Saturday, February 27, 2010













1. LA TORMENTA PERFECTA corre el serio riesgo de decepcionarnos. El acontecimiento solo es real en toda la extensión de la palabra en la medida en que se configura desde cierta imprevisibilidad. En tanto que un intenso dispositivo de alarmas a partir del gran triodo de poder -comunidad científica, medios de comunicación, administración pública- amplifica la sugestión de la catástrofe, ésta se convierte en una sombra de sí misma, un reflejo especular producido en la factoría mediática. "Tormenta perfecta" es el nombre cinematográfico del armageddon que se abatirá esta noche sobre la costa oeste... Ante ello, "ciclogénesis explosiva" pretende pasar por denominación científica y sustantiva, como si llegara inocentemente descargada de toda connotación, de todo efecto terrorista. No diré la frivolidad de que la tormenta sea una mentira urdida por los medios, torpeza que cometió Baudrillard -"la Guerra del Golfo no ha tenido lugar", dijo, y ni lo entendieron ni él hizo lo suficiente para que se le entendiera-, pero sí creo que la historia de la tormenta perfecta es más bien la de su espera. Como en El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati, la sustancia del relato se va destilando lentamente, en ese transcurso interminable de las horas y los días a la espera de que aquel páramo yermo y vacío que se abre tras las murallas de la fortaleza se llene de los bárbaros gritos guerreros de las hordas tártaras y, al fin, los soldados encuentren su motivo para vivir y para morir... Es la sangre prometida la que habrá de correr entonces, la gloria cuya verdadera historia es la de su ausencia, la de su deseo, la de su temor.







2. DIJO FERNANDO SAVATER que uno de los atributos del imaginario contemporáneo es el temor a la catástrofe ecológica. Ese temor está ciertamente impregnado de culpa. La isla de bolsas de basura que asfixia a los peces en el océano -alguna de Mercadona es la que yo me olvidé de reciclar-, el enorme iceberg que ya está bautizado y que, tras desprenderse de la Antártida, amenaza por su enorme extensión con variar las corrientes y desencadenar la catástrofe climática acelerada, el terremoto que acaba de conmover Chile y que amenaza con un tsunami, de lo cual es posible que también seamos responsables... Todo parece hallarse finalmente tiznado de nuestra culpa. Culpables de nuestro consumo desenfrenado, del hedonismo, del sexo proliferante, hemos atraído sobre nosotros la cólera de los dioses, de ahí que Poseidón encolerizado envíe ahora estos vientos, o que Yahvé lancé su fuego purificador sobre Sodoma.



La publicidad de Diesel ironiza sobre este imaginario milenarista. Vende ropa para jóvenes en anuncios donde no hay palabras, pero sería ingenuo pretender que no hay mensaje. Diesel sitúa a jóvenes despreocupados, sexys y felices disfrutando de un escenario post-catástrofe. Los grandes referentes de la cultura aparecen deslocalizados. La Torre de Pisa emerge sobre un bosque, los pingüinos del Polo se han desplazado hacia nosotros, la Gran Muralla se yergue sobre el enorme desierto en que se ha convertido China... Todo aparece deslocalizado, confundido y mezclado; todo es intercambiable; todo vale, en el sentido más banalmente postmoderno del slogan; el mundo posterior a la catástrofe aparece como un escenario sin historia y sin sentido, un reflejo irónico de sí mismo... Es sin duda repugnante y sospechosa de oculta ideología reaccionaria está llamada al consumo desde la acrítica burla despolitizada... Pero hay algo fascinante en los anuncios de Diesel: el signo de un tiempo en que todo, hasta lo más solemne, parece estar a la mano, todo es usable, todo es ready made... todo es -de alguna secreta forma- falso.









3. UN JOVEN AFRICANO me entrega una octavilla del Profesor Juba. Se anuncia como "curandero y vidente internacional", lo que me suscita la duda de qué pasa si los espíritus hablan por ejemplo en chino o en tagalo. "Tiene los espíritus más rápidos que existen", dice el anuncio. Esa mezcla fascinante entre el espíritu tecnológico y eficiente de los tiempos modernos y el más arcaico jaez de los deseos humanos... Esa obscenidad tercermundista, esa mostración impúdica de los instintos primarios del hombre: "suerte, solucionar problemas jurídicos, sanar enfermedades, quitar mal de ojo, recuperar el amor del cónyuge, rendir a tus pies a la mujer que deseas, poner de rodillas a tus enemigos"... Bien pensado, Juba va al grano, ofrece remedio para los males por cuya sanación suspiramos todos. Es la conciencia bienpensante la que nos impide reconocer que queremos ver a ciertos tipos morder el polvo. Es un charlatán, claro, pero su precio es bajo por hacernos la ilusión de que va a cambiar nuestra vida con llamar al número que aparece en la octavilla. Como le dijo un gitano en el rastro a un niño que preguntó por si el reloj que vendía funcionaba: "no querrás que por veinte duros además funcione".




4. EN CUALQUIER CASO TODOS ACUDIMOS AL VIDENTE. Cuando me despierto por las mañanas la Ser me asaetea con anuncios de productos milagrosos. Alaska, supuestamente curtida en décadas de consumo de todo tipo de sustancias, anuncia un producto que ahuyenta ipso facto los efectos de la resaca por la juerga nocturna, David Meca anuncia otro que te llena de energía hasta el punto de plantearte que podrías como él cruzar el Canal de la Mancha y además decirles a los tiburones que son unos mierdas. Pero el más irritante es el del tipo que toma por las mañanas un producto que le revitaliza hasta el punto de llevar a cabo todas las duras tareas de la vida diaria y, además, cumplir por la noche con la mujer como un Sansón: "lo que yo digo, sabado sabadete", dice el tío... De verdad, me entran ganas de no volver a follar nunca más. Sospecho que todos estos productos, similares al crecepelo que vendían los buhoneros del Far West, pertenecen a la misma empresa farmacéutica. No sirven para nada, desde luego, o, en todo caso, hacen el efecto de la cafeína, es decir alterar el sistema nervioso y ponerte hiperactivo, con el inconveniente de que luego uno tiene insomnio o se pone de humor insoportable. Nada nuevo bajo el sol: seguimos buscando la poción mágica de Asterix... Creo que voy a llamar al Profesor Juba, me cae mejor.





5. TERRY Y BRIDGE no se han dado la mano, titulan hoy las planas webs incluso de los "diarios serios". El destino ha querido que sus respectivos equipos, Manchester City y Chelsea se enfrentaran la misma semana en que se destapa el escándalo de los devaneos del primero, central y capitán -ahora destituido- de la selección inglesa. Al parecer, el bueno de Terry se benefició en su momento a la entonces pareja de Bridge, de la que nos han enseñado muchas fotos para que veamos lo buena que está. No se hacen ustedes idea de lo floja que me la trae con quien se va a la cama Terry. Es más, no me importa ni siquiera con quien se acuesta mi vecino, del que corren leyendas en la escalera sobre su afición a las prostitutas. Lo que no deja de llamarme la atención es la recepción social de este tipo de asuntos, especialmente sorprendente a mis latinos ojos, en el mundo anglosajón. Es tremebundo que a Terry le hayan quitado la capitanía de la selección por follarse a una a la que a su vez le apeteció follarse a Terry, que por cierto ya hay que tener mal gusto. Tan tremebundo como que Tiger Woods haya visto interrumpida su brillante carrera golfística por dedicarse a tirarse a todo bicho viviente -"adicción al sexo", es así como lo llaman cuando un fulano con fama y dinero aprovecha para llevarse a la cama a todo lo que salga por el toril-... Tan tremebundo como aquella mamarrachada del impeachment a Bill Clinton, todo un presidente de los USA caído no por arruinar las bolsas o lanzar guerras, sino por una mamada de su secretaria -qué escándalo, y además en el Despacho Oval-. Yo sería partidario de que John Terry, Tiger Woods y Bill Clinton les dieran las correspondientes explicaciones a sus cónyuges y que pudiéramos todos dedicar nuestra atención a asuntos más serios... pero no soy optimista.







Me voy, que viene la tormenta. Perfecta, claro.

Saturday, February 20, 2010











AUTORIDAD DOCENTE

Una de las formas más inteligentes de ubicarse dentro del debate que ha conseguido abrir Esperanza Aguirre con la Ley de Autoridad Docente consiste en eludir el foco del problema para acudir a sus aledaños, los cuales tienden a quedar en estos casos a oscuras. En otras palabras: la ley en cuestión no va a cambiar nada realmente sustancial respecto a la vida cotidiana de nuestras escuelas, luego mejor intentamos analizar las condiciones que han dado lugar a todo este lío.

De entrada, yo no sería siquiera partidario de emplear grandes esfuerzos en denostar esta normativa para conseguir su no aprobación. Es más, desde que hace años encontré en los pasillos de un hospital el primer cartel de prevención de la violencia en el trato del público hacia los profesionales de la salud también me he hecho la pregunta: ¿no tiene el docente razones para protegerse contra la violencia similares a las de médicos y enfermeras? La única diferencia es cuantitativa: las posibilidades de que a un médico le rajen la cara con una navaja o que a una enfermera le reclamen su presencia inmediata en tal habitación con insultos y empujones es mayor que la que tiene un profe por suspender a un alumno o echarlo de clase.

Podríamos también extender el símil hacia las fuerzas de seguridad, cuyos efectivos están con frecuencia y por evidentes razones más expuestos a situaciones de peligro físico, pero hay una diferencia sustancial: el policía está habilitado para ejercer la violencia, y se le equipa con el instrumental adecuado para ello. Por el contrario yo, si aparece alguno de esos bárbaros que entran de vez en cuando pegando alaridos de simio porque a “mi hija la ha castigado no sé quien que le tiene manía” o “usted ha suspendido a mi hijo y le ha arruinado el futuro”, ya sé que lo último que debo hacer es lo que primero que apetece a mis instintos, es decir, explicarle de forma concluyente al caballero lo que pienso de él y de su familia. Es muy preocupante que se agreda impunemente a un médico, el cual no debe manejar el bisturí temiendo que caiga sobre él la ira de un familiar que no tiene ni idea de qué es un protocolo clínico, pero tampoco es saludable que los profesores estemos expuestos a que un alumno o un familiar puedan dirigirse a nosotros sin la observancia de las más básicas reglas de respeto y que tal cosa le salga gratis. ¿Entender que el recinto académico impone rigor de trato y estilos de respeto más exigentes que los de una discoteca, la plaza pública o un estadio de fútbol? Sin ninguna duda.

No creo sin embargo que lo que despierta encono respecto a esta ley sea la cuestión de si agredir a un funcionario docente tiene una gravedad mayor que pegarle al frutero porque la manzana tenía gusano. Ni siquiera se trata de preguntarse por el oportunismo político del gobierno madrileño, que trata de sacar adelante en el marco autonómico una normativa que no puede nunca tener carácter local, dado que aborda cuestiones de derechos fundamentales, y que tiene mucha pinta de querer aprovechar un estado de opinión generalizado en la calle y –no lo olvidemos- en los claustros, según la cual la escuela se está resquebrajando desde el fracaso de la disciplina. En vez de dar por supuesto ese estado de opinión, creo que deberíamos preguntarnos qué es exactamente lo que entendemos por disciplina y, abriendo aún más el campo de visión, qué es lo que entendemos por autoridad.

La idea de que los institutos son actualmente un hervidero humano de conflictos, desobediencias, agresiones e inobservancias de todo tipo no está solo extendida en la calle, es compartida por un gran número de quienes trabajan a pie de obra: los docentes. “El mayor problema de este centro es la disciplina”… Esta frase se la he escuchado a muchos profesores, algunos de ellos buenos amigos de un servidor. Creo que se equivocan, pero no porque la frase en sí sea falsa, sino porque arranca de una concepción equivocada de la educación. En realidad, la disciplina es siempre el problema número uno de la educación porque es condición de posibilidad de que ésta exista, es decir, si no se observan una serie de reglas de convivencia básicas no hay clases ni currículo ni exámenes… no hay en suma lugar para el hecho educativo, con lo cual mejor haremos marchándonos todos a casa por más llena de lustrosos pupitres y sofisticados ordenadores que estuviere, por la misma razón por la que si hay campo y porterías pero no balón ni árbitro no puede haber partido.

¿Por qué entonces esa afirmación recurrente? Lo que en realidad se intenta decir es que “hoy”, “ahora mismo”, el carácter del alumnado es más indisciplinado de lo que ha sido nunca. Dado que, siguiendo este razonamiento, estamos ante una generación de jóvenes refractarios a las normas, el fracaso académico que reflejan estudios como los del informe pisa es cualquier cosa menos sorprendente. Comprendo que algunos compañeros, a los que por razones diversas les toca lidiar frecuentemente en plazas muy duras o les asiste escasa vocación docente, lleguen a considerar irrebatible este planteamiento. Es justamente este estado de ánimo, astutamente reforzado con frecuencia en los media con noticias impactantes sobre agresiones y mobbings escolares de todo tipo, el que algunos políticos están aprovechando para hacernos creer aquello de “yo sí estoy dispuesto a coger el toro por los cuernos”.

No hay sin embargo mucho más que ganar en todo ello que un puñado de votos… Bien para Espe, mal para los compañeros que crean que ser considerados “autoridad” por ley les va a ayudar a solucionar el que para mí es el verdadero origen del problema: que el alumno no sabe por qué pasa tantas horas al día en el aula x del centro; no entiende de qué manera le hace ser mejor; no ve en esa disciplina diaria de madrugar, tomar apuntes, hacer exámenes y obtener un título otra cosa que una lógica neurótica impuesta para tenerle ocupado; no sabe sobre todo, qué tiene que ver con su vida y con sus intereses la mayoría de las cosas que le están explicando.

La disciplina falla porque lo que falla es la motivación, que no es una bobez de las sectas pedagógicas, sino la consecuencia en la práctica de la más metafísica de las cuestiones, la cuestión de por qué estoy aquí. Y de ello, sin a veces saber explicar las causas –por eso muchos dicen que hay que endurecer y acelerar el sistema sancionador- somos víctimas los profesores… Aunque no deberíamos olvidar que antes que nosotros, educadores, quienes verdaderamente sufren las consecuencias de que la escuela haya dejado de ser un centro de enculturación para convertirse en una triste prisión burocratizada para guardar niños son los destinatarios de nuestro trabajo, los educandos.

Comparto plenamente la teoría que acusa a los gestores de querer solucionar problemas profundos desde la epidermis de una ley que tan solo crea la fugaz sugestión de que se preocupan por nosotros. Difícilmente funciona la escuela si no incrementamos los recursos y optimizamos la gestión. Esto es poco menos que imposible para la escuela pública mientras el sistema de conciertos con la privada mantenga un perverso modelo de brecha social sufragado por todos los contribuyentes… Y lo es también mientras con demasiada frecuencia sea el más tonto, el más pelota, la Maruja con más mechas o la chica florero la que elijan para gestionar la educación, dicho sea en honor de los dos partidos estatales mayoritarios, que rivalizan cuando se trata de postergar las soluciones a la problemática escolar. Debe ser porque cuando los resultados de un buen sistema educativo empiecen de verdad a mejorar la nación, ellos ya estén gozando de una generosa jubilación por los servicios prestados.

Es en suma imposible atender a tantos y sobre todo tan diversos problemas como debe atender quien trabaja en una escuela si la ratio es de treinta o treinta y cinco alumnos por clase, si en vez de instituto lo que tenemos es una serie de barracones, si cuando un chico de doce años llega de Ucrania no hay nada previsto para que aprenda la lengua local o si la encargada de atender a los niños con minusvalías le doblan la cantidad de alumnos y de centros a los que debe acudir. Claro que para que las cosas salgan bien, hace falta dinerito, pero si no nos lo hemos gastado en fastos para niños pijos la cosa está mas cruda.

Y sin embargo… creo de verdad que el problema es aún más profundo. Incluso con más ordenadores, sustituciones puntuales de los profesores de baja o instalaciones sin frío polar seguiríamos sin solucionar el verdadero gran problema: la escuela ha dejado de creer en sí misma porque la sociedad ha descuidado uno de sus principios básicos, el deber y la necesidad de garantizar la transmisión colectiva de conocimientos y valores. Mientras no nos hagamos la gran pregunta, pregunta metafísica en el mejor sentido de la palabra -¿qué queremos que sea la escuela?- seguiremos muy lejos de atisbar soluciones reales. Y no me refiero a mejorar los resultados en el informe Pisa, sino a encontrar orientación para nuestra vida en común, para la irremediable condición de animales sociales que arrastraremos hasta la muerte.

En cuanto a la ley de la ínclita presidenta de Madrid, desengañaos, compañeros, la autoridad no puede institucionalizarse. Es como el amor, no hay manera de decretarlo. Podemos obligar legalmente a los cónyuges a que no se maltraten o a que se pasen la pensión de divorcio, pero no hay juez que condene a alguien por no respetar a su pareja. Igualmente, podemos dejar caer el peso de la ley seriamente a quien pincha las ruedas del coche del profesor o entra en una sala de profesores pegando voces como un energúmeno… Pero no seamos ingenuos, por más que a eso lo quieran confundir con una ley de autoridad, la autoridad es algo de lo que no me proveerán los magistrados. Al menos la autoridad moral. Esa me la habré de ganar yo. Habré de merecerla, como diría Kant, y solo entonces podré esperar a que mis alumnos me la den. Ese es el desafío…y nadie dijo nunca que fuera fácil.

Saturday, February 13, 2010






LA CARRETERA
Y
LA CATÁSTROFE

1. Todos crecimos con la teoría de la catástrofe inminente dando vueltas en torno nuestro. “Viene una guerra”, solía decir mi abuela cuando escuchaba en la radio cualquiera de aquellas bravuconadas de yanquis y rusos de los tiempos de la Guerra Fría que ahora nos parecen tan lejanos. Claro que, bien pensado, decía exactamente lo mismo cuando se enteraba de que la sal producía hipertensión, que había cada vez más maricones o que subía el precio de la merluza, con lo que, ya de adolescente, opté por no tomarme demasiado en serio el pronóstico. El verdadero culpable fue un cura que la visitaba con frecuencia… Un día, mientras tras comerse unas gambas disertaban sobre los males que venían, el caballero con sotana dijo, mirándome en mis inocentes juegos infantiles: “lo que estos verán, no quiero ni pensarlo, tendrán que comer piedras, y no habrá piedras para todos”. Y yo, que era infante pero no idiota, ya me veía intentando masticar una piedra como quien se zampa una patata.

Claro que los únicos agoreros no se encontraban entre los beatos. A algunos ecologistas con ínfulas de San Malaquías les ha puesto siempre mucho convencernos de que el crack del planeta es irremediable, y que poco menos que el culpable soy yo cada vez que no separo adecuadamente la basura o alimento el efecto invernadero tirándome un cuesquete. Hubo un tiempo en que cada semana salía una nueva estadística sobre la cantidad de veces que cada una de las potencias podía destruir el mundo con sus misiles… al final parecía un chiste de Gila.

No piensen que me tomo a broma estos asuntos. Muy al contrario, sospecho que estamos tan cerca de irnos a la puta mierda como la ciudad de Springfield cada vez que a Homer Simpson le aparece en el ordenador la pregunta: “¿Hacer estallar la central nuclear? Yes or No…", y el tipo se pone nervioso y, al final, por azar, dice que no, y el mundo, de momento, se salva del desastre. Suelo ponerme sin embargo un poquito a distancia de quienes se expresan demasiado grandilocuente en contra de la destrucción del “Planeta” o parecen tener perfectamente claro que lo que hay que hacer con las centrales nucleares es simplemente cerrarlas. Y no es que no lleven razón, es que las causas de la desgracias que nos sobrevienen corresponden sin embargo a los sospechosos habituales, léase terremotos, tsunamis, plagas y, el más invencible y devastador de los tradicionales jinetes del Apocalipsis, la miseria.

2. Jean Baudrillard explicaba ya en los ochenta que la Guerra Fría y su imagen asociada de la catástrofe nuclear –la guerra donde todos perderían- inauguró una nueva fase de la historia – o, mejor, de la “posthistoria”-: la era de la disuasión y el simulacro. Era ese escenario simulacional desde el que las potencias amagaban su golpe el que posibilitó el más largo tiempo de paz que se ha vivido en Occidente. Esta lógica lo invade todo con los signos de la conflagración, destila la destrucción en dosis homeopáticas precisamente para evitar la catástrofe.

Me pregunto si este momento de la Gran Recesión –bautizado como “Capitalismo funeral” por Vicente Verdú- no se alía de alguna forma secreta con esa lógica enigmática. La crisis es en realidad una reacción alérgica del sistema. De pronto proliferan por todas partes anticuerpos segregados por el propio sistema que, al atacarlo y provocar su debilitamiento, impiden su colapso final. Ninguna victoria ha sido más inquietante que el capitalismo. Con la caída del Muro, el comunismo –modelo rival por antonomasia- doblegó la cerviz reconociendo sus propias culpabilidades y abrazando con fe de converso el ideal enemigo. En esa rendición tan barata se resolvió la Guerra Fría. Su peor consecuencia ha sido el poder que se le ha concedido al capitalismo para adueñarse del mundo como los conejos de Australia, sin enemigos naturales, sin miedo a los predadores. Hoy, desde la ridícula presunción de los neocon más optimistas como Fukuyama, lo que se impone es un principio de “mercado libre” que no tiene tiempo para contrapesarse con los derechos humanos y las demás aburridas consignas clásicas del modelo democrático. Rusia, convertida en una pura cleptocracia, o China, que reduce costes más eficazmente que nadie a costa de saltarse cualquier principio de dignidad del trabajador, son ahora, como capitalistas, más peligrosas de lo que fueron nunca cuando eran el “Peligro Rojo”. Ellas muestran el camino del horror que nos espera si no espabilamos.

La crisis no es entonces el Mal. La crisis es la advertencia de que el tren viajaba a velocidad desorbitada. Y ya se sabe que la consecuencia, si uno no aprende a regularse, es cataclísmica. Este es el verdadero aprendizaje de la crisis.

3. The Road. Ocioso recomendar su lectura antes que el visionado del film. Después, tras la película, acaso sea ya demasiado tarde para entender la trascendencia de una novela cuyo secreto está en los diálogos entre un padre y un hijo que caminan por una carretera buscando comida y huyen de los malvados y del frío en medio de un mundo en ruinas.

Se acusa a McCarthy de mostrar un paisaje demasiado uniformemente gris y devastado. Su lenguaje parece ser el del horror y la desesperanza. Quienes así opinan, sospecho, no deben haber leído otras obras de su autor, como No es país para viejos y, sobre todo, Meridiano de sangre, donde al lector le asiste la desoladora situación de que, como jugaba a pensar Descartes en tiempos difíciles, no es Dios sino un genio maligno –“tan poderoso como astuto y engañador”- quien nos ha puesto a deambular sobre la tierra para divertirse viendo como nos ilusionamos inútilmente mientras mordemos el polvo una y otra vez. Ciertamente, La carretera es un relato cruel. Uno no puede por más que ser comprensivo con la esposa y madre, cuyo dolor tan infinito ante el desmoronamiento de su mundo le lleva a desaparecer en la noche para morir sin remisión. ¿Por qué seguir? ¿Qué aliento nos hace seguir caminando cuando ya nada queda sino el dolor?

The Road, el film, tiene la honestidad de no regalar baratijas al espectador embrutecido que desea solazarse con el espectáculo del Apocalipsis, el cual nos viene siempre en forma de bonitos efectos especiales y Bruce Willis soltándole mamporros a los marcianos invasores. The Road no relata el armagedón, ni siquiera pierde tiempo en explicar los porqués del desastre… ¿o es que no vivimos ya acostumbrados a la idea de que el mundo puede saltar por los aires?

Tampoco se nos concede la gracia de entretenernos con continuos episodios de heroísmo y lucha contra el Mal. Se sabe quiénes son los Malos, pero no se puede sino huir de ellos, pues se han enseñoreado del mundo. Es la pesadumbre de la muerte lenta, la agonía del hambre, el frío y la melancolía, lo que se va destilando gota a gota a lo largo del relato.

No es cierto, sin embargo, que la única solución posible sean el abandono y la extinción definitiva. La resolución de llegar a tierras menos frías y seguir buscando comida se sustenta en un deber que uno se lleva hasta la tumba: proteger al niño de las fieras y sacarlo del reino de las tinieblas. “Si Dios estuvo alguna vez, no tengo ninguna duda de que nos ha abandonado”, dice el viejo vagabundo interpretado por el eterno Robert Duvall. Probablemente, pero dios es el nombre que le ponemos a aquello por lo cual estamos dispuestos a luchar hasta el final. Incluso si ese final es la catástrofe. Lean, lean y verán:




A las afueras de la ciudad llegaron a un supermercado. Varios coches viejos en un aparcamiento sembrado de desperdicios. Dejaron allí el carrito y recorrieron los sucios pasillos. En la sección de alimentación encontraron en el fondo de los cajones unas cuantas judías verdes y lo que parecían haber sido albaricoques, convertidos desde hacía tiempo en arrugadas efigies de sí mismos. El chico le seguía. Salieron por la puerta de atrás de la tienda. En el callejón unos cuantos carritos, todos muy oxidados. Volvieron a pasar por la tienda buscando otro carrito pero no había ninguno más. Junto a la puerta había dos máquinas de refrescos que alguien había volcado y abierto con una palanca. Monedas esparcidas por la ceniza del suelo. Se sentó y paseó la mano por las tripas de las máquinas y en la segunda palpó un cilindro frío de metal. Retiró lentamente la mano y vio que era una Coca-Cola.
¿Qué es, papá?
Una chuchería. Para ti.
¿Qué es?
Ven. Siéntate.
Aflojó las correas de la mochila del chico y dejó la mochila en el suelo detrás de él y metió la uña del pulgar bajo el gancho de aluminio en la parte superior de la lata y la abrió. Acercó la nariz al discreto burbujeo que salía de la lata y luego se la pasó al chico. Toma, dijo.
El chico cogió la lata. Tiene burbujas, dijo.
Bebe.
El chico miró a su padre y luego inclinó la lata para beber. Se quedó allí sentado pensando en ello. Está muy rico, dijo.
Así es.
Toma un poco, papá.
Quiero que te la bebas tú.
Solo un poco.
Cogió la lata y dio un sorbo y se la devolvió. Bebe tú, dijo. Quedémonos aquí sentados un rato.
Es porque nunca más volveré a beber otra, ¿verdad?
Nunca más es mucho tiempo.
Vale, dijo el chico.

Saturday, February 06, 2010




MANDELA
Y LOS SPRINGBOKS






La convicción de que somos los ciudadanos los que debemos construir el poder desde la base, eso a los que los liberales llaman "la sociedad civil", me hace desconfiar de los grandes liderazgos políticos: tengo la permanente sensación de que la Alta Política no es mucho más que un circo que los media nos ponen delante a voz en grito para que olvidemos que la verdadera política transcurre en otros espacios mucho más oscuros, que el juego del poder se ventila en los centros neurálgicos del sistema financiero o en las altas oficinas de las multinacionales.

Nelson Mandela es uno de esos personajes de la vida política que anima a poner entre interrogantes dicha convicción. Dicen quienes le han conocido personalmente que Madiba -nombre tribal con el que se le conoce entre los negros de Sudáfrica- ejerce un poder de seducción imponente. Quizá sea una muestra de debilidad la que a uno le hace ilusionarse con la posibilidad de que el talento de un hombre cambie, para bien, el destino de una nación. Prefiero en cualquier caso caer ante una personalidad tan rutilante que no ante esperpentos como Sarkozy o Berlusconi, simulacros de un cesarismo mediático destinados a desalentar la iniciativa política de los ciudadanos.


Invictus no es en realidad, como podría pensarse, un biopic sobre Mandela. Cumpliendo el deseo del propio Mandela, fue Morgan Freeman el elegido para interpretarle, pero no se trató de dar una de esas imágenes globales y grandilocuentes de la vida de un héroe nacional, sino focalizar el microscopio sobre un asunto de los que, en la agenda de un jefe de gobierno, se presenta como secundario y que, sin embargo, es interpretado como modelo de la filosofía que salvó del desastre a la República Sudafricana cuando la dictadura blanca institucionalizada en el apartheid parecía estar a punto de ser sustituida por el caos y la guerra civil. El texto en el que se inspira el film, El factor humano, del periodista especializado en deportes John Carlin, juega con la hipótesis de que fueron el carisma y la astucia política de Mandela lo que evitó esa catástrofe anunciada, en lo que constituye uno de los ejemplos de transición democrática más difíciles de la historia.


La camiseta verde de los Springboks (el springbok es una gacela de las sábanas del África Austral) es el objeto fetiche sobre el que gira esta apasionante narración, la cual, como todo lo que en mi vida tiene que ver con unos tipos sudorosos que corren tras un balón, se sirve del deporte para hablar de la vida. No hay símbolo más repudiado por la comunidad negra de la nación, lo que supone hablar de más de un ochenta por cien de la República: ese equipo de rugby, formado tradicionalmente por blancos en exclusiva -no es extraño que a los negros les guste más el fútbol- es poco menos que la encarnación del espíritu de la minoría blanca del país... En pocas palabras, los Springboks no son el equipo del país, son el equipo de los afrikaners.



Era tradición entre los negros no ver partidos de rugby más que para ponerse a favor del equipo que en ese momento se batiera contra la camiseta verde. Se sabe que aquel prisionero 466/64 acudía a ver por la tele los partidos de los springboks para celebrar la victoria de sus rivales, lo cual explica la perplejidad de sus millones de votantes, e incluso de sus colaboradores más cercanos, cuando optó, a poco de subir al poder y en vísperas del Mundial del que la República iba a ser anfitriona, por convertir a la selección en símbolo de la nueva Sudáfrica libre. Llamó a Pienaar, jugador-entrenador y estrella de un equipo que había cogido cierta fama de perdedor en los años anteriores- y le pidió que ganará el mundial. No esperaba un simple éxito deportivo, Mandela necesitaba que los Springboks fueran campeones del mundo para apuntalar su gran obra política: la reconciliación nacional. Aquella actitud resultó incomprensible para muchos, como lo fue el que el nuevo Presidente no iniciara su mandato eliminando a todas los cargos blancos de un plumazo, lo que se esperaba, no ya por venganza, sino por la evidencia de que le serían hostiles. Pero Madiba, en el momento de mayor influencia sobre los suyos, convenció al parlamento de que había que apoyar a la selección de rugby. Inicialmente, cuando se dejaban ver por las calles, solo Chester -el único negro del equipo- recibía la admiración de la gente... Al empezar el campeonato y a medida que Sudáfrica iba ganando partidos, y cuando, sobre todo, se vio que el Presidente saltaba alborozado en la grada con cada ensayo de los verdes, la nación cambió drásticamente de actitud y se alió con la selección, convirtiéndo a la gacela, por fin, en la encarnación del espíritu de la nueva nación.



Y llegó la final contra los invencibles All Blacks de Nueva Zelanda. Mientras el estadio de Johannesburg asistía a la impresionante danza maorí con la que los neozelandeses tratan de amedrentar a los rivales, Pienaar reunía en el centro de la cancha a sus compañeros para pedirles que escucharan los gritos de ánimo del público, los cuales eran en realidad el símbolo del aliento de todo el país. El partido fue agónico y necesitó una prórroga. Parecía imposible derrotar a los blacks, pero un drop final de los springboks obró el milagro. Por primera vez en su historia, Sudáfrica sintió que tenía algo que celebrar sin excluir a nadie. Mandela bajó vestido con la camiseta de la gacela a entregar la copa mundial a Pienaar, su satisfacción no era fingida.

El deporte es algo insignificante, no tengo ninguna duda de ello, tanto como para olvidarse de él en cuanto uno sale del estadio y pasa a ocuparse de qué le va a dar de comer a sus hijos a la mañana siguiente. Es tan banal como las religiones, el arte o los carnavales, tan gratuita como lo es el hecho inexplicable de este tiempo que se nos ha prestado para habitar el mundo. Creo que Nelson Mandela es válido como símbolo de algunos valores respecto a los que no debemos ser cínicos. Sí, es cierto, no todo han sido luces en el gobierno de Sudáfrica desde que hace ya casi dos décadas el Congreso Nacional Africano se hizo con el poder. Puede por otra parte objetarse al film de Clint Eastwood el que otorga una visión idílica del estado del país, como si con el carisma de Madiba y un partido de rugby fuera suficiente para olvidar la triste realidad de un pueblo donde el sida, la pobreza, la exclusión social y la violencia son tan característicos como lo son en el resto del África subsahariana. En este sentido, no tengo ninguna duda de que el Mundial de Fútbol -esta vez con una selección nacional donde lo anómalo será encontrar un futbolista afrikaner- no será mucho más que un simulacro mediático.

Y sin embargo, creo que la historia que cuenta John Carlin y de la que se ha apropiado Clint Eastwood da una lección de la que deberíamos aprender. No sé si hay esperanza para África. Leyendo las magníficas -pero descorazonadoras- novelas de Coetzee o viendo uno de esos documentales de Cuatro sobre la vida en Ciudad del Cabo a uno no parece restarle sino el abatimiento. Pero ¿y si Eastwood tuviera algo de razón? Mandela y su astuta reconversión a la fe de los springboks podría encarnar el símbolo de lo que la filosofía del perdón y la reconciliación pueden hacer por sacar a las naciones más pobres de su postración histórica. ¿Puede un negro al que encarcelaron por terrorista hace treinta años marcarnos a todos el camino de la democracia futura? Ojalá este hermoso relato sirva para que, por lo menos, nos hagamos la pregunta. Aunque la selección verde no gane el mundial este verano.





2. Hablando de deportes, medios y globalización, mi viejo amigo y compañero de bastantes fatigas Ramón Llopis Goig me acaba de hacer llegar su último libro, Fútbol posnacional. Transformaciones sociales y culturales del "deporte global" en Europa y América Latina, de Anthropos, trabajo colectivo del que él firma el primer artículo -francamente interesante- y del que es editor. Supone un esfuerzo de años compilar toda la serie de artículos que constituyen el resultado final, francamente elegante, por cierto. Los autores han ido dando cuenta de cómo ha afectado el fenómeno de la globalización de las ligas nacionales en sus distintos contextos. En este sentido es francamente interesante la reflexión de Llopis o Williams sobre el fenómeno de transnacionalización de la Premier League, la liga inglesa, que ha pasado en veinte años de ser un producto británico, donde se jugaba con los patrones de hace medio siglo y era casi imposible encontrar un apellido no inglés, a convertirse en la liga mundial por excelencia, hasta el punto de que Hong-Kong, Manila o Montevideo pueden estar llenos de chavales que disputan entre ser del Liverpool o del United. Atención al trabajo sobre el fútbol en Brasil, pura antropología... Es preciso hablar de futbol para entender el alma de los brasileños casi más que hablar de samba o candombé. Merece la pena y está ya en las librerías.