Thursday, July 12, 2018

YO NO SOY HIPSTER

Si adoptamos la rigurosa disciplina del sociólogo profesional, convenimos en que lo hipster es un fenómeno de baja intensidad y al que ya sólo podríamos referirnos en pasado, una moda sin mucha más relevancia que algunas pautas de atuendo o peinado que han caído en desuso o que, cuando aparecen, sólo identifican vulgar emulación. 

Lo de la baja intensidad convendría matizarlo. Lo de que hablamos de un fenómeno ya extinto... eso lo niego enérgicamente. En todo caso puede que evolucionen algunos de los signos hipster más identificables, pero, lejos de haber pasado sin pena de gloria, sostengo que la sombra de sus implicaciones es insospechadamente alargada. No es que tengan una gran trascendencia, no la tienen... lo que yo digo es que tienen valor por lo que hay tras ellas. "Lo hipster es ficción, simulacro, sólo signos"... de acuerdo, pero vivimos en la era más ficcional del mercado, nunca los signos pesaron tanto. 

Seré más concreto: el hipster aparece en las urbes de Occidente como miembro de una supuesta élite con talento para cazar tendencias... Cuando esa minoría deja de serlo porque pasa a ser integrada como un fenómeno de multitudes, lo que descubrimos entonces es que las pautas que gobiernan la deriva de las sociedades del siglo XXI son, en gran medida, hipsters. En otras palabras, lo hipster, como en en el periodo entreguerras la femme fatale, como en los setenta el punk, como en los noventa el grunge, ... estos y cualesquiera otros en que pensemos son elementos que identifican una gran lógica... Si sabemos interpretarlos, son síntoma de una escala de valores dominante. Veamos. 

El término hipster tiene su origen remoto en una época, la de los cuarenta y cincuenta, con fama de conformista en Occidente. Definido por Norman Mailer en El negro blanco, el hipster era caucásico, pero su amor por el hot jazz le hizo inclinarse hacia círculos nocturnos bohemios y desclasados, es decir, propios de afroamericanos. De aquí deriva la palabra "hippie", que designa entonces a los hijos de aquellas corrientes minoritarias cuando arraigaron entre los baby boomers de los USA, ya en los años sesenta... Obviamente el término arrastraba cierto tono despectivo, pues se entendía como una banalización multitudinaria, consumista y acomodada del impulso de hipsters y beatniks hacia el be bop, los alucinógenos, la meditación oriental o el nomadismo bohemio. 

Interesante, ¿verdad? Sí, pero nada de lo que he contado parece  tener relación con lo que hoy presentamos como hipster, es decir, si hacemos caso a la primera impresión, un tipo con barba y pelo cuadrangulares, camisa a cuadros, gafas de pasta... Sus gustos son más distinguidos que los de la mayoría, viven en barrios cool como el valenciano de Russafa o el madrileño de Malasaña, y piensan que usted y yo somos unos zafios consumidores, mientras que ellos, en tanto que veganos o asiduos de tiendas de ropa alternativa, saben de verdad estar a la vanguardia. 

Dos cositas más, un pelín paradójicas. Cuando usted o yo, tipos vulgares, adoptemos algún signo hipster, el hipster verdadero ya lo habrá abandonado, pues asocia la masificación a deterioro o abaratamiento. (Es ese misterioso fenómeno por el cual, el objeto decorativo que se encontraba en una tienda cara y cool puede usted adquirirlo un par de años después a módico precio en un chino, es decir, cuando el hipster ya lo ha tirado a la basura, lo cual le convierte a usted en un cutre) Esto nos lleva a la segunda paradoja: nada es menos hipster que querer serlo, el hipster siempre niega ser hipster y nos acusa a los demás de serlo.

  Me gusta cómo lo expresa Mark Greif en "¿Qué fue lo hipster?. Una investigación sociológica": 

los hipsters son una subcultura fruto del neoliberalismo, esa infame tendencia de nuestra época que defiende la privatización de los bienes públicos y la redistribución de la riqueza hacia las clases altas. Los valores del movimiento hipster ensalzan la política reaccionaria, pero disfrazados de rebelión, ocultos tras las máscara del vicio. (Vicio -vice- es una palabra clave de la terminología hipster) El arte y el pensamiento hipster, si es que pueden denominarse así, caen con excesiva frecuencia en la repetición, el infantilismo y el primitivismo. Y el antiautoritarismo hipster no es más que una treta mediante la cual los jóvenes de clase media se perdonan a sí mismos por haber dado la espalda a las reivindicaciones de la contracultura -ya sea punk, anticapitalista, anarquista, nerd o sesentera- al mismo tiempo que conservan el atractivo de la contracultura. Esto amenaza con convertir las vanguardias del futuro en meras comunidades de adeptos superficiales.

Es aquí donde lo hipster despierta mi interés, pues más allá de la  singular minoría a la que se atribuye esa identidad, designa en cierto modo la lógica que habitamos y el horizonte valorativo al que aspiramos. Llevar vaqueros previamente desgastados, ser enrollado con los jóvenes, consumir té orgánico, viajar a Copenhague para imitar el hygge de los daneses  -que consiste en encontrar la felicidad sin acudir al supermercado, por cierto algo que no pasaría si uno viajara al Chad-, hacerse un poco vegano, comprarse o alquilarse un loft en un barrio castizo, llevar a los hijos a escuelas con metodologías pedagógicas alternativas, seguir a bandas de música que nadie conoce, ir por la ciudad en bici, meditar como supuestamente hacen los budistas... Bien pensado, y aquí la paradoja alcanza sus últimas consecuencias, algunas de todas estas cosas las hago yo, que no soy nada cool y no destaco en tanto que cazador de tendencias. 

No es que yo sea hipster, es que todos lo somos un poco sin saberlo. El hipster es lo que queda de la rebeldía cuando ya ha sido muchas veces reciclada y domesticada por un capitalismo más basado que nunca en la simulación y los signos. El hipster siente nostalgia de los tiempos en que estaba clara la distancia entre un integrado y un "underground", y no necesariamente elegir lo segundo le condenaba a uno a una vida de mierda. No como ahora, cuando renunciar a un trabajo fijo o a títulos académicos le condena a uno al más sórdido precariado y a no molar nada, pues no se puede ser cool sin tener dinero para consumir. El hipster esto lo entiende perfectamente. Por eso, tras el reconocimiento de su impotencia política, y sabiendo que hoy sólo eres trendy si tienes pasta, homenajea con su ropa o sus hábitos enrollados a la revolución en la que él cree ya menos que nadie. 

Concluyo. Lo hipster no fue, lo hipster es, aunque desaparezcan estas barbas horrendas que últimamente vemos. Dentro de poco se llamará de otra manera y las camisas tendrán rayas en vez de cuadros porque la dinámica profunda del ciclo actual del capital requiere una permanente ansiedad por la distinción. Nada alimenta más el sistema que el deseo siempre insuficientemente satisfecho de sentirnos mejores que los otros. 

Un añadido. No sabemos aún hasta qué punto internet está cambiando al ser humano, pero sí intuimos que, junto a magníficas posibilidades, abre también el camino a colosales insignificancias. Lo que sí sé es que anteriores subculturas son previas a internet, no nacieron con ella. Lo hipster sí.  

Y no, no me miren a mí, yo no soy hipster.    

EL MUNDO DESAJUSTADO DE AMIN MAALOUF (Y II)

¿Tiene la nación más poderosa del mundo legitimidad para liderar éticamente a la ciudadanía global? Además de haber ganado, tanto en la disputa con el socialismo como en la rivalidad con los valores de Oriente, ¿puede Occidente considerarse vector de democratización del planeta? La Caída del Muro de Berlín alimentó esa creencia; después -como afirma Amin Maalouf, ir de guerra en guerra se ha convertido para los EEUU más en un sistema de gobierno que en un recurso excepcional. 

No somos ingenuos. Los norteamericanos han entendido que la supremacía de su nación está permanentemente amenazada, que proliferan elementos que le son profundamente hostiles y a los que no conviene dejar sueltos, o que la emergencia económica de algunas naciones no puede ser contemplada con pasividad. Ahora bien, que el modelo duro de poder que emplean los USA en sus relaciones internacionales tenga una lógica no resuelve la cuestión central: después de un tiempo en que Occidente soñaba con haber "convencido" al mundo de que su modelo era el mejor, ahora vuelven a ser la violencia y el sometimiento los argumentos principales.   

¿Y si después de todo los árabes, objeto principal de la aspereza política norteamericana, no merecieran otra cosa? Ya conocemos esta especie: el mundo árabe no ha sido capaz de abrazar la ilustración y el progreso porque el islam y la política son inseparables. Aquí Maalouf es tajante frente a ese prejuicio tan extendido: todas las religiones predican una concordia en la que no creen en profundidad, su germen es la intolerancia. Tan pronto como encontramos en el Corán, la Biblia o el Evangelio un mensaje de paz, nos topamos de morros con otro que empuja a la guerra. No es Mahoma quien determinó que el mundo árabe se estancara en el teocentrismo, como no está en los apóstoles el origen de la secularización de los pueblos europeos. El dogmatismo árabe causa el encadenamiento de cientos de millones de mujeres a una comunidad identitaria y opresiva. Pero tampoco ayuda -dice Maalouf- que los países receptores de inmigrantes árabes prefieran la fragmentación multiculturalista y el gueto en vez de inclinar a los recién llegados a asumir la doble pertenencia. 

¿Choque de civilizaciones? Deberíamos sospechar de tales planteamientos maximalistas en un momento dominado por la hibridación. En realidad siempre fue así, las identidades se constituyeron lentamente, siempre fueron movedizas e impuras, aunque siempre hubo quien se esforzó en negarlo, quien nos recordaba insistentemente que el destino irremediable de las culturas era no encontrarse. Podemos entonces conformarnos con creer en "tribus planetarias" permanentemente enfrentadas, o podemos, como propone Maalouf, creer en una humanidad dispuesta a compartir algunos valores de diálogo básicos sin dejar de reconocer y apreciar la diversidad. 

Lo que no ofrece duda toda medida con la que un gobierno intente solucionar en profundidad un problema serio topará con problemas geopolíticos, ecológicos o económicos que están fuera de su alcance. Y sin embargo no hay más remedio que solucionar esos problemas si queremos ir a algún sitio y no al desastre. Desde el reagan-thatcherismo se nos ha intentado convencer de que la supuesta mano invisible del mercado lo solucionaría todo, pero hoy -cuando el juego de prestidigitación de los agentes financieros escapa más que nunca al poder de las instituciones estatales- sabemos que la prosperidad del mercado genera desigualdades brutales y es insostenible para el medio natural. 

¿Un gobierno mundial? Yo diría más bien que una ciudadanía mundial. Y, en todo caso, antes que hablar de un gobierno para el planeta globalizado, habríamos de deliberar sobre qué tipo de gobierno global queremos. Es aquí donde, para Maalouf, es vital la perspectiva de la cultura. Estamos ante el verdadero gran desafío del siglo XXI: otorgar a la cultura y la enseñanza un lugar prioritario. Sólo tendremos una verdadera democracia en la medida en que no seamos presas fáciles de los propagandistas:

"El siglo XXI se salvará por la cultura o naufragará". 

Quienes como Trump y sus ideólogos alientan los prejuicios para hacernos creer que nuestros enemigos son las otras culturas, las naciones y religiones diferentes, debemos acertar a extender la mirada para entender que los verdaderos enemigos amenazan al conjunto de la humanidad: el cáncer y otras enfermedades, el envejecimiento, la ignorancia, el hambre, la relegación de la mujer, la explotación infantil, el cambio climático... Necesitamos otro New Deal, con propósitos similares al de Franklin D. Roosvelt, pero mucho más ambicioso, porque su alcance debe ser universal. Ese plan debe diseñar nuevas reglas para establecer las relaciones entre las comunidades, lo cual habrá de servir para atajar los terribles desajustes a los que se enfrenta el planeta.  

Saturday, July 07, 2018

EL MUNDO DESAJUSTADO DE AMIN MAALOUF (I)

"Buff, ¡los árabes!", he oído ese suspiro escéptico más de una vez cuando aparece el tema. O más crudo y explícito: "Donde hay moros hay problemas". Se diría que el tema árabe no tiene solución, que el Islam es un ciclópeo proyecto histórico de civilización que ha fracasado y que, incapaz de adaptarse a la modernidad, arrastra con sus rigideces y su inoperancia a cientos de millones de habitantes de este planeta. 

Regreso, como tantas otras veces, a Amin Maalouf, de quien leí hace ya años El desajuste del mundo. Cuando nuestras civilizaciones se agotan. Publicado en los primeros tiempos de la Recesión, es anterior a la Primavera Árabe, quizá por eso me ha resultado especialmente útil su revisión. Hay otro motivo, Maalouf es un libanés que ha vivido la mayor parte de su vida en Francia. Esta perspectiva mestiza de la cuestión Oriente-Occidente, si es que tenemos derecho a plantearla en esos términos, le otorga una visión que no debemos desaprovechar, sobre todo si se trata de un tipo tan inteligente y bienientencionado como el autor de León el Africano y tantas otras obras maestras de la novela y el ensayo. 

Explica Maalouf que los árabes viven cada vez más hundidos en un pozo de rencor, rencor hacia Occidente y hacia otros pueblos, pero rencor, sobre todo, hacia sí mismos. La actual hegemonía cultural del radicalismo religioso o, lo que viene a ser lo mismo, el desplazamiento de la controversia ideológica izquierda-derecha hacia la cuestión identitaria, es para el autor un fenómeno catastrófico, un auténtico fracaso de civilización. 

¿Por qué la hostilidad hacia Occidente? Casos como el de las dos guerras de Irak propician interpretaciones perfectamente opuestas: la democracia no puede prender entre los árabes para unos y, según los otros, el impulso de extender la democracia por parte de EEUU es un infame caso de hipocresía. Maalouf afirma que las dos visiones son igualmente verdaderas y falsas. 

El pecado secular de las potencias europeas no ha sido el de querer imponer sus valores al resto del mundo, sino precisamente lo contrario: el haber renunciado continuamente a respetar sus propios valores en sus relaciones con los pueblos dominados.

Seamos sensatos, la ocupación norteamericana de Irak ha desencadenado el caos en la relación entre las comunidades locales, pero tampoco es justificable que en sectores nada cándidos se llame "mártires" o "héroes" a descerebrados que lanzan una bomba en un mercado repleto de mujeres y niños de una comunidad árabe rival. De lo primero tiene la culpa una potencia occidental, de lo segundo no. 

No siempre el mundo árabo-islámico se resignó a la impotencia. En sus distintas ciclos históricos, el nacionalismo árabe tiene un papel significativo. Algo como lo que logró Ataturk en Turquía, es decir, construir una nación para el pueblo otomano, intentó el egipcio Nasser con los pueblos árabes. La emergencia de esta figura despertó las ilusiones de muchos que llevaban tiempo soñando con una única nación árabe. 

Conviene salir de la amnesia. Nada se habla entre nosotros de aquellas primeras décadas del siglo XX en que los grandes países árabes vivían en medio de una considerable efervescencia cultural y democrática. Nada podía hacer previsible la recaída en regímenes autoritarios en Egipto, Siria, Irak o Irán, aparte de, por supuesto, Turquía o Líbano. El balance no permite, sin embargo, pensar en el nasserismo como una edad de oro. No consiguió modernizar la estructura institucional egipcia, no sacó al país del subdesarrollo ni logró unir a los distintos países. Nasser consumó su fracaso con la derrota militar de la Guerra de los Seis Días. Y, sin embargo, lo que los árabes recuerdan de aquella época es que fueron protagonistas de su propia historia y tuvieron un líder. Los palestinos, por ejemplo, llegaron a ver en el triunfo del proyecto nasseriano la única esperanza sólida de vencer la dominación israelí. No es extraño que la derrota militar de Nasser haya pasado a la historia como uno de los mayores traumas de los palestinos, de los egipcios y del resto de los árabes. 

Nada ha vuelto a ser lo mismo. Los árabes tienden a detestar un mundo en el que sólo se sienten humillados e impotentes, y es en cierto modo un auto-odio, el sentimiento del propio fracaso. Todo lo que ha venido después de Nasser ha sido frustrante. Amparados en el poder petrolífero y en colisión con los intereses norteamericanos, algunos como el libio Gadafi o el iraquí Sadam trataron de capturar en su favor la herencia panarabista nasseriana. Pero no funcionó. Tampoco había tenido éxito el barnizado leninista que se extendió entre muchos líderes o intelectuales árabes cuando se intensificaron las relaciones con el bloque soviético.

Una de las grandes lecciones del siglo que acaba de concluir es que las ideologías pasan y las religiones permanecen. En varias épocas de la Historia pareció que prevalecían otras solidaridades más nuevas, más "modernas": la clase, la nación. Pero, hasta ahora, la religión ha tenido siempre la última palabra.