Friday, April 28, 2017

LA FELICIDAD EN DINAMARCA



He viajado a Dinamarca por dos razones. La primera es la serie "Borgen", un feliz e inesperado hallazgo televisivo que me recomendó con buen criterio Justo Serna. La segunda es la felicidad. Dinamarca aparece en las listas sobre los países más felices del mundo en el primer lugar, algo así como Messi en fútbol y Bill Gates en fortuna, pero mejor. Los filósofos, dedicados al empeño metafísico de buscar el Ser y las raíces de la Verdad, se olvidan a menudo de que si desde tiempos remotos se les consideró necesarios en la polis es porque investigaban los caminos para la obtención de la felicidad. Me hospedé durante días en Copenhague con la intención de alimentar esa investigación que me tiene ocupado desde hace décadas. 

Meik Wiking, director del Instituto de Copenhague para la Felicidad, publicó el año pasado el ensayo "Hygge. La felicidad de las pequeñas cosas". No sé si los daneses son realmente felices, no tuve tiempo como para comprobar tan improbable aseveración... Me tomo por tanto la felicidad a la danesa como una propuesta, como una forma decidida de vivir para ser feliz, para intentarlo al menos. Hygge es el término que define esa propuesta. Resulta intraducible, pero podemos entenderlo como una mezcla de placer mesurado y bienestar... un estilo sereno e inteligente de hedonismo. 

Debemos ser precavidos. Dinamarca es un país rico, sus niveles de paro, pobreza y conflictividad social son muy inferiores a los de España, y ridículos si los comparamos con los de, por ejemplo, un país hispanoamericano o subsahariano. "Ah, claro", dirá algún cínico, "hay que tener pasta, así cualquiera". Vale, la prosperidad es una condición, pero aquí el asunto tiene que ver con la redistribución de la riqueza, y eso sí parece admirable. En Dinamarca se pagan unos impuestos bestiales, los niveles de corrupción son mínimos y el Estado del Bienestar es tan sólido que ha resistido casi incólume el acoso de la Gran Recesión. Ha crecido la xenofobia, es cierto, y algún partido aficionado a levantar sospechas sobre la inmigración ha engordado su expectativa electoral. Nadie es perfecto, pero no debemos engañarnos, el perfil ideológico del ciudadano danés es progresista, y sus creencias en materias como libertad sexual o ecología son envidiables. 

A ver. Cuando llegas a cualquier ciudad danesa lo primero que te sorprende es el silencio y la falta de agresividad. Las bicicletas proliferan hasta el punto de convertir el tráfico no motorizado en el auténtico rey de las ciudades. Los daneses se educan en la bici desde niños. Esto se asocia a los impuestos tremebundos que se pagan por comprar un automóvil y a lo caro que resulta transitar en coche por una calle de Copenhague, pero eso no demuestra que los daneses vayan en bici a la fuerza, sino que para conseguir urbes humanizadas es necesario tomar medidas concretas y no quedarse, como aquí, en intenciones y celebraciones del día sin coches. 

Bien, todo esto es política o, si lo prefieren, la Razón en su mejor acepción, la destinada a procurar una convivencia democrática bajo el imperio de la ley. Lo demás es más difícil de traducir y, por tanto, de imitar... lo demás es hygge.

No estoy seguro de qué es exactamente eso. Alguno podría entenderlo como una forma de resignación propia de un pueblo acostumbrado a vivir en pedazos de tierra insular azotados por vientos árticos y que rara vez gozan de la luz solar. Mirar la lluvia desde la ventana, tomar café bajo una manta viendo una película, preparar galletas de mantequilla... Esto lo puede hacer cualquiera, pero asumir que la felicidad disponible consiste en esa suerte de pequeñas cosas cotidianas, creo que hygge es algo de esto.

El concepto mediterráneo es mucho más expansivo, asociamos la felicidad a reír a carcajadas, tomar el sol y saludar con danzas de fuego a la permanente primavera en que vivimos. No sé si somos más felices que la gente del Norte o si sólo creemos serlo... me parece una inútil controversia. 

Pero permítanme una sugerencia, o mejor dos. No podremos ni acercarnos a la felicidad mientras no entendamos que las ciudades no están hechas para los automóviles -esas fábricas de contaminación, ruido, estrés y violencia- y no para las personas, sean ciclistas o peatones. No imaginamos, háganme caso, lo feliz que sería una urbe como ésta en la que vivo si nos libráramos de la tiranía de los coches. Vuelvo de Dinamarca mucho más convencido al respecto de lo que ya estaba. 

La segunda: denunciemos de una vez por todas el éxito creciente de la descortesía y la hosquedad. Si algo envidio de algunos países a los que he viajado, no sólo Dinamarca, es que la gente parece apreciar todavía la importancia que para el bienestar colectivo tiene el cuidado de las formas más elementales de la cortesía. Estoy harto, lo confieso, de compañeros de trabajo y vecinos que no se toman ni siquiera la molestia de responder a mis "buenos días" o que contestan con cara de perro a la sonrisa cordial con la que en casa me enseñaron a dirigirme a la gente. 

No sé si esto es muy hygge, yo lo llamo buena educación. La convivencia es un jardín frágil que conviene cuidar con esmero. Más allá sólo está Trump.  

Saturday, April 15, 2017

MALA MUERTE

La "desnaturalización" de un fenómeno biológico como la muerte es pieza maestra de la trama de intercambios simbólicos, lo cual abre desde tiempos inmemoriales el camino para abandonar la selva. Enterramos a los finados con toda suerte de honores y liturgias porque sólo en la medida en que respetamos a la muerte podemos entablar con ella una relación no crispada por el pánico. 

Es imposible entender a quienes piden el derecho a una muerte digna para quien sigue atrapado en la cobarde convicción de que sólo Dios Padre puede administrarla. 

Debe ser ese derecho a un fin honroso el que hace que se me revuelvan las tripas cuando alguien que ha cumplido con su deber día tras día es despedido de una patada sin honor ni gratitud ni reconocimiento. Puede perdonar que ya no me quieran y que me sustituyan, quizá en eso tengan razón, pero sí me he comportado dignamente exijo morir con los honores que me correspondan. Sólo los pobres de espíritu desconocen la lógica de ese juego simbólico que convierte a los muertos en talismanes de la tribu, cuya identidad colectiva se alimenta precisamente de su respeto a la memoria de los que ya no están. 

Es común entre los pueblos primitivos que estallen conflictos como consecuencia de unas exequias insuficientemente rigoristas. El protagonista de una mala muerte, convertido en alma penante, persigue entonces a sus familiares, de tal manera que acaban reclamando las artes de un chamán capaz de "quitarles el muerto de encima". 

No debería extrañarnos que los monstruos contemporáneos sean los no-muertos. El vampiro encarna el espíritu de la distinción aristocrática que se resiste a desaparecer, infiltrándose en los intersticios más oscuros de la moralina burguesa. Los zombis se pudren asquerosamente ante nuestra mirada porque la mediocridad de la sociedad consumista les prohíbe la dignidad de una inhumación definitiva. La criatura de Frankenstein regresa de entre los muertos para recordarnos con su brutalidad del peligro de querer jugar a dioses. Las momias reviven para enviar antiguas plagas sobre los sacrílegos ladrones de tesoros... Tememos a los "undead" porque nuestro inconsciente advierte que no podemos coexistir con la muerte haciendo como que no la vemos. Los gitanos, tribu primitiva y nómada milagrosamente sobrevivida a la modernidad, como los judíos, se enfurecen cuando nos cagamos en sus muertos porque sólo desde su recuerdo vigilante se protege al clan de una extinción que siempre está a la vuelta de la esquina. 

Hay algo de todo esto en la Semana Santa, cuyas procesiones más valiosas y emocionantes son aquellas en las que se representa el dolor por la muerte. Abandono el espectáculo sistemáticamente cuando pasa el Sábado Santo y se celebra una experiencia para mí tan inconcebible como la de la resurrección, esa creencia delirante y pueril que confirma aquel dicho nietzschano de que "el cristianismo es platonismo para el pueblo". No se puede y, lo que es más importante, no se debe vivir por los siglos de los siglos. Es la irreversibilidad del fin lo que hace posible la verdadera dicha de vivir, aquella por la cual gozamos de cada momento porque sabemos que puede ser el último. 

"Ya no están en la choza", dicen en África de los padres y hermanos muertos, "... pero sigo habitándola porque están en mi memoria". Honremos a los muertos, vigilemos la memoria de los héroes que cayeron. De alguna manera inexplicable siento que esa presencia nos protege. A nosotros y a nuestros hijos.  

Saturday, April 08, 2017

ADOLFO EL PELMAZO



Pasen por delante de un kiosco cualquiera... Apuesto a que entre las portadas de tipas macizas llenas de tatuajes, moteros amacarrados y señoras que hacen tartas veganas encontrarán una o dos imágenes de portada de Adolf Hitler. Si escrutan un poco más observarán que en tal o cual revista para historiadores amateurs o aficionados a temas esotéricos aparecerán reportajes sobre el vegetarianismo del Fuhrer, las pelis porno que rodaba con su amante cierto alto mando de las SS, los indicios de que la mujer de Goebbels estaba como una puta cabra o los supuestos vínculos entre Goehring y una secta vampírica. Da lo mismo, tú pones la carota del tipo del bigote y ya sabes que el producto se vende. Hitler ha dado ya de comer a tanta gente que de no ser por sus abundantes fechorías podríamos considerarlo casi un filántropo. 

Sí, señores, Hitler era malo, más malo que la quina, pero no acabo de entender por qué despierta tanta fascinación. Ya lo sé, consiguió que millones de alemanes jalearan entusiastas las barbaridades que tan teatralmente exponía en sus apasionados discursos. Pero, qué quieren, a mí me parece un majadero. A fin de cuentas también hoy encontramos multitudes que adoran a psicópatas.

Hay que estar muy loco para montar un infierno en la Tierra como Auschwitz, no hay duda. Pero deberíamos no olvidar aquello de que la historia la escriben los ganadores. Así se explica que atrocidades como el bombardeo de la aviación aliada en Dresden o la atrocidad de Hiroshima y Nagasaki pasen por acciones legítimas de guerra. En cualquier caso no hace falta que retrocedamos tanto en el tiempo para encontrar el mal en su estado más puro. La Guerra de los Balcanes, la Guerra de Iraq, la brutalidad del régimen sirio, el escándalo de los millones que mueren cada año por hambre o enfermedades perfectamente curables en un tiempo en que podemos producir alimentos y medicinas para todos... No merece la pena seguir.

No me interesa Hitler como referente del mal porque creo, como nos enseñó Hannah Arendt, que el mal que envenena el mundo es cotidiano, doméstico y, en cierto modo, banal. 

Les contaré algo. Recientemente, en una clase de Ética planteé la pregunta siguiente: ¿qué deben hacer las sociedades con los débiles? Me pidieron que definiera el concepto, y contesté que "débiles" eran los niños, los ancianos, los disminuidos psíquicos, los minusválidos, los enfermos... Varios alumnos -más de los que yo podía imaginar- declararon su convicción de que las personas "improductivas" que constituyen un gasto "inútil" para la sociedad deberían ser eliminadas o, cuanto menos, las instituciones no debían financiar su supervivencia, su salud y su bienestar. Como en esa clase hay dos niños con gravísimas enfermedades degenerativas que les obligan a desplazarse en silla de ruedas, apelé precisamente al caso de las minusvalías físicas para hacerles ver lo atroz de las creencias que manifestaban. No valió de nada, insistieron en dichas creencias, ante mi asombro y la sonrisa no sé si irónica o aterrada de alguno de los alumnos enfermos en cuestión. 

Creo presentir en aquella sarta de infamias el eco de airadas voces paternas que manifiestan que -empezando por los odiosos inmigrantes- sus impuestos no tienen por qué emplearse en cuidar de vagos, inútiles, maleantes o extraños. 

El mal no tiene para mí la cara de Adolfo. El fascismo está por todas partes y se exhibe con toda desfachatez en la banalidad de lo cotidiano. Quizá los nazis -como los vampiros, los asesinos de masas, los terroristas o los malos de las películas de Hollywood- nos dan a pensar que nosotros estamos del lado de los buenos. Pero miremos bien alrededor, puede que nos sorprendamos.     

Saturday, April 01, 2017

SOCIALISMO POSIBLE: AXEL HONNETH EN VALENCIA



Pospongo citas y obligaciones para asistir a la conferencia de Axel Honneth en la Beneficencia, propiciada por la Institución Alfons el Magnànim. La traducción simultánea se ofrece en valenciano, doble felicitación pues para los organizadores. 

Axel Honneth no es un cualquiera, ni mucho menos. Se le reconoce como figura clave de la que empieza a ser conocida como "tercera generación de la Escuela de Francfurt". Estamos por tanto ante el heredero más célebre de Jurgen Habermas, y más lejos en el tiempo, pero no con menos trascendencia, de Adorno, Horkheimer, Arendt o Benjamin... Mi formación le debe demasiado a la Teoría Crítica, en especial a Adorno, como para no sentir alguna conmoción -tolerenme esta debilidad- al encontrarme el jueves a unos metros de Honneth, escuchando una argumentación sugerente y cargada de sensatez, algo no demasiado habitual en tiempos donde parece que uno sólo concita atenciones si se pone radical y un tanto apocalíptico. Me alegró ver allí a mi viejo maestro, Sergio Sevilla, el más brillante adorniano que conozco.

Vivimos un tiempo oscuro para el socialismo, reconoce Honneth: ¿le dejamos morir sin más? Eso querrían sus enemigos, claro. Lo curioso es que un conservador del XIX jamás habría creído que el debate abierto en las sociedades industriales por el socialismo hubiera tenido un recorrido tan corto. Es el mejor momento para aclararse: ¿qué intentamos decir cuando decimos ser socialistas?

El marco teórico del socialismo ha vivido atravesado por tres errores que han estado cerca de colapsarlo. El primero es el economicismo. Y es un error profundo: el marxismo despreció desde el principio instancias no económicas como el derecho civil porque le costó mucho entender que de lo que tratan las teorías -empezando por las revolucionarias- es de personas. 

El segundo es el prejuicio de definir al proletariado como clase revolucionaria, como si tal cualidad fuera una esencia platónica y eterna. La clase obrera fue un sujeto histórico revolucionario y anticapitalista hasta que dejó de serlo, el socialismo ya no expresa las creencias de la clase obrera porque el capitalismo la asumió desde el final de la Segunda Guerra Mundial. 

El tercero es el determinismo o, si se prefiere, la teleología fetichista. Necesariamente la "economía social", la sociedad sin clases y dictadura del proletariado esperaban a que cayera el capitalismo para ganar el mundo. Los cambios sociales no son científicamente determinables, no hay una inevitable sucesión comunista del capitalismo. Esto nos aboca a la incertidumbre: bienvenidos. No sabemos cómo será el final, no sabemos a dónde vamos exactamente, pero es mejor dejar de soñar con paraísos porque nos perjudica.

Es duro asumir estas evidencias, pero también es muy cómodo negarse a aceptarlas. Frente a un impracticable dogmatismo, Honneth se inclina por el "experimentalismo". Su propuesta es trabajar por el incremento de la "libertad social". ¿Reformismo?Nada es más inútil que seguir en la senda -tan dañina en la historia oficial del socialismo- de quienes distinguen entre buenos y malos, entre revolucionarios y reformistas. 

¿Cómo experimentamos? Debemos empezar por no pretender destrozar aquellos pactos institucionales que han servido para incrementar la libertad de la mayoría. Mientras no sabemos cómo mejorar algo es mejor que no lo destruyamos. Por eso hemos de hacernos a la idea de experimentar con economías mixtas, formas de propiedad privada, iniciativas empresariales, mercados, economías cooperativas...Necesitamos abrir la mente, no cerrarla. 

Son elementos de sobra para el debate. ¿No?