Saturday, April 24, 2010







EL HIYAB DE ANTÍGONA

Asisto gracias a un compañero de Latín a la semana que la asociación Prosopon dedica anualmente en Sagunto al mundo clásico. Los alumnos de un Instituto de Valencia representan Antígona. No hay para mí tragedia como ésta, no hay trágico como Sófocles. El asunto de la joven musulmana que se ha empeñado contra viento y marea en acudir a clase con los hábitos que sus creencias prescriben para las mujeres me recuerda irremediablemente a la batalla que Antígona libra contra Creonte y, por extensión, contra Tebas. Antígona, ante la debilidad de su madre –Ismene- se ve obligada por las atávicas leyes religiosas, que ordenan enterrar con los correspondientes ritos a los muertos, a desobedecer las órdenes del Rey, que ha decretado la prohibición de inhumar a Polinices por traición a la ciudad. La ley de la polis se enfrenta aquí fatalmente a la ley de la familia, el orden público colisiona irremediablemente contra la ley de la familia, ese “oscuro rumor de lo doméstico”, como Hegel lo llamaba. Según este filósofo alemán, que dirigió su mirada con auténtica pasión hacia el momento fundacional de la civilización europea, en este fatal conflicto encontramos el desgarramiento que pondría en marcha la historia de la cultura occidental. La tensión entre la ley de los dioses y la de la ciudad atravesará ya para siempre la vida de las comunidades europeas. En cierto modo, no somos sino el producto de dicha dialéctica.

Eran alumnos de instituto, actores amateurs a los que a veces les temblaba la voz, pero yo salí del viejo teatro romano con la ilusión de haber admirado, una vez más, el coraje de Antígona y los lamentos del Coro.


No son muy distintos, aunque por fortuna menos trágicos, los motivos de la joven musulmana que se niega a quitarse el hiyab para entrar al aula en un instituto de Madrid, lo que le va a acarrear la expulsión y el convertirse en un símbolo, no se sabe muy bien si del fanatismo religioso o de lo contrario, por ejemplo la libertad de expresión. Deberíamos empezar por entender que Najwa ya no está en condiciones de cambiar de conducta, pues si ahora se quitara el hiyab, sentiría que está renunciando a su identidad e insultando a su Dios, pues se sometería con ello a lo que sin duda le parecen coacciones. Y solo faltaban por cierto los necios de la ultraderecha colocando pegatinas en el colegio de Najwa para terminar de enredar las cosas. Tampoco deja de llamarme la atención la contradicción de posiciones en la izquierda. La misma filosofía liberal y progresista es capaz de recabar firmas a favor de los derechos de Najwa en unos lugares, y de exigir la prohibición de todo este de prendas femeninas por considerarlas símbolos de la esclavitud de la mujer en el Islam.

No es difícil adivinar que los motivos de la joven marroquí para asistir a clase ataviada de esa manera son profundos y en ningún caso resultado del capricho, por más que sus dieciséis años no le den para mucho más que aquello de “voy como me da la gana”. Esa fue la respuesta a la pregunta de una profesora que le pidió, estoy seguro de que amablemente, que se quitara el pañuelo de la cabeza en el aula.

Si hay algo que conozco mejor que un aula, es una sesión de Consejo Escolar, espacio donde se reúnen profesores, padres, alumnos y hasta delegados políticos para debatir la gestión de la escuela. Y puedo imaginarme lo que sucedió en el instituto de Pozuelo el día en que resolvieron qué hacer con esta patata caliente que es el hiyab de Najwa. Dado que el Reglamento que rige la convivencia en el centro prohíbe, sospecho, el uso de sombreros, gorras o pañuelos, es decir, prendas que cubran la cabeza dentro del aula, lo que han decidido es hacer cumplir las normas que ellos mismos aprobaron. Sabían que se les iban a echar encima todo tipo de críticas y que obtendrían una indeseable repercusión mediática con esa decisión, pero estaban siendo coherentes. La grandeza de la ley está en que su aplicación ha de garantizarse incluso cuando la discreción o el puro cálculo estratégico hacen recomendable sortearla. Tiempo habrá de cambiar esa norma si así lo juzgan los miembros del Consejo, quienes no me cabe duda de que van a reflexionar mucho sobre Najwa, pero ese momento no es hoy, cuando el curso está a punto de acabarse. De otro lado, demasiada exigencia me parece la de que el Centro cambie sus normas cuando no hay una legislación que determine claramente qué hacer y qué no hacer con casos como éste. La conclusión es obvia: es al Estado español al que le compete clarificar estas cuestiones en la nueva ley de libertad religiosa.

¿Islamofobia? No lo creo, pero es facilón y tentador lanzar la acusación sobre quien no la merece. Y desde luego no faltan quienes aprovechan este tipo de situaciones para vender su quincalla ideológica. La ultraderecha, por ejemplo. La broma de algún humorista gráfico, que tras el 11-S cubrió con un burka a la Estatua de la Libertad –aquí sería la Virgen de los Desamparados-, traduce ese temor de muchos ciudadanos europeos, para los cuales el principio de libertad religiosa traduce la debilidad con que Occidente afronta el riesgo de una sutil invasión islamizadora.

Más sorprendente han resultado las declaraciones del portavoz episcopal, Martínez Camino, quien parece hacer causa común con los imames para defender los derechos de Najwa. Ha sido hábil, desde luego, pues, a pesar de que probablemente desprecia las prácticas de las “falsas religiones”, sabe muy bien que el auténtico enemigo de todas las teocracias es el laicismo, de manera que, por la grieta del derecho a exhibir signos religiosos, trata de colar el de volver a llenar de cruces las paredes de, por ejemplo, las escuelas públicas. No es el primer síntoma de unidad de intereses entre las jerarquías de los credos rivales: el episcopado lleva años no mostrando incomodidad alguna cuando, preguntados por el privilegio de que en escuelas públicas se impartan clases de adoctrinamiento católico, no ven con malos ojos que las minorías que profesan creencias como las islámicas puedan recibir a las mismas horas la enseñanza doctrinal correspondiente. Curiosa manera de entender la libertad religiosa: quienes libremente decidimos no profesar creencia religiosa alguna debemos sufragar económicamente la empresa de adoctrinamiento, llenando las escuelas de curas, imames y rabinos –¿y por qué no reverendos protestantes o lamas…?

Insisto, el enemigo es el laicismo, el cual es perversamente confundido a menudo con el ateísmo. Si el Estado español, como la mayoría de naciones que han sido lo suficientemente sensatas como para asumir los valores de la modernidad y la Ilustración, se declara laico, no es porque quiera poner trabas a la libertad de conciencia, sino porque, muy al contrario, lo que pretende es posibilitarla, evitando que los derechos al culto de los unos termine por imponerse a la fuerza sobre los otros.

Es muy burda la argumentación de Mtnez Camino cuando, al tratar de rebatir el principio de que la fe religiosa pertenece al marco privado, afirma que ello nos obligaría a recluir tras la puerta de las casas la exhibición de signos religiosos. Lo que en realidad significa “marco privado” en este caso es que el Estado es neutral ante la pluralidad de creencias, y que ninguna puede exigir privilegios sobre las otras ni invadir las instituciones públicas. Afirmar que desde el principio laicista llegamos a la prohibición de los signos es una simplificación ridícula: que mi aula no esté presidida por un crucifijo no significa que yo pueda prohibir a un alumno llevar una cruz colgada del cuello. Jamás lo haría, ni con una cruz ni con una Estrella de David, porque yo, al contrario que la gente como Martínez Camino, respeto el derecho a sostener creencias diferentes a las mías.

Una vez asumimos que la actitud de Najwa no es caprichosa y nos zafamos de interpretaciones oportunistas, la pregunta sigue planteada:¿qué hacer pues con el hiyab de las mujeres musulmanas? Lo primero es dirigir la mirada a los legisladores y exigirles que planteen de verdad las condiciones y los límites de la libertad religiosa con arreglo a los tiempos en que nos encontramos, lo cual, en mi opinión, debe empezar con romper de una vez por todas con el dichoso Concordato con el Estado Vaticano, que mantiene situaciones hoy en día inadmisibles de privilegio para el culto católico, el cual es ciertamente mayoritario en nuestro país, lo cual ni supone que los ciudadanos que no lo compartimos hayamos de sufragarlo, ni que goce de ventajas de las que carecen los demás credos.

Personalmente, yo me inclinaría por no aceptar la presencia de prendas que puedan cubrir la cabeza de los alumnos de una escuela o instituto. ¿Por qué? Precisamente porque creo que uno de los grandes logros de la civilización es el de imponer una observancia formal sobre las reglas de respeto en los espacios públicos, entendiendo por tales en este caso no las calles o los bares, sino lugares como escuelas, juzgados o ayuntamientos. Entiendo que esto pueda ser discutible respecto al caso de mi Antígona musulmana, pero tampoco acepto que mis alumnos entren con gorras o pañuelos de rapero al aula –repito, al aula, no al instituto-, y tienen el mismo derecho que Najwa y razones seguramente igual de sólidas. Discutible, de acuerdo, y sería bastante mas inflexible con el burka o el velo, por la sencilla razón de que quiero poder ver el rostro de mis alumnos. Imaginen que un alumno viniera a clase con un antifaz de Batman y, al solicitarle que se lo quitara, me dijera que sus creencias frikis le obligan a ir así por el mundo. ¿Tendría menos derecho que una joven árabe? ¿Quién decide qué cultos son serios y cuáles no? ¿Tenemos derecho a determinar qué intenciones que guían los actos de las personas son aceptables y cuáles no? ¿Estamos dispuestos a entender que la libertad debe ser estructurada o seguimos siendo tan pueriles que democracia significa hacer lo que me venga en gana?

En cualquier caso, legislar sobre un problema que es novedoso en nuestro país libraría a escuelas e institutos de asumir una iniciativa que, como ha sucedido en Pozuelo, los deja indefensos. Y puestos a reclamar leyes, creo que conviene prevenir contra una tentación peligrosísima y en la que ya han caído los franceses que, como Sarkozy -siempre tan oportuno en estos temas tan inflamables- creen poder prohibir a las mujeres llevar burka o niqab por la calle. Debemos entender que el tipo de espacio público que es la calle se diferencia completamente del que es una escuela o un tribunal de justicia, eso que a Mtnez Camino también le cuesta mucho distinguir. Es aquí donde la sospecha de soterrada islamofobia toma cuerpo, y me pregunto si a Sarko no se le ha ocurrido pensar que los tacones de aguja, los corsés, los hábitos de monja o las faldas son también signos de la opresión patriarcal sobre las mujeres.

Un tema complicado, ¿verdad? Siempre lo ha sido regular la convivencia, y lo va a ser más cada día. Por eso conviene evitar simplificaciones demagógicas y efectuar todas las distinciones oportunas. Y espero que Najwa vuelva cuanto antes a la escuela. Quizá así aprenda, algún día, que la historia de luchas que llevaron a que ahora podamos hablar de sus derechos no nacieron de la fe sino de la razón.

Saturday, April 17, 2010






CLÁSICOS


DOMINGO. El Madrid-Barça no es un clásico del fútbol, sino de la cultura. Supuestamente, la opción que uno toma entre los Beatles y los Rolling Stones, Pepsi y Coca Cola, Disney y el Manga o Angelina Jolie y Jennifer Anniston, determina nuestro perfil como consumidores, como ciudadanos y como habitantes del planeta. Se pretende que ser merengue o blaugrana lo conduzca a uno a similar encrucijada. Dado que desde siempre a soñé con ser un futbolista de fama, me suelo preguntar si el jugador que sale a la cancha para disputar un partido que va a ser visto –a veces con encendida pasión, como si se tratara de una cuestión de honor colectivo- por miles de millones de personas, es consciente de que en cada pase de riesgo que dé al portero, en cada momento en que no marque a tiempo por centímetros el fuera de juego, podrá estar lastimando la ilusión y la paz espiritual de medio planeta. Todo es de mentira, claro, la sociedad de consumo nos hace creer que la identidad puede tramarse en una elección de marca, y la hipnótica liturgia colectiva del estadio parece tan capacitada para convocar a los dioses como lo estuvieron en su tiempo los cánticos del sacerdote maya en lo alto de la pirámide. Todo es un simulacro, pero nuestra situación como espectadores no es muy distinta a la que se diseña desde los media para las noticias de política, las guerras o las catástrofes humanitarias.

El símil suena repugnante, sí, pero usted y yo compartimos la misma indefensión, el mismo estéril sentimiento de culpa cuando se nos informa de los atentados y el hambre, la misma viscosa sensación de impotencia ante la pantalla que nos satura de noticias terroríficas y después nos pone publicidad y a Belén Esteban En tiempos en los que se puede hacer turismo hasta por Auschwitz, y los programas del corazón son -no bromeo- los que sostienen los viejos hábitos del debate y la reflexión, el dramatismo del locutor en la retransmisión del clásico parece justificable.

LUNES. Gana el Barça. Nadie duda de que Laporta y Florentino son igualmente malos, pero ¿qué hombre con poder no habrá de serlo? En cuanto a los futbolistas, Cristiano Ronaldo consigue parecerse a los malos de Karate Kid: musculoso de gimnasio, prepotente, con cara de no poder divertirse acostándose con todas las mujeres que le atribuyen porque, como a todo Narciso, le es imposible disfrutar con nada que, como un espejo, no se limite a retratarle, a devolverle su imagen reduplicada...

Cristiano es una metáfora del ascenso social de la banalidad y la insignificancia. Autista y prepotente, incapaz de habitar valores éticos, su lógica es la del objeto, nacido para ser admirado. Su idea del esfuerzo es la de un gimnasio donde neuróticamente se reiteran una y mil veces los mismos ejercicios, el mismo ceremonial ascético. Cristiano, sin que nos demos cuenta, es la apoteosis del aburrimiento. No significa nada, no es un inmigrante árabe afirmándose en la metrópoli como Zidane ni un juguete roto salido de los suburbios como Maradona… Es una criatura del “florentinato”, el hombre que hipnotiza a quienes, inexplicablemente, le entregan una y otra vez el poder del club de fútbol más glorioso del mundo: Cristiano es pura mercancía fetichizada y de consumo fácil. El destino de ambos es conducir al madridismo hacia la catástrofe, pero sus adeptos creerán en Florentino, en su poder ilusionante hasta el último momento.

MARTES. Empiezo a intuir un trasfondo perverso en la omnipresencia de las autoridades eclesiásticas en los medios. Si yo fuera Papa –y debo decir que me seduce serlo- controlaría a mis empleados con mayor eficacia, no ya para que evitar que abusaran de niños, sino para que no se pasaran la vida diciendo toda la sarta de memeces que les hacen aparecer en los medios. Pero el juego es más profundo: dicen barrabasadas en las que no creen ni ellos mismos porque, en estos tiempos, cualquier incorrección, cualquier salida de tono contra los homosexuales, las mujeres o los condones te permite salir en las portadas de yahoo noticias o en los noticiarios más vistos, es decir, los del tipo “El hormiguero” o el de Wyoming. El abandono definitivo del espíritu renovador de apertura a la sociedad del Vaticano II ha quedado completamente olvidado porque ser bueno ya no es mercantilmente eficaz. Ya nadie con dos dedos de frente o sin alma de fanático es capaz de creer seriamente en autoridad moral de Roma. Ratzinger lo sabe, por eso su gente se las arregla para que olvidemos lo fundamental, que el atractivo de una institución empeñada en condenar todo aquello que hace que la vida resulte soportable es tanto como ninguno.

MIÉRCOLES. Cuando era crío llegó al colegio un extraño personaje. Era cura, había viajado como misionero por todo el mundo. Como el androide de Blade runner, podía decir a los demás curas de la Orden, un hatajo de cobardes que apenas salían de la sacristía a unas calles que les resultaban inhóspitas, aquello de “he visto cosas que no podéis imaginar”. Al llegar no nos hizo rezar, no intentó, como hacen todos los mediocres, ganar adeptos para la causa ni extender la buena imagen de la Iglesia, ni confesarnos, ni aburrirnos para que, como pretenden la mayoría de los funcionarios del Señor, aprendamos a detestar la vida tanto como ellos. “Voy a explicaros a Dios como nadie lo ha hecho nunca”. No recuerdo lo que dijo, pero salía del recinto y pasaba horas en el banco de un parque mirando pasar la vida. Un día me senté junto a él y le dije “no creo en Dios y además soy comunista, Padre”, y él sólo contestó que le gustaban las personas como yo. Y poco después volvió a África o a Hispanoamérica. ¿Dónde están hoy aquellos hombres que todavía creían en el poder del mensaje evangélico para cambiar el mundo? El proyecto de renovación de la Iglesia Católica, encarnado en la figura de Juan XXIII, ya es sólo un recuerdo del pasado, desgraciadamente.


JUEVES. El asunto Garzón me hace recordar lo dicho por Todorov, antiguo fugitivo del terror estalinista de Bulgaria, en relación al carácter imprescriptible de los Crímenes contra la Humanidad. La memoria histórica no es una banalidad ni el producto del resentimiento y la venganza, la amnesia es el principio del fracaso de todo sistema democrático. Pero la revisitación del pasado tiene un riesgo: puede sacar a luz la vergüenza de quienes, no participando activamente del horror, decidieron ignorarlo. Lo preocupante no es que vayan a destruir al Juez, lo preocupante es que no se entienda que las leyes de punto final contra las dictaduras y sus escuadrones de la muerte son el producto del chantaje. Por encima del chantaje local está el Derecho Internacional, eso es lo que parece que, en la judicatura española, solo Garzón está dispuesto a asumir. Esto seguirá siendo imposible mientras no se acepte, en un país donde aún campean estatuas a caballo de uno de los peores criminales del siglo XX, que el olvido decretado por las leyes no pone punto final al derecho de las víctimas.




VIERNES. Hablando de Todorov -en las horas de las exequias por Kaczinsky, presidente de Polonia-, tiene toda la razón cuando se queja por la indulgencia con que la intelligentsia francesa, empezando por Sartre, trató al horror estalinista. Cuando Solzhenitsyn vino a contarnos los horrores del Gulag, muchos intelectuales de izquierda le tomaron por un loco, un mentiroso o un agente de la CIA. Tiene razón Todorov, desde luego, el modelo totalitario de la Europa del Este es la continuación del horror de los campos y la deshumanización del fascismo, y es odioso que algunos, por una especie de fidelidad ideológica mal entendida –incluso hoy sucede algo así con el castrismo- optaran por descreer de quienes revelaban la tragedia. Pero hay algo en lo que se equivoca: Todorov ve en la herencia moral de la educación estalinista, por ejemplo entre sus compatriotas, los búlgaros, la causa de que hoy no haya manera de articular regímenes sanamente democráticos en la Europa del Este… La práctica masiva del tráfico de influencias, la cultura de la delación, toda esa suerte de miserias humanas en que se traman los regímenes totalitarios,ha instruido a los eslavos durante más de medio siglo en la iniquidad moral y la insolidaridad más desoladora, de acuerdo. Pero la Polonia de los gemelos Kaczinsky, como la Rusia de Putin, no es sólo un producto del estalinismo. Los gemelos provienen del mundo de Walesa -Solidarnosc y el neopapismo polaco-,y su euroescepticismo, su entrega incondicional a la política exterior de los USA o sus brotes ideológicos contra los homosexuales,no son fácilmente imputables al adoctrinamiento marxista. Todorov tiene la fe del huido o del converso, parece incapaz de encontrar cepas de infección en el capitalismo o la democracia representativa, que con tanto optimismo abrazaron en los países del Este con la caída de los regímenes comunistas. Creo que se debe seguir persiguiendo a los torturadores y convertir el Gulag y los demás campos del estalinismo en un símbolo, pero el pasado como excusa permanente para todo es un “abuso de la memoria”, por servirme de una fórmula del propio Todorov.

SÁBADO. Un fenómeno natural como el del volcán islandés habría resultado irrelevante en otros tiempos. Hoy, la extensión por Europa de la nube de cenizas, provoca un caos organizativo que no tiene precedentes desde la Segunda Guerra Mundial. Olvidamos que ahora mismo se levantan sobre el aire miles de aviones cada minuto, mientras que hace medio siglo, un vuelo era un acontecimiento casi excepcional. (Hace muchísimo, cuando mi padre cogía un avión, nos explicaba a mi hermano y a mí a qué miembros de la familia teníamos que dirigirnos si no regresaba). Un sistema perfectamente racionalizado, como el de la aviación, las redes informatizadas o los controles de seguridad alcanza en nuestro tiempo una capacidad productiva inimaginable en otros tiempos, es monstruosamente eficaz. Pero, paradójicamente, su potencia le hace al mismo tiempo terriblemente débil. Un simple imprevisto, como un hacker, un volcán que empieza a lanzar cenizas o un tipo con un cutter crean una turbulencia que termina por hacer colapsar todo el sistema. En otro tiempo, ello habría requerido decisiones individuales improvisadas y atrevidas, pero hoy, el sistema hace imposible tal cosa. Se acabaron los héroes, los aviones seguirán en tierra.

Se me ocurre una pregunta. Alguien me dijo que hay tantos aviones que si todos los que están en el aire hubieran de aterrizar no cabrían en los aeropuertos. ¿Dónde los guardarán si la nube de ceniza termina por neutralizar todo el tráfico aéreo en Europa?

Y una pequeña maldad: quizá este sábado por la mañana sea el más feliz en la vida de una joven pareja que cometió el error de comprar su casa –era más barata- al lado de un aeropuerto. Hoy no pasan aviones por encima del tejado ni tiemblan los muebles ni el ruido ensordecedor les recuerda a cada momento que el mundo es un lugar inhóspito y que vivir es un castigo; hoy miran al cielo cogidos de la mano mientras escuchan a los pájaros.

Friday, April 09, 2010










EL CASO GURTEL
LO DESCUBRÍ YO





1. Tuve en la facultad un compañero –San Pancracio- cuyos vínculos con los sectores más rancios del poder católico hedían a kilómetros. No es que estuviera especialmente bien relacionado o procediera de algún linaje largamente amancebado a la familia apostólica. Tampoco es que destacara especialmente por su carácter piadoso, pues aprobaba los exámenes lamiendo culos por los despachos y se pasaba los viernes recordándonos las guarradas que pensaba hacerle ese fin de semana a su novia, todo lo cual no recuerda demasiado a las prescripciones evangélicas… Claro que siempre he sospechado que ciertos tipos que se ofenden mucho cada vez que te metes con algún pit-bull arzobispal, o acusan de “perseguir” a la iglesia a quien discrepa de su visión del mundo, serían los últimos en darle de beber a Jesucristo si lo encontraran sediento por polvorientos caminos.


Pues bien, en una ocasión en que varios estudiantes platicábamos en el bar sobre la negrura del futuro profesional que nos esperaba, Sanpan –con una frialdad estremecedora- afirmó: “yo acabaré trabajando en alguna escuela del Opus Dei”, y se fue tan ufano y absolutamente convencido de sus propias palabras. Insisto, no tenía ningún padrino especial que hubiera de facilitar su ingreso en la Obra, Sanpan simplemente creía en sus propios méritos: estaba convencido de que sus habilidades como tiralevitas terminarían catapultándole al éxito.

Este dulce recuerdo juvenil me lleva en mis momentos más fatalistas respecto a la simpática especie sapiens a la conclusión de que hay dos tipos de hombres: los que, por cinismo o ingenuidad, reconocen ser unos corruptos, y los que se recatan más en hacerlo, sea por doble moral o por esa incapacidad –humana, demasiado humana- de advertir en el propio cuerpo la infección que con tanta preclaridad detectan en el ajeno. Claro que tampoco siempre me levanto de la cama dominado por la negrura del pesimismo. Por ejemplo, recuerdo a otra compañera, ésta de talante y aspecto radicalmente alejado del de Sanpan, que hizo suya una frase que repetía con una insistencia casi delirante, amén de con un tono de voz ciertamente histérico: “¡Todos somos unos hijos de putaaaaa!”, aseveración un pelín nihilista que cortocircuitaba cualquier posible debate. Todos somos malos, luego es inútil intentar detener a los corrupto: los humanos no tenemos remedio y todas esas cosas que, en el fondo, parecen aprendidas ante el mismo púlpito que se empeña en hacernos culpables por aquella imprudencia a la que llaman el Pecado Original.







Que todos, ricos y pobres, mandarines y siervos de la gleba, estamos hechos de la misma pasta, es algo que he presentido desde siempre. Sin embargo nunca esa me pareció razón suficiente para abandonar el lado de los débiles, único en el cual, aunque sea por cuestión de elegancia, merece la pena ubicarse. La misma pasta, sí, pero no el mismo tejido moral. Mirémonos en el espejo: yo he sido un miserable cobarde y un rufián en más momentos de los que me gustaría recordar. Si soporto vivir con ello es porque a lo largo de mi vida he tenido la grandeza de amar sin condiciones o porque, en ocasiones, he sido capaz de proclamar en medio del ágora la inocencia de Sócrates y la mezquindad de la asamblea. El mismo hombre, sí, pero son nuestros hechos los que nos identifican, y estos provienen de profundidades del alma tan alejadas entre sí como las de un dinosaurio y una hiena. Si reconocemos que no hay hombre de una pieza, difícilmente podremos sostener que hombres distintos son al final exactamente iguales; difícilmente habremos de conformarnos con el simplismo de afirmar, ante la evidencia de la corrupción que “al final resulta que todos son iguales y que todos meten la mano en cuanto pueden”.


2. Desengáñese, no siga leyendo si cree que lo que voy a hacer es proclamar la superioridad moral de unos políticos sobre otros. Ni siquiera voy a salir con esa obviedad buenista de que “no todos son iguales”, o mucho menos con que la izquierda es honesta y la derecha está corrupta. Conviene no obstante al respecto hacer algunas precisiones.




¿Por qué la Asamblea de Madrid se descojonó estruendosamente el otro día en la cara de Esperanza Aguirre cuando dijo esa frase para la historia de “yo fui la primera en destapar el Caso Gurtel”? Al margen de que la Presidenta de Madrid tiene cierta gracia para mentar a la bicha allá donde otros callan como monjas con voto de silencio, lo que provoca hilaridad ante tal afirmación es la convicción de que el Partido Popular vive instalado en la cultura de la corrupción. Lo curioso es que esto lo saben incluso sus votantes. Algunos de ellos, ávidos lectores de tebeos tan ocurrentes como El Mundo o La Razón, se acuestan por las noches convencidos de que son todo mentiras del Grupo Prisa. Pero si la mayoría se limita a torcer la vista ante la evidencia y seguir votando a quienes roban o toleran a los que roban es simplemente porque son indulgentes con tales corruptelas. Si no penaliza la corrupción en la única cuenta de resultados trascendente para la empresa que es un gran partido político, es decir, en la cuenta electoral, ¿cómo sorprendernos que la mayoría de corruptos estén en la derecha?


Ahora bien, estoy muy lejos de considerar que tales vicios son ajenos a la izquierda, ni siquiera creo que la corrupción haya sido –concretamente en el PSOE-, un fenómeno anómalo o coyuntural. Hubo un tiempo, cuando el gobierno González alcanzó un poder casi omnímodo, en que un ministro de Economía dijo que España era “el país europeo donde más rápidamente puede una persona hacerse rica”. Y luego vino Filesa, y Mariano Rubio, y Roldán... en fin. Podría igualmente referirme a las tramas de corrupción, que casi siempre al socaire de las tenebrosas sendas del urbanismo local, han infectado el país y, muy especialmente, la costa mediterránea. ¿Son inocentes de toda esta lógica filibustera los ediles y consistorios de la izquierda? Créaselo usted, y siga creyendo también, si quiere seguir habitando en el País de las Maravillas, que el régimen cubano no persigue a sus disidentes, que el GAL fue un invento de Garzón, que hubo una conjura republicana contra el felipismo o que Corcuera y Barrionuevo fueron ministros con una gran fe en la libertad y la democracia.









El verdadero problema que tienen los corruptos para hacer nido cómodamente en la izquierda es que su electorado sí castiga el saqueo, así de sencillo. Es un problema similar al que tienen los dirigentes socialistas cuando gobiernan e intentan imponer medidas que a su electorado le parecen reaccionarias, oportunistas o simplemente anti-sociales: se lo hacen pagar en las urnas porque el elector de izquierdas –al contrario que el de derechas- no es un cliente fidelizado: no vota por obediencia, sino porque cree que la misión del gobernante es propiciar la redistribución de la riqueza, extender la cultura del derecho y evitar la impunidad en los abusos que los poderosos ejercen sobre los más débiles. Si el primer gobierno socialista cayó, cuando llegó a creerse invencible, es porque terminó por extender el desaliento entre quienes pensaban que ser gobernados por la derecha y por la izquierda NO ERA LO MISMO. En algún momento del camino esa convicción se perdió por el desagüe.





3. Mi conclusión es que –aunque de forma más atormentada en la izquierda- la corrupción habita las entrañas mismas del sistema partitocrático, y que quien prospera en el aparato de un gran partido político es sospechoso de estar dispuesto a tolerar o silenciar todas estas prácticas. ¿Cómo es posible que la ciudadanía no se rebele contra esta forma de oligarquía que agusana el sentido originario de los regímenes democráticos? ¿Cómo se explica que no broten aquí y allá movimientos de insurgencia civil frente a quienes, arrogándose el poder concedido como si fuera un patrimonio propio, secuestran las instituciones? Una de las voces más respetables del país, Josep Ramoneda, alude con frecuencia a un concepto inquietante, una nueva forma de totalitarismo, ahora viscoso y gris antes que solemne y genocida:

Me preocupa mucho el totalitarismo de la indiferencia, esta especie de fascismo sin galones hacia el que han evolucionado las sociedades del primer mundo. Creo que hay que denunciarlo y, finalmente, creo que hay que reivindicar la tradición ilustrada que sigue siendo el ideal más grande que los humanos nos hemos dado”.


En otro lado, el periodista parece querer aferrarse a la esperanza negra de Obama,:


“En este contexto, Obama representa la última oportunidad de una política que garantice la supervivencia de las sociedades democráticas. Si esta oportunidad fracasa, los Estados serán cada vez más Estados corporativos, marcados por el oscurantismo y la desinformación; la democracia evolucionará hacia el totalitarismo de la indiferencia, en que nadie es responsable de nada y el miedo reduce cualquier idea de espacio público; y, de vez en cuando, la política generará brotes de populismo como expresión de su impotencia.”


Ojalá la oportunidad no fracase. Pero mientras tanto, se me ocurren unas cuantas cosas. Dejemos de esperar que nuestro vecino tome las riendas cuando se trata de elevar una protesta al ayuntamiento. Dejemos de esperar a que los delegados sindicales se pasen por el trabajo para decidirnos a hacer huelga. Dejemos de exigir a los dirigentes de la oposición que estén en tal y cuál movilización civil y acudamos nosotros en su lugar. Dejemos de esperar que el tipo al que elegimos como director cumpla con sus obligaciones y dejemos de ampararnos nosotros en su indolencia para justificar la nuestra. Dejemos de ausentarnos del trabajo cada vez que nos duele una uña y así obtendremos autoridad para reprochar a algunos compañeros su escandaloso absentismo… Y, finalmente, ya que nos molestan tanto Gurtel y el Bigotes, dejemos de esquivar nuestras obligaciones, dejemos de robar, dejemos de eludir ciertas fiscalidades y de sentirnos estupendos cada vez que birlamos unas perras a cuenta del fisco, el lechero o nuestros supuestos camaradas. Quizá haya llegado el momento de dejar de reírse de aquel funcionario alemán incorruptible que firmaba con una pluma las cartas administrativas y cambiaba a la suya cuando se trataba de asuntos propios.




Yo no creo, como aquella vieja amiga, que todos seamos unos hijos de puta, no al menos que lo seamos siempre, pero digámoslo de una vez por todas. La gente no es inocentemente indulgente con los políticos corruptos. O construimos nosotros los ciudadanos los marcos de la convivencia o seguiremos al albur de los caprichos de aquellos en los que, por desidia, tendemos a depositar las responsabilidades que nosotros no queremos desempeñar, en cuyo caso, será cuestión de tiempo que antes o después nos pasen la factura.

…Y no siempre va a haber un juez Garzón para salvarnos.


Saturday, April 03, 2010











RATZINGER es a ojos de un viejo amigo el "filósofo más trascendental de nuestro tiempo". Deberle a largos años de colegio, parroquia y sacristía la propia fundamentación intelectual y moral no excusa a uno por decir gilipolleces. No acaba de explicarme mi viejo camarada cómo valora el pensador alemán la influencia actual en el pensamiento europeo de los textos heideggerianos que tanto leyó en su juventud, qué futuro tiene la deriva posestructuralista francesa, si es posible a partir de Quine un cambio de paradigma en la filosofía analítica, si tenía razón Kuhn en su polémica sobre la historia de la ciencia con Popper... en fin todas esas cosillas que nos preocupan a los licenciados en la Ciencia de los Primeros Principios y las Causas Últimas, como llamó el padre Aristóteles a la Filosofía.


Podría leerme Ser cristiano en la era neopagana, Mirar a Cristo, ejercicios de fe, esperanza y razón o Un canto nuevo para el Señor: la fe en Jesucristo y la liturgia hoy... Pero, sinceramente, sospecho que no voy a encontrar bajo tales títulos las respuestas que necesito a los problemas que me angustian y, en cualquier caso, ya aprendí que lo que anida en los cenáculos monacales, antes que la corrupción o las tentaciones del Maligno, es un demoledor aburrimiento... conque me contentaré con escuchar alguna homilía y ver Ben-Hur, dado que ya ha quedado claro que no me libraré mientras vivan de los tostones de romanos viciosos con que decoran nuestro paisaje de la santa semana.






No me preocupa en exceso si la Iglesia católica está corrupta por la pederastia o si Benedicto XVI está perdiendo la oportunidad de desmarcar a la Iglesia de sus manzanas podridas. Es cierto que la realidad le está echando un pulso: tiene que lidiar con una situación que erosiona la imagen de la institución y la suya propia, en la medida en que todos sospechamos que -salvo que le consideremos idiota, y eso sí que no- que el turbio asunto ha venido siendo silenciado y tolerado desde siempre por las autoridades vaticanas en general, y por su hombre más poderoso de las últimas décadas en particular. Para mí, no deja de ser una sorpresa que cierta vieja allegada con una larga vida de fervor me venga ahora con que "estoy pensando después de todo esto en abandonar definitivamente la fidelidad vaticana". Tratándose de una mujer de izquierdas, firme defensora desde joven del sandinismo o la Teología de la Liberación y vinculada siempre a las asociaciones de cristianos progresistas, me causa perplejidad que ahora se espante por ciertas prácticas que siempre han ocurrido, que siempre han sido silenciadas y que, en cualquier caso, son mucho más producto de la lógica institucional que gobierna al mundo de los clérigos que de la maldad intrínseca de algunas personas. Creo en suma que no es motivo para abandonar a su suerte a la Iglesia cuando se ha acogido uno a ella durante toda su vida. Los motivos por los que un cristiano debe renunciar a la autoridad romana y vivir su fe de una nueva manera son otros y, desde luego, mucho más profundos.


No es cierto que Ratzinger se esté equivocando, ni siquiera creo que la cuestión sea si está o no actuando inmoralmente. A Ratzinger le molesta la pederastia tanto como a mí, aunque no sé si exactamente por las mismas razones, pues en mi caso, la base desde la que determinar la aceptación de las relaciones sexuales es la libertad y, en consecuencia, el consentimiento, el cual se vuelve impracticable cuando se trata de niños. No estoy seguro de que ese sea el principio fundamental para la autoridad vaticana, pues no tiene ningún reparo en condenar ciertas prácticas sexuales voluntarias entre adultos. En palabras atribuidas a Benedicto: ""La homosexualidad es un desorden objetivo. La Iglesia Católica debe acoger con respeto, compasión y delicadeza a todas las personas homosexuales, pero exigiéndoles también que vivan en castidad." Es posible que yo no interprete bien la frase, cuyo sentido me parece preñado de una repugnante hipocresía, pero, por si hace falta, podemos recordar una del ínclito arzobispo Cañizares, fiel seguidor de los planteamientos del actual ocupante del Trono de Pedro: "La ideología de género es una de las revoluciones más insidiosas que se han dado en la historia de la humanidad y conlleva la destrucción del hombre" Mientras los cristianos no se metan en la cabeza que el sexo es una cosa que está muy bien, que ser gay es bueno, que el preservativo es un invento estupendo y que, en definitiva, Dios no es tan imbécil como para andar preocupándose de lo que usted hace libremente con su cuerpo, seguirán haciendo caso de todas estas memeces de quienes, tan obsesionados con las tentaciones, han terminado consiguiendo que el sexo goce incluso de una mayor atracción de la que realmente merece.


Sostengo, no obstante, que todo esto es secundario en el análisis sobre los motivos del Papa. No dudo que estos asuntos tengan que ver, como efectos colaterales, con la monstruosidad que, para cualquier persona, supone una prescripción como la del celibato. Precisamente porque creo que uno ha de poder hacer con su cuerpo lo que desee -incluyendo por supuesto no tener relaciones sexuales- me parece terrible que la pertenencia a una determinada institución determine la intimidad. Que de ahí se deriven la doble moral, el ocultamiento e, incluso, las prácticas abusivas, se nos antoja irremediable... pero conviene recordar a los clérigos que nadie les puso una pistola en la cabeza para vivir dentro de una sotana.


Y aún así, insisto, la tolerancia vaticana con la pederastia tiene que ver mucho más con las necesidades prácticas de la Iglesia, que no son otras que las de la supervivencia. Mi planteamiento al respecto de Joseph Ratzinger es que su indiscutible inteligencia, su vasta cultura y su liderazgo no le dan para ser un gran filósofo, pero sí para hacer lo que viene haciendo con tenacidad bávara y con maestría desde hace muchos años: vigilar la salud de la institución. No es en la preservación de la fe donde anda fuerte -sus virtudes como "convertidor" de infieles son ridículas en comparación con las de su amigo y predecesor, Karol Wojtyla-, sino en su rigor como burócrata. Ratzinger ha entendido siempre perfectamente que el Vaticano es una empresa internacional con importantes sucursales y filiales a las que hay que alimentar y atender, lo que no es poca cosa. Lo que verdaderamente sabe es, como un médico, detectar los síntomas de infección y eliminarlos o aislarlos para evitar que se extiendan.


¿Por qué no ha sido implacable con los pederastas como sí lo es con las tentaciones renovadoras de los sectores progresistas del catolicismo? Porque entiende perfectamente que el peor virus de una institución no civil ni democrática -incluso de una institución donde la imagen moral que se proyecta es esencial- no son ciertos vicios privados, sino la desobediencia. Alguno de los acusados de pederastia ha destacado sobremanera en su voto de obediencia. ¿Casualidad?



Lo que Ratzinger ha sabido siempre es controlar a su tropa. Si, en contra de lo que piensan algunos, quedará en la historia de la Cristiandad como un pontífice irrelevante es precisamente porque su tecnología de poder ha sido la del enroque. Con Benedicto no aumentará el número de fieles, es más, serán masas de población las que, por ejemplo en Hispanoamérica o Asia, continuarán pasándose a otras filas regidas por expertos en gestionar las inquietudes del espíritu, tal y como ya viene ocurriendo desde hace tiempo. No siendo una celebritie como Wojtyla -el Papa que entendió perfectamente aquello de la "Sociedad del Espectáculo"- Ratzinger solo puede nutrir la legitimidad de la institución dotándola de autoridad moral, pero ha optado por seguir actuando como un poder interno, que es lo que siempre hizo desde la Congregación para la Doctrina de la Fe. Si, por más que le cambiaran el nombre astutamente, la Santa Inquisición sobrevive después de medio milenio, es porque sigue siendo una prioridad luchar contra las herejías, que es para lo que la fundaron. En palabras más de nuestro tiempo -ya quisieran poder seguir metiendo miedo con lo de los herejes y las excomuniones-, lo que hace un inquisidor actual es proteger la ortodoxia de la fe frente a doctrinas que pueden hacerla peligrar. Y "ortodoxa", ya lo sabemos, es aquella lectura de los textos sagrados que el Poder ha decidido ir considerando verdadera, es decir, aquella interpretación que se niega a aceptarse a sí misma como tal, considerando que todas las demás interpretaciones son ilegítimas y perseguibles porque solo la versión romana traduce literalmente los deseos del Dios que vino de visita por tierras de Judea.







Si el Vaticano se lanzara a saco contra todo este tipo de asuntos no tendría más remedio que abrir otros muchos, unos de índole sexual, y otros asociados a diversos pecados capitales como la codicia. Abriría con ello una puerta peligrosísima, y es razonable que en un tiempo ciertamente crítico para la Iglesia, un rector con sentido de la responsabilidad tema no poder controlar las consecuencias. Lo que verdaderamente desea el Vaticano en el momento presente es proteger una lógica tan del Antiguo Régimen como la del tribunal estamental. En otras palabras, frente al principio democrático supremo -la isonomía o igualdad ante la ley- la Iglesia pretende juzgar internamente a su gente. Eso es lo que más han echado en falta aristocracia y clero el día que triunfó la Revolución Burguesa y Europa pudo empezar a realizar al fin el ideal cívico que los ilustrados habían recuperado del viejo ágora de Atenas. Pero es que acaso sea la supervivencia de instituciones tan medievales el auténtico milagro de nuestros días.

Como toda institución internacionalizada y burocratizada -sean o no sus fundamentos medievales- lo que la Iglesia pretende es su autorreproducción, y no otra cosa es lo que le encargan sus empleados al dirigente de turno. "Es la economía, estúpido", decía la gente de Clinton en campaña. Por ahí van los tiros. Deberíamos pensar en los tres mil quinientos millones de euros que el dichoso Concordato nos cuesta cada año y plantearnos si debemos seguir siendo los ciudadanos comunes los que sufraguemos a la Iglesia Católica por la racanería de sus fieles, que nos creen obligados a seguir subvencionando el carácter "practicante" de su fe. ¿Hemos pensado, como me dijo un delegado sindical, que la Iglesia es el único sindicato con miles y miles de "liberados", sacerdotes, profesores de Religión y otras figuras intermedias entre Dios y el alma, los cuales transmiten fidedignamente la doctrina de sus jefes? Quizá no se nos ocurra que una razón esencial en favor del mantenimiento del celibato es precisamente la necesidad de la Iglesia de tener bien sujetos en su vida pública, pero también en la privada, a los legionarios de su tropa.






Una de esas consignas es la de la conciencia persecutoria. Deberíamos extraer consecuencias del hecho de que algunas naciones, autonomías, razas, religiones o doctrinas habituadas a extender la idea de que sufren persecución suelen arreglárselas para estar permanentemente en el candelero mediático. Para no querer ser perseguidos, sorprende la facilidad que tienen por ejemplo los obispos para decir todas aquellas cosas que sirven de carnaza a la prensa. ¿De verdad quieren que les dejemos en paz? ¿No será más bien -y esta es una estrategia tan vieja como el cristianismo- que hace falta incitar a los supuestos perseguidores? Por otra parte, ¿soy un perseguidor de la fe cuando cuestiono la ideología de los obispos, cuando me quejo por sufragar una institución antidemocrática, cuando cuestiono la política de concertación por la que todos pagamos la enseñanza religiosa en detrimento de la enseñanza pública...? No, caballeros, no son ustedes perseguidos, acaso sean más bien ustedes los que nos persiguen a los demás, y lo van a seguir haciendo mientras la fe no se entienda como un ámbito privado, que es justamente lo que les aterroriza. En todo caso, creo que no llevan bien aquello de la discrepancia, pero no me sorprende, porque el principio de autoridad en el que basan su visión del mundo las autoridades vaticanas es en esencia medieval y antidemocrático.





El verdadero gran enemigo de la Fe en la historia es la Razón, pero ésta ya aprendió desde Descartes a poner entre interrogantes todas sus creencias, precisamente porque forma parte de su programa no convertir las creencias en dogmas y garantizar el ejercicio permanente de su autocuestionamiento. Supongo que es a esto a lo que Ratzinger llama "relativismo". Pese a todo, ni cuatrocientos años de luteranismo, Revolución científica, Ilustración y laicismo han acabado con el poder vaticano. Sospecho que los enemigos que amenazan con adueñarse del territorio del espíritu son menos respetables que Descartes o Kant. Así se entiende por qué les ponen tan nerviosos las mamarrachadas de Dan Brown, o las bromas new age de los espiritistas, o los que creen que quienes van a salvar al mundo son los marcianos, la meditación tántrica o las cartas astrales. Y eso sin olvidarnos de los millones de hispanoamericanos o asiáticos que se están pasando masivamente a sectas protestantes y otros "cultos incontrolados"


Yo creo que no hay quien nos salve, a no ser que entendamos -como muy saben Ratzinger y compañía- que nos hemos de salvar a nosotros mismos. De momento se me ocurre sugerir a los católicos con alma crítica -que los hay, y cuya fe merece todo mi respeto- que se planteen si no ha llegado el momento del segundo gran Cisma en la historia del cristianismo, si no es hora ya de declarar de una vez por todas la ilegitimidad del poder vaticano para gestionar la fe. Entretanto, yo me conformaría con que los Estados que firmaron el Concordato pierdan al fin su miedo a los púlpitos y acaben ya con los privilegios que sostienen todo este negocio tan dudoso. Me gustaría que fuera, en cualquier caso, el ejercicio crítico de una ciudadanía laica el que determinara tal cosa, y no la lectura de El código Da Vinci o la sustitución de la parroquia por las revistas de ocultismo... Ni siquiera -añado- el que haya algunos curas pederastas.