Friday, February 28, 2014




EL FOLLONERO Y EL 23F

No consigo irritarme con el engaño del que fuimos objeto el pasado domingo. Digo "engaño" porque, le llame como le llame el responsable, es de lo que se trataba: hacer tragar un bulo formidable a los espectadores que tienen la generosidad de poner los domingos por la noche el canal para el que trabaja Jordi Évole, cuando muy bien podrían estar viendo un partido de fútbol o jugar al dominó. Cualquiera de estas ocupaciones es bastante más grata que presenciar los domingos por la noche un programa televisivo como "Salvados", donde lo común es encontrarnos con el infortunio, la injusticia, la indignación y la denuncia. Si la gente lo ve es porque cree que tras tanta miseria como la que se nos revela hay un ejercicio de periodismo serio y honesto, cree en suma que se nos está contando la verdad, por dolorosa que resulte. 

Si Évole ha desperdiciado el capital que en tan buena lid ha conseguido es una cuestión que debe valorar él mismo, yo me limitaré a considerar si me merece la pena seguir viendo su programa. Debo decir que es algo que ya he hecho con otros programas de La Sexta, una televisión cuya voluntad de extender la indignación entre la ciudadania con sus denuncias viene a menudo acompañada de un fondo musical de humor un poco Torrente y un poco Scary movie, presunto gamberrismo con jóvenes macizonas y presentadores salidos que babean con ellas. Esta bien pasarse el día atacando a una derecha casposa y carpetovetónica; de lo que no estoy tan seguro es de que se pueda deslegitimar el poder de las oligarquías del país desde estrategias tan cutres como las que acostumbra esta cadena que, por cierto, nota en exceso que es la televisión de un payaso, chiste sin gracia que me permito porque huele mucho a Gran Wyoming.

He empezado sin embargo declarando mi indulgencia para la bromita de la "Operación Palace" y no voy a desdecirme. Allá Évole  y La Sexta haciendo lo que le apetezca con su credibilidad. Lo que no entiendo es la hipersensibilidad que ha revelado este asunto. ¿Cómo que no se puede bromear con estas cosas? Dijo Woody Allen que "comedia es igual a tragedia más tiempo", es decir, que si hacemos mofa de sucesos que en su momento fueron horrorosos es porque el tiempo tiende a cicatrizar incluso las heridas más profundas, y esto vale, desde luego, para el 23-F tanto como para cualquier otro acontecimiento de la historia española. Gila construyó su portentoso talento desde sus ocurrencias sobre una guerra pavorosa, la serie Mash arrancaba carcajadas desde las manos y los bisturíes ensangrentados de unos médicos que atendían a los heridos de la terrible Guerra de Corea, Chaplin parodió magistralmente al mayor asesino del siglo XX...  No hay institución ni suceso, por espantoso que resulte, que pueda blindarse eternamente contra algún tipo de chanza, aunque sea la del humor negro, en el que por cierto andamos tan versados los ibéricos.   

No parece que precisamente el 23F se encuentre entre ese tipo de aconteceres que desaconsejan la chirigota. Se pasó miedo aquel día, sí, pero no transcurrieron ni dos días hasta que la gente se percatara del componente de mascarada que tuvo aquella entrada gloriosa de un señor con tricornio pegando alaridos -"se sienten, coño"-, una especie de ópera bufa con perfiles de "Ubú golpista", magistralmente concluida con la salida por la ventana de los últimos rebeldes felicitados por el valeroso líder con bigote. No se engañen, lo mejor que se puede hacer con ellos son chistes. 

También es cierto que lo que Évole pretendía no era hacer un chiste, el objeto de su broma era por lo visto denunciar la resistencia de las autoridades del Estado a desclasificar los supuestos documentos secretos que habrían de proporcionarnos las claves definitivas sobre la trama golpista. Muy bien, pero a tal pretensión se superpone la de multiplicar las audiencias, que es en lo que sin descanso, día y noche, piensan los cerebros que urden las programaciones televisivas. ¿Por qué lo sé? Porque es lo que hacen siempre, y La Sexta no es una excepción. También Telecinco legitimó hace quince años la primera emisión de Gran Hermano como un revolucionario "experimento sociológico", todo un sarcasmo del que las televisiones ya no necesitan echar mano para emitir realities a todas horas y en todos los formatos imaginables. 

Una vez más creo que se nos escamotea el debate esencial. Les confieso una cosa: yo me tragué la bola, pero a medias. Iba y venía entre mis ocupaciones -algo que solemos hacer todos con la tele encendida- y, lejos de asumir que se trataba de un "montaje", pensé que era más bien una versión conspiranoica del suceso a la que el director de "Salvados" había decidido prestar crédito. A medida que el "documental" avanzaba la cosa iba volviéndose más delirante y tomaba perfiles claros de estafa, pero tardé en darme cuenta. No me ofendí en la conclusión porque nunca creí que lo que se nos contaba fuera cierto, sólo pensé que era una de tantas gilipolleces que los medios nos intentan hacer creer. 

¿Por qué la gente parece creer cualquier cosa? Es ésta la pregunta que debemos hacernos. Si la ciudadanía quisiera conocer "la verdad" sobre el 23F leería a historiadores aplomados o leería la excelente novela sobre este asunto que escribió Javier Cercas. Pero no, la mayoría vieron al Follonero y luego, de propina, las chorradas paranormales y espiritistas de Iker Jiménez sobre "los misterios del Golpe".  

Se me ocurren varias conclusiones. La primera es que no deberíamos olvidar que lo del pasado domingo ocurrió en la televisión. Sería una broma, un experimento, una denuncia o una payasada de mal gusto, pero fue un acontecimiento televisivo. Debemos pensar que la audiencia de La Sexta -como la que consulta las noticias a través de Yahoo- corresponde a una generación de personas que nunca han tenido que asumir aquello de que "el medio es el mensaje" porque nacieron con ello. En otras palabras: los medios inventan la verdad, y sus receptores la aceptan, pero intuyendo que se trata de una verdad de baja intensidad, intercambiable, efímera, perfectamente indolora e intransitiva. La siguiente pregunta es propia de un Sócrates de la posmodernidad: ¿a dónde se nos ha ido "la verdad"?. Desprendida tanto del drama histórico que la configuró como de sus consecuencias, ésta se dedica a orbitar sobre nuestras almas de consumidores en forma de significantes sin referencia, entre la publicidad, los falsos documentales, las conspiranoias, las webs, la propaganda institucional o las canciones de Madonna. 


No habrá "verdad" sobre el 23F, tampoco el día que los papeles se desclasifiquen, estos sólo serán un pretexto para nuevos espectáculos; en cualquier caso serán una decepción porque la verdad ya no es lo que era. En cierto modo, y como adelantó Jean Baudrillard, el acontecimiento ya no tendrá lugar, como si no lo hubiera tenido nunca. 

Friday, February 21, 2014

AFORISMOS PARA FASTIDIAR







1. "Indiferencia", "hastío"... los conceptos más utilizados por la secta depresiva -esos pensadores que intentan convencerte de que sólo puedes estar contento si eres gilipollas- me resultan lejanos. Yo no me harté jamás del mundo, no he tenido tiempo, siempre temí que él se hartara antes de mí. 

2. Tiene razón el profesor Keating cuando en El club de los poetas muertos repite "carpe diem" a sus alumnos mientras les muestra las viejas fotos de sus predecesores, los cuales vivieron casi un siglo antes, y que ahora, pese a su pose despreocupada y sonriente, se encuentran ya criando malvas. Esos retratos hablan de una juventud ilusionada y exultante, su felicidad parecía inconmovible cuando la cámara creyó detener el tiempo. Pero éste no se detiene jamás y, desde el polvo en que se convirtieron, sólo pueden sugerirnos con sus voces de ultratumba que exprimamos el limón del instante y que
gocemos de su sabor como si fuera lo último que hubiéramos de hacer, pues, de alguna forma, estos son nuestros últimos momentos. La paradoja es que no somos capaces de asumir esta gran verdad, la única que realmente importa, en todas sus consecuencias. Si lo hiciéramos degustaríamos la cena como si se tratara de la última gracia del condenado a muerte, pero nadie puede vivir así permanentemente. En esa grieta incompresible se instala nuestro agitación cotidiana: debemos gozar de la bocanada que ahora mismo llena nuestros pulmones, pero justo cuando empezamos a entenderlo ya no somos jóvenes y nos duele la próstata o vivimos ateridos por el miedo a que el próximo análisis nos advierta de lo que vamos a morir o que nuestros allegados se rompan la crisma en una carretera. 

3. Si una misteriosa infección dejara el planeta sin mujeres tan solo me tomaría unos minutos en preparar la forma más eficaz e indolora de suicidarme.  

4. Desengáñense, no hay manera de saber qué va a pasar. El destino es un especialista en ironías. Justo cuando algo parece más inevitable hace sonar el cuerno de la fortuna para burlarse de nosotros. Tiene una lógica, sí, pero como en los grandes relatos, su sentido sólo se vislumbra a posteriori, cuando ya conocemos el final. 

5. No confíes jamás en alguien que presuma de su sentido del humor. Alguien así es tan risible e ingenuo como el que afirma que "mi mujer me lo cuenta todo" o el que cree poder exigir a los demás que le quieran. El humor, como todo lo que es grande en la vida, proviene de terribles frustraciones, heridas mal cicatrizadas, esperas interminables e infructuosas, inseguridades no resueltas... Sólo empiezas a tener sentido del humor cuando has hecho un ridículo espantoso, cuando te percatas de lo banal de tus ambiciones, o cuando asumes que estás hecho de la misma pasta que aquellos a quienes más detestas. 

6. La Razón es un error, un imprevisto en el programa de la naturaleza, un fallo de reduplicación que da lugar a un mono loco. No parece que asumamos las consecuencias de esta evidencia: la prueba es que seguimos escandalizándonos por el amor que mucha gente le tiene a Berlusconi o por qué los mandarines sigan contratando a Calatrava. 

Friday, February 14, 2014

MÁS TIEMPO




Alguien regala una persona a la que quiere una pequeña cajita como las que enviaban los masones para no ser descubiertos. La caja, formado por varias láminas superpuestas, requiere una clave de apertura que sólo puede descifrar el receptor. Al abrirla, éste descubre un papel en el que figura una inscripción: "Tiempo". El autor del obsequio no regala en realidad, más bien solicita, le sugiere al obsequiado que le conceda más tiempo, que se detenga para hablarle, para besarle, para compartir con él algunas de sus horas. 

En escenarios mucho más prosaicos la gente también pide tiempo. Me lo piden mis alumnos cuando completan un examen, lo pedimos nosotros cuando nos cuentan los beneficios de un nuevo contrato con una compañía de telefonía con internet más televisión. La marujas en el Mercadona dicen llevar prisa, lo digo yo -aunque es una excusa- para librarme de un pelmazo que prepara algún truco para conseguir mi dinero, se lo digo a mis alumnos cuando se encantan con el vuelo de una mosca porque el temario debe cumplirse y vamos retrasados. 

Un salvaje llamado Tuiavii visitó Nueva York -como Tarzán-  con la compañía del antropólogo que antes le estudió a él en su tribu. Contó que los papalagi, es decir, nosotros los civilizados, se refieren al tiempo como si fuera una materia tangible. Por eso lo ganamos, lo perdemos, lo aprovechamos, lo recuperamos... Deambulamos según Tuiavii dominados por ese tirano inexorable que nos maltrata sin piedad y al que hemos vendido el alma para obtener un bienestar que nunca nos satisface, pues el tiempo nos gana siempre. Quizá el tiempo sea un tesoro, pero sometido a la infección luterana de las naciones eficaces se convierte en la clave de la prosperidad y también en una enfermedad con la que nos torturamos. 

Síntoma de esta neurosis de la que todos estamos aquejados, como cautivos en una cárcel móvil de la que ya no sabemos como escapar, requerimos la ayuda de psicoanalistas, sanadores y quiromantes de toda especie para que nos expliquen porque nos sentimos tan mal. Lo primero que nos dicen es que "no estás enfermo", pero lo estamos todos. Fíjense por ejemplo en lo que ocurre en una ciudad los viernes por la tarde. Es el momento para escapar a las obligaciones laborales, pero la gente tiene más prisa y está más irritable que nunca, con esa carga de violencia tan misteriosa que electriza a quienes se suben a un automóvil creyendo que su vehículo le permite pisotear al hatajo de perdedores que caminan e infestan con su exasperante lentitud los pasos de cebra. 

¿No han notado que nuestras aceras se están alemanizando? Pueblo exitoso como pocos, los alemanes pasan como panzers por la acera y te empujan sin contemplaciones si un centímetro de tu cuerpo se interpone en su camino. En España, donde las aceras eran reductos de la poca vida social que todavía nos queda, es cada vez más frecuente que, si te detienes un segundo a mirar la luna o a saludar a un vecino, o simplemente no te desplazas a la velocidad correcta, algún imbécil te meta el codo. Lleva prisa, claro. Pronto pondrán señales de velocidad para los viandantes.  

Veo la última entrevista de Ana Pastor en La Sexta. Lo siento, no soporto a esta chica, es un problema que tengo. Vive instalada en una aceleración enfurecida en la que sólo se siente cómoda ella porque está enferma, enferma de prisa, de ambición, de intolerancia. Acosa al infortunado entrevistado porque parece creer que éste siempre oculta algo que sólo revelará si es sometido a la presión adecuada. Interrumpe continuamente porque cree que nosotros se lo pedimos. Tiene uno que respetar muy poco a los que entrevista para no dejarles ni un instante de respiro, como si instalados en su apremio hubiéramos todos de exhibir nuestra mentira, nuestra corrupción y nuestras contradicciones. Pero por debajo de las evasivas del entrevistado sólo queda el hastío, la sensación de que uno es víctima de un interrogatorio policial. "La gente quiere saber", cree Pastor; se equivoca, la gente quiere escuchar. Qué lejos quedan los enigmáticos silencios de Jesús Quintero.  

Sunday, February 09, 2014

¿QUIÉN TEME A NAOMI KLEIN?


La revista Pasajes de pensamiento contemporáneo ha sido nuevamente generosa conmigo, y me ha publicado un artículo del que estoy orgulloso: Globalización, consumo y resistencia. Me gustaría decirles que merece la pena pagar los diez euros por mi escrito, pero sería deshonesto e inexacto. 

Siempre merece la pena, pero el número de este cuatrimestre de la revista que dirigen Pedro Ruiz y Gustau Muñoz para el Servei de Publicacions de la Universitat de València es excelente. Además de una reseña de mi amigo Paco Fuster, encontramos un semimonográfico sobre las causas y los procedimientos de la corrupción en España que considero de imprescindible lectura, con trabajos de gente muy valiosa y que no escribe a gritos ni desde un vacuo partidismo. Les recomiendo en este sentido la entrevista con el político socialista Ángel Luna, que tanto protagonismo -seguramente para su desgracia- obtuvo durante años con sus denuncias en solitario de una corrupción que, en pleno apogeo del Consell de Francisco Camps,  parecía convertirle en una especie de leproso. Imprescindible también el artículo del filósofo Roger Chartrier sobre el problema de la representación, o el de Darlei Dall´Agnoll en contestación al prestigioso profesor Vicente Sanfélix, experto como su interlocutor en una figura tan decisiva para la filosofía contemporánea como Ludwig Wittgenstein. 

Mi artículo iba inicialmente a publicarse con el título ¿Quién teme a Naomi Klein?, que nos pone sobre la pista de su propósito: defender la vigencia y la solidez de las propuestas de análisis crítico del capitalismo contemporáneo que convirtieron a la autora del ya mítico No logo. El libro negro de las marcas en inspiradora -e instigadora- de los movimientos alterglobalización que empezaron con las protestas de Seattle hace quince años y encontraron en España uno de sus ecos más relevantes con el movimiento de los Indignados del 15-M. 

En el trabajo que presento trato de desmontar algunos de los prejuicios desde los que se ha intentado extender el descrédito e incluso el escarnio o la burla sobre las bases intelectuales y morales de los llamados movimientos anti-sistema. En concreto examino la propuesta de un ensayo muy leído hace una década, Rebelarse vende, de los canadienses Heath y Potter, donde se denuncia la impostura de la insurgencia nacida de Seattle por la vía de asociar escritos como los de Klein con las modas del consumo hedonista nacidas de la contracultura de los sesenta. 

Para Heath y Potter, Naomi Klein no parece ser mucho más que una pija de izquierdas incapaz de entender que la estandarización de la producción en las sociedades de masas es la condición para que el bienestar se abarate y resulte asequible a la mayoría de la gente. La gente como Klein -supuestamente adicta a las medicinas naturistas, las filosofías orientalizantes y la hipocresía de las empresas éticas- es según estos autores responsable de haber banalizado y aburguesado los parámetros de la causa proletaria tradicional, convirtiendo la izquierda en la forma que los jóvenes burgueses adoptar hoy para distanciarse del vulgo. Lo que Klein no entendería  entonces es que el mecanismo por excelencia que activa permanentemente el consumo es el deseo de ser especial, de distinguirse de la masa y presentarse como cool ante nuestros congéneres. 

Esta visión es falsa, oportunista y demagógica, y lo es porque estrecha y parodia los planteamientos de No logo y los nuevos movimientos sociales, maniobra que conviene desenmascarar y desactivar, pues su fin es evitar que textos tan esenciales como éste sean leído y desencadenen tomas de conciencia incómodas para las élite económicas y políticas que dominan el mundo. 

Mi argumento principal consiste en que la pavorosa recesión económica que sobrevino en Occidente poco después de la publicación del libro de Heath y Potter refuerza las posiciones de los que iniciaron el ciclo de protestas contra el Foro Mundial y otras instituciones responsables del actual stablishment global. Lejos del romanticismo utópico e intransitivo en que convierten No logo, el texto se nos revela ahora como una serie muy bien fundamentada de advertencias respecto al riesgo de precarización laboral y corrosión del espacio de lo público que se cernía sobre nuestras sociedades como consecuencia de la interpretación neoliberal hegemónica en el modelo de globalización que sufrimos.

Con la publicación en 2007 de La doctrina del shock, ya al borde del crack financiero que sacudió al mundo capitalista desde los EEUU,  Klein confirma y desarrolla muchas de las intuiciones reveladas en su primer texto. Precarización, abismo social, destrucción de los tejidos productivos locales, claudicación de la política ante la macroeconomía, corrosión del estado social... Conocemos sobradamente todos estos síntomas, pero el estudio de Klein los pone certeramente sobre la mesa inmediatamente antes de la catástrofe. Klein denuncia en el modelo de globalización impuesto la influencia de ideologías neoliberales que, bajo la aureola intelectual de Milton Friedman, y con el reagan-thatcherismo de los ochenta como causa efectiva, terminarían desencadenando la tragedia de la que ahora nos lamentamos, cuando hemos entendido demasiado tarde que el ideal del mercado libre como motor de la democracia y el bienestar es sólo una panoplia para justificar las grandes fortunas y el poder omnímodo de la banca y las multinacionales. 
 
La doctrina del shock es a mi entender uno de los textos más imprescindibles de las últimas décadas si lo que pretendemos es entender las causas profundas de los males que nos aquejan. Nada más lejos de los sarcasmos de Heath y Potter, de los que se diría que su pretensión es que no leamos a Naomi Klein. Es más bien su texto, exitoso en inicio, el que parece haber quedado obsoleto y destinado al olvido.