Friday, December 31, 2010








ESTO ES TODO







1. Si me pidieran hacer de gurú creo que sólo sería capaz de inocular los venenos del pesimismo. Me gustaría decir que el gobierno de la nación va por fin a enderezar la nave, que la crisis empezará a remitir, que la oposición hará un sano ejercicio de responsabilidad y echará una mano, que las televisiones y radios dejarán de albergar a indeseables llenos de odio, que los nacionalistas dejarán de echarme a mí la culpa de todo... Pero, la verdad, las cosas pintan tan mal en el mundo que uno termina conformándose con pedir ante el ceremonial de las uvas que a su hacienda, por magra que sea, no se la lleven las tempestades que se avecinan.


Si hubiera de echar la quiniela apostaría por que la Gran Recesión no va ser una de esas crisis pasajeras que se van como vinieron, y que más bien se está instalando un nuevo orden en el que seremos más pobres y lo tendremos cada vez un poquito más difícil. Sospecho igualmente que los europeos van a seguir sin atribuir correctamente las responsabilidades, y que, en consecuencia, seguirán votando a quienes prometen mano dura con los inmigrantes, con los sindicatos y con los funcionarios, y que los gobiernos seguirán sin ponerse de acuerdo en perseguir los paraísos fiscales, legislar contra la viscosa lógica que propicia la corrupción, gravar fiscalmente la especulación o aminorar las emisiones que nos dirigen de cabeza hacia la catástrofe climática.

Pero ya he dicho que no valgo para gurú, y además cada vez que me pongo demasiado fatalista me acuerdo de que el sonsonete apocalíptico corresponde a personas que vociferan cada noche en los medios más reaccionarios para convencernos de que Zapatero es el culpable de la crisis, de la desconfianza de los mercados y de que a Iker Casillas la marquen un gol.




Por eso creo que será mejor hacer un poquito de memoria, aunque sólo sea por no perder la lucidez. Tengo un amigo que nació en cierto pueblo muy diocesano de Castellón. "Cuando pienso en cómo era todo en este país cuando yo era crío, me sonrojan todas esas soflamas apocalípticas que aseguran que cada vez estamos peor. Recuerdo el espíritu servil con que mis padres aceptaban la injusticia, el autoritarismo de los curas del colegio, la impunidad con la que se trataba a las mujeres, la vergonzante represión sexual, la corrupción de las autoridades que salían en cabeza de las procesiones con el puro en la boca, la pobreza, las calles sin asfaltar... No pasaba un día sin que desearas salir corriendo a otro pueblo, otra ciudad, otro país..."



Tiene razón. En este país hemos pasado de ver cerdos y ovejas por las calles, o de que la gente hubiera de emigrar a Alemania, a quejarnos porque vienen extranjeros o porque no nos dejan descargarnos música de gorra en internet. En las últimas horas del año en que murió Luis García Berlanga se me ocurre pensar algo: el mundo de Plácido o de El verdugo, aquella España gris y deprimente, aquella cultura de tan mal estilo donde la libertad se ejercía contando chistes en voz bajo sobre el Dictador ha quedado atrás para siempre.


Saldremos de ésta pese a todo.









2. La fiesta de fin de año tiene un componente humorístico que se hace valer en las calles. No me refiero al Especial Nochevieja, en el que cantará Raphael, como viene sucediendo desde hace medio siglo, lo cual convendrán conmigo en que tiene su gracia. No, me refiero a lo de la San Silvestre, donde los corredores no compiten por ganar tanto como por exhibir sus disfraces de demonia sexy, puta travestida, monje trapense o vikingo. Será que soy un cutre, pero a mí la cosa me hace gracia, más o menos lo mismo que me pasa con esos tipos que acuden a congresos sobre Foucault, presentaciones de libros o debates sobre el futuro de la izquierda, y que toman la palabra para decir que hay una conspiración mundial contra ellos, que a Hitler le faltaba un testículo o que el mundo no comprende su genialidad. No debería, pero me hacen gracia estos personajes. Se me ocurre si no forman parte de una secreta trama friky para sacarnos de la circunspección justo en esos momentos en que corremos el riesgo de tomarnos la vida excesivamente en serio.

Claro que el humor es algo mucho menos fácil y accesible de lo que nos pensamos. Tuve una compañera en la universidad que se pasaba el día diciendo lo mucho que amaba a Groucho Marx. Un día, al inicio de un examen de Ética, un tipo entró en el aula disfrazado de fraile franciscano y se le sentó al lado. La profesora le dijo que, a ser posible, se bajara la capucha del disfraz y que se sentara en otra mesa, pues nos había separado de a uno.





-"Me he sentado aquí porque pienso copiar", contestó el interfecto, dos segundos antes de que la profesora le ordenara salir del aula inmediatamente.






Mi amiga pasó semanas enteras despotricando contra aquel "imbécil" que tanto la había molestado sentándose a su lado con tan perversas intenciones, ofendiéndose cada vez que yo le explicaba que la escena -en medio de la solemnidad gaudeamus igitur de un examen final- me había resultado hilarante. Le había pasado lo mismo que a la mayoría de devotos católicos que conozco, que se pasan el día dándote la paliza con Jesucristo pero serían incapaces de reconocerlo si lo tuvieran al lado en la barra de un bar. Vamos, que ahí estaba Groucho y que a ella, sin saberlo, le correspondió hacer el papel del típico petimetre del que los Hermanos Marx se burlaban en sus películas.

Nada que no nos haya hecho reír alguna vez debería ser tomado en serio; nada nos humaniza más que la comicidad, la capacidad para reírnos -para empezar- de nosotros mismos, de nuestras ambiciones, de nuestra ideología, de nuestros planes para el futuro, de la gravedad autosatisfecha con la que nos pronunciamos ante la concurrencia... Si nos viéramos por una mirilla nos daríamos cuenta de que más que para padres, maridos, escritores o profesores de la universidad, para lo que valemos es para actores de comedia. Dice Henri Bergson en La risa:

Fuera de lo que es propiamente hu­mano, no hay nada cómico. Un paisaje podrá ser be­llo, sublime, insignificante o feo, pero nunca ridículo. Si reímos a la vista de un animal, será por haber sorprendido en él una actitud o una expresión humana. Nos reímos de un sombrero, no porque el fieltro o la paja de que se componen motiven por sí mismos nuestra risa, sino por la forma que los hom­bres le dieron, por el capricho humano en que se moldeó. No me explico que un hecho tan importan­te, dentro de su sencillez, no haya fijado más la atención de los filósofos.




Y es que el sentido del humor no ha sido nunca el fuerte del oficio de pensador, qué vamos a hacerle. Como dice Carmen de Mairena, reciente candidata a las elecciones catalanas por el CORI (Coordinadora Independent Reusenca), que obtuvo más votos que el grupo de Rosa Díez: "Más vale tener humor que en el culo un tumor". Claro que, ya puestos, a mí me gusta más aquello de Nietzsche: "Enfocar la vida como un juego no es llevar a cabo actos especialmente divertidos, quiere decir tomar la vida sin dramatizar, sin esa seriedad y solemnidad patética que acompaña a los miedosos."


Feliz año nuevo.

Thursday, December 23, 2010








A PROPÓSITO
DE LA PIRATERÍA






Los internautas no tienen razón, o mejor dicho, no tenemos razón. Quienes efectuan descargas ilegales -y hay que poner el nosotros, porque como sucedía cuando los curas nos afeaban el vicio de la masturbación, aquí quien más quien menos, todos pecamos- no han sido capaces de darme todavía un solo argumento que desculpabilice una conducta que claramente atenta contra derechos esenciales.






Estaría bien que alguien me dijera si "libertad de expresión y de comunicación" o free culture significan que el concepto de propiedad privada debe ser abolido, lo cual, además de hacer que Karl Marx resucite de gozo en su tumba, supondría que a partir de ahora yo no solo puedo hacer tranquilamente usufructo de las pelis y los libros que me gustan sin pagar nada a sus distribuidores y autores, sino que además puedo llevarme si quiero la moto del internauta libertario -a la cual el muy fascista le ha puesto una cadena- o instalarme tranquilamente en su casa cuando me apetezca. Claro, pero es que la única propiedad que quieren abolir es la intelectual; vamos, que se mueran escritores, músicos y demás: como podemos bajarnos de la Red sus creaciones, les robamos impunemente su propiedad, lo cual nos parece menos delictivo que robarle naranjas al frutero de la esquina cuando está descuidado o hacer uso de la tarjeta del vecino y birlarle sus ahorros, como si tales bienes hubieran de pertenecer a sus propietarios con más justicia que lo determinado por el copyright de un libro.



Publiqué un libro hace unos pocos años. La empresa editora me envía cada año una pequeña cantidad por derechos de autor. Debo reconocer que ese puñado de euros me sienta especialmente bien, pero no da para gran cosa. Vamos, que no estoy en riesgo de morir de pobreza porque la gente se descargue mi libro en la Red, entre otras cosas porque no es por desgracia tan conocido como para que mucha gente se interese por hacerlo. En cuanto a si Fernando Savater, Alejandro Sanz o Pedro Almodovar son ricos "y por tanto que se jodan", pues sí, no creo que hayamos de pasarnos el día llorando por sus sufrimientos, pero es que no es ese es el problema, como tampoco lo es ni siquiera el previsible desmantelamiento de una industria que fue próspera y que ahora supondrá el paro para muchas familias, pues puedo entender que si un modelo de producción y distribución ya no es viable, no podemos empeñarnos en que sobreviva tal cual lo conocimos sólo porque no mola que sus empleados dejen de trabajar y sus estrellas y ejecutivos de cobrar sueldazos.







No, el problema es que existe una cosa llamada propiedad intelectual, lo cual supone que los derechos de distribución sobre el producto lo tienen determinadas personas. Usted y yo podemos entrar cuando nos plazca al bellísimo edificio valenciano de la Lonja y emocionarnos con sus enrevesadas columnas sin que venga Pere Compte -que lleva medio milenio muerto- a exigirme un canon por mis éxtasis estéticos. Entiendo perfectamente que se consideren abusivas ciertas conductas de las que yo oigo hablar más veces de las que las veo en la práctica. Por ejemplo es un poco absurdo que en un mundo como el que tenemos una peluquera no pueda ponerse la radio porque viene un inspector a multarla, como lo es que le cobren a la banda de mi barrio por tocar en Fallas un sonsonete que recuerda vagamente a Paquito el chocolatero.

Algunos excesos histéricos en los que han caído personajes vinculados a la SGAE como cierto ex-cantante que,como hace siglos que no ha hecho una sola canción, pretende que paguemos por ellas hasta cuando las cantamos en la ducha, parecen ridículos en una sociedad abierta como la nuestra. Habría que pensar que, no obstante deben ser algo más serios los argumentos del lobby internáutico contra la Ley Sinde. Veamos.

En los últimos días he escuchado reiteradamente argumentos de sospecha contra la letimidad política de la normativa que ha intentado sacar adelante el gobierno Zapatero. El más barato es el que la considera un pago de servicios por su parte al amplio y elitista colectivo de autores y artistas que supuestamente vienen apoyándole frente al PP, con algunos momentos especialmente impactantes como el del No a la Guerra en los Premios Goya. Quienes creen que es posible desacreditar el contenido de una ley por circunstancias de este tipo demuestran no entender que gobernar consiste justamente en eso, en tomar decisiones que salvaguarden derechos ciudadanos, sabiendo que tales decisiones beneficiarán a unos y molestarán a otros. En cualquier caso, a este respecto me parece bastante más cínica e irresponsable la postura de los partidos de la oposición -incluyo a Izquierda Unida-, a los que se les nota mucho que bloqueando la ley Sinde evitan un desgaste electoral que recaerá exclusivamente sobre el partido que gobierna, por más que no tengo duda de que si el PP gobierna próximamente el Estado no tardará en articular una normativa similar a la que ahora han tumbado en el Parlamento. Irresponsabilidad más hipocresía, cuánto se hacen de querer nuestros políticos.



Esta convicción tiene que ver con otro de los argumentos que han utilizado los internautas, el de que -a vueltas con las revelaciones de Wikileaks- es el gobierno USA el que ha teledirigido al de España en este asunto, lo cual demuestra supuestamente la hipocresía y la debilidad de Zp. Más allá de lo que yo piense de la coherencia ideológica y, en definitiva, de la competencia como gobernante del actual presidente español y de su equipo de gobierno, mucho me temo que este argumento reposa sobre bases tan inconsistentes como el anterior. No creo que hayamos necesitado a Wikileaks para saber que el gobierno norteamericano presiona a través de sus embajadas para proteger los intereses internacionales de sus empresas. Pero, bien pensado, tampoco me acaba de suscitar indignación, y miren que me molestan muchas de las cosas que hace -bajo mano o a las claras- el gobierno USA. Seamos sensatos: la Warner o la HBO quieren cobrarme por gozar de sus productos por la misma razón que en Trevélez pretenden ganar unas perras por los jamones que exportan a California; es lo que tiene el capitalismo, que todo se compra y se vende y que por eso, no nos equivoquemos, gozamos en algunos lugares del planeta de una razonable prosperidad. Si quieren podemos hablar de las presiones que realiza España para proteger ciertos intereses empresariales en el extranjero, por ejemplo en Hispanoamérica, y por cierto en relación a empresas que venden productos menos inocuos que películas y canciones.

A la postre, el único argumento que parece serio es el de la pura libertad del ciudadano para intercambiar información, la cual es complementaria de la que tiene para instituir canales desde los que centralizar y propiciar esa práctica. Esto no significa que pueda distribuirse e intercambiarse cualquier cosa sin más y, sobre todo, de forma masiva y con propósitos en muchos casos lucrativos. Es tan obvio como que el derecho a la libre expresión permite decir muchas cosas, pero no implica que usted pueda, por ejemplo, calumniarme, y menos hacerse rico con eso, tal y como vemos que sucede en la actual televisión. Lo que sí debemos entender es que la revolución tecnológica que, merced a la electrónica de consumo estamos viviendo, va a reestructurar forzosamente la industria de difusión de la información. Las distribuidoras de discos o cine, tal y como las hemos conocido, son en su actual organización incapaces de soportar la presión de los nuevos medios.



No hace falta ser marxista para entender que este es el abc de la evolución histórica: un determinado modelo de producción y distribución, por ejemplo el feudal, ve estallar sus contradicciones y entra en quiebra cuando ya no es capaz de asegurar y fomentar la práctica económica que se va imponiendo, por ejemplo el capitalismo mercantil del siglo XVI, con lo que no hay más remedio que transformarse para adaptarse al modelo emergente o resignarse a seguir reclamando al Estado una protección que terminará siendo inviable. Ahora bien, que el régimen de propiedad y producción del campo ya no fuera el vasallaje no significa que Europa hubiera de acabar con cualquier régimen de explotación posible.











Por citar otro ejemplo histórico que me parece especialmente valioso: con la Galaxia Internet (el copyright del concepto es para Manuel Castells, no pienso pagarle un duro) nos encontramos ahora mismo como en los tiempos de la gran migración de colonos del Este hacia el Oeste de Norteamérica. No se adivina el final del inmenso y rico territorio hacia el que nos dirigimos, no está muy claro cuál es el régimen de propiedad ni sobre todo cómo puede avalarse y protegerse, hay cadáveres por el camino de gentes que fueron atacadas por cuatreros o que murieron de sed por no aprovisionarse bien de agua para cruzar el desierto, algunas tribus indias son desposeídas de sus fuentes de comida en las praderas, empiezan los conflictos entre ganaderos y campesinos por el usufructo de ríos y praderas... la analogía es más certera de lo que parece. Como sucede en todo momento crítico, no sabemos cómo va a poderse regular la propiedad de los bienes objeto de esta disputa, pero es ingenuo pensar que las ciclópeas posibilidades tecnológicas que propicia la Red va a convertir cualquier producto cultural en algo como la Cibeles o la Lonja, a lo que uno puede acceder sin pagar un céntimo.


Cuando los cibernautas se rasgan las vestiduras por el "totalitarismo" de la Ley Sinde no solo están cayendo en un imperdonable abuso ideológico. Me recuerda a aquel alumno que insultaba a su profesor y a sus compañeros y cuando se le obligó a que callara dijo que pretendían "silenciarle". La Ley puede ser mala, pero es peor que ninguna ley, por la sencilla razón de que en la anomia actual -la irresponsabilidad del lobby internáutico no es capaz de aceptar esto-, no sólo nos cargamos a las distribuidoras o intermediarios sino que además corremos el riesgo de cargarnos la producción. Y esto sin olvidar que en la situación vigente se están pisoteando derechos esenciales.



Creo que debemos saber vislumbrar las distintas posiciones sobre las que se articula esta problemática y que hace falta negociar y buscar soluciones. Tengo alumnos con escasas posibilidades económicas que ven buenas películas porque entran en webs de descargas. No estoy seguro de que merezcan ser procesados como delincuentes. Yo puedo actualmente ver series como Mad men o The wire que no vería si hubiera de comprarme una sola temporada de cds de dichas series porque sus precios son abusivos y porque no tengo el más mínimo deseo de tener ese material físico en mi casa, que ya está por cierto bastante llena de objetos que recogen polvo.


Apostaría por eso a lo que el Presidente de la Academia de Cine, Alex de la Iglesia -cuya recién estrenada película ya encontramos en el top manta- define como soluciones intermedias. No es de recibo en nuestro tiempo que un músico aspire a vivir durante años sin dar un solo concierto por los réditos de una canción más o menos pegadiza que salió un verano. Habrá que dar conciertos y componer nuevas canciones, pero eso no significa que sus obras hayan de salirle gratis a quien quiera consumirlas. Los internautas obtienen antivirus y otros tipos de software, ven todos los partidos de fútbol del mundo mundial, obtienen la película que les da la gana y se bajan cientos de canciones, y todo eso a través de webs de intercambio por las que no pagan un céntimo. Se me ocurre pensar en muy poquitos bienes de los que disfruto por los cuales yo no haya de pagar: ¿qué me hace pensar que tengo derecho a ver películas gratis?



Veamos. Uno paga un canon digital por los cds vírgenes y una cuota por el ADSL. Respecto a lo primero, ya he escuchado muchas veces el argumento de que el Estado nos declara culpables al hacernos pagar un canon extra por comprar un material virgen que no necesariamente vamos a utilizar de forma ilícita. De acuerdo, pero da la casualidad de que la inmensa mayoría de DVDs y CDs en blanco que se compran en España van destinados a ese uso, cosa que deberían saber reconocer quienes tienen cientos de películas y discos pirateados en casa y apenas han pagado unos céntimos del canon por cada uno. Quizá la medida conculque un derecho, pero no hacer nada conculca muchos otros. En cuanto a la cuota del ADSL... es cierto que usted puede estar pagando una cantidad a una gran operadora por tener tarifa plana de internet, pero que yo sepa ni Ono ni Telefónica ni ninguna macroempresa por el estilo -empresas que obtienen enormes ganancias cada año por tenernos atados de los testículos- pagan un euro ni a la SGAE, ni a las empresas distribuidoras ni a nadie que pertenezca a la industria cultural. Claro, estos podrían decir que ellos solo proporcionan el acceso a la Red, que quien piratea en todo caso es el cliente, y así volvemos al mismo círculo vicioso en que se sigue robando impunemente.




En mi opinión, son las operadoras las que deben pagar, así de sencillo. No se trata de culpabilizarlas a priori por la piratería, sino de obligarles a pagar por la calidad y el valor de los servicios que proporcionan. Esta medida traería aparejada la consecuencia de que los precios de la conexión se incrementarían para los usuarios. Es posible, pero quizá entonces -de igual manera que las industrias culturales- las superoperadoras habrían de asumir la necesidad de ser más competitivas con los precios, cosa que actualmente se permiten el lujo de no hacer porque los ciudadanos somos prisioneros de sus malas artes, tan insistentemente objeto de quejas en las asociaciones de consumidores. Y también, no lo olvidemos, porque entre el colectivo internáutico, tan poco atento a la tradición reivindicativa, se tiende a ir a muerte contra las instituciones con la misma facilidad con la que se muestran dóciles ante procedimientos de las teleoperadoras sumamente dudosos y hasta abusivos.




En todo caso habremos de pagar, creo que poco, pero habremos de pagar, por la misma razón por la que hay que pagar -mucho- por la gasolina, por la hipoteca, por tomar una cerveza o por entrar a un cine, aunque sea teniendo que consumir publicidad, como sucede con las televisiones convencionales. En cuanto a esta especie de ONG de internautas que parecen a punto de lanzarse a la revolución, no estaría mal que se plantearan si en vez de liarla porque no nos dejan ver gratis Avatar no sería más útil salir a la calle para gritar contra los especuladores, los bancos, el incumplimiento de la Ley de Dependencia o el abandono de la escuela pública... esa escuela donde nos enseñaron que robar es robar.


Friday, December 17, 2010








EL FRIKI Y YO




1. Cuando uno acude a un acto público en el que tiene que hablar, se requiere una autoconfianza y un desparpajo del que yo carezco para que la situación no me genere, cuanto menos, un cierto desasosiego. Me pasaba ya desde pequeño, cuando teníamos que visitar los domingos a mis abuelos y había que plantarse en medio del comedor, delante de toda suerte de adultos que te pasaban revista y a los que había que besar y explicar lo bien que nos iba en el colegio. Al cabo de un rato, tras la paella de mi abuela, el miedo pasaba y yo acababa pasándomelo de cine jugando con mis primos y deseando volver pronto. Este miércoles me sucedió exactamente lo mismo. Hube de esforzarme durante el trayecto en el metro por no sucumbir a la timidez -no me pregunten por qué, supongo que es una irracional fobia social- y el miedo a que cualquier estupidez que yo hiciera o dijera dejara en mal lugar a mi amigo Francisco Fuster, quien tuvo la generosidad de invitarme para hablar sobre su libro recién estrenado junto a Justo Serna. Después, yo mismo ironicé sobre mis anteriores temores: mis sensaciones fueron inmejorables, creí sentirme entre amigos, más o menos igual que sucedía hace casi cuatro décadas en casa de mis abuelos.





Podría decirse que el trance pasó sólo por un momento desagradable. Al acabar nuestros respectivos parlamentos, un personaje, habitual en este tipo de circunstancias, soltó el mismo discurso contra Franco, Hitler y en favor de la República que suelta en todos estos actos, a los que acude sin duda de forma calculada para pasar una buena tarde mostrándole su cicatriz al mundo y disfrutando de aquellos quinces minutos de fama en los que según Andy Warhol habría de sustanciarse la democracia contemporánea. Da igual que el libro que se presenta trate sobre los yanquis, sobre el General Elío o sobre la cocina libanesa, él siempre adapta la circunstancia a sus peculiares obsesiones. No sería tan mala cosa -ni siquiera por el hecho de abandonar la sala antes de tiempo dando sonoros vivas a la República- de no ser porque el susodicho se comporta como un enviado del enemigo, es decir, monopoliza el turno de palabra, descalifica al interlocutor sin haberse dignado a escucharle, grita a cualquiera que le intente llevar lo contraria...

Tengo comprobado que cada foro de mi ciudad tiene un friki acoplado. Las mesas redondas o conferencias en la Universidad Vieja, por ejemplo tienen el suyo. En este tipo de situaciones el fenómeno es especialmente llamativo, pues uno no sabe si lo siguiente que hace el tipo que despotrica es pegarte un tortazo o sacarse la polla y mearte.

Sin embargo, donde parece haber encontrado su paraíso es en la Red. Una de las razones que acredita a un foro internáutico o un blog es que cuente con un friki, es decir, un tipo que firma obviamente con un nick y se dedica básicamente a incordiar. La cosa puede tener su gracia, y soy poco dado a refunfuñar demasiado sobre el asunto, pues siempre he pensado que todo acto público -y un debate en la Red lo es- requiere algún bufón que les recuerde a los participantes lo insignificante que es todo lo que creemos hacer con seriedad en este minísculo y apartado rincón del cosmos por el que deambulamos con la ingenua pretensión de que alguien nos mira y le importamos. El problema de los trolls, que así se llaman en la jerga internáutica, es que suelen ser facilones, cutres y algo paranoides. Su gran problema -un terrible complejo de inferioridad y un profundo malestar personal del que echan la culpa a los demás- se advierte cuando se intenta entra en diálogo con ellos y uno descubre que no hay un ser humano tras el nick, ni soplo de ternura, solo una patética cobardía. Si alguna vez descubriéramos al troll, si lo viéramos en persona, no nos entrarían ganas de decirle cuatro cosas, no habría venganza por los oprobios que nos dedicó en el pasado, sólo una profunda lástima.






Solo en una ocasión he tenido la sensación de que un troll que llamaba mi atención con sus ciberataques decía algo con sentido. Fue en el blog de Justo Serna: "Ustedes son un grupo de pseudo-intelectuales que se creen geniales pero que no dicen más que tonterías y luego se dedican a darse la razón unos a otros". Recuerdo que aquella intervención me hizo reflexionar. Quizá tuviera parte de razón, y sin embargo, no hay en aquel exabrupto más propuesta que la más profundamente destructiva: "Guardad silencio, regresad a vuestra madriguera, dejad que sean otros los que tomen la palabra". Esa propuesta, por la que reconozco sentirme tentado en ocasiones, es la misma que podría hacérsele a cualquiera que habla con sus amigos en la barra de un bar, a cualquiera que cae en la profunda impostura de intervenir en un debate, de escribir un libro, de tener un hijo, de decirle a alguien que le quieres... Por eso no sucumbo a ella, por eso ya no pierdo ni un segundo con los trolls de la vida: jamás me proponen actuar o ser mejor de lo que soy, solo pretenden que regrese a mi escondrijo, donde se está solo pero calentito.

2. Y sin embargo el frikismo es un fenómeno característico de la cultura contemporánea. Se asocia a veces con el kitsch, aunque en sentido estricto es una asociación arbitraria. En todo caso, comparte con él la decidida vocación de vivir en el mal gusto, de hacer de los valores desagradables y de la fealdad un programa político. El pop art, del que tan deudor es, por ejemplo, el cine de Almodóvar, nació atravesado por esa peculiar vocación autoirónica. Pero el friki no ha escogido la ironía, no exactamente, el friki es incapaz de salir de su propia impotencia, y por eso, para disimularla, hace creer a los demás que ironiza. El friki se viste en secreto de Darth Vader porque no ha superado la inevitabilidad de salir del cine y enfrentarse al mundo, un mundo que está repleto de darth vaders a los que hay que derrotar, solo que no llevan capa negra y espada laser, y lo que es peor, uno se da cuenta de que en el mundo real no es Luke Skywalker. El friki sabe que tiene que enfrentarse al mundo como un hombre -eso en lo que, con toda razón, nos insistían nuestros padres desde siempre-, pero ha decidido que no se siente capaz de hacerlo, y por eso se refugia en el onanismo y en una ironía estéril.

No hace falta vestirse de Star wars o de Spiderman para ser friki. Basta con ser admirador de Paris Hilton, ver la tele más de la cuenta o, a veces, incluso leer La Razón y escuchar la Cope. En cierto modo uno lleva un friki dentro. Ese friki es el que el miércoles, en el metro, cuando me dirigía a la presentación del libro de Fuster, me hacía señas preguntándome perplejo como tengo la poca vergüenza de ir a un foro a hablarle al público como quien se cree en posesión de la verdad. Son las mismas señas que me hizo -escandalizado- la primera vez en que besé -con bastante torpeza- a una mujer, o el día en que envié un libro de poemas a un concurso.








Como dijo el poeta Maikovski: "En esta vida es fácil morir, lo difícil es construir la vida". Ojalá no tarde el segundo libro de Fuster. De momento, vayamos echando a la basura el disfraz de Darth Vader. No sé si me entienden...

Saturday, December 11, 2010










MARTA DOMÍNGUEZ Y
EL BÁLSAMO DE FIERABRÁS








"¿Y cómo condenarte si somos juez y parte todos de tus andanzas?", cantaba Joaquín Sabina de una amada destruida por la adicción a la heroína y compulsivamente entregada al crimen. No sé hasta qué punto somos todos cómplices de los deportistas que se dopan, pero creo que tanto de ingenuidad hay en quienes se escandalizan por las noticias de las últimas horas y exigen repletos de dignidad que "se castigue duramente a los tramposos" como cinismo en quienes insinúan que las instituciones no tienen autoridad moral para sancionar a nadie, pues "todos los atletas van dopados".
Hoy mismo, en su plana de El País, Vicente Verdú desactiva el principio desde el que se establece la ética de la competición deportiva en relación al doping: la capacidad para diferenciar la interioridad y la exterioridad del organismo humano. En otras palabras: se entiende que el objetivo de los controles anti-dopaje es detectar aquellas prácticas que determinan un incremento artificial del rendimiento. Esa "exterioridad" es lo que a Verdú, creo que con parte de razón, le parece un concepto abstracto y, por tanto, hipócrita.





Ya he leído esta argumentación otras veces, y creo que parte de un supuesto crítico sumamente certero, pero que desemboca peligrosamente en el cinismo. La "exterioridad" es problemática porque el trabajo de los médicos de un deportista de élite consiste justamente en proporcionar al atleta todos aquellos tratamientos que le permitan rebasar los supuestos límites de su cuerpo. A nadie le dicen: "usted no bajará nunca de tal marca porque su cuerpo no se lo permite". Un deportista de élite recibe de su entrenador las cargas de entrenamiento que le pueden llevar a alcanzar tales marcas. Para lograrlo no solo necesita una dieta particular, también se le administran todo tipo de complejos vitamínicos y fármacos de variada y sofisticada índole que le permitirán trabajar durante más horas, mejorar más rápidamente sus lesiones, superar antes dolencias simples pero fastidiosas como los catarros, aumentar su masa muscular, etc, etc...

Es importante saber de qué estamos hablando. La gente piensa que uno se droga o no se droga sin más, y que si lo hace, luego ya se las ventila para intentar que no le pillen. No es tan sencillo. Hay fármacos que incrementan, por ejemplo, la resistencia a la fatiga, induciendo la secreción de una sustancia que yo ya tengo en mi cuerpo. A lo mejor ese producto es indetectable, de manera que se castiga a aquel deportista que produce una cantidad de, por ejemplo, nandrolona, que se entiende que no puede ser producida desde la normalidad biológica. ¿Dónde ponemos el límite biológico razonable de dicha cantidad? Aquí está el problema, que un miligramo diferencia la condición de heroico campeón de la de vil tramposo.






Pero drogas son drogas, claro... Sí, de acuerdo, pero deberíamos empezar por plantearnos que prácticas como la de congelar la propia sangre, que se carga de glóbulos rojos en altura y que luego puede serte devuelta mediante transfusión la noche antes de la carrera, no supone administrar ningún tipo de sustancia "exterior", pues ha sido el propio organismo el que ha producido el plasma enriquecido que después te administras. Todos tenemos claro que se trata de trampa y nos alegramos que se fulmine a los culpables. Sin embargo, hay un médico al que sistemáticamente se detiene cada vez que la gendarmería española lanza una operación contra el narcotráfico en el deporte de élite, así sea en el ciclismo como en el atletismo o en cualquier otro deporte. Ese médico es un indeseable al que todos deseamos ver fuera de la circulación, pues él y quienes forman parte de su trama llevan décadas lucrándose impunemente a costa de hacer peligrar la salud de mucha gente y de ensuciar la imagen del deporte. Sin embargo, dicho especialista es contratado o consultado sistemáticamente por estrellas incluso de deportes como el fútbol, lo cual quiere decir que se le considera un crack. ¿En qué? Él, de quien estoy convencido que no tiene el más mínimo problema de conciencia, se considera un maestro en el arte de mejorar la capacidad competitiva de sus clientes, algo así como un "conseguidor", un realizador de esos sueños de triunfo que todos albergamos; sus detractores, por contra, le consideran un narcotraficante y un tramposo.

No pretendo reclamar ningún tipo de equidistancia ni hacer caer en el cinismo de la impotencia un debate que me parece apasionante porque desborda los confines de lo puramente deportivo. Lo que sí creo es que lo que hay en juego es algo más que si Marta Domínguez ha hecho trampas. A mi entender estamos ante eso que un freudiano llamaría un problema de "malestar en la cultura": por una parte, fomentamos entre los jóvenes la idea de que no hay términos medios entre el fracaso y el éxito y que este último es claramente objetivable a través de resultados -tal y como sucede en el deporte-, por otra cultivamos una filosofía de lo higiénico y lo saludable que cree poder separar las manzanas podridas del cesto de los ganadores limpios.




Fíjense. Esta mañana, en el mismo diario donde publica Vicente Verdú, leo un reportaje sumamente interesante sobre ciertos productos milagrosos con los que se estafa al consumidor. Se habla de productos milagro relacionados con el adelgazamiento, calzoncillos con neopreno que combaten la impotencia, pulseras que restauran el equlibrio orgánico o artilugios que "magnetizan" el agua, entre otras muchas gilipolleces con las que los desaprensivos invisten de jerga científica la vieja costumbre de timar a los tontos, esos que aún no entendieron que la hechicería es cosa de cuentos de niños y que los milagros son cosa de la Biblia. Todos nos echamos unas risas en su momento por la credulidad con la que Don Quijote se refería a la omnipotencia del bálsamo de Fierabrás. "Pobre Caballero", decimos, "es que, claro, estaba loco". Pero va y resulta que hasta la ministra Leire Pajín se compró la pulsera "holográfica" aquella que últimamente hemos visto tanto y que te permitía mejorar el equilibrio y la flexibilidad así tuvieran ochenta años: clonc-clonc, clonc-clonc... (es el sonido que producen las monedas al ir cayendo sobre la hucha de quienes viven de la estupidez ajena)


El artículo en cuestión habla de la dificultad que encuentra la judicatura para condenar este tipo de prácticas de venta fraudulenta. Pero es evidente que el problema está en el mercado, que es a fin de cuentas lo que -legalidad o ilegalidad al margen- sucede siempre con las drogas. La realidad es que la gente adquiere estos productos, y los adquiere porque necesita creer que tienen los principios activos que prometen. Una vez oí decir a un célebre músico ex-yonqui algo que debería hacernos reflexionar: "el problema de las drogas es que están buenas". Más allá del placer o la evasión que reportan las llamadas drogas recreativas, lo que pedimos a los fierabrases del mundo es que nos proporcionen algo que nos permita "rendir". Y así, creemos que un fármaco nos librará sin efectos secundarios del insomnio que últimamente padecemos porque no ganamos todo el dinero que queremos ganar, o que otro hará que se nos ponga dura aunque el sexo haya dejado de interesarnos, o que al menor dolor de cabeza hay que embutirse una pastilla, o que el miedo que tengo a suspender un examen se me quitará con un traquilizante, etc, etc...





La teoría de que es hipócrita o ingenuo castigar el doping me parece cínica y nihilista. Es cierto que son las autoridades deportivas las que determinan qué es hacer trampas y qué no lo es, y que eso determina injusticias tan grandes como la de que dos deportistas que han hecho exactamente lo mismo acaben etiquetados respectivamente como "héroe" y como "villano" simplemente porque a uno le pillaron y al otro no. Y es que resulta tremendamente difícil proporcionar una definición de la práctica dopante más allá de lo que las instituciones de control deciden convenir. Y sin embargo hemos de hacerlo. No se trata solo de perseguir al que burla las normas, el cual merece sin duda el escarnio público y la sanción, pues está tomando atajos para derrotar ilícitamente a competidores que tienen derecho a ser derrotados en buena lid.

Hay algo mucho más importante y que tiene que ver con la salud pública. El doping debe ser perseguido porque si se aceptara que un deportista pudiera hacerse autotransfusiones, al día siguiente veríamos a niñas aspirantes a estrellas de la gimnasia comprando en las farmacias paquetes para almacenar su propio plasma. Y no les quepa duda que lo harían con la aquiescencia de sus padres, sin duda encantados con que la cría sea feliz derrotando a sus rivales y preparándose para hacerse rica y famosa como la Sharapova.

Sería interesante, hablando de gimnasia, si es lícito retrasar la primera regla y el crecimiento de una adolescente en pro de unos resultados deportivos, si no es repugnante que los padres de un crío de doce años dejen que se juegue la vida sobre una moto en un circuito de promesas, si no es inquietante que el médico más buscado sea aquél que diseña las técnicas más eficaces para sortear controles antidoping... Yo creo que sí es una obligación de las autoridades diferenciar entre prácticas saludables y prácticas insanas, y creo que, pese a las dificultades, es posible hacerlo. El problema es que deberemos entonces preguntarnos si no es el llamado "deporte de élite" -subsumido en un insano trasfondo cultural de culto al éxito rápido, la celebridad y el dinero fácil- la verdadera droga que determina todas las demás toxicidades. Y si se trata de una cultura perniciosa habremos de luchar contra ella. Aunque España deje de ganar medallas.

Entre tanto, y por más que Vicente Verdú insinúe que estamos "todos dopados", yo sigo pensando que hay una diferencia sustancial entre el antigripal que me permite pensar claramente esta mañana y el consumo de una sustancia que, tras treinta kilómetros de maratón, hará que mi cuerpo no experimente sensación de fatiga, un logro que me permitirá mejorar mi marca y que solo podré alcanzar gracias a un médico experto en dopar atletas, es decir, en hacer trampas y destruir la salud de la gente.






2. El próximo miércoles, a las 19.30, nuestro amigo Francisco Fuster presentará su primer libro, una colección de artículos al hilo de los USA y que hábilmente ha llamado América para los no americanos. Fuster es experto, entre otros temas, en "Obamología". De hecho, tuvo la profética ocurrencia de ocuparse de investigar la figura del actual presidente de la nación más poderosa del mundo antes incluso de que, contra pronóstico, derrotara a Hillary Clinton en las primarias del Partido Demócrata. El libro es estupendo, no les decepcionara. Será presentado por Justo Serna y David P.Montesinos -servidor de ustedes- en La casa del Libro de Valencia. Están por supuesto todos invitados.

Friday, December 03, 2010








WIKI MUNDO




Las Hawai serían unas islas completamente anónimas de no ser porque el imaginario norteamericano las ha convertido en su paraíso turístico, con chicas guapas que visten faldita y te ponen un collar de flores, y tipos a los que nos les importa que te tires a sus novias. Pues resulta que de la lengua hawaiana sale uno de los vocablos que van a marcar sin duda el paisaje de la cultura globalizada en la que empezamos a instalarnos: wiki, que significa "rápido". Añadimos leaks, término del inglés que significa "filtraciones" y nos encontramos con wikileaks, el misterioso portal web que ha montado el mayor terremoto informativo de los últimos años.

Como ha dicho recientemente Timothy Garton Ash en El País, uno de los pocos medios privilegiados que han accedido a la información de wikileaks, con los miles de documentos del Departamento de Estado Usa que han salido se ha conseguido en una tacada todo aquello para lo cual los historiadores necesitan décadas. Quizá sea cierto, aunque no estoy seguro de que la función del historiador sea la de investigar cómo se maquinan entre bastidores las relaciones diplomáticas o qué tipo de subterfugios utilizan las grandes potencias para movilizar en su favor la voluntad de otros gobiernos. En cualquier caso, se trata ciertamente de un festín periodístico que promete cada noche una nueva madrugada aún más escandalosa.








Mi primera inclinación sería la de simplemente admirarme ante la personalidad arrolladora de Julian Assange, el hacker australiano que creó la web especializada en sacar a la luz pública documentos clasificados de las grandes potencias. Assange parece destinado a convertirse en el primer gran héroe del siglo XXI, por cuanto, al contrario que Garzón, Lula u Obama, no está nada claro que sus valores provengan del pasado. Ciertamente, lo que parece desprenderse de su oposición al stablishement y a los grandes poderes globales es la voluntad de hacer frente a la injusticia, la marginación, la impunidad o la corrupción... De acuerdo, pero el modus operandi del grupo wikileaks, su pelaje, su estilo, su lenguaje en definitiva, es tan rabiosamente diferente del de los héroes a los que nos hemos acostumbrado, que por fuerza hay que terminar inteligiendo que los contenidos ideológicos navegan por derroteros completamente diferentes a las de los viejos discursos revolucionarios. Lo que intento decir, siguiendo el principio macluhiano de que "el medio es el mensaje", es que el estilo wiki es algo más que un canal nuevo -sin duda más rápido y eficaz- para alimentar las mismas empresas revolucionarias que ya existían.


No pretendo desacreditar la empresa, que es sin duda subyugante. Entiendo que el aura romántica de perseguido que rodea a Assange, cuyo asesinato a manos de los servicios de seguridad del Estado norteamericana ya ha sido reclamado por importantes líderes políticos de la nación, genere un abrumador efecto seductor. Sí propongo no dejarnos hipnotizar en estos días por el deslumbrante fenómeno mediático de las revelaciones, de las que sin duda mañana tendremos una nueva entrega. Necesitamos tiempo. No para comprobar lo que ya sabíamos -y aún no ha aparecido nada que yo no supiera ni imaginara, por más que resulte escandaloso comprobar que realmente ocurría-, sino para que lo ocurrido nos ayude a hacernos una idea más lúcida de cuál es la lógica de la política internacional en nuestros días.







De lo contrario corremos el riesgo de que el fenómeno sólo sea un bluff, uno más, aunque sin duda más suculento desde el punto de vista de las audiencias que ningún otro, un fenómeno en el que el periodismo clásico no ha tenido más remedio que ir a la zaga. En palabras de J.Assange, y refiriéndose al exitoso historial de su web:



"Eso no es algo que digo para demostrar lo exitosos que somos, más bien, eso te muestra el alarmante estado del resto de los medios de comunicación. ¿Cómo es que un equipo de cinco personas ha llegado a mostrarle al público la información más reprimida, a ese nivel, que el resto de la prensa mundial junta? Es vergonzoso."










En esto tiene toda la razón. Quizá no sea la alta política la que se vea obligada a cambiar su lógica ante su propia desnudez. Todo lo más, aprenderá a ser más cuidadosa a partir de ahora. Es lo que ocurrió a raíz del asunto Watergate, cuando un astuto operativo por parte de dos periodistas del Washington Post, Woodward y Benstein, desencadenó el mayor escándalo político en la historia de los Estados Unidos y una auténtica revolución en los conceptos periodísticos. No está muy lejos, permítanme la comparación estrambótica, de eso que hacen futbolistas y entrenadores desde que las televisiones aprendieron a traducir sus palabras leyéndoles los labios: hablar tapándose la boca.



Quien acaso sí haya de cambiar drásticamente su autoconcepto sea la prensa. Su actual crisis, que -no lo olvidemos- es una crisis de mercado, y que amenaza con destruir empresas con una enorme tradición, tiene mucho que ver con la difusión de internet. Porque de lo que no tengo dudas es de que la vieja dialéctica entre el poder político y la información debe continuar. Es de ingenuos pensar que la cocina de las cosas va a permitir que observemos cómo se elabora todo lo que vayamos a comernos... tanto como lo es pensar que seguirían vendiéndose periódicos si estos se limitasen a ser la caja de resonancia del poder, por más que esto sería exactamente lo que los mandarines desearían.








De lo que no estoy seguro es de que la dirección correcta de los procedimientos informativos pase por abrazar sin ambages el estilo wiki. Ya me pasó con wikipedia, que nos hace sentir más rápidamente informados, pero no más sabios. Pongámonos a distancia y observemos con atención. Y, sobre todo, démonos tiempo. Es lo más revolucionario y lo más a contracorriente que ahora mismo soy capaz de vislumbrar.

Saturday, November 27, 2010






RELATOS
POR ENTREGAS







1. En el recientemente celebrado congreso sobre Foucault, un participante -el único explícitamente hostil al filósofo francés- enfocó su ponencia a partir de un golpe de vista televisivo: las décimas de segundo en que aparece un ensayo foucaultiano que es sacado de una estantería.


Esta aparición tan fugaz, casi subliminal, y que pasa por alto para cualquier espectador que no esté especialmente interesado en el pensador de Poitiers, se produce en el último episodio de la serie El ala oeste de la Casa Blanca. Jed Bartlet, presidente demócrata de origen irlandés y de rigurosa observancia católica y romana, acaba de ser derrotado y se dispone abandonar la que ha sido su residencia y la de su familia durante sus años de mandato. ¿Suponemos que, con el cambio de Presidente, el texto de Foucault abandona también la Casa Blanca? Para el ponente, el pensamiento de Michel Foucault aboca a la impotencia política, a la incapacidad de los gobernantes para impartir justicia e imponerse a los poderes fácticos. Sin darse cuenta, Bartlet ha incluido en su biblioteca al autor que puede revelarle el más terrible de los secretos de la política: el de que incluso él, supuestamente el gobernante más poderoso del mundo, está condenado al laberinto sin salida de la inacción por el que deambula inútilmente todo político en nuestro tiempo.







Creo que la interpretación es sugerente, aunque falsa. Pero no es ésta polémica apasionante -la de si el poder está o no realmente donde creemos encontrarlo- lo que me induce a recordar hoy esa ponencia, sino el hábil recurso del conferenciante para extraer conclusiones sobre cuestiones de enorme trascendencia a partir de una serie de la tele. No hay que creer al ponente, hay que escucharle con atención y detectar todo lo que de atractiva o abusiva tiene su interpretación... Pero, además, hay que ver El ala oeste de la Casa Blanca. Y no sólo ese capítulo final en la historia de la serie, cuando Bartlet es sustituido por Matt V. Santos, también demócrata y, por cierto, primer presidente hispano en la historia de los Estados Unidos. La "V." del nuevo ocupante del despacho oval, esa inicial del segundo nombre que termina identificando más que ninguna otra cosa a cualquier celebridad norteamericana, oculta el nombre de pila Vicente. ¿Presentimiento para la vida real del desembarco de Obama en la Casa Blanca? Toménselo como les apetezca. Y acéptenme un consejo. Busquen el capítulo de la tercera temporada en que Bartlet, tras la muerte de una colaboradora muy cercana, tiene la insolencia de ordenar que le cierren una catedral católica para poder hablar a solas nada menos que... ¿lo adivinan?... sí, con Dios. Tras romper con Él -así las gastan algunas veces los irlandeses de América, recuerden a John Ford- encenderá un cigarrillo y lo apagará con su zapato. Si ven el capítulo titulado Dos catedrales lo entenderán todo. Una joya.











2. En la reciente y polémica entrevista concedida por Felipe González a Juan José Millás, se le ha pasado a todo el mundo -excepto a Elvira Lindo- un detalle. El ex-Presidente dijo no sentir el más mínimo interés por las series televisivas: "... ¿De esas que hay que haber visto todos los capítulos anteriores para entender lo que pasa? No, no me interesan". Sin duda, Felipe tiene cosas más importantes que hacer con su tiempo. Es lo que mi abuelo decía cuando a mi padre, en su juventud, le dio por leer a un tal Dostoievsky: "¡Bah! ¡noveletes!" Una estúpida ficción, sí, aunque -como dijo el poeta Gregory Corso para referirse al cine- "no tan estúpida como la vida real". Cuando de algo pensamos que supone un gran esfuerzo, lo que en realidad estamos diciendo es que no nos apetece en lo más mínimo. Pero es que es justamente ese el quid de la cuestión de las series, de todo tipo de series, incluyendo las novelísticas o los cómics.


Convendría empezar por decir que en el mundo del relato -tan viejo como la cultura- la secuencialidad no es solo una anomalía, sino que más bien es históricamente la norma. Lo que recuerdo del Guerrero del Antifaz no es su final, sino aquella tensión tan dulce de la espera durante la semana. Empezamos mi hermano y yo por el capítulo veintitantos, luego teníamos un doble motivo de expectación: lo que pasaría en el siguiente, pero también lo que había pasado antes, cómo se había llegado a aquello, cómo empezó todo... Antes de aquellos capítulos fundacionales, que buscamos durante meses denodadamente, especulábamos tanto con posibles explicaciones a aquel trágico antifaz, que llegamos a forjar un verdadero "mito del origen". Si quieren puedo hablarles de la novela por entregas del XIX, de Balzac, del ciclo detectivesco de Conan Doyle, de quienes en la España del XVII hicieron correr la voz de que llegaba una segunda parte de las andanzas del Caballero Don Quijote y su escudero. Nada es más humano que querer saber más de aquellos de los que nos enamoramos. Démosles tiempo, concedámosles otra oportunidad... a ver dónde demonios va a parar la cosa.












3. Carlos Boyero tiene la virtud de resultarme irritante con la misma facilidad con la que me arranca carcajadas. Si uno lee entre líneas de sus intervenciones en El País, en el que ejerce lo que yo denominaría "crítica de autor", puede encontrarse con algunas intuiciones de una lucidez cruda y casi brutal pero deslumbrante. A veces entran ganas de estrangularle, pero me proporcionó una clave esencial el día que explicó cómo y por qué el talento artístico había emigrado desde el mundo del cine hasta el de las series, al menos en Norteamérica. Cuidado, no hablo de Lost, esa serie ciertamente adictiva y de la que hay que saber hacerse una idea, más que nada por su valor como fenómeno sociológico. Yo me refiero a Los soprano, El ala oeste de la Casa Blanca, The wire, Mad men, Dexter, A dos metros bajo tierra o House. No tengo el más mínimo rubor en declarar obras maestras a alguna de ellas. No solo se han hecho buenas series durante esta década, en contra de lo que creen los jóvenes bloggers, los cuales, a tenor de las listas que pomposamente publican como las mejores de la historia, parecen pensar que el mundo empezó con ellos y que quienes peinamos canas no hemos visto más que películas de Joselito.



Pues no, hubo vida antes de la sobrevalorada Lost: desde Star trek, Espacio 1999, Un hombre en casa, Lou Grant, Yo Claudio, Las aventuras de Sherlock Holmes o Raices, hasta El Príncipe de Bel Air, Twin Peaks, La familia Monster o la inevitable The Simpsons. Y, sin embargo, de no ser por joyas como La cinta blanca o porque Clint Eastwood ha hecho algún tipo de pacto fáustico con las musas, tengo que dar la razón a quienes piensan que ésta ha sido la década de las series, y que gastar siete euros en ver algo mucho más dudoso que lo que puedes ver a través de internet es hoy en día tener ganas de hacer el primo. No propongo algo tan poco saludable como es quedarse en casa trasegándo series de TV como un freaky, lo que digo es que hay que liberarse de ciertos prejuicios. Durante décadas, cuando dejamos de ver Pixie y Dixie o al tonto de Michael Landon en la insufrible Casa de la pradera, entendimos que una serie era un producto -a veces vistoso, a veces cutre- que se manufacturaba en plan fast food, con claves simplistas y destinadas a un consumo rápido y una digestión fácil. Y el caso es que éste planteamiento es perfectamente válido para la mayoría de series que atraviesan la parrilla de la programación, tanto de las cadenas en abierto como de las de pago. Pero eso es algo que se puede decir tranquilamente de tantas y tantas películas alimenticias de las que nos da noticia la cartelera semanalmente. Ahora bien, en el momento es que una serie cae en manos de una productora que encuentra su target en la calidad o, al menos, en la comercialidad, y pone una buena propuesta en manos de un equipo de realización bien avenido y con talento, entonces ¿por qué no? es posible encontrarnos con joyas como The wire.



Es cierto que, con frecuencia, un producto talentoso se va degradando con el tiempo, a medida que los profesionales se van agotando y los productores se empeñan en alargar la vigencia en el mercado de una mercancía que acaso merecía una muerte digna. Es el caso de CSI, puede terminar siéndolo de Cuéntame, y corremos sus fans el riesgo de que lo sea de House. Claro que, a lo mejor, se trata de riesgos que debemos que correr, porque, como dijo Montaigne, "hay que vivir para disfrutar de los placeres, pero sabiendo que tienen su caducidad"









4. Pues resulta que no tenía yo hoy otra intención que hablarles de The wire. Lo dejo para otro día, y quizá sea mejor así, porque con ella me pasa algo raro, que me fascina y captura toda mi atención, pero que no la entiendo. No es que no sepa quedarme con la ensalada de nombres y bandos que los policías de Baltimore colocan en una pizarrita a la que acuden continuamente. Eso me ocurre, desde luego, pero yo me refiero a otra cosa. Ante The wire tengo la sensación de encontrarme perdido en medio de un gigantesco rompecabezas. Junto unas cuantas piezas por aquí, otras por allá, pero solo soy capaz de entrever remotamente una configuración general, algo misterioso a lo que apunta todo ese deambular kafkiano de personajes que intentan -sin éxito- obtener la victoria que les permita ganar definitivamente una guerra fatalmente destinada a no concluir jamás, como si, de alguna forma, los dos bandos que tratan mutuamente de exterminarse se necesitaran el uno al otro para sobrevivir. No se confundan, el rompecabezas no tiene nada que ver con el de Lost. No es un misterio más o menos sobrenatural cuyas respuestas solo son conocidas por un guionista tramposo. No, es el misterio de la vida misma, que fluye, con sus más crudas contradicciones, con toda su fatalidad, en ese discurrir viscoso de cada episodio.










Es peligroso ver de The wire. Uno llega a entender los motivos de todos, incluso de aquellos a los que es correcto odiar. Todas las barreras que los malos narradores nos dan previamente hechas parecen ir desmoronándose a cada momento. Los héroes lo son de verdad, pero a su pesar, y sin que se les reconozca. Hay algo tenebroso tras cada victoria de los buenos, y algo misteriosamente humano en la dedicación al crimen de los malos. Puede pasarte como a mi abuela le pasó una vez viendo El Padrino: "aquí te vuelven loca, porque al final no sabes quién quieres que gane." Un laberinto, sí, como la vida misma. Lo peor es que, casi desde el primer episodio, tuve la sensación de que casi todas las demás series iban a parecerme de mentira a su lado. No es, como he oído decir, que se trate de una serie "realista", es que el paisaje que va configurando es tan poderoso, tiene una atmósfera tan densa y abre tantos espacios a la mirada, que uno tiene la sensación de que es la vida misma la que transcurre ante sus ojos en esos cincuenta y tantos minutos de cada entrega. Ya les hablo de The wire, que quiero cenar antes de que empiece Walking dead. Jamás me interesaron los zombis -siguen en realidad sin interesarme- hasta que Ricardo Signes me dejó el cómic que ha inspirado la serie, y les aseguro que puede sorprenderles. En realidad, es lo que me pasa también con los vampiros, que no me interesan nada, excepto cuando pienso en el legítimo rey de todos ellos... El Conde Drácula, obviamente.

Saturday, November 20, 2010










CONGRESO



Poco importa el tema que le da título. En un congreso académico se encuentran una serie de personas a las que se considera voces autorizadas y expertas respecto al tema en cuestión. Entre los ponentes hay tipos muy aplomados, capaces de interpretar perfectamente lo que la concurrencia demanda de ellos, es decir, saber más de..., otros que por su talento son capaces de despertar incluso el entusiasmo, y otros -auténticos pelmazos con curriculum- que parecen haber venido al mundo para aburrir.


Yo hacía mucho que no asistía a un congreso, uno de estos de tres días, mañana y tarde, pero, al margen de todo lo que uno haya sido capaz de aprender como alumno, me quedo sobretodo con esos aspectos supuestamente irrelevantes en los que se detiene la mirada del observador, aquello a lo que sólo se está atento si se tiene la mirada un poquito pervertida. (¿Y cómo es posible una mirada interesante si no es, de alguna forma, transgresora?)

Y me da por fijarme en los asistentes, ese desfile de modas juveniles que, tratándose de un pensador francés con glamour e inspirador de estéticas queer y trans, parece convocarnos a una salida del armario del exhibicionista o el tipo super in y super enrollado de la muerte que llevamos dentro. O la emoción con la que el director académico presenta a su maestro, ese del que tanto ha aprendido, y al que, por ello mismo, por la inmensa fortuna que supone tenerle, no puede evitar amar, tal y como sus discípulos amaban a Sócrates.






Pero también, un congreso plantea juegos de sombras, equívocos, puntos de fuga para lo previsible... todas esas trampas que el cabroncete del azar nos depara y que convierten la más circunspecta y sesuda de las salas en un pequeño corral de comedias. A poco que uno sepa mirar con los ojos con los que inteligentemente nos miran los alumnos, es decir, esperando a la que salta para cachondearse de un traductor que se atora porque no le dan tiempo a trasladar las preguntas al ponente, de un móvil que suena inoportunamente con politono especialmente hortera, de un apagón que el ponente -que se hace con una pequeña vela- compara con aquellas reuniones clandestinas del franquismo en que siempre parecía que la policía iba a entrar de un momento a otro...


En un congreso se producen encuentros. Como prefiero los medios calientes a los fríos, sigo pensando que verse cara a cara con fulano es infinitamente más intenso y comprometedor que hacerlo desde la gelidez del puñetero ordenador. Es aquí donde se desencadena la timidez. Yo, que lucho heroicamente contra mi fobia social -le llamo "timidez" para ahorrarme el psiquiatra, que son muy caros-, protagonizo la metida de pata habitual en todas las situaciones de este tipo en las que comparezco. Detecto a unos metros de mí a un señor clavadito a otro que conozco y que hace años que no veo. Cuando detecto su tic en el ojo decido que ya no hay error posible. Me acerco, le abrazo, le sonrío, le cojo incluso la mano porque soy un tipo francamente cariñoso... Y va y el tío, sonriente y casi emocionado por lo afable que en ese momento le parece la gente española, se me pone a hablar en francés y a decirme que se alegra, pero que no sabe quien soy y Qu´est que ce? ; yo me disculpo pardon monsieur, pardon, y me vuelvo a mi sitio con la cara de gilipollas que me está haciendo célebre y con el enano que llevo dentro recordándome lo de ya te lo dije y la próxima vez te estás quietecito y todas estas cosas. Pues bien, diez minutos después, el señor del tic resulta que es el prestigioso ponente que va a disertar sobre la recepción del filósofo en el mundo árabe. Yo me hice muy pequeño en mi pupitre, ahí, tomando apuntes y sin rechistar, qué majo.

Divertidos son también los equívocos con el micro que a veces quiere funcionar y a veces no, la gente que no se aclara con si ha de firmar para los créditos antes o después o entre medias de cada conferencia, el ponente de prestigio que no sabe si en las comidas ha de pagar él, un tipo al que odias que te encuentras en el urinario de al lado y entonces se te corta un poquito el proceso y a él también y de pronto te da por hacer una sonrisita y el tío piensa que meando soy aún más tonto que cuando le discuto.

Ah, y los viejos proyectos conjuntos que prometemos recuperar, y el amigo que parece feliz pero luego te reconoce que se deprime por las tardes en su destierro, el almuerzo donde parece que hay que decir cosas un poco más livianas pero donde es evidente que los intelectuales no terminan nunca de sentirse cómodos, el ponente que llega unos segundos antes de su turno y se tiene que salir a la lluviosa serena con el cigarro ya en la boca, el tipo que abandona la sal con cara de asco porque otro de los ponentes le está poniendo enfermo...



Quizá después de todo, un congreso no sea mucho más que una feria de las vanidades de la que mejor haríamos riéndonos. A fin de cuentas, como decía mi abuela, "más arreglarían todos esos tan listos viniendo al pueblo para escardar mis cebollinos". Quizá. Pero desde el primer momento en que alguien tomó la palabra el lunes por la mañana en aquella sala tan aséptica, yo tuve la sensación de que algo realmente importante estaba sucediendo: era la magia del ágora en que los griegos fundaron la unica fe verdadera que merece la pena compartir, la fe en el logos, en la palabra, en la deliberación, en la Razón en suma. En mi caso es una vocación reírme educadamente hasta de las cosas que amo, quizá de ellas en mayor medida, pero nada me parece más serio que la vocación de escuchar, de escuchar atentamente, de convocar al otro a que sea capaz de hacerme ver con sus palabras todo aquello que mis ojos no habían sido capaces de encontrar. No siempre necesito escuchar a eruditos y académicos, pero sí necesito a hombres sabios, que es una cosa muy distinta. Si despreciamos eso, si aceptamos que las instituciones dejen de organizar congresos y debates con la excusa de que hay que recortar presupuestos -excusa que casi siempre oculta la fobia del poder hacia los librepensadores-, entonces nos habremos de conformar con los debates de Belén Esteban y las homilías de los cuatro mamarrachos que te ponen algunos taxistas a voz en grito en la radio.




Parrhesia, ¿saben lo que significa? Es un viejo término griego que designa la virtud de "decirlo todo", o sea, de expresar honestamente la propia visión sin guardarse nada, uno de los ponentes, Manuel Jiménez, insistió sobre ello. Por cierto, el Congreso fue sobre el filósofo francés Michel Foucault. He relatado en el blog de nuestro amigo Justo Serna algunas interioridades del evento, por si les apetece. Más allá de los sutiles meandros académicos por los que discurren los textos de este autor, se me ocurre que lo más foucaultiano no es asumir la jerga postestructuralista ni llenar el curriculum de acreditaciones de cursillos, lo verdaderamente foucaultiano es asumir el pensamiento como una aventura, entender que un Congreso es, ante todo, una experiencia personal, una forma de verse a uno mismo entre los demás, un encuentro con la sabiduría que sólo irrumpe -también para quienes tenemos fobia social- en contacto con los otros.

Friday, November 12, 2010













LOS ROLLING STONES
Y EL MAL







Keith Richards acaba de publicar su autobiografía. Circula por internet el primer capítulo. Tiene gracia; en realidad suele tenerla todo lo que rodea a este tipo, que consigue, no acabo de saber muy bien por qué, arrancarme sonrisas tan solo con la cara que pone mientras toca la guitarra eléctrica, por no hablar de la hazaña de caerse de un cocotero con sesenta y bastantes sin matarse, o la de hacer de padre de Johnnie Depp en Piratas del Caribe, supongo que por que no encontraron un rostro que, surcado de arrugas como el más histriónico personaje del cómic, simbolizara el Mal de forma tan convincente.

En este primer capítulo cuenta cosas que uno debe saber tomarse en clave de comedia. Por ejemplo, advierte que cuando viajaron en los primeros sesenta por los EEUU, entrar a tomarse un café en un bar de carretera constituía un peligro para tipos enclenques y melenudos como ellos. Camioneros tatuados y con el pelo perfectamente cortado a cepillo podían pasar en medio minuto de burlarse llamándolos "nenas" a sacarlos a mamporros del local. Keith descubrió que en los locales de negros, donde de vez en cuando sí les aceptaban por considerarlos blancos un poco marginales, la gente se divertía de verdad con la música y uno podía tranquilamente escuchar en vivo y en directo a Muddy Waters, cuyas canciones amaban y versioneaban desde hacía tiempo en el lejano Londres.




Ha creado cierta expectación el libro por el cruce de acusaciones, supuestamente sincero, que ha originado entre los dos veteranos del grupo. Richards define a Jagger como un egomaniaco, bastante mediocre como vocalista y sexualmente infradotado. Éste se ha limitado a contestar algo como esto: "no sabéis lo que significa pasar la vida haciendo giras por el mundo con un yonqui".



Todo esto en realidad vale bien poco. Basta imaginarse a dos ancianos de esos que ve uno en un bar de dominó echándose los trastos a la cabeza en público para percibir que esto es puro show, aunque acaso todo en el entorno de Jagger no fue jamás otra cosa que show. Es ese el significado del aviso que nos hicieron ya hace mucho años y que quienes adoramos a los Stones no terminamos nunca de aprender a tomarnos en serio: "it´s only rock´n roll, but I like it". No me recuerdo sin saber de esta banda de rock, pero es que tampoco me recuerdo sin oír que Jagger y Richards se odiaban, que el grupo se separaba, que eran insoportables... Jamás me ha parecido demasiado interesante nada de lo que hicieran o dijeran, pero si dijera que sólo me interesan como músicos también me engañaría a mí mismo. Ciertamente, su música me fascina, o para ser más exacto, me fascina la escenificación de su música, esa puesta en escena que ejerce una atracción que no ha perdido su poder sobre mí así que pasen -ya han pasado, parece mentira- tantos años como Franco gobernó España. Pero sobre todo, creo que se impone analizar su valor como fenómeno de la cultura contemporánea, algo que está más allá de lo que Mick o Keith puedan decir sobre sí mismos.






"Somos la mejor banda de rock del universo", dijeron después de triunfar al fin en los USA en el 69. Aquella era una manera de contestar a la célebre autoexaltación de los Beatles: "somos más famosos que Jesucristo". Aquella frase de Lennon era una boutade, pero una boutade -como muy bien sabemos desde Andy Warhol- es la manera de acercarse a la verdad en los tiempos del Pop. Lo que intentaba decir Jagger entonces es que ellos, ante todo, eran músicos capaces de divertir a la gente, y que ello justificaba el que fueran ricos y famosos. Pero se equivocaba, pues nada genera tantos signos en nuestra era como el entertainment, ninguna mentira tiene tantos efectos de verdad como el pop. Si despreciáramos el poder de los Rolling -y de tantos otras celebridades del pop o aspirantes a ella- para generar modas, ideologías, actitudes y conductas, para producir, en suma, identidades, entonces seguiríamos ignorando que, después de todo, no es solo rock´n roll.

La verdadera razón de mi fascinación por The Rolling Stones, o mejor, por el juego simbólico que se ha desplegado a partir de ese nombre -iconizado en la famosa lengua-, es que llevan cuarenta años jugando con la etiqueta que se les atribuyó desde sus mismísimos orígenes en los tugurios de Londres: los Rolling son la encarnación del Mal.






El Mal. No hay asunto más fascinante. A su son bailan la Biblia, los periódicos, los textos de Nietzsche, el cine de Kubrick, qué sé yo... No es que los Stones sean malos. En realidad no lo son más que usted o yo, pero por razones en el fondo muy azarosas consiguieron situarse en la cresta de esa ola y llevan una eternidad aprovechándose de ello. No otra cosa es el rock: un acelerón de compás, la guitarra eléctrica en lugar de la acústica y, lo más importante, dedicarse como Chuck Berry a dejar de pedir en las canciones besos de colegio para chillar que lo que quiero, baby, en realidad es follarte. Vean qué se escribió en un diario inglés cuando surgieron sus primeros clubs de fans, en aquel entonces en que las familias bienpensantes británicas empezaban a plantearse que, después de todo, no todo había de ser modales victorianos y no estaba tan mal que la hija de uno pudiera traerte a casa a uno de los Beatles:

A los padres no les agradan los Rolling Stones no quieren que sus hijos lleguen a ser como ellos; no quieren que sus hijas se casen con ellos. Nunca han sido las virtudes de pulcritud, obediencia y puntualidad tan escasas como en los Rolling Stones. No son los ideales con los que construir imperios, no son del tipo de gente que se lave las manos antes de comer. Causan que los adultos farfullen con rabia.

A partir de aquí podía adherírseles todo tipo de leyendas, hasta el punto de que es en torno a los Rolling que se funda ese concepto tan de la Galaxia Internet de la leyenda urbana. La mejor de ellas, la de que Richards y Jagger consumían tantas drogas y llevaban una vida tan depravada, que acudían puntualmente cada año a una clínica para renovarse hasta la última gota de sangre. Ya ven, la piedra filosofal del vicio: dedicarse a toda suerte de perversiones sin que peligre la salud, sin envejecer, sin tener que "pagar" por ellas, todo ello porque son tan ricos que pueden permitírselo. Circulan sobre ellos otras muchas leyendas de ese jaez, pero yo tengo la sospecha de que Mick está ahora mismo en una casa rodeada de seguridad privada, preparando un zumo de plantas para no envejecer y haciendo cálculos sobre la pasta que va a ganar en copyrights este mes. Poco de drogarse, poco de follar suciamente y pocas orgías con esclavos disfrazados de vampiros y canapés de cocaína en las bandejas, me temo... O sea, que dejen ustedes de imaginar gilipolleces, ¿o no se han dado cuenta de que estos tíos tienen la edad que tenían sus abuelos cuando les llevaban a ustedes a jugar en los columpios?


Pero no es esta la cuestión, ya he dicho que no son exactamente "ellos" lo que me interesa. Un día, cuando ante una aparición televisiva, siendo yo adolescente, me pareció que eran tipos con mala pinta y que sus gestos eran desafiantes, uno de mis mayores, que aceptaba lo que había leído en algún sitio de que eran unos genios de la música, me dijo: "escúchalos, solo escúchalos, no los mires". Esto es lo que se ha dicho siempre del demonio, que no hay que mirarlo. ¿Por qué? Porque seduce. Es esto lo que interesa, la afinidad con el demonio, ese enigma del poder de atraer.

Nada me obsesiona tanto: ¿qué hace que algo seduzca? ¿Cómo el pop, y lo que no es el pop, consigue arrastrar multitudes? En este caso, es el principio del Mal la llave del misterio. ¿Y qué es el Mal? La teodicea, rama de la Teología que busca razones para explicar la presencia del Mal en el mundo, es una herencia con la que desde siempre carga la tradición intelectual. Los filósofos intentamos explicar el mal, ofrecer consolación ante él, luchar contra él... Pero raramente nos aventuramos en alumbrar las claves desde la que se construye su poder, que no es otro que el de su capacidad para atraer.




Sé que este orden discursivo abre flancos de inmediato, y se traduce en acusaciones como las que se ha lanzado sobre autores como Nietzsche o Cioran: inmoralidad, irracionalismo, arbitrariedad, banalidad... Es inútil entrar entonces en diálogo. Pero el Mal exige algo más que su simple definición racional y humanista, que es una definición ética y política. Yo me refiero a otra cosa. El Mal como principio -como metáfora- no es la fría brutalidad de Auschwitz, las bombas o la pobreza. Contra todo ello está cualquier bien nacido. No, el Mal, en el sentido al que me refiero, es la atracción por lo que desde siempre en el rock -o si quieren en Star Wars- se ha llamado "el lado oscuro". El gran privilegio de ese lado oscuro es el de no tener que estar del lado de la verdad o la corrección. De ahí emana el misterioso poder que sobre nosotros ejercían en el colegio las chicas malas, o el protagonismo que siempre absorben los niños que perserveran con inexplicable imprudencia en la travesura. El Mal no es un agente constructivo, no pretende dejar nada serio tras su estela, su designio es desaparecer, conjurarse en el fuego de su propio artificio. El Mal es lo Otro, esa sombra extraña que se va haciendo más grande a medida que creemos estar más cerca de la salvación, que creemos poder sentirnos más seguros bajo la mirada protectora de los dioses.
No otra función tuvieron desde siempre inquisidores y exorcistas: arrancar el Mal de nuestras entrañas, aterrorizarnos respecto al peligro de su seducción. Da igual que lo encontraran en los conversos, los herejes, las brujas, los locos, los leprosos o los masones... siempre fue la misma estrategia: localizar en un punto la energía del infierno para conjurarla y proclamar el Reino de los Cielos. Pero el Mal es, a su manera, invencible. Su sombra aparece con sonrisa irónica tras cada uno de los sermones moralizantes que sobre las virtudes del estudio y los peligros del alcoholismo suelto a mis alumnos. Se erige como el Capitán Haddock, sombrío doble vicioso, débil y egoísta del virtuoso Tintín, quien en silencio sabe de sobra que sin su amigo terminaría moriéndose por la proliferación infinita de ese sí mismo intachable y correcto, asquerosamente bueno. Se dibuja bajo nuestro ingenuo deseo de que ganen los buenos, sabiendo como sabemos, en el fondo, que el héroe sería la muerte por aburrimiento sin el Doctor House, Lex Luthor, el Joker, Kurz, John Silver, Cicatriz, Ali Khan, Darth Vader, la Señora Danvers, Moriarty, Lady Macbeth, el Conde Drácula o Tom Ripley.

Empieza uno a acercarse a la sabiduría el día en que se convence de que eso tan humano y tan absurdo por lo que luchamos, que los demás nos amen, no se consigue por aquello por lo que merecemos ser amados. Nunca me llevé a nadie a la cama por mis virtudes, nunca desperté verdadera atracción por ser generoso y comprensivo. No seducimos por nuestra integridad moral ni la fortaleza de nuestros valores, son más bien nuestras debilidades y contradicciones, ese misterioso vacío interior al que sin saberlo apuntamos, lo que nos vuelve extrañamente deseables.






Es en ese Otro inasible, imposible de domesticar, donde reside el principio del Mal.