Monday, August 30, 2010










BONITO
Aparte del título de una canción especialmente tontorrona, Bonito es aquello que impresiona favorablemente nuestra sensibilidad, aquel objeto -aunque a veces se califique de bonitas o feas ciertas acciones o realidades abstractas- que deja una traza estética placentera y asociada al buen gusto. Se dice de las mujeres bellas que son "bonitas", un poco como se dice de un gato persa o de un sofá vintage; pero también escuchamos en las retransmisiones futbolísticas que un gol ha sido bonito, que tal jugada fue "preciosa", que la entrada ha sido muy fea, que a la lesión se le ve una pinta muy fea, que tras el gol encajado el partido se le está poniendo muy feo a tal equipo...

Es obvio que el contexto de uso del concepto en cuestión tiende a escamparse sin control, de tal manera que podemos verlo trasladado en forma de metáfora delirante a contextos muy alejados de la Estética, como cuando una compañera de trabajo dijo un viernes, tras su última hora de docencia semanal -por cierto en 1ºC, que es un curso lleno de niños que le hacen a uno admirador de Herodes-, la siguiente frase: "¡Qué momento más bonito!" ... Agarró el portalón, nos regaló un adiós que sonaba a "que os den" y se marchó a un hotel tropical, a comer al bar de Paco con su marido, a emborracharse, a tumbarse en un sofá a ver telecinco... ¿qué más da? La cuestión era desaparecer, que es para lo que se inventaron los fines de semana y los permisos penitenciarios. También recuerdo el caso de una psicóloga experta en intervenir en conflictos escolares. Tenía que afrontar un caso entre dos chicas que se hacían mutuamente la vida imposible: "me está saliendo una mediación preciosa", dijo en medio del proceso. Desconozco si las chicas dejaron de asestarse manguzás por los pasillos, pero ella salió del asunto convencida de haber completado una obra de arte digna de Rembrandt.






No creo que este asilvestramiento general del concepto sea muy del agrado de los genuinos especialistas en Estética. Ellos no sólo creen que la noción de Belleza tiene una significación mucho más reducida y concreta de lo que se ha hecho común en la calle, sino que ni siquiera aceptan que su especialidad académica, el hecho artístico, pueda -como se suele pensar- reducirse a ella. Es más, diríase que, para un esteta, crítico de arte o especialista en cualquier faceta artística, casi que lo más vulgar, socorrido y, por tanto, desacreditado, de una obra es decir de ella que es "bonita". Son otros valores los que determinan que los trajes de Balenciaga hayan pasado a la historia de la moda o que los murales de Basquiat sean hoy considerados páginas gloriosas de la vanguardia contemporánea. En realidad, se trata de un concepto subsidiario y al que otorgamos carácter "natural", cuando resulta de una complejísima elaboración socio-histórica. Así, la música de Beethoven fue considerada un espanto cacofónico por los estetas de su tiempo, un tiempo que, evidentemente, no estaba preparado para entender su... ¿belleza? Mujeres que hoy se autofustigan absurdamente por considerarse gordas habrían sido el summum de la atracción hace cuarenta años. En la última década, por ejemplo, hemos sido estéticamente adiestrados para considerar "bellos" ciertos objetos decorativos, peinados o ropajes cuya inspiración proviene de las décadas de los setenta y los ochenta, que justamente habían venido siendo consideradas el paradigma de la horterez y el mal gusto.








Decimos pues de algo que es hermoso como si manejarámos un intemporal absoluto, o como si -en el extremo contrario, e igualmente equivocados- fuera una cuestión de gusto, que es algo personal e intrasferible que supuestamente nadie tiene derecho a cuestionar. Como si fuera puramente "subjetivo" eso de que la gente pague millonadas por un bolso Louis Vuitton o que la gente pobre parezca más fea que la rica. Me viene, por aquella memez tan recurrente de que sobre gustos nada hay escrito -yo creo que de nada se ha escrito tanto como sobre eso-, la frase de aquel personaje de Apocalypse Now dedicado a exterminar a todo lo que se pusiera por delante en el Vietnam: "Me gusta el olor del napalm al amanecer: ¡Huele a victoria!". Cuestión de gustos, claro.



A mí, por ejemplo, si me preguntaran por qué me gustan tanto las películas de John Ford o las pinturas de Velázquez me costaría decir que me parecen "bonitas". Igualmente, me costaría decir que Lauren Bacall me erotiza tanto en Un sueño eterno por ser una chica mona; en todo caso eso -lo de que es muy mona- lo diría de Shakira, por eso Shakira me erotiza menos que Bacall, que es por cierto una vieja como Helen Mirren, que también me erotiza bastante, o como Nathalie Wood, que para colmo está muerta. Si dijera de alguien o de algo que es "bonito" lo que en realidad estaría dando a entender es que quedaría bien colgado de la nevera. Y ya se sabe que algo se cuelga de la nevera un par de semanas antes de ir a la basura, pues lo que simplemente es bonito suele tener un recorrido más bien corto en nuestras vidas: en cuanto nos acostumbramos a ello nos cansamos y dejamos de mirarlo. Es lo que pasa por ejemplo con las postales campestres, que las compras porque son "bonitas", las pones a la vista para que te den buen rollo en el desayuno o te recuerden a tal o cual sitio en el que estuviste y, finalmente, pasan a camuflarse en el paisaje de tu casa, con lo que de alguna manera ya están muertas. Por eso no me gustó Memorias de África, porque es una postal... ni tampoco me gusta Sara Carbonero, porque más que una mujer es, como lo diría, un postre.





En mi vida no acaba de tener prestigio el conceptito de marras. Seguí por tierras de cristianos y de sarracenos a una chica guapa durante años juveniles -ya saben que soy un poco gilipollicas-. De mí solía decir que "es que tú eres muy bonico". Lo siento, pero con algunas cosas de la vida no soy indulgente, y no soporto ni a los genocidas ni a los asesinos en serie ni a las chicas que dicen de alguien que es "bonico", un apelativo muy recurrente por el País Valenciano y que yo no supe interpretar en su momento en su verdadero significado... A saber: "me vienes muy bien como acompañante porque eres simpático y pagas las mirindas, pero no me liaría contigo así me deshollaran". No me la tiré nunca, claro.



Viene a cuento todo este anecdotario porque el verano me ha dado la oportunidad de encontrarme en remotas tierras con parajes de una belleza deslumbrante, una belleza que te golpea en la cara con la violencia de una tormenta de sal cuando regresas a tu casa y se te ocurre pensar en lo gris que es tu barrio, las aceras llenas de mierda de los perros, la sección de congelados del mercadona, las primarias del PSOE en los telediarios o la vuelta al trabajo y a los atascos de primera hora en el by pass.. Hay que ser un poco de hierro para no sucumbir a la nostalgia entonces.












Creo sin embargo estar razonablemente preparado para soportar esto, seguramente porque, en realidad, la belleza que experimentamos cuando somos turistas -y somos turistas, tengámoslo claro- me llega a parecer a veces una almendra vacía. Es como si los bosques, los ríos, los ciervos que deambulan por el prado o los barrios medievales donde bebiste el mejor vino de tu vida y un zíngaro tocó tu canción con su violín, fueran parte de un sueño del que uno despierta en cuanto un policía con bigote te pone las manos en los huevos al pasar por el control del aeropuerto. Es como soñar sabiendo que se sueña, lo cual le vuelve a uno un poco cínico, pero le hace menos vulnerable a la depresión y a la melancolía.


Un viejo amigo, al regreso de un año entero de vida en un antiguo palacio de Roma, me confesó que lo peor de la vuelta había sido percatarse con toda claridad de "lo fea que es Valencia". No dudo ni por un instante de la belleza de Roma, ciudad de la que uno puede enamorarse peligrosamente, desde luego, pero creo que si nuestra casa nos deprime no es por su fealdad, sino porque la vida que tenemos en ella no merece la pena. Uno puede llenar su hogar de muebles art-decó, pero si quien la habita no te quiere, entonces lo que crece entre las ridículas sillitas y los cuadros de ardillitas es una soledad espantosa.



"Me gustan las cosas bonitas". He escuchado muchas veces esta frase tan aparentemente tautológica y, sin embargo, tan cargada de sentido. No sé si recuerdan a Paul, uno de los protagonistas de Beautiful girls. Obsesinado por la belleza de las top models -que ya hay que ser merluzo- insistía en este monólogo en la imposibilidad de resistirse a la esperanza de ser amado por una de ellas, como si dicha esperanza fuera el secreto para hacer la vida soportable:



"¡Las top models son tías cojonudas , Willy¡ Una tía buena puede llegar a marearte,
a hacerte perder el sentido. Como si te hubieras bebido tres J.B con Coca Cola en ayunas. Ellas y solo ellas pueden hacer que sientas aquello tan simple y a la vez tan grandioso que es la sensación de sorprenderte permanentemenmte . Una promesa de un día mejor, esperanza y fé en la humanidad, confianza en el futuro...Esa especie de aura sólo puedes encontrarla en la mirada de una hermosa mujer, en su sonrisa, en su alma, y todo lo que ella haga o diga hará que la vida te parezca hermosa, hasta las cosas mas pequeñas tendrán su importancia. ¡Las mujeres hermosas son una caja de sorpresas ,Willy¡ ¡promesas de un mañana maravilloso, la esperanza que baila sensualmente sobre unos tacones de aguja ..."










Divertido, sí... y absolutamente equivocado, desde luego. Pero no es un problema solo masculino. Muchas mujeres que he conocido han necesitado rodearse de objetos supuestamente bellos para que sus vidas pudieran alcanzar algún tipo de luminosidad. No sé qué suerte de prosa acompaña sus días y sus noches, no sé que viscosidad cotidiana les empuja a detenerse en los escaparates de ciertas tiendas con la cara embobada delante de un bolso de Hermés. A mí, en esos momentos, me gusta más mirarlas a ellas, reflejado su cuerpo en el cristal de la tienda, mientras el segurata de Hermés me mira con cara de "no vas a poder pagar el fulard, imbécil, demasiado caro para ti."