Saturday, February 27, 2016


POSMODERNIDADES

1. Dejemos de tontear con el supuesto dilema moral de si aceptamos ser o no ser posmodernos. Somos lo que somos, y, por más que a los pelmas les encante aburrirnos con la panoplia de que "todo esto en realidad ya lo hemos visto antes", la realidad es que nunca antes habíamos estado aquí. No es que las cosas hayan cambiado en poco tiempo, es que todo está ahora mismo desajustándose y reposicionándose ante nuestros ojos tan aceleradamente que cualquier análisis, cualquier interpretación, duda de sí misma porque tal y como es pronunciada ya suena a obsoleta. 

2. Decir que se está en contra de la posmodernidad es de cándidos. Mi madre se crió en una casa de pueblo, tenían un cerdo del que vivían durante gran parte del año, a su abuelo lo dejaban pasar los guardias que buscaban maquis por las montañas porque les enseñaba las manos encallecidas de tanto labrar; mientras, mi padre se hería con la metralla de la explosión de una santa bárbara durante los bombardeos de Valencia y conseguía robar una caja de galletas en un colmado cuando huyó el ejército republicano. Lo que ellos han visto cambiar el mundo en sus ochenta años de vida les convierte en monumentos vivos de un mundo que los profesores de Historia intentan inútilmente hacer entender en la escuela a nuestros jóvenes. Ahora, como Roma, como Valencia, como cualquier ciudad que merezca la pena, las novísimas avenidas y bulevares se construyen dentro o alrededor de la ciudad imperial, de la musulmana, de la visigótica... todo se superpone sin orden, y todo, a veces secretamente, las arregla para seguir con vida. No se es antimoderno, la posmodernidad -como su nombre indica- se añade como buenamente puede a lo anterior, sin destruirlo... en todo caso lo recicla, lo reinterpreta. 

3. Posmodernidad es igual a estado líquido, dice Zygmunt Bauman. No se alimenta de elementos nuevos, son los mismos que la configuraron en forma sólida durante las tres revoluciones anteriores y que ahora se licuan, desfilando ante nosotros sin llegar a cuajar, sin poder detenerse. Las consecuencias sobre nuestro estado de ánimo son a no dudarlo desasosegantes: los vínculos humanos se debilitan, las biografías se vuelven imprevisibles y se llenan de incertidumbres y contradicciones, la ética se convierte en un valor mercantil... No sigo, los síntomas están por todas partes, en los televisores encendidos en estancias donde no hay nadie, en las pinturas de Banksy, en los automóviles horrorosamente tuneados, en los diálogos entrecortados y esquizofrénicos de los xats creados para que la gente pueda "amar" desde su casa. 


4. "Perdón, tengo prisa"... Esta frase se usaba insistentemente en los primeros años del estrés en España. Hemos dejado de oírla. No es que ya no tengamos prisa, es al contrario, ésta se ha convertido en nuestro lugar natural, en nuestro idioma. No merece la pena intentar saltarse una cola con esa frase porque todo el mundo tiene prisa, incluso los ancianos. Es una cárcel psicológica en que los burócratas de la oligarquía han conseguido recluirnos para que no pensemos en que la dominación no hace sino cambiar de cara para seguir ejerciéndose impunemente, como hemos visto en la reciente crisis de la que, por cierto, no hemos salido. 

5. La crisis ha sido un arma perfecta para "la corrosión del carácter", como dijo Richard Sennett. Muchos de los "nuevos pobres" son amigos, vecinos, ex-compañeros de trabajo, tipos "como yo"... Verlos pidiendo en los comedores de la beneficencia nos aterroriza, y así se garantiza nuestra docilidad. 

6. Es mejor que no os mintáis a vosotros mismos. Habéis perdido la esperanza de solucionar vuestros problemas alistándoos en una empresa comunitaria. La versión posmoderna del "sálvese quien pueda" consiste en someterse a terapias integrativas, hacerse vegano, entrar en contacto con las propias emociones, tomar clases de meditación o hacerse budista. Un amigo que andaba lejos de la plenitud espiritual del nirvana -entre otras cosas porque le habían echado del curro- acudió a unas clases de crecimiento personal. El maestro, por lo visto muy pagado de sí mismo, se ufanaba de poder entrar en trances de iluminación interior tan profundos que podía importarle un huevo que a su lado hubiera un niño agonizando. Acaso éste también sea un rasgo de la posmodernidad al que habremos de acostumbrarnos: cada vez hay más gilipollas esperando que el mundo les pague por decir moniatadas.     


Saturday, February 20, 2016

UMBERTO ECO, 1932-2016.



Yo creí durante años esa paparrucha infantil de que si te cuidas siquiera con el pensamiento de los que amas la muerte no se atreve a venir a buscarlos. El día que murió Marlon Brando me hice mayor: por más que antes de aquello buscaba a menudo noticias sobre él para saber que andaba bien, llegó inexorable la mañana en que supe que el hombre al que siempre quise parecerme también había caído. Debería haber leyes contra las mañanas, hoy, tras el café, pongo la web de El País y en vez de torturarnos con las líneas rojas de Podemos o insuflarme pesimismo con el último diagnóstico de la agencia Moody´s, me salen -como si tal cosa- con que se ha muerto Umberto Eco. 

La primera vez que oí hablar de Eco como algo más que el autor de ese coloso llamado "El nombre de la rosa" fue en la facultad, cuando estallaba aquella moda -entonces lo parecía- de la semiótica y el Departamento de Estética de la Facultad de Filosofía ofrecía un seminario sobre sus libros. Leí "Obra abierta" en aquella colección de color rojo que se desencuadernaba a la mínima, una audacia de Planeta-Agostini que se atrevió nada menos que con las grandes obras de la filosofía contemporánea, una aventura de locos en un país donde "nuevos filósofos" eran sólo tipos como Kierkegaard u Ortega. Muchos años después, cuando sus escritos ya formaban parte esencial de mi vida, Justo Serna -un acérrimo seguidor suyo, y que busca refugios en sus citas a la menor oportunidad- me dijo una noche que había podido estar junto a él en la Universidad de Bolonia. "¿Y cómo es?", le pregunté con la candidez propia del fan de una estrella del rock. 


Ciertamente, Eco ha sido una estrella... sí, de esas a la que los pelmas insufribles de las altas instancias académicas creen poder mirar con cierto desprecio porque su supuesta ansia de fama y fortuna le llevaba a derivar por las aguas de la baja cultura, la política en el fango o el relato de masas. Es cierto en parte: Eco pasaba de investigaciones semiológicas sesudas y abstrusas a intentar convencernos de que estábamos regresando a la Edad Media, convertir la toma de Jerusalén por Saladino en una retransmisión radiofónica en riguroso directo o aseverar que en la espiritualidad del zen estaba el destino de Occidente.

Se prodigó demasiado, es posible, quizá a veces es sano guardar silencio, como aquellos frailes medievales que tanto le fascinaban. Pero la reclusión monástica también es a menudo una excusa para esquivar la obligación moral de pronunciarse y arriesgar. Silvio Berlusconi, fustigado insistentemente por Eco, que le presentaba como paradigma de la corrupción de la democracia contemporánea, tuvo que sufrirle, aunque no creo que lo entendiera demasiado, pues el arma predilecta de su enemigo, la ironía, parece lejos del alcance del cavagliere y sus adeptos. Si Eco hubiera callado tanto como indica la cautela ahora tendríamos menos literatura suya que disfrutar, y eso sería malo, porque sus escritos son casi siempre divertidos y emocionantes. 

A mí Umberto Eco me ha enseñado muchas cosas. En aquel estudio tan enormemente influyente sobre Superman y otros héroes de la sociedad de masas me hizo entender que, si el investigador renuncia a la llamada "down culture", entonces funde en negro la parte fundamental de la constitución del sujeto contemporáneo y, en lógica consecuencia, lo deja expuesto a la voracidad de los depredadores: la Disney, la televisión o cualquier otro poder formidable desde las que se alimenta la dominación cultural. También me enseñó a mirar la obra de arte como algo más que monumentos permanentemente amenazados a los que había que proteger más por su valor museístico como por su "apertura", es decir, por su capacidad para seguir fecundando la cultura e iluminar nuestras vidas. O que la democracia en realidad es el nombre de uno más de tantos campos de lucha donde la supervivencia está siempre en peligro y todo es precario y quebradizo. O que los mafiosos, los demagogos o los ídolos masivos no dominan el mundo por casualidad o porque la gente sea idiota... No sigo, si me pongo ahora mismo a revisitar las obras de Eco que tengo en casa ya no acabo este artículo, que sólo es a fin de cuentas, un escrito de urgencia surgido desde el lamento en que se alzando el sol esta mañana de invierto.

 Justo Serna tuvo alguna vez delante a Umberto Eco, yo ya no podré.  

Saturday, February 13, 2016

ODIO A LOS ODIOSOS OCHO


Deambulan por mi memoria profunda los ecos de interminables discusiones familiares sobre el abuso de la violencia y el sexo en el cine y en la televisión. Uno dos conceptos tan distintos -la violencia y el sexo- porque asociamos la proliferación mediática descontrolada de ambos con los años setenta, especialmente en España, donde el contexto de la Transición trajo fenómenos tan singulares como el del "Destape", todo un género cinematográfico en sí mismo. No sólo llegaron las tetas, también empezaron a escucharse tacos en la tele, de esos que los curas nos prohibían con severidad... Dejó de ser raro que, tras un programa nocturno de exaltación de las virtudes teologales, aparecieran unos tipos completamente destarifados que hacían cosas rarísimas, como si la llegada de la democracia hubiera en realidad supuesto la invasión de nuestro viejo país por toda suerte de alienígenas. Fue en cierto modo una era gloriosa para la televisión, todo era emergente y fresco, todo era imprevisible. Inquietaba, pero también fascinaba. 

"Dos rombos, a la cama". La gente de mi generación reconocerá sin esfuerzo el peculiar soniquete de esta frase. Nos pertenece, los jóvenes no pueden entenderla, quizá no la entiendan ni aunque se les explique. Tampoco saben la cantidad de veces que la incumplimos, deslizándonos en silencio desde el dormitorio que compartíamos -a veces con muchos hermanos- para apostarnos tras la puerta del salón, tratando de adivinar qué maravillas tan formidables se nos escamoteaban.  

Se acabaron los dos rombos, aunque mi madre tardó en ceder. Nunca entendí porque era malo ver el pubis -muy poblado de vello en aquel tiempo- de una bella actriz, y menos por qué se nos negaba la imagen de dos personas fornicando. Lo de la violencia, bueno, eso me parecía más razonable, aunque yo siempre he sabido que la violencia atrae, acaso por ello jamás podremos eliminarla. Lo último que se me ocurriría es prohibir un producto artístico. Cuento lo de los dos rombos porque creo que la libertad es un bien sagrado, y porque nunca la sociedad está tan equivocada como cuando cree poder controlar a golpe de proscripciones las mentes de los ciudadanos, incluyendo a los niños. 

Hace unos días vi "Los odiosos ocho", el último film de Quentin Tarantino. Lo reconozco, me produjo una profunda aversión. Sabía que podía suceder, porque mi antipatía por este director de culto viene de lejos. No pretendo convencerles de que, como diría alguno de sus personajes, estamos ante un "mother fucker" ni de que el tipo no sepa hacer cine. Al contrario, no tengo duda de que Tarantino tiene un buen pincel. Se advierte con claridad en esta película: la belleza de muchas de las imágenes, la destreza con la que se construyen situaciones que otro artista menor resolvería tediosamente, el impacto de los diálogos... Tarantino es bueno, acaso ese sea el problema, porque sus películas no lo son, no al menos en el sentido en que lo creen sus numerosos incondicionales. 

No estoy entre quienes deliran emocionados con "Pulp Fiction". Las dos de "Kill Bill" me parecen un entretenido tebeo para críos con tendencias delirantes, "Django desencadenado" es tan inicialmente brillante como posteriormente estúpida... Aprecio "Jackie Brown", pero no entiendo la celebridad concedida a "Reservoir dogs". No pienso ver "Malditos bastardos", "Death proof" alcanza las cimas de la puerilidad más cutre. En fin, que no sé por qué escribo esto. 

Bueno, sí lo sé. Verán. Yo creo que el cine nació como espectáculo y eso es lo que, entre otras cosas, habrá de ser siempre. Pero un espectáculo debe ser inteligente si no quiere convertirse en un divertimento ligero, con el inconveniente añadido de que quien sólo quiere divertir queda en ridículo cuando ni siquiera divierte, cosa que me pasa mucho con Tarantino, cuyas películas casi siempre empiezan bien y terminan haciéndoseme espantosamente largas. 

Debo ser yo, no me entiendo bien con su propuesta. En este momento de mi vida no puedo estar más lejos de quien, como Tarantino, presenta la violencia como una diversión. No acepto que haya una estética brillante en sus sangrientos desfiles de brutalidades, o será que a mí no me subyugan las orgías de sangre e inhumanidad. A mi me gusta el paisaje nevado con el que empieza el film, no las descargas ingentes de salsa de tomate que acompañan el retumbar de los revólveres. A mí me gusta a menudo el tratamiento de la violencia que hacen los supuestos ídolos de Quentin, Sergio Leone o Sam Peckinpah, especialmente este último, autor de joyas como "Major Dundee", "La cruz de hierro" o "La balada de Cable Hogue", tan alejadas de los pastiches posmodernos de Tarantino. Me deja perplejo que él mismo -que se proclama adorador de John Ford, y en eso coincidimos- admita que sus westerns serían detestados por el maestro -y en eso también coincidimos, los detestaría, le producirían una mueca irlandesa de desprecio-.

La violencia forma parte de la vida, a menudo es descarnada y no tiene contemplaciones, la pretensión de eliminarla del arte sólo vale para los anuncios de cocacola. Ahora bien, cuando se ofrece obscenamente, desde el cinismo más absoluto, desde el vacío propio de un mundo donde se han ausentado los valores, entonces sólo se explica como sadismo. Hay una escena en "Los ocho odiosos", con protagonismo de Samuel L. Jackson, cuyo retorcimiento moral me desató una profunda repugnancia. Incluso el gore, que reconoce como el cine X sin apuros su condición pornográfica, parece menos odioso en su exhibición de vísceras, babas y lacras. 

Sí, señores, lo que vengo a decir es que Quentin Tarantino es un sádico metido a director de cine de masas. Creo que no sabe nada sobre los problemas de la gente, que no le interesan nada los personajes, que no es capaz de explicar por qué un hombre puede llegar a comportarse como una bestia. La ética le pone enfermo porque no ha sido capaz de salir de la niñez y confunde la responsabilidad moral con las pesadas imposiciones autoritarias de padres y maestros. Es más fácil presentar personajes sin escrúpulos, tipos que no han de cargar con el fardo de los dilemas éticos, dispuestos a moverse sólo por pasiones básicas como el dinero y la supervivencia. Por cierto son todos muy machos, incluso las mujeres son muy machos y sueltan hostias como panes.  

Vivimos en un mundo inhóspito, sí, pero el cinismo es una respuesta barata, pueril y propia de cobardes. Me imagino a Tarantino en lo más oscuro de su mansión, hora tras hora leyendo cómics sangrientos y viendo películas de los años setenta... sin el más mínimo interés por lo que ocurre en las calles, en los dormitorios o en los hospitales. Nada hay en sus relatos sobre el apuro de una mujer para huir de un marido maltratador; nada sobre la angustia que lleva a un hombre a robar en un supermercado; nada sobre el dolor de un niño acosado en el aula... Cuanto más lo pienso más me convenzo de que no hay nada de nada. 

Háganme caso, ahora que ya han pasado los Goya: vayan a ver "Truman". Sabrán cómo el dolor puede ser convertido en poesía. A fin de cuentas es lo que los poetas han hecho siempre. 

Saturday, February 06, 2016

EL VALENCIA


Yo he visto a Kempes, hace casi cuarenta años, revolverse de manera inverosímil mientras hacía flotar el balón en el aire y sacar, como un chispazo, una volea de derecha que dejó al portero del At. Madrid clavado en la portería de Mestalla, mirando la dirección de aquel -como cantaría Silvio Rodríguez- "disparo de fuego". Ese y otros recuerdos no se perderán, como lágrimas en la lluvia, porque forman parte de una memoria compartida, e incluso quienes nunca lo vieron llegarán a creer haberlo visto, ya nos encargaremos. Cuando te las das de intelectual te rodea el vacío en cuanto tus allegados, que por lo visto sólo ven películas de Bergman, te imaginan en un estadio, aspirando el humo de los puros e insultando a un tipo que no te ha hecho nada. El fútbol, como una mascletá, como los conciertos de rock -cuando el rock es de verdad- desencadena emociones que enraízan en lo más profundo de ese alma de homínido que nos sostiene mucho antes que el retrato civilizado y burgués que nos hemos construido para hacernos presentables en sociedad. 


Sólo es un juego, claro. Además, para serles sincero, ya no estoy tan seguro como en mi juventud de que me guste el fútbol; de hecho ya no suelo ver partidos, ni siquiera los supuestamente interesantes. Creo que lo que me gusta es el Valencia, bueno, más que gustarme, diría que es como cuando te sale un hijo tonto: intento protegerlo pese a que casi nunca me da más que disgustos. Es como si debiera aferrarme obligadamente a un extraño tesoro que me legaron mis ancestros y cuidarlo hasta las últimas consecuencias. A menudo me apetece desprenderme de él, pero algo muy atávico que se instaló en mi corazón hace milenios me dice que si lo abandono a su suerte el mundo se destruirá. Sí, soy imbécil, pero el que no malgaste su vida con cosas que a los demás les parecen insignificantes que lance la primera piedra. 

Hace tres lustros, Paco Roig, que aspiraba a volver a presidir el club que se había encargado de destruir y saquear, afirmó que podía conseguir en derechos televisivos el mismo dinero que el Barça y el Madrid. El periodista lo puso en duda, Roig contestó: "Ah, però ¿és que cree vosté que els valencians son menys que els catalans i els madrilenys?". Roig llegó a la presidencia del Valencia cuando logró convencer a la pueril masa social del club de que el anterior presidente, Arturo Tuzón, era un paleto sin ambiciones que se negaba en redondo a contratar al genial Romario. Su trabajo incansable y su rechazo a toda forma de despilfarro devolvieron al Valencia a la grandeza que se había perdido en los ochenta, cuando, precisamente merced al despilfarro megalómano de sus antecesores, la entidad acabó en quiebra y descendida a la segunda división. 


Roig cumplió su promesa, fichó a Romario, un zángano impresentable, e instaló al club en la senda de la deuda hiperbólica de la que ya nunca hemos salido. Después todos sus desmanes llegaron a parecer poca cosa cuando Joan Soler consumó la devastación del Valencia, al que convirtió en cautivo de la burbuja inmobiliaria y de su absoluta incapacidad para gestionar nada. "Eso no es dinero", contestó cuando alguien aventuró la cifra astronómica que podrían suponer las faraónicas inversiones con las que pretendía convertir el VCF en poco menos que una multinacional del fútbol. Soler quería pasar a la historia del Valencia y que le hicieran una estatua en la Plaça de l´Afició... lo primero lo ha conseguido. Lo que hizo con David Albelda, intentar destruirle simplemente porque le miraba con altivez, debe hacernos pensar con envidia en la manera en que el Barça trató en su despedida a héroes del club como Puyol o Xavi. 


¿Por qué el valencianismo le aguantó todos aquellos dislates a Soler y no le pasó ni una a Tuzón o a Llorente? Creo que por la misma razón por la que se dejó manejar por Amadeo Salvo, uno de los mayores farsantes que he visto en el mundo del fútbol -y he visto infinidad- y el personaje que, mejorando a Roig o Soler, podría pasar a la historia como el que condujo al Valencia a su armagedón. Salvo se empeñó en que el club vendiera el alma a un millonario de Singapur, Peter Lim, que aparece en la lista Forbes. "No había otro remedio", dijeron unos... Los demás -aficionados y medios, con la honrosa excepción de la Cadena Ser- se creyeron que había llegado el Rey Midas y que el Valencia volvería a ser la princesa más guapa de todos los reinos. Pero el problema de vender el alma es que dejas de tenerla, y un club de fútbol sin alma no puede existir, pues aunque esto Lim es incapaz de entenderlo, no es una simple empresa que se puede gobernar como se gobierna una asesoría o una franquicia de hamburguesas. 

Sabemos que la globalización no es mala necesariamente. Cuando se asume como un tsunami que arrasa con todo para imponer esa lógica feroz y simplista con la que los grandes mercaderes caminan como mamuts saltándose las reglas locales, entonces su consecuencia es el estrangulamiento de las identidades locales, es decir, el desastre. Sería interesante hacer una relación de la cantidad -delirante, se lo aseguro- de futbolistas que han pasado por el Valencia en apenas cuatro años, y habría que incorporar a esa lista a infinidad de entrenadores, asesores y empleados de todo tipo... "Fútbol líquido", diría Zymunt Bauman, volatilidad enloquecida que impide que cuaje y permanezca nada que aspire a ser sólido. 


¿Por qué somos del Valencia?, diría mi hijo hipotético si estuviéramos en aquel anuncio tan acertado que hizo hace años el Atlético de Madrid. Yo está pregunta la tengo muy contestada. Soy del Valencia porque mi padre me llevaba al estadio desde los cuatro años... Y yo vivía aquel mundo de adultos que reaccionaban de manera tan extraña como si Mestalla fuera el Teatro de los Sueños. Cada gol de Keita o de Valdez era una emoción tan pura que tengo que pensar en cosas muy grandes de mi vida para encontrarles parangón. Creo que en Valencia tenemos un problema político y sociológico muy serio, y es un problema que sin duda se traslada al fútbol. Queremos creer que somos guapos y grandiosos sin necesitar esfuerzo para ello. Esa megalomanía pueril nos hace extraordinariamente vulnerables a que cualquier embaucador nos venda ilusión para estafarnos. El que una cuadrilla de bandidos nos haya gobernado durante dos décadas sin apenas oposición debería como poco dar lugar a un examen de conciencia. 

Luego perdemos siete a cero en el Nou Camp y nos deprimimos. Gracias, Messi, a ver si aprendemos.