Friday, February 25, 2011





EL MAHGREB

Dijo Kant hace más de doscientos años que liberarse de los mandarines no era tarea para niños, y que la modernidad es justamente el momento en que el hombre toma conciencia de que está obligado a luchar para dejar de vivir como un ser tutelado. Kant pensaba en la pervivencia del Antiguo Régimen, de toda esa retahíla de instituciones que legalizaban el dominio de unos seres humanos sobre otros. Libertad es una hermosa palabra, pero es sólo una palabra si no se traduce en un tejido legal que garantice su ejercicio. Conquistarla supondrá siempre luchar contra una inercia cuyas excusas se encuentran por todas partes: "es tan cómodo no estar emancipado", sigue advirtiéndonos el de Konigsberg.





Puede parecer irresponsable alborozarse por lo que está ocurriendo en el Mahgreb, una revolución social sin precedentes en la zona y que empieza a extenderse al resto del mundo árabe. Pero nadie dijo que la conquista de la democracia hubiera de salir barata. España, un país extremo y peninsular dentro de Europa, con una triste leyenda de alcaldadas, pronunciamientos con ruido de sables, persecuciones inquisitoriales y esclavitudes eternizadas, consiguió salir razonablemente airosa de su proceso de transición desde una dictadura horrenda, pero no le salió gratis, y hubo que derrotar por el camino a enemigos poderosos, empezando por el mismo miedo ancestral de muchos españoles educados en las escuelas del franquismo para la sumisión y la cobardía.



Libia, Egipto o Túnez nos están dando una lección, pero hay que saber hacerse cargo. Es razonable la inquietud. De momento, ya ha subido el precio del petróleo, consecuencia cíclicamente irremediable cada vez que en el mundo árabe hay convulsiones. El desorden en tierras vecinas -y hoy, en este mundo convertido en aldea global, también en páramos lejanos- debe sin duda preocuparnos. ¿Merece la pena echar a un dictador que en su retirada es capaz de dejarse por el camino a millares de opositores? ¿Arribarán a nuestras costas oleadas de fugitivos? ¿Aprovecharán los islamistas radicales el río revuelto para implantar un nuevo orden que regrese a las naciones árabes al Medioevo en vez de conducirlas a una deseable modernidad? ¿Qué puede ocurrir si dictaduras como la iraní descubren que Israel empieza a ser más vulnerable? ¿Y si son los halcones del sionismo los que reaccionan con furia ante el temor a ser atacados? Es ridículo ignorar a quienes, con sano espíritu crítico, se hacen estas preguntas. Pero, insisto, nunca se dijo que esto fuera fácil. Y nadie sabe a dónde puede ir a parar una convulsión tan difícilmente previsible como ésta.








Y sin embargo, dudo mucho que la solución sea dejarse acogotar por el miedo. La actitud de las naciones occidentales parece justificar la impresión de que Occidente vive instalada en la parálisis moral. Acaso sea su propia lucha histórica -esa sobre la que escribía el viejo Kant mientras vigilaba a la distancia los sucesos de Francia con una mezcla de ilusión e inquietud- la que está inspirando a los ciudadanos árabes que se manifiestan en las plazas de El Cairo o Trípoli. Acaso sea la tradición de lucha por los derechos civiles que vivimos desde los años sesenta la que ilumina a los jóvenes que exigen una vida sin sátrapas corrompidos por el oro del petróleo, pero también sin fanáticos religiosos que creen que el orden se restablecerá cuando se imponga la sharia.

No se puede titubear a la hora de apoyar el bando que pelea por la libertad y la justicia. El ciudadano libio que ahora mismo sale a las calles para hacer frente a los pocos adeptos que aún le quedan al canalla de Trípoli debe ser un ejemplo para todos nosotros. No pretendo salir a la calle para poner bombas en ningún sitio. Bastante hemos sufrido ya por estos lares el ansia de destrucción de los nacionalistas radicales, los revolucionarios iluminados o los coroneles golpistas. Pero creo que deberíamos aprender de quienes desde el Mahgreb y Oriente Medio han decidido no someterse al juego del terror. Aquí, ahora mismo, vivimos acobardados por gobernantes populistas, políticos corruptos y gigantes financieros que nos amenazan día tras día con recortarnos hasta el alma.

No sé qué es lo que debemos hacer ahora mismo para mejorar nuestras vidas, pero al menos, puedo sentirme cerca de quienes han hecho saltar en pedazos esa vieja leyenda -tan racista, tan reaccionaria- que asegura que el mundo árabe y la democracia son incompatibles. No sé qué va a ocurrir. Pero esto ha sido así siempre que las comunidades humanas han peleado por librarse de las tiranías. Está en la letra de los himnos de las autocomplacientes naciones europeas; déjenme pensar que algo como lo que ha forjado el relato de nuestras libertades está pasando ahora mismo en el Mahgreb. Imaginemos un mundo árabe con mezquitas pero sin burkas ni Ahmadineyads. Es natural tener miedo, pero no consintamos que el miedo nos convierta en unos miserables.

Dijo Omar Khayyam, uno de los mayores sabios de han existido: "No te ilusiones con tu riqueza y tu belleza: aquélla puedes perderla en una noche, ésta en una fiebre".

Permítanme otra cita, a modo de conclusión, tómenla como aviso para todos los Huntington y compañía que creen que las naciones pobres del mundo no tienen remedio y que el Islam jamás dejará que los árabes salgan de la Edad Media... "No critiques a tus enemigos, que a lo mejor aprenden".




Es de Juan Goytisolo, claro. Salam Alaykum.











Friday, February 18, 2011






QUE TE PEGO, LECHE.






Como cualquiera de ustedes, he tenido profesores admirables, otros menos admirables, y he tenido, también, algunos que eran unos perfectos fascistas. Maestros adictos al Régimen como el que aparecía hace unas cuantas temporadas en Cuéntame los he conocido, vaya que sí. Pero no se acabaron con el óbito del Caudillo, en todo caso transformaron ligeramente sus actitudes, pero no su fondo sustancial, que seguía siendo refractario a los aires nuevos de la democracia.


Lo recordaré toda la vida. Escuchaba la radio una mañana. Alguien explicaba las razones por las cuales el Ministro Boyer había determinado la expropiación de Rumasa, el holding cuyas oscuras maniobras económicas ponían en serio riesgo el equilibrio financiero del país. Al llegar a clase, el profesor de Lengua, a la sazón "hombre fuerte" para los curas propietarios del Centro y al que apodábamos el Masca (básicamente por ser "el más, capullo, más cabrito, más cabrón"...), nos lanzó una soflama contra lo que consideraba un proceso de nacionalización marxista de empresas privadas por parte del Gobierno socialista, un proceso que supuestamente no había hecho sino empezar y que nos iba a conducir a una dictadura de corte soviético.

Como mi predisposición a la insolencia viene de antiguo, se me ocurrió levantar la mano para afirmar con gran sentido de la inoportunidad que "el señor Ruiz Mateos iba a hundir el país".
-"¿Qué sabrás tú de lo que hablas?", contestó con evidente desprecio el Masca.









Seguramente moriré sin llegar a una conclusión definitiva sobre si el primer gobierno socialista que tuvo la democracia española fue realmente una buena cosa, pero si hay algo que tengo claro es que Felipe González no fue nunca un comunista ni tenía ningún interés -como entonces amenazaba la derecha- por nacionalizar bancos ni promulgar leyes de hierro contra los beneficios empresariales. Y si no tengo dudas respecto a González, mucho menos las tengo respecto a Miguel Boyer. Rumasa se cerró porque la obligación de los gobiernos es velar por la limpieza en las operaciones económicas y por la fiabilidad del sistema. Ruiz-Mateos fue finalmente exculpado por los tribunales de los delitos de falsedad y estafa, es cierto, pero siempre quedó claro, como así consta en todas las crónicas del largo y tortuoso proceso judicial, que la expropiación fue constitucional y que hubo falseamientos de cuentas y enormes impagos a la Seguridad Social y a la Hacienda Pública. Claro, era aquel pobre adolescente y no el Masca quien hablaba de lo que no sabía.


Ya sabemos lo demás, todos esos incidentes que tiñeron el asunto de considerable comicidad y que forman parte de la historia política contemporánea del país, el cual, como sucede con otros asuntos como el 23-F, parece condenado a sobrevivir en la memoria con sabor a estrambote. Hay que reconocerle audacia e inventiva al personaje, por ejemplo cuando agredió ante las cámaras al ministro al grito de "¡que te pego, leche!". O cuando se disfrazó de Superman para denunciar públicamente la conspiración a la que estaba siendo sometido. O cuando su hija -que al parecer trató con ello de reconciliarse con su padre, con el que se había peleado- arrojó una tarta sobre Isabel Preysler.


No es sorprendente que acabara metiéndose en política o presidiendo un club de fútbol, órdenes de la vida donde antes o después se sienten tentados a entrar los mayores desaprensivos de este país. No deja de tener su gracia que pusiera a su señora esposa -doña Teresa- a presidir al Rayo Vallecano. O que anunciara chocolates insinuando que seducía a la mediática esposa de Boyer. Pero el episodio más rocambolesco fue probablemente el de su aventura política.






"Para que te escuchen ahí dentro", ese era el eslogan de campaña del Partido del Trabajo y el Empleo, Agrupación Ruiz-Mateos. Un amigo, supuestamente izquierdista radical, proclamó orgulloso su decisión de votarle: "Piensa en lo que nos vamos a divertir con un payaso en el Congreso de los Diputados", explicó. Nos habríamos reído mucho, sí, pero se me ocurre pensar en el circo en que se ha convertido en Italia la política, con un parlamento nacional dominado por un payaso, y no estoy nada seguro de que una similar ceremonia de la confusión sea lo que aquí necesitamos hoy.





Puede que el personaje no estuviera muy en sus cabales, pero con su tenaz estrategia de denuncia de su supuesta persecución consiguió, cuanto menos, volver un poquito loca a mucha gente. Mi abuela, devota católica y falangista, llegó una mañana a casa exigiendo a mi madre que participaran juntas en una colecta para que don José María pudiera recomprar la empresa que los rojos le habían robado. Las razones de mi abuela eran similares a las de muchos españoles que "creyeron" a Ruiz-Mateos: "Alguien que tiene quince hijos es porque nunca ha utilizado nada, no como las parejas de ahora, que son todos unos viciosos". Mi abuela pensaba que eso que hacemos tanto últimamente de no convertir a nuestras esposas en conejas era propio de viciosos. Qué cosas pasan, como decía Gila.
¿Fue realmente víctima de una persecución por su condición de numerario del Opus Dei?




De entrada, deberíamos acordarnos de que en más de una ocasión la jerarquía del Opus fue asociada a la trama conspirativa que supuestamente quería hundir a Ruiz-Mateos. Si aún entonces jugáramos con la hipótesis de que es el Opus o, en todo caso, la ideología ultracatólica lo que de verdad se atacó en el 82, habríamos de aplicar un razonamiento similar respecto al monumental lío en que se ha vuelto a meter el insigne, es decir, que si su supuesto enemigo actual, el banquero Botín, ha decidido dejar de fiarle no es porque haya llegado a la conclusión que Nueva Rumasa es el nombre de un gigantesco timo, sino porque le caen mal los miembros de la Obra del Santo Escrivá de Balaguer, una fobia que yo, la verdad, jamás hubiera imaginado en don Emilio. En cuanto al gobierno socialista, seguro que forma parte de su persecución al ultracatólico empresario el haber insistido en avisar una y otra vez a los posibles inversores de que la Comisión Nacional del Mercado de Valores no garantizaba las acciones de la empresa

Se me ocurren algunas conclusiones.

La primera es que una vez más comprobamos que la peor delincuencia, la más maliciosa y más dañina para el conjunto de la sociedad es la que se comete desde los salones de alta alcurnia y con el guante blanco. A todos nos molesta que venga un yonqui a sacarnos la navaja para robarnos siete euros, pero ni todos los rateros de España juntos son capaces de lesionar tanto los intereses de la comunidad como toda esta sarta de estafadores, especuladores y corruptos que se pasean por el laberinto de los elegidos, a veces de rodillas y cargando una cruz de cofrades. Por cierto, dudo mucho que uno solo de los miembros de la gran familia de don José María, todos sin duda devotos inmaculados, pensara otra cosa de Jesús si se cruzaran con él por la calle que era un hippie asqueroso.

La segunda, y directamente vinculada con la anterior, es que en este país la educación económica de la gente está todavía en preescolar. Por increíble que parezca, hay una afinidad ideológica en la confianza depositada por los inversores sobre Nueva Rumasa. Para mucha gente, la condición inicial de no invertir por debajo de cincuenta mil euros -ahorros de toda la vida para algunos- es una señal de distinción a cuya tentación no pueden resistirse. Es un poco como si esa gran familia que aparecía en los anuncios les abriese las puertas de su casa para formar parte de sus cumpleaños infantiles y sus cocidos viudos de Cuaresma. Eso sí, al contrario que mi abuela, que quería participar en aquella colecta de los ochenta, a estos les movía por encima de todo la codicia. Confiaron en Ruiz-Mateos, sí, pero confiaron porque necesitaban creer que alguien que les prometía duros a cuatro pesetas no era un estafador, que es lo que suele ser el que te ofrece un interés del diez por ciento en un momento en que los bancos no llegan ni al dos. Así es el capitalismo, les avisó el Estado de que era un capital de alto riesgo, pero decidieron que aquello era pura envidia de los rojos hacia el prócer; en conclusión, van a perder su dinero. No me entristeceré ni un segundo por estas personas. Lo realmente lamentable son los miles y miles de puestos de trabajo que están en peligro por culpa de una gestión irresponsable.






Me viene a la cabeza una imagen, no demasiado lejana en el tiempo. Yo pasaba plácidamente la mañana en una playa. De pronto, el ruido de una avioneta. Llevaba atada a la cola el típico cartel publicitario: tras la abejita dichosa, una frase entre signos de admiración: "Felipe, ríndete". Me recordaba a una de mis imágenes cinematográficas preferidas, esa en que la Bruja del país de Oz amenaza a la protagonista dibujando con humo negro una frase en el cielo que surca montada sobre su escoba: "Dorothy, surrender".

Así es todo en el País de Oz del capitalismo especulativo: brujas fanfarronas, magos que anuncian a grandes voces unos poderes que no tienen y crédulos que les siguen. Todos van a ir al infierno.


















Friday, February 11, 2011







CINE ESPAÑOL





En un cine medio vacío asisto una tarde a la proyección de Balada triste de trompeta, un film que recoge como mínimo la misma cantidad de excesos y contradicciones que de indiscutibles hallazgos. Hay momentos verdaderamente geniales, de esos en los que, por la vía de lo desmesurado, los personajes alcanzan las cumbres del valor y la gloria después de haberse arrastrado por las simas de la inmundicia. Todo es muy valle-inclanesco, como uno de esos guisos de pueblo, donde se le echa al perol tanto de una cosa y de su contraria que uno sabe que, al menos, la experiencia gastronómica va a dejar trazas considerables en su memoria y en su estómago. No termino de comulgar con la poética de Alex de la Iglesia: a veces me resulta irritante, creo que cuando se le descontrola la vena gamberrista, y otras veces parece a un paso de deslumbrarme... Siempre a un paso, pero para acabar desmoronándose toda su credibilidad en el momento crucial.




En cualquier caso no es esto lo que quería contarles, ni tampoco apostar sobre si se llevará cuatro o seis estatuillas de los Goya, cosa que importa bien poquito. En aquel cine, al acabar la película, escuché a dos jóvenes despotricar con verdadera ira sobre el film. Uno gritó varias veces "¡Vaya mierda de película!" Tras repetirlo, aumentó en mí la sensación de que -no sé por qué- los airados imberbes nos echaban la culpa de todo a los dos o tres adultos que habían compartido con ellos el visionado del film, acaso porque no parecíamos nada dispuestos a quemar el cine ni a llenar de escupitajos la pantalla de la sala. Y aumentó, sobre todo, con el siguiente grito encolerizado, un a modo de amenaza de uno de los mozalbetes sobre la grata experiencia de aquella tarde: "¡No vuelvo a ver una película española en mi vida!"

Interesante, vaya que sí. Esto es como si una mujer me pone los cuernos y yo decido por ello no volver a tratar con mujeres en mi vida, puesto que "son todas unas putas". O como si leo el primer examen y ya decido que todos merecen el suspenso. O como si un francés no me devuelve el saludo y ya decido que por tierras galas son todos un poquito descorteses...

Es caracterísitico de mentes poco formadas establecer generalizaciones inadecuadas. Me apena porque, por mi condición profesional, asisto con demasiada frecuencia a situaciones en las que me convenzo entristecido de que en algunas cuestiones la batalla por educar a las jóvenes generaciones está perdida. Ésta, sí, es también una generalización igualmente peligrosa. Pero es que temo que el abusivo prejuicio que hacia el cine local manifestaba el airado está profundamente instalado en la sociedad española, y por cierto no sólo entre los jóvenes.





Es sorprendente que la consideración exterior de nuestro cine no dé ni mucho menos como para bajarnos la autoestima. Será por Almodóvar, me dirán. Puede ser, pero antes de Almodóvar hubo oscars para Garci y para Trueba. Entiendo que a personas que han formateado sus cabezas viendo eso que se llama "cine de acción" -películas de digestión rápida, efectos deslumbrantes y abundante ensalada de terremotos, músculos y tías superbuenas que reparten hostias como panes- les resulte estomagante una película como "Pa negre", de Agustín de Villaronga.



Lo lamento, lo lamento de veras, pero no queda otra que pelear. No se trata de promover el cine nacional por espíritu patriótico ni ninguna tontada de esas que, en el fondo, suena mucho a consigna futbolística. Se trata más bien de enseñar a la gente que los gustos se educan; que cuando algo nos parece "lento" es porque, a lo mejor, nos han inculcado tanto la velocidad que no hemos aprendido a disfrutar de los silencios y las pausas; que no entendemos que el cincuenta por cien de un gran actor es su voz -no la voz doblada, desde luego-; que nada es más conmovedor que aquello que habla sobre personas que se parecen a nosotros...
En fin, no creo que vea por la tele la gran fiesta del cine español, léase Premios Goya, pero sí he visto sus películas. Las de este año, pero también las de otros tiempos, algunos remotos. Ojalá alguno de mis alumnos llegue a entender por qué nos influyó tanto el cine de Berlanga, por qué amamos tanto a Buñuel o a Fernán-Gómez, o por qué cada vez que vemos los sucesos de un telediario nos acordamos de Muerte de un ciclista o de Atraco a las tres.

Saturday, February 05, 2011












LA TRAICIÓN








1. Quienes cometen la imprudencia de declararse incondicionalmente adeptos a alguna causa viven obsesionados con un concepto: la traición.


De traidores está repleta la historia de la literatura desde Judas, santo patrón de todos ellos. Así, desde que alguien se atrevió a delatar nada menos que al Señor, cualquier infamia de ese jaez parece difícilmente superable, máxime cuando el pago fueron treinta monedas, que ya hay que ser cutre. Parece justo pues, cuando se quiere vituperar a alguien, decirle que es "un judas". Sin embargo, pocos parecen acordarse que, atacado terriblemente por el peor de los enemigos que puede tener un hombre, su conciencia, Iscariote termina ahorcándose. Este sacrificio, visto como una especie de caricatura del de la crucifixión del Maestro, del cual sería su prolegómeno irrisorio, es sin embargo la prueba de que Judas no era un desalmado, y de que, como sucede con frecuencia, es el más amado de nuestros hermanos aquél que está más cerca de vendernos al Sanedrín... Por treinta monedas.








No es preciso, claro, buscar ilustres traidores en la ficción. Decía Maquiavelo que cualquier vicio humano le parecía excusable, excepto la traición: "el traidor debe quemarse para siempre en los infiernos", afirmaba con evidente repugnancia moral. Creo que aquello fue una exhibición de debilidad del pensador italiano, un tipo tan endiabladamente listo como cínico, y que viene iluminando el camino de muchos de los mayores hijos de perra que han deambulado por los derroteros del poder, en especial el poder político. En realidad, puestos a ser pragmáticos y a considerar los escrúpulos un lastre inútil -como don Niccolo reclama al Príncipe-, creo que hubiera sido más coherente excusar también al traicionero, quien a fin de cuentas no hace otra cosa con su deserción que buscarse la vida de la forma más provechosa que Dios le da a entender.





Me vienen a la cabeza también personajes como el Mariscal Petain. Podemos suponer que el artífice de la Francia de Vichy debió pensar que su país, invadido por Hitler, tendría un pelín menos de glamour pero mejoraría considerablemente su atildada repostería con el strudel de manzana. Podría referirme también a nuestra tan cacareada identidad nacional española, la cual tiene a su judas legendario en la figura del Conde Don Julián, quien supuestamente nos vendió a las hordas musulmanas que llegaban de África porque el pichabrava de Don Rodrigo había mancillado el honor del Conde a través de su hija. Llamándose ésta Florinda la Cava, y teniendo en cuenta lo buen mozo que -según los cronistas visigóticos- era Don Rodrigo, no me sorprendería que la joven se hubiera dejado llevar un poquito. Juan Goytisolo hubo de escribir una de las más decisivas novelas españolas del último medio siglo -Reivindicación del Conde don Julián- para cuestionar los efectos de esta leyenda. En suma: los traidores son el reverso de la moneda de aquellos héroes a los que las tribus erigen estatuas bajo el supuesto de que en algún momento histórico decisivo las han salvado de un mal terrible, un mal que acaso haya sido producido por el traidorzuelo de turno.









Yo, la verdad, desconfío bastante de la contundencia con la que los plebeyos reparten imputaciones de traición. Creo que mis reservas tienen algo de empacho biográfico. Yo, como todo quisqui, he sido acusado de traidor en más de una ocasión. No dudo que la deslealtad, entendida como la renuncia a cargar con las consecuencias del compromiso que uno establece, constituye un vicio execrable. Pero verán. A lo largo de mi vida he escuchado infinidad de veces cosas como las siguientes. Por ejemplo, que Serrat y Guillermina Motta fueron los "traidores a la Nova Cançó". La razón, adivínenlo, es que tuvieron la osadía de compatibilizar el castellano con el catalán en su obra musical, lo que a ojos de los puristas de la revolución, les ha deparado sin remedio un rincón en los infiernos.



Más: una vez, una licenciada en Filosofía me dijo que Aristóteles era el primer "traidor" en la historia del pensamiento. Como no me consta que le pusiera los cuernos a su mujer o que escurriera el bulto en alguna batallita contra los persas, sospecho que su traición consiste en haber sido el primero en mundanizar la filosofía, es decir, en haberse mostrado escéptico frente a ese hábito tan del gremio de buscar la Verdad entre démones y espíritus. ¡Qué traidor Aristóteles!, sí, hay que ver.







¿Otro? En aquellos tiempos, menos lejanos de lo que parecen, en que a uno le secuestraban si era varón durante un año de su vida para servir en el ejército, se reivindicaba la insumisión como medio para lograr la abolición de la mili. Yo simpatizaba con todos aquellos movimientos a los que debemos, en parte, que se acabara felizmente con una tan evidente violación de derechos básicos, sustanciada en aquellos meses atorrantes en que uno no obtenía otra enseñanza que la de la sumisión y el hastío. No obstante, busqué la salvación de mi alma por medios propios, consiguiendo con la inestimable ayuda familiar que un oculista firmara que tenía las dioptrías necesarias para que se me concediera la exclusión, seguramente porque si cogía un cetme podía terminar disparándole al coronel en la rabadilla. Otro amigo, gracias a aquella ley tan peculiar de la objeción de conciencia, optó por avenirse a una "prestación social sustitutoria" en un colegio donde sospechaba -acertadamente, por lo visto después- que a los curas les iba a interesar bien poco verlo estorbando por allí, de tal manera que pasó la mili plácidamente y sin mayores incordios. Ambos recibimos en algún momento la acusación de traidores a la causa de la desmilitarización, la paz, el desarme y hasta el amor libre por parte de un allegado, activista del Movimiento de Objetores de Conciencia y el Mili KK. Qué cosas.


Uno puede pasar a formar parte de la cáscara amarga simplemente por tomar la decisión de conducir decentemente su vida. El futbolista Fernando Torres, por ejemplo, acaba de ser nombrado insigne traidor en el Liverpool porque ha firmado con el Chelsea. Por lo visto, a los supporters de los reds se les ha olvidado que, para llegar a la ciudad de los Beatles, primero el español hubo de abandonar su club de origen, el Atléti, donde sospecho que tampoco disfrutaron mucho con la fuga de su estrella. Igualmente, Bob Dylan fue acusado de traicionar la pureza del folk al aparecer con una guitarra eléctrica en el festival de Newport. A Miguel Ríos le dedicaron una canción unos heavies -Desertores del rock, creo que se llamaba- por haber sucumbido en algún momento a la tentación de la canción melódica...


Puedo hablarles si quieren de los "revisionistas", esos pensadores cuyo espíritu burgués soterrado traicionaba a la clase proletaria al poner en duda las excelsas virtudes del comunismo soviético. Se me ocurre pensar en esos que abandonan un partido político más o menos radical porque se cansan de oír mensajes planos y de aceptar actitudes hipócritas. O de quienes deciden alejarse de sus compañeros de oración porque un día descubren que el dios al que adoraban era un fetiche de madera.







Se me ocurren dos reflexiones. Una es que muchas veces lo que alguien traiciona merece ser traicionado. No veo nada en la nova cançó, la ortodoxia marxista, la autoridad vaticana o la identidad hispánica que les haga merecedores de una lealtad eterna e inconmovible. Algunos de los peores crímenes de la humanidad los han cometido grupos y personas que se declararon incondicionales de una causa. Torquemada ajusticiaba a herejes y conversos, es decir, a traidores, y desarrolló estrategias de detección de infidelidades sumamente sofisticadas. Él y sus secuaces han pasado a la historia de la infamia y el crimen, pero nunca fueron unos traidores.




La segunda es que quienes llevan permanentemente en la boca la palabra "traición"acostumbran a ser personas profundamente intolerantes, seres temerosos del derecho a decidir de los demás. Abandonemos aquello que no merezca nuestra fidelidad, y sobre todo, abandonemoslos a ellos. Que se queden rumiando su rencor y solazándose por ser inconmoviblemente fieles a la causa.








2. EN LA MUERTE DE DANIEL BELL. Termino de leer su obituario en El País. Con él me ha pasado lo mismo que, hace un año, con Claude Levi-Strauss, que antes de lamentarme por perderlo, lo que se me ocurre es preguntar con cara de tonto: “¡Ah! Pero ¿es que este tío aún vivía?”. En realidad no frisaba los cien años como Levi-Strauss, sólo tenía noventa y dos, pero uno tiene la sensación de que, en realidad, ya lo había perdido hace mucho. Al contrario de lo que sucede con algunas celebridades –me vienen a la cabeza personajes tan dispares como Zygmunt Bauman, Clint Eastwood, Umberto Eco o Gabriel García Márquez- que han encontrado en la senectud algunas de sus mejores energías creativas, las obras que forjaron la leyenda de Daniel Bell como un autor de enorme influencia quedan ya muy lejos en el tiempo. Seguía tomando la palabra, es cierto, y jamás dijo tonterías, pero aquellos momentos en que fue capaz de ver con anticipación lo que nadie veía son de hace medio siglo. Quizá por eso –aparte de mi irrefrenable tendencia al despiste- yo ya lo daba por muerto.

Daniel Bell es un autor conservador, no tengo ninguna duda de ello por más que se declaraba “socialdemócrata en lo económico y liberal en lo político”. Lo que hay que preguntarse es por qué tanta gente valiosa, gente nada reaccionaria en muchos casos, se ha interesado por sus obras. Creo que el pensamiento conservador ganaría músculo intelectual, credibilidad y respeto si se nutriera de personajes como Bell, o si quieren, como Karl Popper. Mal síntoma es que las dos figuras más influyentes del pensamiento reaccionario en las dos últimas décadas hayan sido personajes tan poco seductores como Francis Fukuyama o Samuel Huntington.

Me atrevo a formular una hipótesis que lo explique. Partimos de la obviedad de que a partir de 1960, con “El fin de la ideología”, Bell acertó a diagnosticar las claves profundas del devenir de las sociedades contemporáneas, un paisaje sumamente complejo que empieza a configurarse tras la Segunda Guerra Mundial y que, justamente en la década de los sesenta, alcanzará su máximo vértigo transformador. Puede asaltarnos la sospecha de que anunciar el fin de las ideologías convierte a quien lo manifiesta en cómplice del mal que se diagnostica: la desideologización y la pérdida de referentes morales en la sociedad de masas. En realidad, si yo entiendo bien a Daniel Bell, lo que detecta en sus investigaciones, creo que con inquietud, es la evidencia de que en la sociedad de consumo los grandes entramados ideológicos –espirituales o no- estaban perdiendo su capacidad para sustentar el mapa moral de individuos y colectividades.

Es igualmente esencial la aparición en aquella obra del concepto de “sociedades postindustriales” (si hacemos caso a Deleuze y Guattari en “¿Qué es la filosofía?”, aceptaremos que pensar filosóficamente consiste en “crear conceptos”, es decir, no abandonarse a la pasividad de la reflexión contemplativa, sino abrirse a la aventura de fabricar ideas capaces de identificar experiencias que, sin ese esfuerzo nominativo, quedarían en el limbo de lo que no conocemos porque no sabemos nombrarlo). Este concepto nos permite designar la crisis, cuando no la clausura histórica, de un modelo de sociedad basado en la producción. Ese orden industrial y fordista muta decisivamente hace medio siglo. Disponemos de armas intelectuales para entender algo de lo que está pasando porque leemos a Lyotard, Baudrillard, Bauman, Beck o Sennett… Pero antes tuvimos a Bell.

Creo no obstante que si hay una obra que genera una incesante invitación a la relectura y el debate es “Las contradicciones culturales del capitalismo” (1973). “Mi” Daniel Bell es ese autor conservador que reacciona irritado frente a algunos de los supuestos excesos libertarios y hedonistas que culminaron en el Mayo Francés, pero que tiene la lucidez suficiente para advertir que la crisis de las sociedades postindustriales encuentra explicación en el devenir histórico del capitalismo.

Siempre hubo “modernismo”, dice Bell. Siempre tuvimos Rimbauds y Baudelaires, Nietzsches y Kierkegaards, siempre supimos de pintores surrealistas y de bohemios que impugnaban los valores constitutivos de la sociedad burguesa. Estas corrientes, a las que Bell designa “cultura antagónica”, fueron en todo momento minoritarias por definición. ¿Por qué dejaron de serlo en los sesenta? ¿Por qué los hippies, los partidarios del amor libre, el rock o los alucinógenos parecen extender en aquel tiempo sus valores al resto de la sociedad? Bell no simpatiza con tales corrientes, a las que acusa de instalarse en la contradicción de una cultura de la protesta que, en realidad, encubre la conformidad con los valores del consumo.

No es la destrucción de la clase burguesa ni la liberación de la vida cotidiana lo que, por más que lo creyeran, estaban celebrando los jóvenes occidentales en aquella supuesta gran orgía de los años sesenta. Es más bien el triunfo del capitalismo de consumo, o lo que es lo mismo, la destrucción de los valores morales que sustentaron el desarrollo de las sociedades industriales. Bell –y en esto la huella de Max Weber es indeleble- explica que, en el pasado, las claves de funcionamiento de la maquinaria social propia de las naciones industrializadas se apoyaba en unas bases espirituales enormemente sólidas: el esfuerzo, la recompensa diferida, la contención de los deseos, los principios del protestantismo, en suma… La promoción del Yo será la piedra angular desde la que se vendrá abajo tan poderoso entramado. Proclamada antaño por la tradición antagónica –por ejemplo en el Romanticismo- encuentra, no obstante, en la invención del sistema crediticio y después en la publicidad, es decir, en la dinámica interna de la economía capitalista, su verdadera condición de posibilidad. El hedonismo y la sustitución de la cultura del esfuerzo por la de la satisfacción de los deseos no es en suma un producto de los movimientos contraculturales de los años sesenta: es el capitalismo quien en realidad, por su propia inclinación a encontrar nuevos espacios de rentabilidad, el que ha propiciado su propia crisis.

He aquí, siempre según Bell, la gran contradicción del capitalismo actual: no dispone de un sólido mapa moral como el que tuvo en el pasado para sustentar espiritualmente a los sujetos en él implicados. En aquel texto tan brillante, la respuesta que Bell se atreve a vislumbrar ante tan inquietante diagnóstico resulta decepcionante a más no poder:

“¿Qué nos mantiene aferrados a la realidad, si nuestro sistema secular de significados resulta ser una ilusión? Me arriesgaré a dar una respuesta anticuada: el retorno de la sociedad occidental a alguna concepción de la religión”

Decepcionante, sí, pero lo importante ya estaba dicho. Leamos de nuevo a Daniel Bell, aunque sea con la excusa de su muerte, ya que la derecha hace tiempo que deriva por otros derroteros.