Friday, September 28, 2012

LO RAZONABLE
LUNES. Lo razonable sería que las figuras menos deseables de nuestro pasado se fueran difuminando en la dulce tiniebla del olvido y la irrelevancia. Sin embargo, numerosos personajes que en el pasado nos ofendieron, lesionaron nuestra confianza o colmaron sobradamente nuestra paciencia, se instalan en nuestra memoria con tal firmeza, que tienen el mal gusto de reaparecer cada mañana con los ecos de sus frases o sus poses más irritantes. No suelen ser bandidos o tipos que nos pisotearon para robarnos el bocadillo, no son como los malvados de las novelas, es decir, carnívoros que ponen tu vida en peligro con decencia, de cara y sin mariconadas, como aquellos antiguos abusones del patio del colegio. No, quienes regresan son más bien irritantes, gente gris a la que hicimos caso y prestamos atenciones que no merecían, gentes que parecían hablar muy en serio cuando decían querer conquistar un imperio y a las que tuvimos que aguantar jornadas interminables de patrañas y reprimendas que ahora despacharíamos en décimas de segundo, feministas petardas, revolucionarios de pacotilla, novias fidelísimas que amenazaban con suicidarse si nos las queríamos, charlatanes que nos sedujeron sin contraer ningún mérito para ello. Indica la prudencia que de todo ello aprendimos, que las adhesiones inconvenientes son la verdadera escuela de la vida. Y, sin embargo, algo dentro de mí maldice cada segundo que perdí con cada uno de ellos, cada momento que -como ahora mismo- les dedicó una vez más a pesar de su brutal mediocridad. Dijo Cioran que "si no quieres sucumbir a la rabia, renuncia a hurgar en la memoria". Hay más sabiduría en ese aserto que en toda la literatura de autoayuda.
MARTES. Empieza a ser demasiado frecuente en estos años de crisis que asistamos a escenas en que la labor de la policía parece consistir en conculcar el derecho de manifestación y protesta. No tengo ninguna duda de que, en situaciones de alta tensión, resulta extremadamente difícil para un agente interpretar adecuadamente el equilibrio entre mantener el orden e imponer la ley del más fuerte, o lo que es lo mismo, entre actuar con la sensatez propia de unas instituciones de vigilancia propias de un estado democrático y convertir la acción policial en ensaladas de golpes. Y sé también que bajo el paraguas de un supuesto radicalismo se guarecen grupos de personas que respiran confortadas el aire tóxico de la violencia, como si la maldad del enemigo convirtiera en pobres ingenuos a quienes creen firmemente que lanzar piedras o quemar contenedores sólo agrava las cosas y extiende la animadversión popular hacia cualquier reivindicación, por justa y legítima que sea. Y, sin embargo, episodios como el de la manifestación ante el Congreso, con imágenes tan estremecedoras como las de la carga indiscriminada en el interior de la Estación de Atocha, animan a pensar que la función que los gobernantes otorgan a las fuerzas de seguridad no es posibilitar el ejercicio de la libertad y la democracia, sino más bien conculcarlo. Se diría que el Partido en el poder -y en esto sí sirven las comparaciones con el Gobierno de Zapatero, por ejemplo en relación al 15M- ha percibido el riesgo de que la crisis va a hacer crecer la conflictividad social, y que lo más estratégico es amedrentar a los disidentes para que no salgan a la calle a expresar su malestar. No ayudan mucho manifestaciones como las de Cospedal, que comparó la concentración ante el Congreso con el golpe del 23-F, lo cual da idea de la calidad de la cultura democrática que tienen algunos dirigentes de la derecha española. Más calado tiene la frase de Rajoy, quien desde el extranjero optó por elogiar a la mayoría silenciosa, ésa que no sale a las calles a manifestarse, como si guardar silencio y resignarse a la obediencia o a la pasividad fuera lo mejor a lo que puede dedicarse la ciudadanía. Quizá cambie de opinión el día en que dejen de votarle.
MIÉRCOLES. Condenar -siquiera moralmente- a Ana Tarrés es tan imprudente como obviar la evidencia de que el deporte de alta competición alberga, por debajo del oropel de la gloria y las medallas, prácticas profundamente tóxicas. Una alumna me contó un día que su entrenador le gritó "eres una mierda" después de haber fallado una jugada. En el mundo del deporte, junto a tipos excepcionales, he conocido a verdaderos sádicos, personas que, apoyadas en su posición de poder y en una insana cultura competitiva, sometían a niños y adolescentes a toda suerte de humillaciones y maltratos. "Eres una mierda", me pregunto qué pasaría si yo, amparado en la exigencia de obtener mejores notas en Selectividad, me dedicara a utilizar este tipo de fórmulas para "estimular" a mis alumnos. Temo, sin embargo, que lo que con toda la razón no me perdonarían los padres de mis alumnos, sería mejor aceptado si yo fuera uno de esos entrenadores que gritan como energúmenos a sus hijos durante los entrenamientos. Claro, es que yo sólo tengo que aprobarles la ESO, en cuanto al energúmeno, les va a sacar de la pobreza convirtiendo a su hijo en Cristiano Ronaldo, esa es la diferencia. Todo este asunto me recuerda a aquel Sargento de instrucción en La chaqueta metálica, cuyo método consistía en aterrorizar, vejar y destruir la dignidad de los reclutas. Él al menos tenía una excusa: aquellos chicos iban a la Guerra del Vietnam; por el contrario las chicas de la sincronizada sólo aspiran a hacer piruetas sobre una piscina. Luego hay reparto de medallas, sí, y todos nos alegramos cuando las ganan, pero no me parece que baje la prima de riesgo ni se venza al paro con eso.
JUEVES. Freedom for Catalonia. Conviví hace un par de años durante unos días con una familia de la alta burguesía barcelonesa que creía firmemente que la CIU de Artur Mas estaba destinada a solventar los problemas más serios de Catalunya. Soy menos hostil al secesionismo catalán de lo que parece a simple vista, tampoco a mí termina de convencerme eso de España. Es más, creo que si una Catalunya independiente supusiera acabar en el Principado con la injusticia social, los abusos de la oligarquía, la explotación de inmigrantes e infortunados en general, la manipulación informativa o el deterioro de los servicios públicos, yo me sumaría al proyecto y pediría asilo político en la embajada que el nuevo estado independiente habría de abrir en mi ciudad. Mi bola de cristal me hace pensar, sin embargo, en un país independiente de España pero con los mismos abusos, la misma brecha social, las mismas mentiras de políticos corruptos... Eso sí, al inicio de los partidos del Barça los jugadores escucharían Els segadors. Por cierto, ¿con qué selección jugaría Iniesta?
VIERNES. El próximo martes, a las 20 horas, se inaugura en la Universitat Vella de Valencia la exposición titulada Covers, (1951-1964). Cultura, juventud y rebeldía, comisariada por dos caballeros en los que confío, Justo Serna y Alejandro Lillo. He realizado modestas aportaciones a la exposición, y espero mucho de ella. "Bienvenidos a los años del rock´n roll", así reza el pliego de presentación. Les linkeo toda la información al respecto. 
www.uv.es/cultura/c/docs/expcovers12cast.htm - ¿Nos vemos el martes?

Saturday, September 22, 2012





SANTIAGO CARRILLO

Dijo Carrillo en una reciente entrevista que lo peor de su longevidad era la sensación de haber perdido absolutamente a todos los que le acompañaron, a toda la gente de su quinta. Es la penitencia de quien sobrevive a mil batallas: deambula a solas entre los restos de mil naufragios, y es probable que de las glorias ya sólo perciba ecos que se van debilitando.

En la reciente Anatomía de un instante, donde se navega entre la ficción y la realidad histórica, Javier Cercas definía como "traidores" a los tres parlamentarios que no se dejaron amedrentar por los golpistas que entraron a tiros en el Congreso, el General Gutiérrez Mellado, que incluso se enfrentó físicamente con el Teniente Coronel Tejero, el Presidente Adolfo Suárez, que tras intentar inútilmente detener a Gutiérrez Mellado permaneció sentado y sin esconderse en medio de la balacera, y el líder comunista, Carrillo, que al contrario que el resto de los congresistas tampoco se ocultó. Tras ser liberado el hemiciclo, dijo haber estado convencido de que iba a ser asesinado de inmediato, y que no estaba dispuesto a que lo hicieran estando tumbado en el suelo como un perro. Yo intuyo que había algo más, no tanto ese porte valeroso y distinguido, aristocrático en cierto modo, de Adolfo Suárez, sino más bien la vocación de testigo de la historia que siempre tuvo Carrillo, cuya cabeza asomaba levemente entre los escaños, como queriendo poder ver lo que ocurría aún a riesgo de su propia integridad. Aquellos tres hombres valerosos habían sido considerados traidores por los "suyos" porque tuvieron en algún momento de sus respectivas trayectorias vitales la gallardía de abandonar barcos en los que ya no merecía la pena continuar, por muy ardorosamente que los hubieran defendido en el pasado.

En Santiago Carrillo convergen dos relatos de una enorme relevancia. Por una parte, el del comunismo,cuya historia a lo largo del siglo XX desemboca en una imponente sensación de fracaso, de lo cual es la metáfora más concluyente la imagen del derribo del Muro de Berlín. Por otra, la construcción de la democracia española, de la que fue protagonista decisivo desde el exilio como dirigente del Partido Comunista -por supuesto clandestino para la Dictadura- y, ya durante la Transición, por su participación en los pactos entre distintas fuerzas políticas que dieron lugar a la Carta Magna y a la consolidación del régimen de libertades más duradero de la historia de España.

Dejé de ser marxista a los catorce años, que es como decir que no lo fui nunca. Percibí muy pronto la presencia de un potente virus totalitario en aquellos a quienes, a lo largo de toda mi juventud, escuchaba toda aquella murga de la alegre camaradería de los soviets o la transformación de China en un paraíso gracias a la Revolución Cultural. Difícil no ver en la desaparición de todo aquello la promesa de una sociedades más libres y civilizadas, expurgadas al fin de los últimos resabios de lo peor del siglo que se acercaba a su fin. Pero es igualmente difícil no sentir alguna suerte de complicidad con quienes, como Santiago Carrillo, vivieron en tiempos muy duros para la clase obrera el sueño de una sociedad gobernada por las clases populares, una civilización al fin liberada de los mandarines. Recordemos Los santos inocentes y quizá no nos extrañe tanto que tantos españoles vieran en la Segunda República la promesa de un país sin amos ni esclavos. La República perdió, ya lo sabemos, y con ella y con la Guerra y la despiadada represión posterior quedó casi liquidada una tradición que creyó poder situar a España en la modernidad. En cuanto al comunismo, cuyo ascendiente sobre la República y el posterior antifranquismo es insoslayable, evolucionó después de forma sinuosa.

Cuando regresaron él, la Pasionaria y todas las demás leyendas de la lucha contra el fascismo, España ya era otra, y también lo era ya el alma de quienes creyeron firmemente en la revolución proletaria. Dentro del relato que se nos ha legado de la Transición Carrillo ocupa un lugar privilegiado. El papel que le tocó jugar y que asumió con determinación y astucia jamás fue fácil. ¿Fue él quien verdaderamente terminó de liquidar el comunismo en España? ¿Se acomodó al pacto con sus viejos enemigos para asegurarse un lugar destacado en el parlamentarismo demoliberal que tanto había denostado? ¿Le salió la vena estalinista después, cuando empezó a "purgar" a todos sus críticos en el Partido acusándolos de no ser leales comunistas? Todas estas preguntas le persiguieron hasta su abandono de la política activa, tanto como, hasta su última hora y aún después, le perseguirá la leyenda de Paracuellos, una cruel matanza de prisioneros por parte del bando republicano en los últimos momentos de la guerra y a la que el nombre de aquel joven oficial se asociará para siempre.

No estoy seguro de que Santiago Carrillo fuera de todo punto un hombre admirable. Lo que sí sé es lo profundamente mezquina que resulta la actitud de algunos medios de la derecha, para los cuales la muerte de este figura de relevancia tan incuestionable no ha merecido ni un octavo de portada. Y hay algo más, algo que en personajes como éste, forjados en tiempos que ahora parecen muy remotos, genera una profunda fascinación: Carrillo, como muchos otros de los de su quinta, era de verdad. Rectificó muchas veces, reformuló sus posiciones, pero hay una veracidad, una intensidad en las manera de defender unos ideales que parece intraducible en la cultura postmoderna. Eso se percibía incluso en sus últimos años en cada una de sus intervenciones en la radio o en las entrevistas que seguían demandándole... Ese hablar lento, esa cabeza lúcida, esa vocación de enfrentarse a la voluntad de los oligarcas del mundo de volver a convertirnos a todos en esclavos.

Insistía mucho últimamente en la necesidad de recuperar la iniciativa política frente a la tiranía del entramado financiero global. Quizá no haga falta una vida tan larga e intensa para entenderlo.

O sí.  

Friday, September 14, 2012







DE VIAJE




1. Los "no lugares", los espacios dedicados únicamente al tránsito, donde el guión que trazamos para nuestros días no incluye nada memorable, son ocupados por personas de piel oscura, gentes del Sur. Suelen ser ellos los que te hablan o ríen contigo ante algún desperfecto cómico como el de una maleta que se abre inoportunamente. También son ellos los que besan apasionadamente a sus seres amados o danzan juntos en las estaciones. La razón es que sólo los que están lejos de la opulencia saben que es estúpido esperar a la meta para volver a disfrutar de la vida. No otra cosa pretendía Kerouac con aquello de que "el camino era la vida". Hemos ignorado ese mensaje, desconozco si seguiremos haciéndolo ahora que volvemos a ser pobres.


2. Cuando viajo se reafirma la sensación de que el nacionalismo y cualquier otra forma de localismo corresponde no sólo a una profunda estrechez mental sino, además, a una impostura. Algún amigo extrañamente seducido desde niño por el Barça y por Catalunya me indica que "Barcelona tiene mucho más glamour que Madrid", como queriendo buscar una ventaja proporcional a los goles que Valdés encajó de Cristiano Ronaldo en el Bernabeu hace unos días. Todo sea dicho: conozco muchos más que, desde la trinchera enemiga, insiste en la grandeza imperial de la capital del Reino y que los catalanes viven de expoliar las arcas del Estado. 

Llego a Madrid, pero no encuentro a Madrid, no veo por ningún lado un Madrid que merezca la pena odiar o reivindicar. Es la misma megalópolis dura e inhóspita que sólo te mira bien si tienes dinero. Ya no hay espacio para experimentar la "ciudad verdadera". Barcelona y Madrid son dos puntos de luz más que se asoman a las fotografías del satélite: las mismas franquicias ocupando las grandes vías, el mismo albedrío caótico de lenguas y etnias, diferentes fetiches con valor histórico pero el mismo fin: atraer al turismo simulando una vida que ya no albergan. 

3. Durante los años de prosperidad, agitación inmobiliaria y turbocapitalismo veía el tráfago de Madrid como un enjambre enloquecido donde todo el mundo parecía estar a punto de llegar tarde a algún sitio, lo cual significa que tenían a dónde ir, que algún tipo de dedicación les esperaba. Los españoles habíamos dejado atrás aquello de "perdone, tengo prisa" porque se daba por sentado que todos la teníamos, o mejor que éramos esa prisa, una cárcel móvil que nos habíamos construido para nosotros mismos y que nos hacía sentir infelices pero seguros. Ese tren ha descarrilado con la crisis y, pese a que algunos jóvenes siguen corriendo tras las puertas de un metro que se cierra, la gente parece ir adaptándose al ritmo de las naciones decadentes. De alguna forma, presentimos que correr ya no sirve para nada, que apresurándonos no haremos sino agravar los problemas. No es una regresión en el tiempo, no exactamente, es la cultura posterior a la gran orgía, nos asomamos a las postrimerías de la opulencia y estamos aprendiendo a vivir de otra manera. De eso que está ocurriendo ya entre las masas silenciosas, los políticos, atentos únicamente a la obsesión patológica por un poder con el que ya no saben qué hacer, nada se dice en los telediarios ni en las reuniones de oligarcas. 

4. En las ocho horas que paso en Madrid recuperó una vieja sensación de obscenidad, algo así como un gigantismo mal entendido y que parece más bien corresponde a la hipertrofia de una ciudad que se sintió históricamente tan sobrada de espacio que creyó poder sobredimensionar todos sus proyectos, construyéndolos a la medida de sus sueños. Esto es inimaginable para un mediterráneo, incluso para Barcelona, que tramó su historia desde la estrechez de una muralla. 

Esta obscenidad de la Villa y Corte se advierte en el pulpo abierto que se exhibe en las vitrinas de un bar donde la primera sospecha es la falta de aseo y de discreción. Las calles del centro histórico o del metro enseñan a los zombis más capaces de revolverte el estómago, los mendigos más lisiados y que más sollozan... los yonquis más blancos y escuálidos (no había vuelto a ver a heroinómanos así desde los años ochenta). Ésta hegemonía en el horror parece corresponder a la misma lógica con la que se nos informa que Madrid posee los mejores lienzos, las tiendas más exclusivas o los mimos más hieráticos. 

5. Tiene razón Javier Marías: Madrid ya no es un lugar habitable, lo fue seguramente, pero ya no es éste su sentido, ahora es una ciudad-espectáculo, no por sus teatros o sus cines -ya nadie va a Madrid por estos- sino por ella misma, porque sus avenidas y sus aceras se han convertido en fetiches de la política, del arte, del drama de la Historia. Secretamente, Gallardón y sus sucesores les dicen a quienes se empecinan en seguir viviendo en el viejo Madrid que se larguen porque les molestan, pues constituyen un foco de resistencia frente al proyecto de ciudad-espectáculo que es lo que de verdad produce dividendos. Los museos, el Bernabeu y su sancta santorum en la sala de las Copas de Europa, el Congreso, la Gran Vía... todo forma parte de la misma lógica de ciudad simulada. No hace falta construir Disneylandia en Europa, las grandes capitales disimulan mejor que los parques temáticos su condición de artificio diseñado para seducir. 

No hay mayor utopía en estos momentos que exigir una ciudad más habitable; simplemente no es rentable, y ello convierte en escandalosa la propuesta.   

Thursday, September 06, 2012

 






SEPTIEMBRE



Sensu stricto el verano acaba hacia el 22 de septiembre si nos ajustamos al calendario o, si tomamos como referencia el mundo laboral, el final del mes de agosto, que agota el periodo vacacional masivo en un país donde el calor da poca opción a componendas con el periodo de descanso como las que se estilan en el mundo anglosajón. Este año ha sido, por cierto, espantosamente caluroso, dicho sea de paso ahora que parece que los rigores aflojan y salir de casa a ciertas horas deja de ser empresa de alto riesgo.

He pasado más tiempo en Valencia de lo que indica la prudencia. Cuando ves pasar los días de canícula, con un sol despiadado cayendo sobre las calzadas y los tejados de una gran ciudad como la mía, entiendes que todo ese entramada de playa, viajes, segundas residencias o campings, no responde tanto a la búsqueda de un escenario de felicidad como a la necesidad de huir. Sucumbiendo a la temeridad de salir de casa a media tarde, hay momentos en que las pocas personas con las que te encuentras son zombis que vagan por las calles sin rumbo, fracasados que ya han renunciado a salir del paro, gentes sin hogar y esa pareja de ancianos que se sienta puntualmente todas las tardes en un banco donde da la sombra y se miran sonrientes, como complacidos de seguir juntos después de tantos años, como si todavía presintieran el hechizo del romance.

No creo en el verano, el cual, como cualquier cosa sobre la que merezca la pena disputar, es antes un símbolo o un mito que un hecho real. O mejor, como me pasa con la Navidad, creo sólo en el fabuloso poder de la ficción que encarna. Mi experiencia real  de las vacaciones de verano es hoy en día escasamente luminosa cuando lo pienso dos veces. Hace tiempo que, debido a mi reciente paternidad, no me entrego al antiguo fulgor de las expediciones exóticas, de manera que, mientras algunos compañeros relatan el primer lunes de septiembre lo que les pasó hace un par de semanas con un encantador de serpientes en Persia o que se divisaron un Zara Calzoncillos desde el Potomac, yo me conformo con explicar que mi hija le gritó irritada a nuestro mar doméstico cada vez que una ola le deshacía el dichoso castillito.

Septiembre trae cierta sensación de alivio de la que no hablan los psicólogos que informan regularmente a los telediarios acerca del síndrome post-vacacional. Con su llegada dejo de tener la sensación de que he desperdiciado mi verano, y es entonces cuando de verdad, haga lo que haga, empiezo a divertirme. Esto confirma la impresión de que a lo que llamamos "verano" es a una ficción. Esa ficción sólo tiene lugar antes, cuando el verano asoma en nuestra mente como una expectativa cercana, o después, cuando el primer soplo de aire fresco, las primeras lluvias o los aromas de vendimia nos indican que el otoño que empieza a asomar tímidamente es víctima de una vieja campaña de difamación, y que un mundo tropicalizado, es decir, sin estaciones, sería una horrorosa pesadilla.

El verano sólo existe en el invierno. Como todo lo que es grande en el mundo, su destino es brillar por su ausencia, hacerse desear. Los efectos de verdad de este fantasma son tan intensos y duraderos como los de esas otras grandes ficciones que constituyen el alma de cualquiera: el amor, el erotismo, Dios, la gloria... Las expectativas de felicidad asociadas al estío han levantado monstruos de hormigón durante décadas en las playas y los montes, proporcionando excusas a los codiciosos para ganar más dinero y adquirir más bienes.

Del imcumplimiento de todas esas promesas no se habla en los telediarios. Tampoco del alivio ante la llegada del otoño.