Saturday, February 28, 2009







HE FRACASADO


He dejado la cafeína y, debo decirlo, me siento como un ex yonqui. Me entran ganas de acudir a una reunión y decir, “me llamo David y tomé varios cafés diarios, algunos muy cargados, durante décadas… Soy la prueba viviente de que es posible dejarlo”. Y los asistentes a la reunión de Cafeinómanos Anónimos me vitorean a rabiar e incluso algunos me besan y abrazan paternalmente. No se deja gratis una droga, ya lo saben ustedes. A la previsible consecuencia de los primeros días, un tenaz dolor de cabeza, se une la sensación de que uno es algo más lento y desmemoriado, como si no encendieran tantas luces en el cerebro como cuando te drogabas… vamos, que soy más tonto, pero o me he acostumbrado a mi estupidez sobrevenida o, como el dolor de cabeza, tan solo fue un efecto fugaz del síndrome de abstinencia.

De los otros vicios he optado, al menos de momento, por no quitarme. Excepto uno, el peor de todos, el delirio por excelencia, la megalomanía…Lo diré de una vez por todas: superada la barrera mágica de los cuarenta, creo que he conseguido por fin, el mayor de los éxitos, el más paradójico, el de reconocer al fin que soy un fracasado. Fue Cioran quien declaró haber llegado a sentir una perplejidad única al comprobar, tras haber dejado una adicción compulsiva al tabaco, que seguía habiendo personas que adoraban a ese cigarrillo que había sido su Dios durante su vida. La condición de ex yonqui de cualquier cosa la imagino exactamente como Cioran: un tipo sentado en el jardín de un sanatorio como el de “La montaña mágica”, de Thomas Mann, observando a la gente, maravillándose de que los jóvenes corran ansiosos en busca de no se sabe qué… Un hombre dañado y con cicatrices en la mirada pero libre al fin de la odiosa obligación de tener qué hacer toda esa serie de cosas que vienen en los manuales sobre cómo ser un triunfador.

Yo me lo he dejado. Ya no quiero ser el tipo con el que soñé ser, no es que me haya resignado a no serlo, es que –permítanme esta pequeña victoria- es que no estoy dispuesto a perderme un solo atardecer más por el estrés de querer “ser alguien”. (¿y qué significa “ser alguien”?, buena pregunta). Una de las cosas que he ido descubriendo es que el talento es la primera palabra que deberíamos borrar de nuestro diccionario del uso cotidiano. No hay peor manera de equivocarse con respecto a uno mismo que creerse “persona de talento”. Los ejemplos son innumerables. Recuerdo el caso de un alumno al que un psicólogo había catalogado como “superdotado”. Sigan mi consejo, no crean nunca a quien les diga de sus hijos que son unos superdotados, salvo que tengan un pene como el de Rocco Sifredi, en cuyo caso podrán acreditar su talento en el cine. (“Pa to hay que valer”, decía mi abuela) Aquel niño fue el mayor de los cretinos que se ha sentado delante de mí en un pupitre, un pobre diablo que jamás hará nada en la vida pero que pudo permitirse el lujo gracias a un astuto comecocos de poder mirar por encima del hombro a los demás. O lean a Landero. Piensen en el Faroni de la imprescindible “Juegos de la edad tardía” o el Tomás Montejo de la reciente “Hoy, Júpiter”. Pobres infortunados con la cabeza llena de delirios que esperan su golpe de suerte, su agente descubridor. Quien como Faroni enloquece es capaz de terminar viendo gigantes donde solo hay molinos e inventarse un mundo delirante donde se cumple su destino de hombre excepcional. Otros muchos pasan el resto de sus días maldiciendo a su mala suerte, la impostura de los enchufados de la literatura o la corrupción de los negocios editoriales que no tienen agallas para promocionar más que a los escritores facilones y consagrados. Qué mala suerte, sí.

No se engañen, un escritor no es Almudena Grandes ni Muñoz Molina, la literatura tiene todo un ejército de infantería de tipos que usted se encuentra diariamente en el metro, empleados de banco, maestros de escuela o simples cesantes que se presentan a todo tipo de juegos florales de no sé qué pueblo de la serranía y no llegan ni a ganar el Premio de la Combatividad, pese a que, por su insistencia, es el que realmente merecerían.

Yo creo estar algo más vacunado que otros contra el fracaso porque, aparte de que empecé a sufrir revolcones académicos a la tierna edad de seis años (siete suspensos con la Señorita Nati ), experimenté el primer sentimiento realmente insoportable de dolor del alma la tarde en que no fui seleccionado para formar parte del equipo del colegio. Sigo creyendo que aquello fue una injusticia y que pusieron a algún que otro enchufado. Claro que eso ya lo había barruntado de alguna forma en cuerpo ajeno una mañana en el aula algún tiempo antes. Entró en clase de la Señorita Nati el director del colegio y nos preguntó qué deseábamos ser de mayores. Molano, un tipo excelente que se sentaba a mi lado, había insistido desde que lo conocíamos en que sería portero de fútbol, todo un gesto heroico ante nuestras fruslerías de “abogado, médico, oficinista…” y similares. Una vez tuvo incluso los cojones de declararlo ante la mismísima Señorita Nati… Pero aquella mañana se arrugó como una pasa. Mientras todos nos sometíamos a la corrección política y contestábamos lo que aquel sátrapa quería oír, le llegó el turno a Molano… Allí estábamos todos expectantes. Nunca olvidaré como bajó la vista antes de contestar, derrotado, y apenas se le escuchó decir: “¿yo?... empleado de banco, como mi padre”

Abandonadas mis esperanzas como profesional del fútbol tomé dos resoluciones. La primera fue no perder la ocasión de asar a patadas en los recreos a todos los que habían seleccionado injustamente en mi lugar. (¿Vengativo? No, no, justiciero más bien). La segunda fue concentrarme en mi futura fulgurante carrera novelística. Pensé en los títulos que irían jalonando mi trayectoria, en los premios, en los escándalos generados por los rumores de llevar una vida de vicio y perversión al estilo de Rimbaud, en mi agria polémica con cierto magnate de la prensa… Como Woody Allen en “Sueños de un seductor”, he tramado mi vida viendo reflejada en el espejo la cara de Bogart quien –mientras se enciende con aire de tipo duro un cigarrillo- me recuerda que a la chica solo te la llevas si le das un bofetón y luego la besas… todo ello con el mismo gesto interpérrito de jugador de póker y sin apagar el cigarrillo ni derramar la copa de whisky.

Pero ya lo ven, tiro más bien a tontito, de manera que he rebajado el nivel de mis expectativas. ¿Y saben?, no me siento peor por ello, eso es lo que más despierta mi curiosidad. Veo la cantidad de horas, de frustraciones, de ejercicios de repugnante reparto de jabón y comidas de culo, de síes y de noes, de “la cosa va mejor”, de toda esa sarta de inútiles patrañas entre las que se va tejiendo el día a día de alguno de mis conocidos con esperanzas de triunfar que me deja la conciencia muy tranquila estar lejos de tales delirios. Todos tenemos –ustedes también- un enano dentro que nos invita a creer que somos seres excepcionales. En realidad lo somos, cada uno de nosotros es único y singular. A ustedes no se lo parece, pero mi experiencia de mirar la Plaza de San Marcos mientras descargaba una tormenta sobre la laguna de Venecia es irrepetible, es solo mía, aunque usted también vaya al mismo lugar y consiga que llueva. Y hay algo todavía más interesante. El chico del aula en que menos se fija nadie guarda entre las cejas tesoros inigualables, el vecino que parece tener la vida más anónima es el que ha vivido las aventuras más excepcionales, los sucesos más irrepetibles... Es solo que no pensamos en ellos, que esas personas tienen la elegante discreción de abandonar el foro del gran teatro del mundo por las puertas laterales, sin hacer ruido, sin pretender absurdamente ser el centro de atención de todos.

Son momentos como aquel de San Marcos los que dirigen hoy todas mis ensoñaciones. Una vieja amiga me contó que entendió de qué iba esto de la vida una tarde, mientras tomaba café en la terraza de un bar ante la playa con su madre. Aquel día, su madre no estaba más pesada que de costumbre y no recordó sus múltiples dolencias ni el error “Rosita, de que no te hayas casado”. Rosa miró al mar mientras acariciaba al perro y pensó que estaba relajada como nunca lo había estado. “Entonces descubrí que ya había abandonado hacía mucho la pretensión de salvar al mundo, que ya no quería dejar huella, que ya ni siquiera me importaba que la gente admirara mis esfuerzos…”

Creo, como Falstaff, que el día en que deje de soñar será el de mi muerte… Pero también creo que no hay bien más preciado –junto al de la libertad- que el de la lucidez. Sentado sobre la terraza del sanatorio con los demás convalecientes del delirio de grandeza descubro que solo tienen auténtico sabor los atardeceres cuando uno escapa a la obsesión de estar destinado a “ser alguien”. Aún resuenan en mi recuerdo los vítores de los aficionados el día en que debuté con la Selección o en que me dieron el Nobel. Pero, la verdad, ahora mismo me conformo con hacer reír de vez en cuando a mis alumnos, que ninguna llamada de teléfono me estropee el atardecer en el balcón, que no se averíen ni la nevera ni la lavadora, que mis padres no enfermen y que ella se quede conmigo también esta noche.

Voy a acabarme la taza de té.

Saturday, February 21, 2009









BARTLEBY Y LOS DEPREDADORES












Si ustedes han leído la breve novela de Hermann Melville Bartleby, el escribiente, convendrán conmigo en que es apropiado aplicarle a su protagonista el calificativo de resistente pasivo. Pues bien, Bartleby, gris empleado de oficina, con su famosa e insistente respuesta a las demandas del jefe -"preferiría no hacerlo"-, sugiere un estilo de insumisión que cada día que pasa me resulta más afín, por más que sus trazas no sean para nada la del héroe, sino más bien la de eso que Musil llamó el "hombre sin atributos". No hace falta trabajar en una oficina a la espera de instrucciones: oportunidades para hacerme la vida imposible las ofrezco como cualquier mortal, con tan solo salir a la calle, y no se me ocurre otro palabro que el de resistencia pasiva para definir mis hábitos de respuesta.





Veamos. Voy cada dos días a pasear o a correr al cauce viejo del río desaguado que atraviesa mi ciudad. Alguien colocó unas mesas de ping-pong que, milagrosamente, los vándalos aún no han podido destrozar. Están fabricadas de tal forma que haría falta una bomba para reventarlas, y no creo que Al Qaeda esté demasiado preocupada en extender la yihad a las mesas de ping-pong, de manera que quienes son felices destrozando impunemente la propiedad pública tienen de momento, por fortuna, que joderse. A la hora a la que suelo pasar suele haber una joven pareja jugando con sus paletas y su pelotita saltarina. Mientras él saca ella piensa, supongo, en que esta vez va a echar el resto para ganarle, en si su madre habrá llegado bien del viaje o en si se le va a hacer tarde para la cena... no lo sé, pero sí sé que no hacen daño a nadie. En todo caso puede imputárseles la temeridad de salir a horas de la noche demasiado profundas, y ya se sabe lo que nos decían las monjitas de que no hay que provocar al Maligno. El Maligno apareció la otra noche. Los dos jóvenes eran la viva imagen de la tristeza. Un loco hijo de perra -me dejo de eufemismos, estoy harto- los había convertido en presa fácil y les estaba soltando a voz en grito un discurso sobre la maldad del mundo y la próxima venida del salvador. Ahí se tiró un buen rato, y aún no los había dejado cuando yo abandoné la escena. No lo conocían, no le habían pedido que los redimiera, solo querían jugar al ping-pong y luego irse a casa y ver CSI Las Vegas. Tan solo pudieron quedarse mirando, sin seguir la partida, no fuera que el tipo se encolerizara... tan solo la plegaria: "que se vaya y nos deje en paz, por Dios"




Sabido es que los locos no suelen distinguirse por ir regalando billetes de cien euros y que la administración no está en condiciones de financiar el internamiento y cuidado de todos los lunáticos del territorio, de manera que hemos de aceptar que se paseen por ahí impunemente, rezando para que el que golpea con violencia un contenedor porque no le quiere no sé qué bella joven no la tome a continuación con mi cráneo. Rezar por eso y porque, la próxima vez que aparezca el redentor de la otra noche, le toque a los del ping-pong y no a mí recibir la soflama; y que si me toca, se quede solo en soflama, no sea que le dé por decir que mi mirada indica que tengo el demonio dentro y le pegue por destriparme allí mismo. Tengo allegados muy machos que, cuando les cuentas algo así, dicen con voz viril "yo lo resuelvo rápido y le pego dos gritos o dos hostias", sí, sí, qué tipos tan duros, pero yo, lo confieso, habría hecho como la pareja, rezar para que se largara abriéndose la puerta del infierno y se lo tragaran sus llamas. Quizá deberíamos ser activamente resistentes y soltarle hostias a todos los que nos fastidian... Si quieren podemos incluso imitar al protagonista de Un día de furia y salir a la calle con una recortada para hacerle un boquete en el pecho al primer kioskero que intente liarnos con el cambio, pero creo que con ello diezmaríamos la población del mundo y a mí además no me gustan las armas de fuego.





En cualquier caso me gustaría ver a alguno de mis amigachos un día en un instituto del centro de Valencia cuando empecé a trabajar como profe de lo que entonces se llamaba Enseñanza Media. Un joven africano, con una pinta a medio camino entre el Gordo Barkley de la NBA y Mike Tysson entró en mi clase sin llamar. Mientras se acercaba a mí, lentamente, en medio del silencio sepulcral que se había apoderado de mis alumnos -los muy cabrones, dicho sea de paso- recuerdo con toda nitidez lo que me pasó por la cabeza: "va a matarme, no sé por qué, pero no creo que me dé tiempo a saberlo... "si salgo corriendo va a ser el mayor ridículo de mi vida porque a lo mejor estoy equivocado y el tío solo viene a pedir tiza, aguanta el tirón con dignidad, David"... Se detuvo a un metro de mí y me preguntó -con la mirada de asesino de la que yo solo tenía hasta entonces noticia por las novelas de Dostoievsky- si estaba en el aula cierta señorita a la que nombró. Le dijimos que no y, mientras yo emitía un uf bastante audible, los judas de mis alumnos que habían permanecido expectantes a ver qué hacía conmigo Mike Tysson me explicaron que andaba algo trastornadillo porque la bella ausente le había dado calabazas y el príncipe de ébano no terminaba de asumirlo.


Concluyo. El verdadero motivo de este post es que tengo miedo. Verán. Una señora portuguesa a la que saludo jovial y cortésmente todos los días me sorprendió ayer proponiéndome un negocio al "que no puedo negarme". No tengo la más mínima intención de ceder. Es más -mejor que lo sepan ustedes-: no tengo la menor intención de hacer ningún negocio con nadie. No tengo nada contra los gays, ni contra los gitanos, ni contra los judíos, pero no soporto a la gente que me propone negocios. Las sensaciones que me produce esa persona que me habla con aparente seguridad en sí misma y se muestra sorprendida porque mi cara no refleja entusiasmo ante la suerte que tengo de haber recibido su propuesta, creo que podrían compararse a las de aquel judío que, bajado de un vagón atestado en un bunker, fue recibido por un sargento alemán de mirada sonriente que le dije: "tranquilo, solo será una duchita".






Mi alma tiene dibujada la palabra NO, pero de mis labios solo salen medias sonrisas y coletillas dilatorias. "Sí, bueno, es que ahora mismo no sé, ya le diría en todo caso, si quiere se lo miro...". Me ha dado unas horas para contestarle. Las calles y los corredores están repletas de personas que por necesidad o por puro instinto depredador aspiran a encaramarse en tus espaldas y a comer de tu joroba mientras tú no te encabrites como un caballo salvaje y les hagas pegarles la costalada que merecen. No sé decir No, no al menos ante personas conocidas y con las que aspiro a llevarme bien. En las próximas horas saldré a la calle con gafas de sol, miraré a izquierda y derecha para no toparme con la señora Vinho Verde, Sa Carneiro, Cristiana-Ronalda o como se llame y dilataré cobardemente el momento irremedible de tener que afrontar el problema con dos cojones-: "no, no me interesa en lo más mínimo, lárguese y déjeme en paz".

¿A quien quiero engañar? Le diré, simplemente, "preferiría no hacerlo", como Bartleby... Qué mundo tan inhóspito.










Sunday, February 15, 2009









SI EL PRESIDENTE LO HACE...

-“¿Está diciéndome que el Presidente puede hacer cosas ilegales?”
-“Lo que estoy diciéndole es que si lo hace el Presidente, entonces es legal.”

Esta afirmación es lo que ha quedado para la historia del desafío Frost-Nixon, nombre que se la ha dado al encuentro que preparó un afamado presentador televisivo británico, David Frost, que consiguió así la primera entrevista realizada a Richard Nixon después de su legendaria dimisión.

La película es magnífica. No creo que sea ajena a su luminosa factura la presencia del guionista de The Queen (Stephen Frears), Peter Morgan, cuyo manejo de los tempos narrativos me parece ejemplar, y cuya credibilidad sospecho que supera con creces a la de el director Ron Howard. Me trae sin cuidado si Howard ha explotado con este film, si es obra suya en el sentido de autor que manejamos en Europa o si es que hasta ahora las presiones mercadotécnicas le habían obligado a estrangular su talento. Lo cierto es queda una película redonda, muy poco que ver con Nixon, de Oliver Stone, donde se rompía con las convenciones del biopic mucho menos de lo que el propio Stone deseaba.

En realidad, El desafío… no pretende relatar la tragedia de un cadáver político que bracea estérilmente para no ahogarse y de paso sacar un buen puñado de dólares a las televisiones a las que tanto odiaba. Tampoco es exactamente una de esas shakesperianas reflexiones sobre el poder –el tirano en su laberinto, casi haciéndonos sentir lástima por él y por el vacío de las ambiciones humanas-. Esa fórmula podría funcionar con un equipo tan brillante como el que ha hecho valer Ron Howard para llevar a buen puerto el film, empezando por los interpretes, Frank Langella - Nixon menos sobreactuado y lecteriano que el de Hopkins-, secundado por Martin Sheen y Kevin Bacon.

¿Qué es lo realmente enigmático de este film? Cuando se nos relata una determinada trama política en clave de thriller, como en la ya muy envejecida Todos los hombres del Presidente, lo que se pretende es iluminar las trastiendas del espacio político. No muy lejos de la lógica de la conspiración, los grandes malvados y corruptos de este tipo de relatos nos permiten creer que nuestras vidas son gobernadas por oscuros mandarines que se juegan nuestras cabezas a los dados en lóbregas estancias. De una manera u otra, siempre hay un Juez Garzón o un periodista con espíritu de mosca cojonera capaz de marear a un pringado de Palacio para convertirlo en Garganta Profunda y empezar a tirar de un hilo que se va calentando hasta quemarse, cuando un grupo de empleados directos del candidato son sorprendidos ridículamente por el FBI en plena faena de espionaje. “Compadezco a los presidentes de la URSS, nunca saben si están rodeados de micrófonos”, ese chiste y algún otro de Nixon, muy del imaginario yanqui de la época en torno a la KGB y los enemigos comunistas, refleja la inconsistencia moral del personaje.

Michael Moore contra Bush, Woodward y Bernstein contra Nixon, Erin Brockovitch contra las multinacionales… la historia del cine norteamericano está preñada de este tipo de cantares de gesta de un common man que decide enfrentarse a los capos mafiosos del universo y termina recordándole a la ciudadanía que las leyes están siempre por encima del juego del poder, que son los hombres los que sirven a las instituciones y no al revés, que el crimen es más execrable cuando proviene justamente de lugar donde hemos colocado a aquellos en quienes hemos depositado nuestra confianza, que el principio de que el más pequeño de los hombres puede ser presidente es tan válido como el de que el más pequeño de los hombres puede derribar al más grande… Acaso lo difícil sea hallar tramas políticas que no nos aleccionen moralmente con la misma historia: siempre la necesidad de los héroes, siempre la perversidad inequívoca de los corruptos terminando por aparecer tal cual, sin incómodas ambigüedades, para que podamos confortarnos con la convicción de que “yo no soy como ellos”.

Creo que El desafío: Nixon vs Frost va de otra cosa. Lo que hay en juego sobre el tablero creado por Frost para saltar definitivamente a la celebridad mediática no es la posibilidad de que Nixon regrese como es su deseo a Washington o que los americanos aten los últimos cabos sobre las contradicciones de su sistema… Todo eso está, desde luego, entre otras cosas porque es demasiado evidente que Gerald Ford indultó a su predecesor con las mismas corruptas malas artes que le enseñó su predecesor en la Casa Blanca. Pero el trasfondo que verdaderamente debemos atisbar es el del secreto traslado del poder desde los tradicionales foros institucionales –deliberativos o secretos- hacia las luces de la verdad catódica, es decir, hacia los media.

¿Qué revela la larga entrevista en cuatro tramos de Frost al ex-Presidente? Planteado tal cual un combate de boxeo, lo que Frost pretende, tras quedarse sin financiación, es grabar un auténtico boom periodístico, un producto que desenmascare de tal manera a Nixon que las televisiones que antes han rechazado el producto se pongan de rodillas después para adquirirlo en exclusiva. Durante las primeras sesiones su fracaso es total. Tras una entrada agresiva muy de aspirante a campeón, el periodista se va desinflando como un bluff. Nixon lanza de vez en cuando golpes imprevistos, como cuando pregunta a David unos segundos antes de empezar la segunda entrevista si “fornicasteis anoche”, desestabilizándole por completo. Después, el entrevistado hace uso de toda su maestría, forjada en décadas de lucha sórdida por instalarse en el poder desde la nada, y sostiene inanes e interminables soliloquios para mantener a distancia al oponente y no dejarle marcar los ritmos del combate. Todo parece ir de maravilla para Nixon. Está pegándole un revolcón impresionante a Frost… Hay quien entre los asistentes imparciales incluso sugiere que debería volver a la Casa Blanca.

Todo cambia cuando llega la cuarta de las entrevistas, dedicada monográficamente al Watergate. La hipótesis que maneja esta narración no es la de que Nixon se descompuso por la presión de Frost. Una noche antes Nixon llama por teléfono al periodista de forma imprevista. Frost se siente derrotado, pero Nixon, que después no recordará nunca haber realizado esa llamada –al parecer tenía algún problema con el alcohol- le da algunas claves decisivas para la entrevista del día siguiente. Nixon está convencido de su genialidad, pero no cree que sea su conducta ilegal o las matanzas ordenadas en Camboya las que hayan sepultado su carrera, cuyo final se resiste a aceptar. “Nos odian, a usted también, no pueden soportar que tipos salidos del arroyo puedan alcanzar el éxito”. Nixon cree representar la consumación del american dream: es su talento el que le ha llevado a ir escalando cada uno de los obstáculos hasta alcanzar la condición suprema. Si no ha podido seguir es solo por el resentimiento de los señores feudales que dominan la nación, hombres taimados, vestidos con elegantes trajes que conspiran en la sombra para que nadie les quite el sitio.

A la mañana siguiente Nixon entierra delante de la cámara toda su credibilidad. Es su final, y el gesto de su equipo de asesores cuando pronuncia la famosa frase –"If the Presidente does it…"- no deja lugar a dudas, los acaba de sepultar también a ellos. Tras unos minutos de pausa forzados por la violenta irrupción en el plató del primer secretario, Nixon decide hacerse el harakiri, renuncia a las estrategias de púgil tramposo y explica de una vez por todas quien es, por qué hizo lo que hizo y por qué cree estar siendo objeto de una terrible injusticia. Al final de la entrevista, el equipo de Frost celebra mezquinamente con champán su triunfo mientras el campeón derrotado se aleja hacia la jubilación definitiva. Pero Nixon no ha sido exactamente derrotado por Frost.

Hay algo misterioso en el Nixon de Langella, algo como un deseo inconsciente de ser derrotado. Cree ser mejor que Frost, que todos los canallas de la prensa y que las serpientes de Washington… Pero hay algo que le genera un permanente desasosiego y que se concreta en el auténtico McGuffin del relato: unos zapatos italianos sin cordones que usa Frost y sobre los que Nixon parece interesarse. “Son algo afeminados”, le dice su asesor. Esos zapatos, que al final le son regalados por Frost, simbolizan lo verdaderamente crucial de esta historia: Nixon no ha sido derrotado por la Justicia ni por la oposición parlamentaria, ha sido derrotado por la prensa y, más en concreto, por la televisión. “Me sudaba el labio inferior y la gente se dio cuenta, por eso perdí en el debate electoral, la gente lo advirtió a través del televisor; sin embargo los que lo oyeron por la radio me dieron ganador”. Nixon nunca creyó haber hecho nada que no hubiera hecho ya cualquier otro Presidente, empezando por Kennedy, su verdadera bestia negra. Kennedy era atractivo y carismático, era un líder, “yo nunca gusté, es eso lo que nunca me han perdonado”.

Décadas de una carrera deslumbrante echadas al garete en un solo primer plano de labio sudoroso. Horas y horas de combate televisivo derrotando sin paliativos al periodista para acabar por darle la carnaza que desea, reconociendo su delito, y mostrando en primer plano su diente retorcido y su mirada colérica cual Luis XVI: “El Estado soy yo, ¿qué os creíais?”

En los peores momentos del proceso, cuando el fracaso parece irremediable, uno de los asesores insinúa a Frost que a fin de cuentas él solo es un showman. Y es cierto, Frost ha destacado por entrevistar brillantemente a estrellas de la farándula. “¿Por qué no a Nixon?”, se dice. Hoy sigue siendo un tipo encantador y la encarnación del personaje mediático, con esas fiestas anuales de las que todo el mundo habla en Londres y sus elegantes trajes y zapatos italianos. Con los zapatos que a última hora le regala, Frost está traspasando su secreto a su oponente, pero para Nixon ya es muy tarde. Al menos, a éste le sirve para entender por qué siempre detestó tanto a los Kennedy. Nixon representaba un modelo en extinción. No creía en la democracia sino en el poder, desde luego, pero nunca pensó que fuera la democracia la que acabara con él, fueron esos primeros planos desafortunados, ese trabajo en las cloacas del Washington Post que desató el escándalo, esos zapatos de Frost que él nunca se atrevió a llevar porque podían resultar afeminados.

Eso es lo que deja traslucir esta luminosa y ejemplar construcción fílmica, poseedora a la vez de una sombría belleza. Sabemos que Obama nada tiene que ver con Nixon. Ojalá la suya no sea la sonrisa amable tras la que se ocultan los nuevos criminales. Pero eso, me temo, ahora mismo ni siquiera él lo sabe. De momento da bien en primer plano y no le suda el labio inferior.

Saturday, February 07, 2009










CONVIVENCIA





Viví durante año y medio con una individua cuyo solo recuerdo me trae de inmediato a la mente la asociación con aquel primer plano soberbio de Marlon Brando en penumbra, sudoroso y con el cráneo pelado, que reduce a una palabra su conclusión sobre la Guerra del Vietnam: "El Horror, El Horror...". No detallaré el catálogo de espantos y humillaciones al que fui sometido por aquella deficiente mental a la que cometí el error una y otra vez de intentar civilizar y tratar como a un ser humano, afecto como soy a la idea de que los mamíferos de carácter duro y maneras hoscas terminan convirtiéndose en amigos altamente fiables si uno tiene paciencia. Pero no, aquella individua albergaba tanta mezquindad en sus entresijos como en la epidermis, era un saco de mierda... y no voy a admitirles objeción alguna a mi maledicencia porque yo tuve que tragármela día tras día y ustedes no.





¿Por qué aguantaste tanto, entonces, tío? Sí, buena pregunta. Seguramente porque -debido a haber tratado demasiado con alguien tan excepcional como mi madre- he desarrollado inconscientemente la idea de que en una mujer -incluso en las más dañadas- subsiste siempre un poso de dulzura, un instinto maternal, un principio casi genético de ternura que les inclina a contenerse cuando están dañando de verdad a un congénere. Error sexista... Ustedes, señoras, son diferentes o iguales a nosotros, pero en ningún caso mejores o peores. Si, como dijo creo que Maruja Torres, solo hubiera mujeres en el mundo, tendríamos en el mejor de los casos menos ejércitos y menos violencia física, pero los mismos abusos. Yo añadiría algo: por formación o por naturaleza, el hombre siente antes dentro la necesidad de dañar físicamente a quien tiene delante si se siente amenazado -sé muy bien de lo que estoy hablando-... Eso da lugar a alguna que otra consecuencia positiva, pero, sobre todo, a una larga suerte de tragedias y crímenes. En las mujeres la propensión al choque físico de la testosterona es con misteriosa facilidad reconvertida en interminables guerrillas de trinchera donde se puede llegar a destilar la hostilidad gota a gota en sus peores consecuencias sin que ninguna de las contendientes llegue, ni por un momento, a sacar del cinto el cuchillo y gritar como Alatriste: "acerca tu garganta al filo de mi espada, hijo de una perra rabiosa". En los últimos años, observando algunas conductas de las niñas de mi escuela o de algunas mujeres conductoras, advierto que incluso en esa cuestión nos vamos asemejando, de manera que pronto será inútil hacer este tipo de diferencias y todos seremos -sin distinción sexual- igual de macarras e igual de hijos de puta. (Tengo alguna esperanza con los gays, pero es débil, qué vamos a hacerle)





Uno de los rasgos distintivos por excelencia de los incapacitados para la convivencia es la intolerancia. Ya sé, ya sé, con algunas conductas la tolerancia debe ser igual a cero. Pero a partir de ahí, la indulgencia me parece una virtud. "¡ y para eso estamos, joder, para aguantarnos cosas los unos a los otros!" Esa frase me viene al recuerdo con frecuencia: se la escuché con tono desesperado una vez a una compañera en medio de una bronca fenomenal en una asamblea de profesores que compartían la misma escuela. Me hubiera gustado espetársela a mi ex-compañera de alquiler cuando era capaz de abroncarme furibudamente por haber dejado durante un par de horas abiertas las ventanas del comedor, perversa costumbre mía debida a mi aún más culpable afición a que las casas cerradas se ventilen. Olvidé en mañanas así que por las ventanas abiertas se cuela el Maligno y nos ven los vecinos (Que no miren si no quieren verme en pelotas, demonio). Yo hubiera podido expresar mi disconformidad con los asquerosos programas de pornografía rosa que ella veía en la tele, con la odiosa manía de separar neuróticamente en la nevera o en la lavadora "lo tuyo de lo mío para que no haya malos entendidos", o con la de gastar toda la energía eléctrica de la Presa de Assuan para "caldear" el comedor hasta alcanzar una temperatura veraniega en pleno enero. Creo que lo hice, pero es igual, hablaba para una sorda.
He tenido que aprender a vivir con la falta de indulgencia de quienes me acompañan porque no me ha tocado jamás el orgullo asumir lo profundamente falible que soy. Confundo fechas, olvido cosas a las que acabo de asentir, no recuerdo un regalo de Reyes que acaban de hacerme, tropiezo con los vecinos por la escalera, hago mucho ruido al fregar los platos y mezclo la ropa blanca y de color en la lavadora. Para colmo no soy guapo -aunque dicen que mejoro con los años- y me ayuda poco mi historial afectivo. Lo que, en el caso de la ex-compañera que les he relatado, me condujo a la "solución final" protocolaria en los pisos compartidos -recoger valijas y salir a toda hostia- fue el empeño de El Horror, El Horror en que yo la respaldara en su cruzada contra otra chica a la que tuvimos la imprudencia de alquilar habitación en aquel círculo del infierno en que terminó convirtiéndose el piso. Yo nunca llegué a saber demasiado bien en qué consistían las fechorías de la nueva, salvo que me saludaba amistosamente al irse a dormir y que le gustaba cenar un sandwich. Pero El Horror, El Horror había decidido que la intrusa era la encarnación del Mal y que mi indolencia hacia ella -por lo visto debía denunciarla a la policía o envenenarla con arsénico por comer sandwiches- era profundamente culpable. También insinuaba que era una depredadora sexual, pero yo, la verdad, nunca lo noté, y en cualquier caso tampoco estaba demasiado dispuesto a considerarlo un motivo para entrar en su habitación y seccionarle el clítoris, como supongo que El Horror, El Horror pretendía exigirme.







Me marché de allí el día en que entendí que mis esfuerzos para evitar que el odio envenenara el aire de aquel apartamento eran completamente estériles. Volvería a hacerlo: si uno se deja la piel por suturar las heridas de la convivencia y fracasa, la huida no es cobardía, es la manera de poner a salvo su honor y su salud mental. No sé qué hay en mí que hace que la gente se sorprenda de la contundencia con la que en determinados momentos de mi vida he abandonado en seco un lugar y una compañía... pero cuando tal cosa ocurre es irreversible y soy capaz de cortar para siempre una relación -o cuatro a la vez- sin que el horizonte de soledad que se abre desde ese momento me produzca la más mínima sombra de inquietud.
Cuando a uno le están bombardeando su casa cuesta poco reconocer como amigo al que esconde la cabeza entre los escombros junto a ti, y como enemigo a quien te lanza fuego desde las alturas. Creo sin embargo que en tiempos de paz nos confundimos con frecuencia de enemigos. Debemos ser exigentes con los gobiernos y con nuestros vecinos, debemos elevar quejas a quien corresponda si no se cumplen nuestros derechos, no debemos conformarnos, no podemos dejar tranquilamente que se pisotee a los débiles porque nosotros no seamos débiles. Pero también creo que olvidamos algunas veces que quien discrepa de nosotros, defiende intereses no coincidentes con los nuestros, o apunta a preocupaciones por las que no nos habíamos sentido afectados, debe ser escuchado antes que destruido.
Tardo mucho, mucho tiempo -ya me decían en el cole que era lento- en decidir que alguien es irrespirable y que debo huir de él o destruirle. He visto a personas que me parecían malvadas llorar amargamente en sus casas después de haber sufrido un escarnio público que a todos parecía merecido. Y eso me ha hecho recordar que cuando juzgamos a otras personas juzgamos material sensible y vulnerable. Creo que hay momentos en que constituye poco menos que una necesidad ir a la guerra, pero también demuestra la experiencia que la mayoría de guerras han traído más dolor del que han evitado y que se hubieran podido evitar si se hubiera sido más indulgente con la "perversidad" del enemigo.




Más allá de esta convicción solo veo la Franja de Gaza, los días en que aún creía que pegarle cuatro hostias a alguien proporcionaba soluciones... Más allá solo veo a El Horror. Me marché una noche de aquella casa envenenada. Y ahora -quiera que lo sepas, tonta del culo- abro las ventanas todas las mañanas en tu honor y las vecinas ven mi cuerpo desnudo y libre.