Tuesday, February 27, 2007



LOS MUERTOS

A Beatriz Camus, in memoriam

Tres días han pasado desde que Beatriz Camus voló tras romper la luna de un coche y se estrelló contra un asfalto rabioso para ya no despertar jamás. Es curioso, los alumnos que he tenido y han muerto lo hicieron de esa estúpida manera. Alguno se durmió, otro confundió el acelerador con el freno, y ésta cometió el error de subirse al coche de un amigo sin carnet que se creía lo suficientemente listo como para conducir a 150 por una avenida de la ciudad. Bastó que la rueda tocara un pequeño bordillo para que sus dos acompañantes se destrozaran, aunque él, tras varias vueltas de campaña y colisión final contra un contenedor, salió ileso. Mis padres me han avisado desde niño del infierno de las drogas o del peligro de los caminos oscuros repletos de salteadores y sacasebos, pero en ningún lugar he visto tanta muerte como en las carreteras. Es un tópico, pero también algo verdadero, que ni el terrorismo ni la delincuencia tienen ese poder para segar vidas, y ni siquiera la enfermedad tiene la guadaña tan afilada cuando hablamos de personas jóvenes.

Tengo veinte años más de vida que Bea. Me cuesta quitarme de encima la impresión de que mi vida ha sido una sucesión de decisiones erróneas, que he fallado en casi todo, que he perdido de la manera más miserable a personas que quería... pero nada me parece más absurdo que ese instante en que alguien pierde todo lo que tiene y -lo que es peor- todo lo que podría tener. No es justo morir a esa edad. "Quien no muere joven, merece morir", dijo Cioran. Sí, todos hacemos méritos a cada segundo para que nos lleven los demonios, todos estamos viviendo con tiempo prestado, pero algunos tienen que pagar antes que otros. ¿Por qué? Encuentro tan poca respuesta a esa pregunta terrible como los seres devastados que más la querían. Puedo imaginar a un hombre de cuarenta y ocho años entrando cada media hora angustiado a la habitación las noches en que ella salía de marcha para ver si ya, por fin, la niña estaba en casa. Se habla muchas veces del duelo de los amantes perdedores, pero muy poco del de esos padres pesados que nos aman a fondo perdido y que encanecieron de puro miedo esperándonos en vela mientras buscábamos nuestro lugar en el mundo los sábados por la noche. De ese dolor y de los muñones que quedan en el alma cuando los peores presagios se confirman se hacen pocas poesías, desaparecen en el ruido y el trajín de los días de después mientras uno queda condenado para siempre a la soledad y al dolor.

Ayer el cura dijo ante el cuerpo de Beatriz algo sobre el seno acogedor de Dios y sobre la vida eterna. No sé porque no decimos en voz alta lo que todos sentimos: morirse es una jugada odiosa que el destino nos depara y que, si se trata de un joven, se convierte en un escándalo intolerable. Podemos confortar a los familiares, pero después sólo quedará un camino en el desierto que acaso no tengan fuerzas para recorrer.

Bea ha vivido veinte años menos de los que yo tengo cuando escribo estas líneas, y no dejo de pensar en lo que ha sido la vida de cualquiera como yo desde el momento mismo en que, con su edad, yo seguí vivo y ella se subió al coche fatídico. Ya no podrá ver el sol deshacer las sombras entre las columnas del Templo de Karnak, no besará al hombre de su vida en lo alto de una torre, no verá las lágrimas de alegría de su madre la mañana de su boda, no engendrará a una niña que terminaría siendo altiva y orgullosa como ella, no se tragará las lágrimas ante la angustía de lo sábados por la noche cuando la niña tarde en regresar... Todo eso se lo perderá ya sin remedio. Descanse en paz.

Sí, los diarios estaban en lo cierto: nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas, caía suave sobre el mégano de Allen y, más al Oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shannon. Caía así en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer, como el descenso de su último oscaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos.

Dublineses. James Joyce.

Wednesday, February 14, 2007



DISUASIÓN
Razones para la inacción las hay siempre, incluso seguir respirando es una temeridad repleta de contraindicaciones. Los islámicos rezan a Dios pidiendo perdón por lo que debieron hacer y no hicieron, por lo que debieron decir y no dijeron, incluso por lo que debieron pensar y no pensaron. Uno no debe pues arrepentirse de lo hecho, sino más bien de lo quedó pendiente, de tantas veces en que dijo "ahora no". Sin embargo, uno cae mejor y se resguarda de todo tipo de tempestades si mantiene la boca cerrada y el cuerpo inmóvil como el de un yogui hindú. Claro que una vida cómoda tiene su atractivo, que la gente excesivamente activa termina pareciendo sobreactuada e histérica y que los acontecimientos más sangrientos de la historia han sido llevados a cabo por hombres resolutos y decididos. Justamente por ello, dejar sin respuesta las atrocidades es la peor de las soluciones.
Llama el filósofo francés Jean Baudrillard "Gran Disuasión" a la era en que las dos grandes potencias se amenazaban e instigaban continuamente, alardeando de la cantidad de veces que sus arsenales nucleares podían atomizar al enemigo y al resto del mundo. Esa escena de los dos machos cara a cara con gesto amenazante, a un centímetro del choque de un estallido de violencia que casi nunca llegaba, se repite en mi memoria de la escuela. Y tiene su lado bueno. Mientras soviéticos y norteamericanos se intimidaban mutuamente, amagando con un golpe sin vuelta atrás, la vida transcurría en medio de una calma tensa pero permanente, sostenida por misteriosos contrapesos. La Crisis de los Misiles, con la pequeña isla de Cuba en el epicentro del terremoto, puso demasiado a la vista que la idea de la Gran Guerra había desaparecido en favor de su simulacro, una escalada de signos de lo bélico cuyo designio secreto era exhibirse promiscuamente, proliferar obscenamente, impregnar todas las imágenes y todos los discursos, para ocultar que en realidad ya no era posible. Sospecho que esa fue la razón secreta del complot de los halcones que acabó con el asesinato de Kennedy.
El Telón de Acero se desmoronó con una rapidez inquietante incluso para sus enemigos. Las libertades se descongelaban en la Europa del Este al microondas no por la victoria del impulso democratizador de Occidente, sino por la misteriosa inmunodeficiencia del mundo comunista. Pero la Era de la Disuasión no ha concluido, ha mutado. El terrorismo de Al Qaeda, en tanto que inducción a la pasividad mediante el miedo, es el invitado de honor del nuevo paisaje. Sería ingenuo pensar que se trata que esa lógica invade tan sólo los foros de la Alta Política. En verdad impregna toda la vida cotidiana, y eso es lo realmente preocupante.
Por ejemplo, cuando estudiaba en la Universidad me encontré con un catedrático indeseable cuya asignatura se aprobaba sólo en el caso de que uno comprara y memorizara el único libro que conformaba la bibliografía de su asignatura, libro que -ya lo imaginan ustedes- había sido escrito por el susodicho personaje. Perdonen la inmodestia, pero encabecé un motín contra esta repugnante situación animando y convenciendo a cientos de compañeros para que acabarán con el repugnante feudalismo del saber al que este señor y otros de su ralea sometían -y someten- a los indefensos estudiantes universitarios. La cosa no terminó de cuajar, pues el tipo sigue con su honrosa vida de catedrático y rentista de libros, pero lo peor no fueron los amagos de represalia de los que fuimos objeto algunos, sino la respuesta que me dieron algunos compañeros a los que empujé a la rebelión: desde "deberíamos dialogar con él, evitar molestarle", hasta "¿por qué movilizarnos contra eso del libro con la cantidad de cuestiones estructurales que primero habría que afrontar?". Ya lo ven, la gente siempre encuentra razones para no hacer nada, la cobardía es la más irresistible de las tentaciones.
En una ocasión, con motivo de una huelga en mi centro de trabajo, pregunté a una compañera por su actitud ante la convocatoria que realizábamos el resto de empleados: "es que yo no soy muy de huelgas", me dijo, como si perder un día de sueldo y ponerse a gritar en medio de la calle fuese la vocación natural de los demás, claro que entre los trabajadores hay tanta insolidaridad como entre los empresarios, estamos todos hechos de la misma pasta, qué vamos a hacerle.
Sumo y sigo, medidas ecológicas simples como las de separar los tipos de basura se abandonan por desidia, pues, aparte de que las autoridades son extrañamente poco contundentes a la hora de molestar a la ciudadanía con este tipo de demandas de higiene básica, la gente encuentra rápido consuelo en la teoría conspirativa de que "todo es una panoplia para que algunas empresas de reciclaje se forren a cuenta de los tontos que llevan el papel, el plástico, el cristal y la comida a contenedores distintos". Esto vale para el ahorro doméstico del agua, la necesidad de aminorar la emisión de gases procedentes del transporte privado, el abuso energético de los aires acondicionados con los que tropicalizamos nuestra vivienda... Hablando de ecología, recuerdo hace unos veinte años cuando el gobierno de Felipe González decidió sumergir el pueblo leonés de Riaño para construir un gran pantano. Acudieron para hacer frente a las excavadoras personas de toda España, pero muchos ecologistas de tierras mediterráneas-muy ilustrados ellos en la tradición ideológica de la izquierda divina de los años sesenta y setenta- se autodisuadieron de apoyar la protesta: "açó és a Espanya, a nosaltres ens preocupen els països catalans", reconocía en privado algunos de estos subnormales.
Se agolpan en mi mente todo tipo de excusas para la cobardía. Hay quien se niega a votar porque no cree que los políticos resuelvan nada, pero eso vale tan poco como el acto igualmente insignificante de votar, siempre que lo que uno y otro hacen es desentenderse de la obligación cívica de participar en la vida pública, lo cual no se sustancia, por más que los profesionales de la política se empeñen, en unos comicios cuatrienales para honrar a la partidocracia. Podría hablar de quienes desde la derecha más clericalista, pero en algunos casos también desde la izquierda, se oponen rotundamente a la legalización de la prostitución sin preocuparse después de si las profesionales del sexo mejoran en lo más mínimo la desolación de sus vidas, mucho más indignas por el frío, la esclavitud y el miedo a la violencia que por el tipo de intercambio mercantil que cotidianamente realizan. Puedo pensar en la cantidad de razones que cualquier ciudadano vasco encontraba y encuentra para no juntarse con aquel pequeño grupo de locos que en los años ochenta -apenas una docena de personas, después uno o dos centenares- acudían al centro de Donosti para manifestarse en silencio por cada asesinato de ETA. Sabían que, dando la cara, su nombre pasaba automáticamente a la diana de los fascistas, pero la libertad y la democracia han nacido siempre en el heroísmo desesperado y silencioso de grupos de personas como aquél, o como el de las Madres de Mayo, que asumieron el riesgo de morir con el pañuelo blanco en la cabeza antes que conformarse con la infamia de la que sus familias habían sido objeto.
Conozco una persona que tuerce el gesto cada vez que alguien le dice que va a tener un hijo: "otro problema, otra fuente de padecimiento"; me recuerda al que decía que no quería tener perro "porque luego le coges cariño y te da pena cuando muere".
Morir... eso es lo que nos va a pasar a todos. Y es una estupidez esperar pasivamente y atenazados por el miedo a lo que de todas formas tiene que llegar.