Friday, March 11, 2011







...DONDE CRECEN
LAS CRUCES DE HIERRO.




1. La cruz de hierro (1977), siempre termino regresando a esta película, pero creo que sólo ahora sé la razón. No es una obra maestra sino, en todo caso, eso a lo que suelen llamar un film "de culto". Algunos de sus recursos estilísticos, que tanta polémica crearon en su momento hasta el punto de hacerle ganar a Peckinpah el sobrenombre de "Sam el Sangriento", dan a pensar que el film no ha terminado de envejecer de la manera deseable, acaso por esa un tanto efectista espectacularización de la violencia por la que la gente la recuerda. En cualquier caso tiene momentos sublimes y, sobre todo, el coraje de acudir en medio de un paisaje tan muscular como el bélico a algunos de los temas más básicos y universales que preocupan al ser humano desde siempre, hasta el punto de dotar al relato de perfiles shakesperianos.


La acción transcurre en la Península de Crimea, claustrofóbico foco de intensísima actividad militar en aquellos meses en que empezaba a barruntarse la derrota de Hitler. Ante la irreversibilidad de la invasión soviética, la tropa se ha replegado a posiciones defensivas. El bunker donde nos encontramos a los protagonistas, todos ellos soldados del Reich, parece haberse convertido en la cocina del infierno, sometida a un bombardeo inmisericorde por parte del ejército de Stalin.





El Capitán Stransky es un tipo sin escrúpulos, capaz de cualquier felonía con tal de no volver a casa sin la máxima distinción honorífica del ejército alemán desde tiempos del Kaiser: la Cruz de Hierro. Así, afirma haber encabezado un ataque suicida sobre las posiciones enemigas en el que no llegó a participar, intentando con ello convertir un acto de cobardía digno de un consejo de guerra en uno de heroísmo merecedor de los máximos honores. Es en realidad el Sargento Steiner quien ha encabezado la operación. Definido -con una mezcla de inquietud y respeto- por los altos oficiales como un "mito" entre la tropa, Steiner (un impagable James Coburn) es el tipo al que encargan las faenas más osadas y desagradables, aunque como en el caso que refiero, son otros los que terminan atribuyéndose los méritos.




En los insuperables últimos minutos del film, con el ejército diezmado y las posiciones nazis al borde de la rendición, Steiner, pese a encontrarse cargado de razones para matar a Stransky, decide entregarle un arma y le reta a salir del bunker a campo abierto en medio del infernal fuego enemigo. El diálogo consiguiente ha quedado en mi memoria:


-"Acepto el desafío, Steiner", contesta el Capitán Stransky. "Ahora le enseñaré cómo combate un aristócrata prusiano."

-"... Y yo ahora le enseñaré dónde crecen las cruces de hierro", contesta el Sargento.




2. A veces, cuando escucho a un político atribuirse conquistas en el terreno educativo, me acuerdo de esa escena. Les cuento un secreto. En una ocasión vino al Instituto recién inaugurado nada menos que el ilustrísimo President de la Generalitat. La entonces directora del IES se puso muy mona y nos convocó para que siguiéramos escrupulosamente el protocolo de la visita y no sucediera nada que nos hiciera quedar mal ante el aristocrático Stransky, que nos honraba con su visita. Recuerdo que se me pasó por la cabeza por qué cojones había que "quedar bien" con Stransky-Camps, pues yo, que soy algo infelizote, siempre he pensado que eso de pelotear a los jerifaltes es cosa de sistemas autoritarios y que en democracia a uno los derechos le dan la opción de ser descortés y hasta insolente con ellos si le da la gana. Pero bueno, allá estábamos -cual pueblerinos de Bienvenido Mr Marshall- reunidos con motivo de tan trascendente acto.


Resulta que en aquel momento teníamos un alumno al que los profesores apodábamos Chan Kai Chen. Ustedes no pueden imaginar cómo era Chan Kai Chen y lo edificante que para la autoestima de un profesor resulta intentar dar una clase de matemáticas en un aula donde te encuentras personajes como aquél. A una profesora le explicaron que el Honorable Stransky pasaría por su aula a las 10, hora en la que justamente ella estaría impartiéndole clase al grupo de Chan Kai Chen.


-"Quizá no lo habéis pensado, pero éste es capaz de cualquier cosa", comentó la profesora.

-"Tranquila", le contestó con gran sentido de la profesionalidad la Directora, "... a Adolfo..."(nombre auténtico del interfecto) " te lo saco del aula yo para que no lo vea Camps".






Estalló una carcajada general entre el traumatizado grupo de profesores: era la primera vez que un miembro del claustro iba a recibir la gracia de no tener que aguantar a Chan Kai Chen en su aula. Podía amenazar, agredir, insultar, tirarse por el suelo gritando "soy una araña, soy una araña", pero fue la visita del Honorable lo que la afortunada le permitiría librarse de Chan Kai Chen durante un ratito.





Se me pasó por la cabeza en aquel momento una maldad. ¿Por qué sacarle del aula justamente entonces? ¿No hubiera sido mejor, si los políticos quieren informarse realmente de lo que sucede en los establecimientos educativos, que ayudáramos a Camps a conocer cuál es la verdadera situación de nuestras aulas? Unos minutos antes de descubrir la placa inaugural del Centro hubiera podido conocer a Chan Kai Chen, quien acaso hubiera exhibido ante aquel tipo atildado su repertorio habitual de actitudes indecentes y simiescas.


Adivinen lo que, al modo de Virgilio guiando al Dante por los infiernos, le hubiera dicho yo al entrar en el aula:

-"Pase, Honorable, le enseñaré dónde crecen las cruces de hierro"

4 comments:

Anonymous said...

Sam Peckinpah y James Coburn. Sr. Montesinos. Fiuuu.

Aún recuerdo cuando en el ‘Cine Martín’ de Bétera vi por primera vez ‘Grupo salvaje’, de Peckinpah. De ahí viene todo o casi todo. Desde luego de ahí viene Quentin Tarantino. Como usted dice, la “efectista espectacularización de la violencia” era algo que por entonces no conocíamos. Qué choque. Recuerdo la cámara lenta, esos momentos sublimes tan sangrientos.

Pero usted emplea ese film de Peckinpah para hablarnos de las circunstancias reales de la educación. Tiene toda la razón. ¿Por qué hay que maquillar el estado de un instituto cuando lo visita nuestro Honorable President? Hay que exhibir a los tipos atolondrados o desquiciados, como Chian Kai Chec. Vaya nombrecito: recuerdo que en mi infancia era el rival de Mao.

¿Exhibir a Chian Kai Chec, para qué? Para que Camps no se cuelgue medallas ni cruces de hierro. Y para que los héroes, como los tipos ariscos que interpretaba James Coburn, sean bien visibles. Aparte de ‘La cruz de hierro’, nunca olvidaré otras películas suyas: ‘Los siete magníficos’, ‘La gran evasión’, ‘¡Agáchate, maldito!’, ‘Pat Garrett and Billy The Kid’.

¿Imagina a Francesc Camps protagonizando alguno de esos films?

Abrazos,
Justo Serna

David P.Montesinos said...

Mi abrazo recíproco, señor Serna. Las películas que nombra son formidables. Me gusta ese estilo de tío duro del cine, del que tenemos herederos actuales como Eastwood o Tommy Lee Jones -quiero pensar que también Russell Crowe-. A Camps me lo imagino en La cruz de hierro, pero haciendo de Stransky, nunca de Stainer.

He sabido que está preparando un nuevo ensayo. Me intriga, vaya que sí.

Tobías said...

Algunos directores que impresionaron en los setenta tienen hoy muy escasa fortuna crítica. Hay que reconocer que no fue la mejor década del cine: el zoom, los ralentíes, los ángulos imposibles y toda una serie de recursos efectistas que rompían con una cierta sencillez clásica han acabado arrojando grandes éxitos de ese tiempo al olvido o al desprestigio. En cierto modo Peckimpah no escapa a ese espíritu que gustaba más de la suciedad y el desaliño que del acabado impecable. Por eso hizo películas tan imperfectas como poderosas, con frecuencia amputadas de manera inmisericorde por las productoras pero aún así siempre acaba desbordando el sentido originario y el enorme talento del director. No creo que la violencia paroxística de sus películas haya perdido todo significado; en Peckimpah el caos y la brutalidad en la que parece regodearse a cámara lenta están cargados de sentido ético. No son añadidos superficiales, es la forma en la que expresa con mayor coherencia el horror y la inutilidad de la guerra.

Recuerdo que veía esas escenas en las que Steiner arrastra al repugnante oficial que interpreta Maximilian Schell (el abogado de los jerarcas nazis en “Vencedores o vencidos”) como un extraño añadido poco coherente después de que la patrulla haya sido eliminada por el fuego amigo. Ambos parecen moverse en un escenario alucinatorio frente a un enemigo difuso que nunca acaba de materializarse.

Los individuos ante los que intentamos colgarnos cruces de hierro son bastante más visibles pero igual de tenaces que el Ejército Rojo. El otro día me ocurrió algo parecido a lo que dices: vino el inspector al instituto, últimamente aparece con frecuencia para revisar por aquí y por allá, entra en las clases o exhibe su figura trajeada por la escalera principal del recinto mientras los alumnos abren paso intuyendo que se trata de alguien de importancia. Es curioso porque habitualmente un profesor tiene que hacer uso del machete para abrirse paso entre una densa humanidad que, en el mejor de los casos, no te da un empellón cuando intentas ganar la puerta del aula. Una vez entró en mi clase mientras yo explicaba un tema de geografía tiza en mano; avisé a los alumnos de ese Tercero (algunos de ellos semejantes al tal Chang Kai Chef) que hicieran el esfuerzo, por nuestra casi afianzada confianza, de aparentar que atendían. Me hicieron caso y tienen mi agradecimiento eterno (aprobé a casi todos) pero debí entregarle la tiza al señor inspector y que explicara él mismo a esos muchachos el significado de la deslocalización industrial o los problemas del comercio minorista.
Estoy convencido de que hubiera perdido toda su imponente humanidad que exhibe orgulloso sabiendo que otros se comen las balas rusas.

David P.Montesinos said...

No estoy tan seguro de que sea la de los setenta una mala época para el cine. Yo diría que es más bien una época experimental, uno de esos momentos en los que se investiga sobre nuevos modelos de expresión, no tanto por simple tentación de originalidad como por la necesidad de reaccionar ante la evidencia que los anteriores códigos cinematográficos han perdido el poder vertebrador que tuvieron. Por decirlo en el sentido de los expertos en lenguaje cinematográfico como Gubern, el modo institucionalizado del relato clásico de Hollywood había dejado de "decir la verdad" y era preciso buscar otras formas, lo cual explica esa multiplicidad un tanto irritante de códigos. Es una reacción ante la desorientación y la incertidumbre, y tiene mucho de estrambótico, pero también resulta fascinante. Sucede tal cosa en esos años con el cine de acción, el policiaco, incluso el drama, aunque acaso el ejemplo donde mejor se advierte es el del llamado "cine erótico".

Me explico. La proliferación de films realmente curiosos de temática sexual explícita genera una revolución estilística que hace incluso artísticamente interesante el género. Y sobre todo lo enriquece, le confiere una factura de autor y una libertad creativa absolutamente prometedora. Esta lógica fascinante queda arrollada cuando la industria se apodera de la escena, administra la famosa X y mediatiza definitivamente la mercancía, sometiéndola a unos parámetros a priori que convierten el cine erótico en el tedioso negocio tan previsible y administrado que es hoy en día.

Pues bien, esta lógica, con las matizaciones necesarias, es aplicable al cine en general. Y tengo la sospecha de que esa orgía estilística tan apasionante de los setenta tiene su principio del fin con Lucas y Spielberg, cuyos films estelares -nunca mejor dicho- serán los gurús que marquen el camino al contemporáneo cine de masas.

Disculpa el rollo, pero me lo ha sugerido tu reflexión sobre el cine de los setenta. Me gustaría recomendarte un par de obras esenciales: "El tragaluz del infinito", de Noel Burch, y "La imagen pornográfica", como no, de Román Gubern.