delirantes de la historia contemporánea. La buena fama de la que extrañamente goza todo lo que viene de los centros neurálgicos del mundo anglosajón ha hecho que, incluso hoy, gocen de cierto predicamento su fórmula, el llamado neoliberalismo.


Seré xenófobo, no sé, pero me pregunto qué pasaría si el hatajo de bárbaros que revientan de alcohol sus sonrosados cuerpos en la playa de Lloret de Mar fueran hispanoamericanos o magrebíes en vez de adolescentes ingleses que celebran con alcohol barato el fin de curso.



En fin, yo he hecho todo lo posible para envenenar los fastos de la boda del par de tontuelos. Y ahora, pongan la tele, cenutrios.


















2. MOURINHO nos divierte siempre, reconozcamoslo. Como técnico es bastante mas vulgar y previsible de lo que indica su brillante currículum; su retórica es pobre y sus argumentos simplistas; sus gestos y actitudes deterioran la imagen del Real Madrid; su capacidad de implicación en la empresa que le paga es siempre cara, condicional y quebradiza... Vamos, una joya, pero para la prensa es un chollo. ¿Y si en realidad se tratara de eso y no de ganar partidos de fútbol? Si cualquier técnico al que no llamen The special one hubiera planteado los últimos partidos ante el Barça como lo ha hecho él lo hubieran enviado a los leones. Pero Mou puede hacer lo que le dé la gana: poner al Madrid a defender en su área como un equipo de pueblo, exigir al club futbolistas carísimos y después, tras fracasar estrepitosamente, echarle la culpa a los árbitros o a la malevolencia del rival...Y lo más increíble es que la gente le cree. Los estudios sobre liderazgo deberían interpretar esta nueva vuelta de tuerca: un líder que conduce a las masas directamente hacia el fracaso y que, incluso entonces, consigue que le amen.



Se me ocurre pensar -y ahora no hablo de fútbol- que José Mourinho ha llegado a España en el momento más propicio. Nos estamos acostumbrando a los insultos, la calumnia, la demagogia barata, la corrupción, el fanatismo apesebrado... Mou se mueve como pez en el agua dentro de esa atmósfera tóxica que induce a los futbolistas a simular agresiones, pelearse sistemáticamente con los contrarios y con el árbitro, sobreactuar, mentir en las ruedas de prensa, insultar al oponente... ¿De qué nos extrañamos? Cuando deje el banquillo Mourinho podría dedicarse al periodismo, o mejor, a la política. En los dos ámbitos tendría seguidores acérrimos a cascoporro. Más o menos como Belén Esteban.














3. Los gays tienen una predilección por Lady Gaga que no pienso tragarme sin disputa. No voy a criticarla por meterse una hostia morrocotuda cada vez que se le ocurre dar un giro en el escenario, pues a mí también me pasaría si me calzase sus plataformas. Tampoco me molesta que cultive el mamarrachismo ni que su música y sus letras sean una sarta de gilipolleces pretenciosas. No, con Lady Gaga me pasa lo mismo que con Madonna, que huelen a producto de laboratorio por todas partes. A veces tengo la impresión de que hay alguien diciéndome: "Fíjate cómo se contonea, qué posturas tan lúbricas adopta y cuánta transgresión contiene...¿No te sientes provocado?".

Pues no, lo que me siento es aburrido. Ya hace tiempo que me cansa este rollo tan de la cultura gay del consumismo irónico: "Sí, sí, ya sabemos que es una payasa, pero es que es esto lo que nos gusta, el transformismo, el simulacro, la sobreactuación, el juego con los signos de lo femenino, la ironía sobre la fama...". Me he tragado este discurso unas cuantas docenas de veces. Molaba en los sesenta, cuando tenía un verdadero poder corrosivo en boca de Andy Warhol. Ahora empieza a sonar a excusa barata para consumir productos de masas sin complejo de culpa.


...Yo, por mi parte, me voy a ver el Madrid-Barça. O una peli de vaqueros.



Friday, April 22, 2011







DE PROCESIÓN






1. Descubrí que Dios no existía más o menos por el mismo tiempo en que mi señor padre me comunicó la nueva de que tampoco existían los Reyes Magos, cosa que me fastidió mucho más, pues, pese a que ya entonces la cosa olía a chamusquina, yo estaba dispuesto a seguir instalado en tal mentira durante mucho tiempo.




En realidad nunca sentí la Gracia, lo cual me debe convertir a los ojos de un creyente convicto en una criatura infortunada. Sí es cierto que durante algunos años creí creer, de ahí que rezara por las noches, pero lo que en realidad sostenía mi fe no era el genuino sentimiento piadoso que se ilumina en el alma desde la prédica del púlpito y las lecturas sacras, sino el recuerdo indeleble de Charlton Heston abriendo el Mar Rojo con su báculo. Eso y un album de cromos cojonudo sobre el Antiguo Testamento. En ambos casos perdía Ramsés, quien a mí, qué quieren que les diga, me pareció siempre un tipo encantador, hasta el punto de que me parecía una infamia del guionista que siempre acabara mordiendo el polvo.





Vi aquella película indiscutiblemente impactante en el cine Aliatar de Valencia, pero empecé a superarla el día en que encontré un poster de Brigitte Bardott, la piel cubierta con tan solo un paño blanco que ocultaba sus pechos: Dios resultaba ser una rubia francesa. Les parecerá prosaico, pero el poder de seducción de aquella imagen -la promesa de felicidad sin límites que transmitía aquella piel desnuda y libre- convirtió mi primera comunión en una farsa por la que ahora debería avergonzarme y pedir perdón a mis padres y a los curas. Al confesarme no tuve valor para decirle al Padre Pericás la terrible verdad: yo no quiero a Dios, señor, yo sólo quiero estar con ella.









Puedo entender que un creyente se ofenda por lo que sin duda le sonará a burla. Pero, aparte de que no hago sino contar la verdad de mi vida, es que la fe arrastra a mis ojos una impostura que me parece peor que todas mis adhesiones paganas: ¿cómo podéis creer tan firmemente en Él e ir por ahí tan tranquilos como si no pasara nada?Mi problema con Dios no es todo ese rollo volteriano de la Razón, las ciencias y el laicismo: mi problema es que Dios me resulta inconcebible. Descartes afirmaba que la idea de Dios presuponía la atribución de su existencia con la misma necesidad con que el concepto de triángulo exige definir sin más opciones un polígono cerrado de tres lados. De acuerdo, pero ¿qué pasa cuando no se es capaz de concebir la "idea" de Dios? Llevo ya el suficiente tiempo arrastrando mi cuerpo mortal por el planeta como para no tener ya perfectamente claro que Dios es imposible. No digo que tal cosa sea demostrable, entre otras cosas porque si hay una imbecilidad mayor que demostrar la existencia de Dios es tratar de demostrar su inexistencia. No, lo que yo digo es bastante más sencillo: no puedo concebir la vida con Dios.




Lo comprendí definitivamente a través de un aforismo de Cioran: "No les entiendo, si yo creyera como ellos dicen creer, correría desnudo por la nieve como un San Francisco". No pretendo ofender a los creyentes -hay que ver lo mentiroso que soy a veces-, pero me pasa como a Cioran: veo a mis compañeros creyentes acudir al trabajo por las mañanas con el mismo caminar apesadumbrado que yo, entran al lugar, se dirigen a deglutir el almuerzo... Todo con la misma cara prosaica que cualquier infiel, sin ese rayo de certeza que habría de atravesar la mirada de los santos... No lo entiendo. Si la vida tuviera un sentido -y en saber que no lo tiene consiste mi escepticismo religioso- yo me arrastraría por los días de la semana llorando de emoción como las gitanas en la Madrugá de Sevilla.









2. Creo firmemente en la Semana Santa, algo que no me pasa con ninguna fiesta. No conozco, por cierto, manera más pagana de honrar la fe. Esa devoción por las imágenes, esa impostura de besarlas con una pasión cercana al erotismo, esa vanidad de los llantos que compiten en hemorragia de lágrimas, los balcones cuyas saetas duelen más... Silencio, oscuridad y temor de los redobles y las caras que se ocultan tras las máscaras, en ésta gestualidad del dolor tan perfectamente teatral se configura una escena cuyo poder seductor debe asociarse a su maestría como espectáculo, un espectáculo que lleva siglos representándose.




No se equivoquen, señores escépticos, no es toda aquella mezquindad del poder eclesiástico lo que está en juego en las procesiones, es algo mucho más profundo que habríamos de reflexionar con la precisión de un antropólogo, algo en lo que uno forzosamente ha de pensar cuando se le ocurre pasar apenas un par de horas en medio de los tambores de Calanda. Tras cada paso de las cofradías, tras cada redoble, tras el dolor del peso a hombros de la Virgen o el Cristo hay un profundo amor al ritual. Pero el ritual no ha de ser necesariamente religioso para ser amado. La fe es otra cosa, o acaso -en el catolicismo mediterráneo- consista precisamente en esto, en entregarse a las imposturas de la adoración de las imágenes. Piensen en Carmina Ordóñez, aquella gran pecadora, llorando desconsoladamente al paso de la Macarena, o en Ruiz de Lopera, besando la estampa del Gran Poder cada vez que jugaba el Betis...



Lo siento, es posible que la razón respecto al lugar de Dios en el mundo la tengan los luteranos como Kant, pero a mí me transmiten un aburrimiento insoportable.










3. La Iglesia Católica no está en las últimas, pero sí en las penúltimas. Es ingenuo pensar, como querían los sabios, que ha sido desplazada por la civilidad y las luces. Las chorradas del New Age, los templarios, Dan Brown, Iker Jiménez, los Testigos de Jehovà, las sectas light del budismo o la comida vegana, demuestran que el mercado de la espiritualidad anda más activo que nunca. Pero aún así la autoridad vaticana va perdiendo adeptos, y ello a pasar de la maestría con la que Karol Wojtyla se aplicó la tarea de convertirse en una celebrity televisiva, demostrando con ello una sabia capacidad de adaptación al aire de los tiempos.



No, el problema de la moral transmitida por el púlpito es que no hay manera de acercar a la gente a una fe que se empeña en convencernos de que deberíamos privarnos de todo aquello que hace la vida soportable. Recuerdo el día que no sé que actriz de Hollywood explicó que había conseguido superar la atracción por la carne gracias a la lectura de los Evangelios. Su autobiografía -repleta de orgías y adoraciones al Becerro de Oro- se había vendido anteriormente como rosquillas, por contra, el libro de autoayuda para adictos al sexo que sacó después no lo compro ni el Santo Job. Pobre.

Friday, April 15, 2011







LA SEGUNDA REPÚBLICA
CONTADA A LOS NIÑOS







En los últimos días os ha llamado la atención que un año más, coincidiendo con la segunda semana del mes de abril, algunos de vuestros profesores hayamos conmemorado el día en que se proclamó la Segunda República española, hace nada menos que ochenta años. Por increíble que os parezca aún quedan personas que vivieron aquel acontecimiento, y algunas de ellas participaron en su defensa durante la sangrienta guerra que acabó por destruirla. Hubo quien incluso, tras huir de España ante la perspectiva terrorífica de la dictadura que acaba de imponer el triunfante bando del General Franco, luchó después en Europa contra el fascismo, pasando así de una guerra a otra, de una tragedia terrible a otra todavía mayor. Estos dos acontecimientos sumaron millones de víctimas, y el mundo tardó muchos años en reponerse de tan dolorosas experiencias.











Entiendo que para vosotros la Segunda República no sea mucho más que uno de esos temas con los que os aburre el profesor de Historia. Os aprendéis algunos nombres y fechas, escucháis una y otra vez aquello de la insurrección militar, los tres años de guerra... Finalmente, os examináis, lo olvidáis y a otra cosa. Ya habéis detectado, sin embargo, que a algunos de nosotros este tema nos despierta emociones que sólo a duras penas logramos transmitiros. Muy a pesar nuestro, porque el sentimiento que intentamos compartir con vosotros respecto a la República del 31 es tan intenso como la emoción por un concierto de Bach, la maestría de los cuadros de Velázquez, la perfección de las líneas geométricas o la misteriosa belleza de las estructuras sintácticas.











Ya os he hablado a muchos de vosotros de Galileo. Fue un hombre genial y lleno de amor por las ciencias. Resulta difícil creer que los mandarines de la Iglesia católica de su tiempo tuvieran tanto miedo a que aquel hombre humilde siguiera con sus investigaciones, hasta el punto de que no le ajusticiaron en la hoguera porque sólo en el último momento reconoció aterrorizado que todo lo que decía haber descubierto eran puras invenciones. Por eso leísteis aquello de Descartes en el Discurso del método, que no entendía por qué perseguir tanto a un hombre si en realidad estaban tan seguros de que estaba equivocado al afirmar cosas tan estrambóticas como que la Tierra giraba alrededor del Sol y no al revés. También os he hablado de aquel griego, Sócrates, el cual tuvo que darse muerte sentenciado por la Asamblea de Atenas, que no le perdonó su afición a llamar idiotas a los idiotas, por más que esa es una de las cosas que debe hacer un sabio si no quiere convertirse en un hipócrita. También os he contado las muchas vueltas que hubo de pegarse Karl Marx huyendo por Europa porque incitaba en sus manifiestos a los proletarios de Alemania, Francia o Inglaterra a defenderse unidos de la maldición de la miseria a la que les condenaban los nuevos ricos de la Revolución Industrial.



Definió Luciano Canfora la de pensador como "una profesión peligrosa". Creo que hay algo de la rebeldía de todos estos sabios de la historia en el esfuerzo de quienes construyeron la Segunda República española. Por encima de todo el suyo fue un esfuerzo audaz, una prueba de valor, una emocionante aventura que, por desgracia, terminó trágicamente.









Mirad. Hace muchos años, tantos que yo tenía menos edad de la que tenéis muchos de vosotros, un cura nos daba clase de Literatura en el colegio religioso donde yo estudiaba. Decidió secularizarse, es decir, abandonó la condición sacerdotal, y aquella fue la oportunidad que aprovechó la dirección del Colegio para expulsarle. Todos sabíamos perfectamente que le echaban porque las ideas que nos transmitía en clase les molestaban. Decía cosas como ésta: "la tierra es de Dios, y lo que es de Dios es de todos". Ya veis que no le alejaron de nosotros por no ser suficientemente religioso, sino porque su dios no era tan imbécil como para creer, por ejemplo, en los latifundios. Aquella mañana, un grupo de compañeros de los cursos superiores decidió reunirse en el patio y hacer una sentada para no acudir a clase hasta que les dieran una explicación de por qué aquel profesor tenía que marcharse. El director, un cura tan aficionado a comer ostras que no le cabía el culo en la silla, y tan avinagrado de carácter que parecía enfadado por haber nacido, cogió a los cabecillas y los expulsó del centro. No hubo expediente sancionador, ni se consultó nada con sus padres, ni hicieron falta partes disciplinarios... Les expulsó sin más. Cuando aquellos compañeros cruzaron la puerta del colegio ante nuestra mirada, repletos de dignidad y sabedores del enorme respeto con que les mirábamos abandonarnos, entendí que la Dictadura no había muerto del todo con el General Franco, y que la democracia debía abrirse paso día a día a duras penas entre sus enemigos.



Pues bien, fue toda aquella trama de miseria moral, autoritarismo, violencia e intolerancia, de la que yo viví sus últimos coletazos, la que derrotó a la República en el año 39. Cada vez que oséis interesaros por el tema escucharéis a algunos decir que en ese pasado solo entran los rencorosos y los revanchistas; que hay que olvidar; que para qué se empeñan en buscar cadáveres los familiares de todos esos a los que el Régimen asesinó a millares cuando el enemigo ya estaba cautivo y derrotado... Vais a oírles decir que la República cometió toda suerte de crímenes, que pasó su tiempo quemando iglesias y asesinando curas y monjas; que no querían la libertad sino el comunismo; que no querían el laicismo sino la prohibición de las creencias religiosas...







Me gustaría que algún día leyerais la Constitución republicana. O que estudiaséis la vida o la obra de mujeres como Clara Campoamor o Victoria Kent, que tuvieron la insolencia -en aquel tiempo lo era para mucha gente- de reclamar la igualdad de derechos entre los sexos, eso que ahora os parece "natural" y que, sin embargo, costó muchísimos sufrimientos conseguir. Estudia el proyecto escolar de la República, las llamadas misiones pedagógicas. O su programa de acción institucional para sacar de la pobreza y la servidumbre a un pueblo español que estaba todavía demasiado cerca de la Edad Media. O las leyes respecto al divorcio. O respecto a los derechos de los trabajadores. Quizá ese fue su verdadero gran error: la audacia. Los hombres y mujeres que construyeron la República quisieron avanzar demasiado rápido, trataron de convertir en muy poco tiempo una sociedad feudal en una nación moderna, ilustrada y civilizada. Siempre contaron con enemigos poderosos y terribles, algunos de ellos –por lo visto, tan poco aficionados como los fascistas a la libertad- entre sus propias filas. ¿Los peores? La ignorancia y el miedo. A ambos quisieron derrotarlos y perdieron. Decir que fue, pese a todo, un hermoso intento puede sonar a frívolo, pues la guerra posterior ocasionó más de un millón de muertos. Y, sin embargo, lo fue.



Por todo ello muchos vivimos intentando hacernos dignos de aquella Segunda República de la que nos sentimos hijos. Quizá, después de todo, haya algo de razón en vuestra indiferencia. ¿Cómo pretendemos que compartáis con nosotros un sentimiento por una aventura que ni siquiera vivimos? ¿Por qué conmoverse con algo que pasó hace tantos años? Acaso no hayamos sabido contároslo, o puede que con nuestras vidas no hayamos sabido estar a la altura de quienes forjaron aquel sueño. Ojalá vosotros sí lo seáis, ojalá seáis capaces de recoger algo de aquel impulso, aunque no lleguéis nunca a saber de donde proviene.

Friday, April 08, 2011










MADRES (Y PADRES)





Presencio la escena en un paraje ajardinado de la gran ciudad en la que vivo. Dos mujeres de unos treinta y cinco años caminan con sus respectivos bebés en brazos. El ritmo de paseo, la cara con la que miran a sus vástagos... no sé muy bien, pero tengo la impresión de que hay algo religioso -y no en el buen sentido- en la manera de entender la maternidad que denota su actitud, una actitud que, además, tiene pinta de ser producto de un largo adiestramiento y de una conciencia ideológicamente intensa. Lo olvido, pero dos horas después, a mi regreso, me las vuelvo a encontrar y la escena es exactamente la misma. Es como si a un lama le hubieran encargado criar al pequeño Buda, o como si a un fanático católico le dijeran que lo que lleva en los brazos es el Mesías, que resulta que ha resucitado de nuevo para salvarnos o para enviarnos a todos al infierno.


Estoy seguro de que la escena provoca indiferencia a quienes se les cruzan, pero no a mí, que resulta que voy a ser padre, y que ya empiezo a padecer los riesgos de leer y escuchar en exceso sobre un asunto que, como es fácil imaginar, me preocupa sumamente en el momento actual. Me da un poco de miedo toda esa hemorragia ideológica a la que uno asiste un poco con cara de indefenso. Además de futuro padre, resulta que soy profesor, y tengo una trayectoria larga en eso de presenciar formas peligrosas, excesivas o simplemente equivocadas de relación con los hijos. Como sucede con la sobrealimentación, que en las sociedades opulentas termina produciendo más daños a la salud que su contrario, temo que ciertos excesos con respecto al cuidado y atención de los niños termine ocasionando muchos de los males contra los que reacciona.




A los niños hay que quererlos, cuidarlos y educarlos, desde luego, y sobre todo hay que reivindicar la creación de un tejido jurídico que propicie la maternidad y no convierta la posibilidad de tener hijos en poco menos que una aventura que puede a uno -y sobre todo a una- costarle el trabajo y la salud. Que se hayan echado atrás, por ejemplo, las leyes destinadas a aumentar los tiempos de permiso para el padre -veinte días actualmente- me parece una desgracia. Y hay otra mucho mayor a la que parece que nos hemos acostumbrado: que las empresas penalicen económicamente a las mujeres en la medida en que pueden estar tramando en secreto el quedarse embarazadas, algo al parecer nefasto para los intereses de la empresa. Nunca deja de sorprenderme que corrientes ideológicas de tizne fuertemente conservador y católico, supuestamente entregadas a la defensa de la institución familiar y empeñadas en que las mujeres que abortan se pudran en la cárcel, olviden siempre este tipo de abusos empresariales por los cuales las mujeres están destinadas a cobrar sueldos más bajos, a no ser contratadas por ser sospechosas de querer tener hijos o, directamente, a ser despedidas por perpetrar el dichoso crimen.















Ahora bien, empiezo a sentirme incómodo en cuanto soy asaltado por toda la legión de webs, publicaciones o simplemente personas que parecen encontrarse en posesión de la verdad -eso se deduce de la contundencia con la que vierten sus teorías- respecto a cuál es la manera correcta y cuál la incorrecta de parir, nutrir, criar y educar a los hijos. En estos días me he encontrado manifiestos verdaderamente delirantes que convierten el hecho de la lactancia, por ejemplo, en poco menos que una fe religiosa.



Recientemente, la madre de mi futura hija protagonizó una curiosa escena. Preguntada por su estado físico, manifestó estar teniendo un embarazo particularmente incómodo, con abundantes nauseas, entre otros muchos síntomas de malestar cotidiano. Un compañero le explicó que cuando una mujer no está "suficientemente convencida" de su embarazo, suelen provocarse situaciones de "rechazo", con sus consiguientes manifestaciones orgánicas. Lo curioso es que las numerosas féminas que presenciaban la escena asentían. Vamos, que si no llevas un buen embarazo es por una cuestión psicosomática, que es como ahora le llaman a tener permanentes ganas de vomitar, por no decir que es que eres una mala madre y que no quieres a tu futuro hijo.









Es curioso: hoy pocas personas te dicen que es mejor casarse que permanecer soltero, y sin embargo, te encuentras por doquier a gentes que predican sobre las bondades de traer niños al mundo. Es como si el viejo romanticismo de la unión amorosa se hubiera desplazado desde la pareja hacia la filiación. Cuando vi a aquellas dos mujeres, que parecen formar parte de una secta de adoradores de los babys, se me ocurrió una maldad: dentro de unos años, ese mesías al que das de mamar como si se tratara de un rito sagrado se pasará las tardes mirando pelis porno en internet, hará botellón con sus amigos e irá al estadio a insultar al árbitro... Ninguna de todas esas cosas me parecen después de todo indecentes; lo que me espanta son los fanáticos, aunque sean fanáticos del new age, el lactavismo, el tantra, la comida vegana o la meditación zen.



La vida, por fortuna, es mucho más rica de lo que pretenden quienes creen poder atrapar sus secretos en cuatro fórmulas aprendidas de un gurú en un fin de semana de casa rural. La vida se escapa entre los dedos. Y hará con nuestros hijos lo mismo que ha hecho con nosotros sin que nuestros padres -que no eran fanáticos de nada, pero nos querían- pudieran evitarlo, es decir, les llevará de aquí para allá bajo tormentas formidables y se reirá de los planes que hicimos para controlar lo incontrolable. Así fue siempre.




Entre tanto, y si les place, les regalo una frase del film Apocalypto. La pronuncia el protagonista, que con ella desafía al grupo de guerreros enemigos que le persiguen de forma implacable para matarlo:





"Éste es mi bosque. Aquí cazó mi padre. Aquí cazo yo. Aquí cazará mi hijo."

Me gusta, está más cerca de lo que siento que tanta chorrada como leo y escucho últimamente.

Friday, April 01, 2011











INDIGNAOS.






Es irremediable hablar de este libro. Yo lo compré en una librería absolutamente seductora de la Calle Sierpes de Sevilla. Se trata de Beta Galería Sevillana del Libro. Quería hacerme con él desde que apareció, pero no encontré un lugar mejor que un antiguo teatro para hacerlo. Entre las galerías de Filosofía, de Cine, de novelas, de novedades o de esotéricos, uno no podía dejar de pensar en el escenario, los palcos laterales, las butacas de piso, la entrada con sus taquillas... Vi algo parecido en Berlín, junto a la inquietante Catedral del Kudamm, una tienda de ropa de moda que había ocupado el espacio de un antiguo cine. Es extraño, desaparecen estos lugares porque a la gente dejan de interesarle, pero nos sentimos obligados a conservarlos -aunque sea para convertirlos en un Zara- porque nuestra memoria los asocia a la enorme felicidad que nos proporcionan los sueños, esos que nada como un teatro o un cine han sido capaces de proporcionarnos desde hace tanto tiempo.




Compré Indignaos porque me produce curiosidad cualquier fenómeno editorial. Hoy mismo lo he visto en un centro comercial situado el siete en la lista de los libros más vendidos -¡el siete!-, al lado de las novelas de legiones romanas y de templarios, del libro de Joseph Ratzinger sobre Jesús o de alguna de las últimas mamarrachadas sobre el apocalipsis socialista que suelen devorar con delectación los habitantes de la Caverna. Y lo compré también pensando en regalárselo a mi padre, pues, además de que sospechaba que podría gustarle, pensé que le divertiría la posibilidad de leer a alguien al que pudiera considerar considerablemente más viejo de lo que él es.




Cuando Stephane Hessel estudiaba en la Escuela Normal de París, mi padre apenas era apenas un bebé. Hessel nació en 1917, cuando un señor calvo llamado Lenin conducía a los bolcheviques al derrocamiento del zar y el mundo se desangraba por una guerra terrorífica. Formó parte activa de la Resistencia durante la ocupación alemana de su país, Francia, y fue torturado por los nazis tras detenerlo por sus actividades subversivas. Su increíble suerte le permitió sobrevivir a aquellas mazmorras y a dos campos de concentración, incluyendo un episodio digno de una película de Hitchcock en que, la noche antes de subir al patíbulo, cambio su nombre por el de otro preso que acababa de morir de tifus. Hessel tuvo después una participación destacada en la elaboración de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Podría seguir, pero me quedo con ese episodio, pues la fe que siempre ha tenido en aquel proyecto le inspira ahora la redacción de este Indignaos, acaso suscitado también por la visita que recientemente realizó a la Franja de Gaza, donde este judío enemigo de todas las formas del fascismo comprobó hasta qué punto el Estado de Israel estaba convirtiendo Palestina en la forma más odiosa del horror y la crueldad.




Se trata de un "escrito de circunstancias" en toda la extensión del concepto. Lo es en la misma medida en que lo fue, por ejemplo, el Manifiesto comunista, de Marx y Engels, que irrumpe en el único momento en que puede hacerlo y, sobre todo, cuando puede provocar el efecto deseado sobre la sociedad. Al contrario que tantos y tantos textos de circunstancias que no reconocen serlo y cuyo futuro es ser con toda justicia olvidados, Indignaos responde apresuradamente a una emergencia, pero su destino es perdurar en el tiempo. ¿Y estamos realmente ante una emergencia mundial comparable a la de la postguerra o, más remotamente, a la revolución proletaria del XIX? Háganse la pregunta y dense tiempo -aunque no demasiado- para contestársela.













"Indignaos", dice este hombre que se siente cerca de sus últimos momentos. Carlos Boyero, que me arranca siempre un par de risas en el careo que tiene semanalmente con sus lectores de El País, preguntado por el libro, reconoce no estar demasiado interesado en leerlo, pues el de la indignación es su estado habitual, por lo que cree no necesitar que le inclinen a ello. Es una baladronada de esas a las que Boyero nos acostumbra, pero no va del todo mal orientado. Cuando lees el breve texto de Hessel, te queda la sensación de que no te dice demasiadas cosas que no supieras.




Sabemos que la cultura de los derechos humanos nació hace sesenta años porque muchos ciudadanos del mundo entendieron que era preciso reaccionar contra el horror de los totalitarismos y los campos de la muerte. Esa cultura parece haber periclitado en nuestro tiempo, por eso se hace preciso recuperar el estado de indignación moral que le dio sentido entonces. Debemos indignarnos por la inmoralidad de los poderes financieros, por la postergación de las libertades en favor de los intereses del mercado, por el agigantamiento de las brechas económicas, por la desasosegante paradoja de que nuestras ciencias y técnicas son capaces de producir más prosperidad que nunca y sin embargo producen miseria y tiranía ...




Me quedo con un momento de la lectura, ese en el cual nos relata sus impresiones del caso palestino. Cada viernes, los habitantes del pueblo cisjordano de Bil´in se dirigen hacia el muro que ha convertido su tierra en la mayor prisión al aire libre del mundo. No portan armas ni lanzan piedras. Las autoridades israelíes han calificado este acto semanal y silencioso en una forma de "terrorismo sin violencia". En sus noventa y cuatro años a Hessel no se le había ocurrido que el terrorismo pudiera ser pacífico. Me viene a la cabeza uno de los mantras del líder de FAES, José María Aznar, quien siguiendo la Doctrina Bush, ha repetido hasta la saciedad que "todos los terrorismos son iguales". Hessel cree entender las razones que inclinan a un pueblo devastado a esperar algo del uso de la violencia, pero es una vida demasiado larga como para no darse cuenta de que el terrorismo no conduce a nada porque sólo añade más dolor al dolor. Por eso recuerda a Mandela, a Gandhi o a Luther King.




Lo sabíamos o, cuanto menos, lo sospechábamos antes de leer este texto. Pero se me ocurre una cosa. De crío, leí un cuento en que una niña observaba un monumento. El sabio anciano de piedra empezaba de pronto a moverse y bajaba del pedestal para transmitir a la niña su sabiduría, todo aquello que sabe alguien que procede de otro tiempo y, por tanto de otro mundo. De alguna manera, este hombre que nació en medio de la Primera Gran Guerra, resistió al fascismo en la Segunda y participó decididamente en la redacción del texto jurídico más trascendente de la historia contemporánea, se dirige a nosotros desde el milagro de su supervivencia... a nosotros, que tan lejos estamos de lo que vivió que sólo somos capaces -pobrecitos- de pensar en ello como en episodios de las películas o en aquellos temas de los que nos examinaba un profesor pelmazo de Historia del Mundo en el colegio. Son cosas que sabemos, pero necesitamos que alguien como Stephane Hessel nos las diga. Hay que leerle.











2. Asisto al acto que una corriente socialista valenciana -Volem i podem- organiza a propósito del libro de Tony Judt Algo marcha mal. El tema de trasfondo es la socialdemocracia, su lugar en el momento presente, su difícil ajuste a un entorno cambiante y problemático donde, sin ninguna duda, las claves que convirtieron la socialdemocracia en el movimiento político más fructífero de la historia reciente han cambiado de tal manera que no encontrar asideros para la readaptación equivale al suicidio.




Los ponentes, Joan Romero y Justo Serna, consiguen reunir una cantidad de gente inusitada en el edificio Octubre. Estuvieron agudos y brillantes, dijeron algunas cosas que no habíamos pensado y otras que sabíamos, pero incluso en este último caso, acertaron a poner en orden nuestras ideas. Elucidar conceptos, ofrecer el enfoque preciso de las preguntas que conviene hacerse, desacreditar prejuicios simplistas o deshacerse de viejas pretensiones ilusorias... todo esto es en cierto modo faena de maestros, en el sentido más pedagógico de la palabra, y ambos lo son. Sólo un matiz: vi muy poca gente menor de cuarenta años en aquel acto. Me pregunto por qué, y tengo sospechas. Trato diariamente de convencer a mis alumnos de la necesidad de atender a la política, forma de uso de la libertad humana inclinada a gestionar la convivencia entre los seres humanos. Puedo entender mi vida sin el PSOE y, desde luego, sin Zapatero, pero no soy capaz de imaginar una sociedad europea contemporánea sin socialdemocracia. ¿Por qué no consigo hacer compartir esta inquietud a mis alumnos? Ver Tony Judt.