Tuesday, September 26, 2006


LA PIOJOSA VENGADORA

Soy un resentido de las salas cinematográficas. Y el caso es que hay pocas cosas más gratificantes que entrar en una de esas salas oscuras donde huele mal o bien, pero de una manera tan reconocible, tan fácil de asociar a todo tipo de situaciones del pasado, que a uno le parece que se encienden todas las luces de los recovecos de la memoria. Renunciar a ir al cine es como dejar de ir a la playa, de beber vino o de besar con lengua, es como volver del médico cuando a uno le han dicho que tiene que dejar de fumar y hasta de follar sin condón, y sin embargo, son ya varios los enamorados del cine, o mejor, de ir al cine, que me reconocen haberse quitado.

Escenas como las que voy a relatarles me han ocurrido demasiadas veces como para no sentirme a punto de claudicar ante los bárbaros y limitarme a ver películas por la tele, que es más o menos lo mismo que fumarse un habano sin oler el humo. Emiten Alatriste en uno de tantos multicines de centro comercial. Mi pareja y yo elegimos un lugar tranquilo y centrado, dispuestos a presenciar un espectáculo que merezca la pena. Justo delante nuestro hay dos señoras de unos cuarenta que se cuentan su vida amorosa -lo sé porque no hablaban bajito- y no paran un sólo momento, hasta que, pasados veinte minutos de tregua en los que ponen a prueba mi paciencia, decido hacer uso de todo el tacto florentino del que soy capaz: "señoritas, disculpen, ¿pueden guardar silencio?". La frase significa en realidad "callad la sucia boca, par de guarras", pero una de ellas, acostumbrada sin duda al bestialismo del homer simpson que debe tener por marido, me mira con cierto respeto y decide guardar silencio. Con su amiga -guarra irreductible- no tengo éxito, sigue graznando el resto de la película. Bien, a la derecha se sientan dos ancianos. La mujer me ha hecho sentirme acompañado cuando, ante mi petición a las guarras, opta por ponerse de mi lado con un: "es que no callan esas dos". Tiene razón, el pequeño problema es que ella y su marido se pasaron la segunda mitad de la película explicándose uno a otro -cual críticos de la Turia- su valoración del film. Si Vigo Mortenssen le raja el cuello a un holandés: " qué bestia y qué asesino"; si Elena Anaya enseña las tetitas, entonces empieza el viejo: "hala, ja estan follant", a lo que la esposa contesta que los antiguos también "hacían el amor". La sensación de estar rodeados de enemigos como los Tercios de Flandes se completa cuando empieza la conversación un matrimonio de unos cincuenta años, sin duda impaciente por la extensión de la cinta. Hay un momento en que, hacia el final del film, hacemos esfuerzos denodados por seguir la acción mientras tres parejas en un radio de poquísimos metros parlotean a la vez como loros. Al salir, mi mujer confunde públicamente el día del espectador con el "día en que sueltan a todos los tontos a la vez", hipótesis que, por el gesto que diviso mientras las luces vuelven a encenderse, llena de indignación a la señora del matrimonio cincuentón.

La vida me ha tratado bien, no quiero parecer victimista, pero como espectador de cine tengo el cuerpo y el alma repleto de cicatrices. A un metro de mí, ha habido niñatos jugando a la play o pegando alaridos estremecedores, tipejos a los que les sonaba el móvil y contestaban contando al otro de qué iba la película... He aguantado a viejos que insultaban al malo y a viejas que me miraban con odio cuando había una escena de cama, como si yo fuera el guionista de la película... En una ocasión una pareja de descerebrados empezaron encendiéndose un cigarro, hablaron con varios amigos por el móvil y terminaron indignados porque no habían entendido la película. Llegué a pensar que era una broma de cámara oculta y me imaginé a todo el país riéndose al día siguiente viendo mi cara de asombro ante tanta miseria moral.

Nos están ganando. Es una batalla que estamos perdiendo ante los bárbaros, reconozcámoslo y asumamos, que probablemente, la retirada hacia los cuarteles de invierno del domicilio es una cobardía. Hay que tener mucho de héroe, no obstante, para obligar a la plebe en los lugares públicos a mantener la mínima compostura, pues vivimos un tiempo en que todo el mundo cree tener derecho a hacer lo que dé la real gana, desde mear en la calle hasta poner la radio del coche a tope de madrugada, sin que nadie tenga derecho a afearles la conducta. Por todo esto quiero homenajear a una heroína anónima.

Presencié incrédulo la situación hace unos meses en una sala del centro. Una vieja y sus dos jóvenes nietas, de unos veinte, muy monas, perfumadas y bien vestidas ellas, empezaron a cuchichear durante la película. Pedí a Dios que les lanzara un rayo, y por una vez, hizo caso a mis oraciones. Una mujer de aspecto algo inquietante que estaba unas filas más adelante se cambió de lugar y se sentó justo al lado de la vieja. Cada vez que la vieja decía algo, mi heroína pegaba su cabeza a la vieja y hacía el gesto de quitarse piojos y lanzárselos. Así se pasaron toda la película. "Uy, pero si me está tirando los piojos la loca ésta", dijo varias veces toda digna ante la evidente cobardía de sus nietas, silenciosas como serpientes y aliviadas porque la escenita les quedaba un poco más lejos. ¿Saben? Nunca recordaré qué película ví aquel día. Viví con verdadera felicidad aquella batalla de piojos y ello justifica la entrada más que si hubieran puesto Ciudadano Kane. Me sentí aliviado, con el honor a salvo gracias a la intervención de una justiciera. Como dice Umberto Eco, "nunca supe su nombre", pero aquella desconocida figura tiene ya la camiseta retirada en lo alto del panteón de mis heroes