Friday, June 27, 2014




¡CÁLLATE!

¿Por qué no abandonar la partida? La desaparición, la retirada, el silencio...son, como la soledad, tentaciones que, una vez degustadas, pueden volverse adictivas. No se trata de enclaustrarse como esos niños japoneses para no volver a tratar con humanos más que desde el preservativo de la pantalla de un ordenador: bastaría con una vida convencional y sencilla de consumidor medio, espectador adocenado y pasivo... No escribir más, no emitir opiniones, dedicarse a la contemplación, renunciar de una vez por todas a ese vicio tan pretencioso de intentar hacerse oír. 


Diversos acontecimientos de mi vida ahuyentan ese fantasma. Tuve en el cole un compañero que se afanaba por hacerme callar en público. Le importunaban mis opiniones, le perturbaba que yo exhibiera criterios propios. Creo que temía perderme y que, sobre todo, temía quedarse aislado en su mediocridad y su cobardía. En la universidad me dio por meterme en distintos enredos de esos en los que uno tiene que posicionarse y arriesgarse a que le rompan la cara. Conocía entonces a otro tipo al que hice caso demasiado tiempo y al que descubrí que enfurecía cualquiera que hiciese algo. No me refiero a respirar o estornudar -aunque no garantizo que tales cosas no le molestaran también-, me refiero a que alguien hiciera una exposición con sus fotografías, intentara camelarse a las chorbas en las fiestas, gritara con devoción los goles de su equipo, escribiera poemas o hiciera programas en la radio. Como yo menudeaba por todos estos lodazales y por otros aún peores el tío se pasaba el día cuestionándome. Acaso lo mejor hubiera sido pasarme las tardes haciéndome pajas en la habitación, así al menos no le caen a uno las hostias, pero, qué le vamos a hacer, quien aspira al beso se arriesga también al bofetón. 


En los últimos años, desde que -como todo quisqui- me nacionalicé del país de internet, he comprobado que esta especie de ideología plastosa del no hagas nada tiene multitud de adeptos. Bien escondiditos en su guarida y con el pijama puesto, se protegen en la cobardía del nick para poner a parir a cualquiera que no viva como ellos. No siempre practican el matonismo informático; no te insultan, o en todo caso lo hacen de manera velada, pero te descalifican continuamente, se enojan ante cualquier respuesta discrepante, te achacan soberbia y prepotencia... En esto coinciden misteriosamente todos: víctimas de un terrible complejo de inferioridad, terminan sugiriéndote que lo mejor sería no salir al aire, no emitir ninguna opinión en público, guarecerse en el silencio. 


No ha habido un solo episodio significativo de mi vida en que no me haya topado con esfuerzos de disuasión. Para empezar a festejar con mi primera novia me encontré con resistencias insospechadas, para ir con amigos en la infancia, para casarme, para tener hijos, para no tenerlos, para escribir y publicar un libro. Y el caso es que nunca les falta parte de razón. Como explicó Cioran -único defensor de la inacción al que respeto- el entusiasmo y la determinación de actuar han traído millones de muertos. Es cierto, Colón hubiera podido quedarse en su casa fantaseando con los mapas de los marinos genoveses que tanto envenenaron sus sueños, muchas tragedias se hubieran evitado. ¿Seguro? La acción, la aventura, la osadía de los conquistadores es causa de verdaderos genocidios -en cierto modo toda la historia es un genocidio-, pero también lo es la pasividad. La falta de reacción ayudó mucho a Hitler a consumar el plan siniestro insinuado en Mein Kampf. Los pesimistas no empujaron durante la Guerra Civil y ello le vino muy bien al fascismo, régimen de la pasividad de las masas por excelencia. Hoy los gobiernos nos felicitan cuando nos conformamos con ser mayoría silenciosa. Los depresivos no encuentran motivo para salir de la cama por la mañana, y así languidecen de la forma más gris, sin llegar siquiera a fracasar porque renunciaron a intentarlo. 

Me pregunto si no hay una cruzada universal contra el entusiasmo, un virus extendido por todo el mundo para que interioricemos la impotencia y nos limitemos a ser consumidores. No se dejen engañar, ignoren al triste y al cobarde que todos llevamos dentro.  

Thursday, June 19, 2014

NO MEREZCO ESTO





"No merezco esto", dice el sheriff de Sin perdón un segundo antes de que Will Munny le dé el tiro de gracia a bocajarro. "No merezco acabar así"... nadie cree merecer la extinción y el olvido. Puestos a marchar, no esperamos otra cosa que las exequias dignas de un monarca. "Lo que uno merece no tiene nada que ver", contesta el ángel de la muerte un instante antes de disparar. 

Acaso, hablando de monarcas, Juan Carlos I mereciera otro crepúsculo que el de aquellas lágrimas televisivas: "Lo siento mucho, no volverá a suceder". No volverá a suceder porque ya no le quedan fuerzas, pero él encañona elefantes y lo que le venga en gana porque para algo es Rey, ¿que os pensabais,  hatajo de plebeyos?
 
Tampoco la merecía Adolfo Suárez, despellejado en su momento por tirios y troyanos hasta que, ya sin ningún poder, les dio por rendirle honores y dedicarle aeropuertos y replacetas cuando el pobre ya no estaba para entender nada. ¿Y Aznar? Se desplomó la fe de muchos de sus fieles por una guerrita más o menos y el castigo electoral cayó a fuego sobre sus herederos, que también le traicionaron. O Rubalcaba, un estadista como pocos al que a estas alturas empieza a notársele demasiado que ni él ni su camarilla van mucho más allá de querer seguir viviendo de la política hasta el último segundo. 
 
El pasado miércoles muchos españoles entendieron que la derrota es poca cosa al lado del bochorno que uno experimenta cuando se convierte en el hazmerreír internacional. Resulta difícil imaginar una actuación tan delirante, una catástrofe futbolística tan redonda, tan abrumadora. La situación que se creó en apenas unos días parecía una broma, un chiste con poca gracia para las teles y radios que lo relataban, sabedores de que el negoció con La Roja esta vez era ruinoso. No lo merecíamos, ni el seleccionador, un hombre de orden, ni los jugadores, a cuyos pies nos habíamos rendido durante años, cuyas desventuras ya ni siquiera encuentran el consuelo fugar de los éxtasis balompédicos. No, La Roja no merecía esta debacle, pero también debemos preguntarnos que todos esos gilipollas borrachos y enfundados en la rojigualda que gritaban por las noches despertándonos a los críos merecían los triunfos anteriores. 

Por todas partes me topo con homo sapiens convencidos de que nada más nacer les miró un tuerto. No conciben cómo pueden cerrárseles sistemáticamente las puertas a las que llaman a pesar de que ellos se lo han peleado más que nadie. Este sentimiento es un universal. Como dijo Cioran: "no es Dios sino el dolor el que posee el don de la ubicuidad". Todos los días echan sin piedad del trabajo a gente que se dejó el alma por la empresa. Mujeres a las que halagamos y cortejamos con insistencia apenas nos dedicaron una sonrisa vacía en el momento en que esperábamos tocar la gloria con los dedos. Nuestros alumnos nos olvidan pronto o prefieren ignorar lo que hicimos por ellos, nuestros hijos creen que estamos obligados a amarles y servirles, como si tantos desvelos pudieran venderse a precio de saldo. Si alguna vez asumimos una difícil responsabilidad  sólo por ser solidarios acabamos llevándonos todos los palos imaginables, desgracia que nos hubiéramos ahorrado si hubiéramos tenido la pillería de no levantar la mano y silbar mirando al techo dejando que otros cándidos se jugaran los huevos...
 
Todos estos planteamientos son verdaderos, pero pueriles. No solemos preguntarnos si merecemos la salud pública, no haber pasado hambre jamás, no haber ido a la trinchera con una bayoneta al cinto, no morir de parto o cualquiera de tantas plagas a las que los seres humanos vivían permanentemente expuestos en tiempos en los que tenemos la inmensa suerte de no haber nacido. Nuestra mayor ingenuidad consiste en creer que nos hemos ganado a pulso lo que tenemos y, a la vez, sentirnos víctimas inocentes de nuestros fracasos y desdichas. 

¿Merezco más de lo que tengo? Es lógico hacerse la pregunta porque a nuestro lado respiran perfectos gilipollas a los que el destino obsequió por el morro algunos de los bienes por los que nosotros hemos peleado denodadamente, muchas veces sin el éxito que al que en justicia aspirábamos. Es como esa bala que silba en la batalla y termina por alojarse en el cráneo de un hombre leal y valeroso, mientras el miserable cobarde al que le pasó a dos centímetros de la sien se va a casa de rositas y lo convierten en un héroe.
 
La pregunta no es qué me merezco. En esto, como en tantas cosas, el viejo Kant viene a inspirarnos: "¿qué puedo esperar?". No hay cuentas que ajustar con el destino, es un maricón -como dijo Joaquín Sabina-  un enemigo demasiado fuerte para importunarle con nuestras ñoñerías. Lo que sí podemos es ganarnos el derecho a esperar: no sé qué obtendré, lo que sí sé es lo que me he ganado... aunque nunca suenen para mí las trompetas reales.

Friday, June 13, 2014

FUTBOLIDAD




El Gobierno de España ha convertido en costumbre algunas prácticas que hieren la sensibilidad de cualquier ciudadano al que no le guste que le tomen por imbécil. Ofrecer ruedas de prensa desde una pantalla de televisión, pongamos por caso, coge cierto aire de gag de comedia baratucia; prohibir las preguntas en una comparecencia tiene también su miga; y no hablemos de lo fugarse a cazar renos, a unas sesiones de Spa o a la final de la Champions en esos momentos especialmente inoportunos en los que al país le crujen las juntas. Hay otros hábitos menos hilarantes pero bastante más peligrosos, por ejemplo el de la agostidad, que huele un poquito a crimen sórdido, más si le añadimos aquello de la alevosía. Deberíamos tenerle pánico al mes vacacional, el Gobierno aprovecha que la gente está comiendo sandía bajo una sombrilla para imponer alguna "reforma" -que es como llaman ahora a perpetrar atrocidades- esperando con ello que no se desencadenen mayores tormentas.


Soy aficionado al fútbol, bueno, lo era, o en todo caso habría que decir que soy pero no ejerzo mucho últimamente. Hace años que no atiendo a las secciones deportivas de telediarios y periódicos porque, aparte de no importarme demasiado si Cristiano Ronaldo come chirimoyas o se hidrata la faz con mierda de vaca, creo que me he vuelto un poco borde. Siempre supe que el fútbol era un reducto de vividores y desvergonzados que intentan engañar a legiones de ilusos para sacarles los cuartos, pero con la edad he ido entendiendo que sucumbir sin resistencia a tramas malolientes es peor que tragarse ingenuamente los mejunjes mientras te enrollas la bufanda de tu equipo. 

Desde que empecé a fijar mi mirada en esos tratantes de mercancía a comisión que son los managers, en los sujetos -normalmente lo peor de cada casa- que alcanzan poder y fortuna en la gestión de los clubs de fúbol, o en la falta de escrúpulos con la que la prensa especializada gestiona la información, he sabido que la magia con la que uno se emociona en ese teatro de los sueños en que a veces se convierte un estadio es en realidad un caramelo envenenado. 


No voy a hablar de Leo Messi, el futbolista más virtuoso que he conocido, sobre el que se investigan una serie de maniobras que, de ser ciertas, sólo merecen una mueca de profundo asco. Pero Messi no es el único malvado de toda esta historia. La FIFA lleva mucho sin saber disimular las inclinaciones más corruptas que alberga desde que la conozco. Nunca he dudado que los arbitrajes mundialistas eran a menudo teledirigidos y que sólo los árbitros que pitan a favor del que ha de ganar viven felizmente protegidos al amor de la casta de Blatter. Hay demasiado dinero en juego para dejar que un desaprensivo colegiado con sentido de la justicia deje al azar de la pura competición que Camerún o Jamaica estropeen un Mundial derrotando al que la oligarquía que rodea el fútbol quiere que gane. ¿Insinúo que la competición está amañada? Digamos que está convenientemente orientada. 

Este tema parece a fin de cuentas menor al lado de lo que se ha descubierto en torno al próximo Campeonato del Mundo, a celebrar en el petroemirato de Qatar, uno de esos países donde, entre llamadas a la oración desde un minarete, unos cuantos viven en medio de un lujo escandaloso y la inmensa mayoría en condiciones de práctica esclavitud. Resulta que muchas delegaciones nacionales, preferentemente de países pobres, habrían sido sobornadas por los qataríes para votar en su favor en la carrera por obtener la sede de la Copa del 18. Hará un calor espantoso por aquellos desiertos, pero será una oportunidad estupenda para que unos cuantos hagan suculentos negocios y el resto siga igual de jodido.

En estas horas nos siguen llegando noticias de las protestas en Brasil. ¿Cómo es posible que estos grupos airados boicoteen el campeonato que se disputa en casa? ¿No se dan cuenta de que la nación se juega su prestigio internacional? ¿No ven que pueden incluso dañar las posibilidades de la canarinha? Pese a que muchos brasileños han salido de la miseria desde Lula parece razonable que pobres y sin techo se indignen por el despilfarro astronómico que supone la organización del evento cuando ellos no saben si comerán esta noche. "Es bueno para el país, bueno para todos", les contestan en los ratos en que no carga la policía. Ellos siguen protestando porque sospechan que sólo es bueno para unos pocos. Como suele decirse: privatización de las ganancias, socialización de las pérdidas. A ver si con un gol de Neymar se les pasa la tontería. 

En cuanto a mí, voy a ver los partidos de La Roja, pero con mucho miedo. No tanto por si nos la lían los rivales como por lo que pueda colarnos el bueno de Rajoy en pleno éxtasis de futbolidad. 

Friday, June 06, 2014

REYES




No sé si termina de venirnos bien este rebrote de la controversia sobre la monarquía. No propongo la indiferencia ni la neutralidad, es más puedo ser concluyente y aseverar que el derecho dinástico es un residuo del Antiguo Régimen y, por tanto, una inquietante hipoteca del pasado en las sociedades democráticas contemporáneas. Por más que sus leales intenten revestirla de normalidad desritualizando su sistema de señales, la monarquía parece más una pieza de museo o un entretenimiento de revista del corazón o de parque temático que una institución seria y acorde a los tiempos. 

Mi problema no es, pues, que se debata la legitimidad del régimen monárquico; hace ya casi cuarenta años que algunos vivimos con ese interrogante en la boca sin que se nos preste atención. "¿Qué te habrá hecho a ti el pobre de Juan Carlos?", solían contestarme cuando preguntaba a mis mayores por qué nadie pidió mi opinión respecto a si quería tener un rey. A mí el Borbón no me ha hecho nada, diría que incluso me resulta simpático de no ser porque algunas de sus conductas se me antojan harto reprobables, será porque me gustan los elefantes y los osos. En todo caso se dedican él y su familia a vivir sin trabajar a costa de mi dinero, pero en eso no son los únicos ni los peores. Lo que de verdad me ha hecho es convertirse en Jefe del Estado sin mi permiso o mi aquiescencia, algo inexplicable en democracia, donde los cargos no se heredan porque son electivos, transitorios y revocables.


 "Tú no votaste al Rey, pero yo sí", me dijo mi padre, "lo hice al votar la Constitución". Que yo sepa las leyes no son incontestables ni eternas, pero sobre todo parece muy dudoso el procedimiento. Si muchos españoles no simpatizaban con la Monarquía -y no creo que mi padre fuera jamás un entusiasta-  ¿podían permitirse el lujo de renunciar a la primera constitución democrática que jamás conocieran sólo porque en ella les colaban al Rey? ¿No estamos ante un chantaje astutamente preparado? "Yo sí voté al Rey", ya, pero yo no, a mí no me dieron esa oportunidad, no me la piensan dar jamás y sospecho que tampoco a mis hijos. Se me ocurre preguntarme si la razón por la cual la Monarquía se declara innegociable es precisamente que se trata de una institución no democrática, lo cual supone por tanto que nada hay que discutir. 

Y, sin embargo, creo que es dudosa la oportunidad de esta polémica. Al Gobierno le vendrá muy bien que se prolongue, y acaso también a quienes, no disponiendo de propuestas sólidas para arreglar la economía del país, opten por cebarse en el tema, capturando así un puñado de votos indignados. Está bien el debate, pero lo primero que habríamos de dilucidar es cuáles son los territorios en los que merece la pena presentar batalla. En estos días hemos sabido que muchos comedores escolares van a tener que seguir abiertos en verano porque son la única garantía de alimento para muchos niños. La noticia es estremecedora, pero veo a nuestra querida Vicepresidenta saliendo al paso de las soflamas republicanas mucho más cómoda que teniendo que explicar por qué cada día hay más gente viviendo por debajo del umbral de la pobreza en este país del que dicen sus dirigentes que está saliendo de la crisis. 


No rendiré homenaje a Felipe VI, pero, qué quieren, ahora mismo mi preocupación es convencer a mi madre de que las políticas de la derecha llevan a España al desastre. Es una cuestión de prioridades y urgencias, a la Corona ya habrá tiempo de ajustarle las cuentas. 

Una curiosidad final: nunca he dejado de preguntarme por qué tanta gente quiere tener un Rey. Sé a qué le tenían miedo los españoles en el 78, pero ¿y ahora? Sin golpistas ni riesgo de involución ¿de verdad necesitamos que una institución medieval nos recuerde en Navidad que nunca seremos del todo ciudadanos porque siempre tendremos algo de súbditos? Ya hablaremos... cuando llegue el momento estratégico de hacerlo.