Tuesday, November 28, 2017

CAMBIO DE RITMO, POR ELOY PARDO




Este viernes, primer día del mes de diciembre, Eloy Pardo presenta su libro, "Cambio de ritmo". Vinculado durante décadas a la banca, Eloy podría muy bien haber acabado siendo uno de tantos ejecutivos podridos de dinero e infeliz para siempre. Pero un día se bajó del tren en marcha y abandonó los vagones donde viaja la opulencia. Volvió a la música, se negó a ser uno de tantos que dicen "Si yo hubiera...". Hay mucha inteligencia en este libro, que es bastante más que una autobiografía.
... Lo presentamos el viernes a las siete de la tarde en la librería "Ábacus", en el Pasaje de Juan de Austria en Valencia.
No te lo pierdas, habrá sorpresas.

Friday, November 24, 2017

LA PAELLA DE LORRAINE

Lorraine Pascale es una bella ex-modelo británica que presenta un programa en un canal de cocina. Acostumbra a preparar platos especialmente suculentos. Le da igual que los ingredientes de la receta sean ya de por sí sabrosos y contundentes, nunca encuentra motivos para no añadir una plasta más de nata, chocolate o alguna suerte de salsa especialmente densa. La fórmula es rotunda: cuanto más sabor, mejor. 

Dada la espigada línea de Lorraine, doy por hecho que jamás se come los platos que cocina. De ser así, podríamos sospechar que trama el plan secreto de exterminar a sus seguidores -seguro que millones en todo el planeta- embozándoles poco a poco las arterias con cantidades ingentes de colesterol. 

Recientemente Lorraine se superó a sí misma con una receta española: la paella. La propuesta es gloriosa. Empezó sofriendo unas gambas en una sartén y una ingeniosa mezcla de cebolla y chorizo en otra. Lo de la cebolla no lo explicó, la sofreís y punto. Lo del chorizo es "porque me encanta". No es una innovación, en su receta de paella ya lo incluyó Melanie Griffith, lo cual explica que Antonio Banderas se hartara de ella. Lorraine completó el pochado con un chorro de jerez. ¿Por qué? Porque ella lo vale. Añadió guisantes, que es una cosa que inexplicablemente le echan algunos a la paella, sospecho que porque odian a sus invitados. No contenta con toda esta sarta de atentados culinarios, propuso a su audiencia que mezclara arroz convencional con bashmati. Acojonante. Seguramente aquel día no tenía piña en la nevera, pues sin duda la habría añadido a la receta. Tampoco me consta que recomendara presentar el plato con ketchup o, por aquello de lo hispánico, con jamón de Trevélez. 

Sé que los valencianos nos ponemos algo pesados con eso de que "la paella no es arroz con cosas", pero, qué quieren, yo no aso unas cebollas, les añado mayonesa y lo vendo como una calçotada. Y si por una de esas se me ocurriera semejante atrocidad, no se me ocurriría salir en la tele para promocionarla.

La globalización tiene cosas buenas, no hay duda, pero también ofrece algunos peligros. Asocio la condición postmoderna, como la llamó Lyotard, con algunos conceptos que, convenientemente elaborados, son sumamente interesantes: el mestizaje, el eclecticismo, la intertextualidad, el pluralismo metodológico... En su versión empobrecida, lo postmoderno se convierte en pastiche, en posverdad, en simulacro, en new age, en kitsch y en Donald Trump. 

Les cuento algo. Hace muchos años transitaba camino de Madrid por la antigua Nacional 3 en un autobús de línea. Cada lugar, cada topónimo, cada elemento del paisaje ofrecía a mis ojos algún significado: una mujer amada en el pasado, la procedencia de mi familia materna, una batalla trascendente, un vino memorable. Delante de mí se sentaba una mujer extranjera que apenas se interesaba por mirar por la ventana o que, si llegaba a hacerlo, no mostraba sino una profunda indiferencia. En una parada compró una coca-cola y unos doritos. No tengo nada contra la coca-cola ni los doritos, salvo que me parecen productos particularmente pueriles.   

Los refrescos yanquis, el maíz frito, el reaggetón, las películas de hostias, las cadenas de fast-food, el pressing catch y tantas otras majaderías por el estilo constituyen un lenguaje global, un juego de signos perfectamente reconocibles para cualquier terrícola. Su mundialización no es consecuencia de una fusión de culturas, sino del colonialismo cultural. Responde a la necesidad de significantes fáciles en un mundo complejo y sobreinformado donde la diversidad de pautas singulares resulta inquietante. 

Lo que me resulta irritante de la paella de Lorraine no es sólo el instinto patriotero que me invade cuando una inglesa tonta cree que puede hacer lo que le salga de los ovarios y llamarle paella impunemente. Lo tremebundo es esta sensación de que vale todo, de que todo lo que era sólido -por servirme de la afortunada fórmula de Antonio Muñoz Molina- puede desplomarse sin más y podemos hacer lo que nos apetezca con los restos en función de si uno sale en la tele o es una celebridad. 

No soy nacionalista, lo he dicho muchas veces. Pero creo que los elementos que configuran las culturas son respetables en la medida en que tienen un espesor, forman parte -a veces durante cientos de años- de la vida de la gente, tienen vida y sentido, provienen de un contexto y se asocian a unos rituales cuya significación siempre se escapa en alguna medida al profano. 

Quizá me estoy poniendo demasiado fatalista, pero últimamente me asalta la impresión de que estamos fabricando un mundo donde todo está mercantilizado, todo es intercambiable, todo vale lo que pueda servir como entertainment y se pueda cambiar por dinero. Deben ser cosas de la edad, pero a veces me parece que hoy todo es de como de mentirijillas. 

Friday, November 17, 2017

POR QUÉ HAGO TAI CHI

Eran mis tiernos años universitarios, aquella mañana pregunté a un ilustre catedrático de Historia de la Filosofía por el pensamiento oriental. Su respuesta me dejó helado: "Verá usted, es que la filosofía oriental es tan despreciable...Yo estuve hace años en la India, guardo un recuerdo desagradable. Hacía mucho calor, olía muy mal, todo estaba lleno de miseria. Olvídese de los orientales, estudie a Platón y a Kant. En cuanto a ellos... qué quiere que le diga: esa filosofía tienen y así les va."

Fue la respuesta de un racista y, lo que es peor, de un bárbaro, y consiguió provocar en mí, al menos en aquel instante, el efecto contrario al pretendido. Debo reconocer no obstante que nunca he llegado a profundizar en la sabiduría asiática. 

Quizá el primer mito del que habríamos de desprendernos es que existe algo a lo que podamos llamar "filosofía oriental". En cualquier caso existe una fecunda tradición mística asociada al budismo o al hinduismo que pobló la biblioteca familiar cuando a mi padre le dio por hacer yoga. Entró también Lao-Tsé y algunos otros textos extremo-orientales del entorno el confucionismo, el sintoísmo o el zen. Conviene de otro lado no olvidar que la filosofía europea fundacional, la griega, fue fecundada en parte por la egipcia, de la que apenas sabemos. O Averroes, gran difusor del aristotelismo, pieza maestra del pensamiento andalusí. Podríamos incluso preguntarnos si pensadores judíos como Maimónides o Spinoza no son en cierta forma "orientales", por no hablar, obviamente, de Jesús de Nazaret, cuyas enseñanzas morales iluminan el pensamiento europeo desde sus raíces semíticas. Puestos a rizar el rizo, se me ocurre incluso que el pensador más célebre de la actualidad, el "alemán" Byung-Chul Han, es en realidad surcoreano. 

...Será una filosofía "despreciable", pero hay que reconocer que el pensamiento no occidental es como poco prolífico e influyente. 

Yo, como aquel profesor idiota y como cualquiera de ustedes -aunque sólo los expertos en filosofía lo sepamos-, soy platónico y kantiano. ¿Por qué entonces practico tai chi?

La nuestra es una civilización cartesiana o, si lo prefieren, "mentalista". Desde Platón hemos fragmentado nuestra experiencia en dos mitades: espíritu y materia, mundo verdadero y mundo aparente, alma y cuerpo, concepto y sensación...Yo soy platónico o cartesiano sin haberlo elegido. Desde que recuerdo me he enfrentado a la realidad desde la coraza de los conceptos. Siempre me sentí fuerte en la palabra, en la abstracción, en el intelecto. Creía tener un cuerpo, pero no lo habitaba. 

Un día me di cuenta de que mi yo vivía en una discordia que estaba empezando a matarme. Mi cuerpo se amotinó, se enfrentó a aquel ascetismo clerical que le relegaba a la insignificancia y decidió vengarse de mí, revelándose como un monstruo dispuesto a devorarme. 

Descubrí ante aquella amenaza presentada en forma de violentos ataques de ansiedad que sabía pensar pero no sabía respirar. Tampoco sabía dormir, ni comer, ni caminar... No olía, no saboreaba, no dialogaba con mi estómago ni con mis pulmones. Sabía poco de mi voz y apenas nada de mi piel o de mis dedos. 

Una noche entré por primera vez en una clase de tai chi. Fui acogido con una sonrisa generosa y cordial por el shifu (maestro) y por los demás miembros del grupo... Advertí que ejercitaban aquellas formas o figuras con una misteriosa belleza, como quien se deja poseer por una cadencia que lleva miles de años sobre el mundo. Esa ritualidad, esa fluidez, sólo llegan a cobrar todo su sentido desde principios tan ajenos a nuestra lógica como los del yin y el yang.

No sé mucho del tai chi, sé que admiro su prodigiosa lentitud, su plasticidad, su delicada fortaleza. Con él descubrí la enorme importancia, y también la dificultad, de coordinar los movimientos; supe que tenemos hemisferios y que la respiración gobierna del cosmos de forma imperceptible. El taiji quan -que es como debemos llamarlo- es la conversión de viejas artes marciales en una suerte de danza. Cada giro, cada mano extendida, cada mirada al frente o a los lados se integran en un plan general que sólo encontraremos si decidimos perseverar en su busca. 

Hay una sabiduría frágil y a la vez enérgica en el tai chi, es apacible y sereno, pero puede ser también tempestuoso. 

Tengo un cuerpo, o mejor, soy mi cuerpo. Es algo que supe de niño y olvidé después. Lo estoy recuperando, aunque ya no como niño. Quiero pensar que el tai chi me hace más sabio, más al menos que aquel catedrático que viajó a Asia y no entendió nada. Más que el cartesiano que seguramente sigo siendo.   

Saturday, November 11, 2017

"MIEDO Y DESEO", POR ALEJANDRO LILLO

Ando ya días a vueltas con la presentación del ensayo de Alejandro Lillo publicado por Siglo XXI, "Miedo y deseo. Una historia cultural de Drácula (1997)", celebrada el pasado jueves 9 en la magnífica librería Ramón Llull, sita en el Barrio del Carmen de Valencia. 

Durante el acto, la catedrática de Historia Contemporánea Isabel Burdiel, autora de la edición de Cátedra de "Frankenstein o el moderno Prometeo", de Mary Shelley, se preguntaba por qué el relato de Bram Stoker aterraba a los lectores de su tiempo y conmueve a los actuales. Burdiel recomienda a los historiadores hacer uso del material que nos proporcionan los relatos para capturar esos sentidos de la experiencia de los individuos que habitan en silencio los interlineados de la teorización historiográfica. Lo que nos revelan las cartas que se intercambian los personajes de "Drácula" -por qué eso es esta fascinante novela, una serie de yoes que relatan a otros el temor y la ansiedad que les despiertan sus más profundas contradicciones- son ficciones inventadas por un fabulador, pero indican verdades que puede aprovechar el investigador que sabe cómo interpretarlas. 

¿Tiene sentido lanzar hoy una pesquisa sobre el Príncipe de las Tinieblas, ese monstruo de aires góticos que tan lejano parece en estos tiempos líquidos? Nuestros miedos han mutado, hasta el punto de que casi nos suscita cierta ternura el Boyardo, en la medida en que su maldición consiste en resistirse a morir. Hoy todo parece destinado a la obsolescencia, programada o no, todo transita ante nosotros convertido en mercadería, cualquier tentación de crear algo digno de permanecer está destinada al fracaso. Casi desearíamos ser mordidos en el cuello y convertirnos en vampiros ante la perspectiva de ser uno más de tantos zombis que deambulan como una legión idiota de compradores compulsivos dispuestos a devorarlo todo, sin apenas dejar tras sus pasos nada que merezca ser conservado.

Nuestro gran terror es hoy la falta de tiempo y de espacio. Necesitamos un momento de receso para reflexionar y pensar en lo que nos pasa. Quizá sea eso lo más revolucionario, hacer agujeros en la cárcel de prisa y consumo que nos captura y contemplar con detenimiento. Si queremos entender lo que nos pasa -y ésta no es sólo labor de historiógrafos, pues se me antoja una cuestión de supervivencia para todos- necesitamos saber interpretar los mensajes que provienen del pasado. 

Lo he dicho otras veces, los últimos años del siglo XIX -y "Drácula se publica en 1897- son un momento crucial. Por maestros pensadores como Marx, Nietzsche y Freud sabemos que la Verdad es una construcción sobre la que debemos lanzar todo tipo de sospechas. Lo que sucede a los verdaderos héroes de la novela -que son antes Jonathan Harker, Mina o Lucy que los resueltos Seward o Van Helsing que lanzarán la cruzada contra el vampiro transilvano- es que son personajes en plena transformación. Lo son sin ellos saberlo, y lo son antes incluso de ser mordidos por el monstruo. Es una mutación histórica y todavía balbuceante en la que se está desplomando la imagen clásica del sujeto. Tras el paroxismo de los textos de Nietzsche se yergue la sombra de las terroríficas catástrofes que aguardan y que desangrarán el mundo durante la primera mitad del siglo siguiente hasta casi destruirlo. 

Compara Alejandro Lillo la ridícula autocomplacencia de los occidentales de aquel periodo con el caso del Titanic, esa maravilla de la tecnociencia que se declaraba insumergible. El monstruo que le envió a pique no era el hielo que sobresalía, sino sus oscuras profundidades. Aquello fue un aviso que no supimos escuchar. No quisimos enfrentarnos a nuestras vampiros internos, a nuestros deseos, a nuestras violencias... los mantuvimos entre tinieblas en forma de monstruo. Cuando ese monstruo se despertó ya era tarde. 

Como dije el jueves en Ramón Llull, debemos volver a leer el Drácula de Bram Stoker. Entonces entenderemos por qué conviene leer este "Miedo y deseo", de Alejandro Lillo.   

Friday, November 03, 2017

CLASES DE ISLAMISMO

El Govern Valenciano ofrecerá el próximo curso clases de religión islámica en aquellos Centros donde lo demanden seis o más alumnos. En un principio la propuesta parecía referirse a "zonas especiales", barrios con cifras muy altas de población musulmana. Con la cifra de mínimos que se nos ha dado ahora, entiendo que cualquier escuela o instituto público de una ciudad como Valencia tendrá en breve en plantilla un profesor enviado por la comunidad islámica. 

Hace un par de años, el Consell Escolar del IES Benlliure decidió no admitir a una alumna que se negaba a quitarse el hiyab en el aula, como le exigían los profesores en atención a las normas del Centro, las cuales prohíben entrar a clase con la cabeza cubierta con gorras, sombreros o pañuelos del tipo que fueran. No era difícil -al menos para mí, que conozco el percal educativo- entender que lo que estaba en juego en el asunto era algo más que el cuidado de la cortesía en el atuendo. Cuando la Vicepresidenta Oltra intervino en el asunto, obligando al Benlliure -y a todos los demás Centros- a aceptar el uso del hiyab en las aulas, lo que muchos sentimos es que acababa de desautorizarnos y erosionar la autonomía de la comunidad educativa. 

Lo que Oltra y sus muchos admiradores no son capaces de entender es que este asunto amenaza uno de los principios sustanciales de la normalidad democrática: la laicidad de las instituciones. El problema no es si uno puede cubrirse o no la cabeza en clase, sino si la religión es motivo suficiente para determinar las normas que establecen la convivencia. La fe en democracia afecta a la vida privada, es absolutamente respetable, y por eso uno de los principales artículos constitucionales alude a la libertad de conciencia. A mí no me molesta en lo más mínimo que una joven acuda con hiyab a clase, lo que no concibo es que sus razones para cubrir su cabeza valgan más que las de cualquier otra persona sólo por ser religiosas. De ello se infiere que el principio de que la religión es una cuestión privada salta por los aires. 

Un alumno podría cubrir su cabeza con un pañuelo en homenaje a un allegado asesinado por una banda de delincuentes, o con un sombrero mexicano en recuerdo de la patria a la que desea regresar... Da lo mismo, son motivos igualmente personales, no importa si las creencias que uno profesa son compartidas por nadie o por mil quinientos millones de personas, el principio de laicidad rige en todos los casos. Si vale cubrir la cabeza, vale para todos; si no vale, todos han de ir igualmente descubiertos... ¿Es tan difícil de entender?

No olvidé este asunto, pero decidí no graznar más sobre el mismo porque entiendo que parte esencial de la misión de un gobernante es evitar conflictos. Quizá la instrucción enviada por el Govern a los Centros era la más prudente, quise pensar. Pero con la última  decisión mi prudencia anterior me suena a ingenuidad. Es más: creo que confirma que la anterior tuvo más que ver con la corrección política y con la inconsistencia ideológica de algunos miembros del Govern que con la sensatez. 

Veamos. Quien defienda la medida argumentará -seguramente con buena fe- que los islámicos se hallan discriminados por el hecho de que sólo los católicos dan clases de Religión. Yo añadiría que lo están igualmente los judíos, los Testigos de Jehová o los animistas africanos. Pero los que sobre todo lo están, en mi opinión, son los no religiosos, que tienen que sufragar unas prácticas de catecismo que nada tienen que ver con ellos. Y eso si no hablamos de lo demencial de la Lomce, que equipara una asignatura doctrinal y confesional a cualquier otra materia de carácter científico.

Cuidado, no tengo ningún problema en aceptar las clases de cultura religiosa, que habrían de encontrar en las grandes religiones, y muy especialmente en el cristianismo, la base de la formación moral occidental, con un tratamiento también considerable del Islam. A nuestros jóvenes les falta cultura religiosa, no tengo duda, pero la asignatura no tendría un objetivo evangelizador, de manera que la impartiría un profesor no elegido por la Iglesia. Yo mismo me considero perfectamente capacitado para la empresa.

La situación no es la ideal, desde luego: acabar con la presencia de clases destinadas a la evangelización católica en la enseñanza pública me parece complicado. Pero lo que no entiendo es por qué, si ya tenemos un problema con los católicos, queremos tener otro más con los musulmanes. Se me ocurren algunas preguntas para el Conseller Marzà y la Vicepresidenta Oltra:

¿Se han preguntado por qué la jerarquía católica no ve con malos ojos la medida que piensan tomar? ¿No será que con ella están de alguna manera dándoles la razón en su guerra contra el laicismo?

¿Enviarán las congregaciones religiosas musulmanas a los profesores de islamismo como ya sucede con los de religión católica, pagados por todos pero seleccionados por los obispos?

¿Cuánto costará al erario público la medida? O mejor: ¿cuánto habremos de sumar por las clases de islam los no creyentes en nuestros impuestos a lo que ya pagamos -a la fuerza- por las clases de catolicismo?

¿Cuando seis alumnos Testigos de Jehová o seguidores de la Cienciología pidan un profesor que les imparta esa religión les dirán que no? ¿Con qué criterios?

Si aparecen seis alumnos que profesen la religión pastafari, ¿enviarán un especialista en dicha fe? Preciso: el pastafarismo cree en una deidad llamada "Monstruo del Espaguetti Volador"; cuenta con numerosos adeptos en los EEUU. Si un alumno pastafariano entrara en mi clase con una olla de espaguetis en la cabeza no tengan ninguna duda que le permitiría el acceso.

Mónica Oltra me aplaudiría por ello, ¿no?