ALGUNOS TEBEOS
La verdad es que nunca me interesó el asunto, y en realidad sigue sin hacerlo. Es algo que, en realidad, me pasa en general con los no muertos, que me parecen unos tipos fastidiosos, pero que no terminan de poblar mi imaginación, ni siquiera a la hora de las pesadillas. Son como un vecino que tengo, excepcionalmente pesado y que se te echa encima para devorar tu paciencia en cuanto te topas con él: para olvidarme de él me basta con esquivarlo.
¿Por qué veo entonces Walking dead? En primer lugar porque desde el principio, y en contra de lo que yo preveía, me atrajo el cómic que me dejaron. No estaba siquiera seguro de querer leerlo pero, al acabar el primer tomo, le pregunté a Signes si tenía más. Esta serie me parece una digna puesta en escena televisiva de ese estupendo tebeo. En segundo lugar porque hay algo en ella que engancha con el universo de las ficciones televisivas de los tiempos en que un servidor formó su imaginario narrativo, el cual -qué vamos a hacerle- está tan poblado de tele y tebeos como de cine de Bergman y novelas de Kafka. Hay algo muy muscular, muy primitivo y testosterónico en la serie. Quizá los actores no sean gran cosa y las acciones sean a veces forzadas en exceso, aunque sólo sea por esos condicionantes, tan característicos de estos productos, que determinan que el final de cada capítulo ha de dejarnos en suspenso o que deben desarrollarse varias tramas narrativas a la vez para cubrir todo el espectro dramático que la escena de la serie ha creado.
Temo una visión fílmica que sólo crea en las espadas y el encabalgamiento desmesurado de batallas. Creo que es el mayor problema del cine de masas, en especial el llamado de acción: no conoce la pausa, no se detiene a pensar, por eso todas las pelis saben a lo mismo. Pero quizá me equivoque en este caso; no sé sinceramente lo que saldrá finalmente de este proyecto que lleva años y años pendiente de concretarse y que, finalmente, lo ha hecho. Ojalá sea para bien.
1. VUELVE THE WALKING DEAD. Supe de este relato sobre zombis gracias a un cómic que me prestó Ricardo Signes. "Pero léelo", me dijo, a lo que yo contesté con cierto fastidio, como sintiéndome obligado a transigir con algo que, de entrada, me interesaba bien poco. No me decían demasiado los autores -Kirkman en el guión y Moore en el grafismo-, pero, sobre todo, no me decían nada los protagonistas. A mí, desde siempre, los zombis me han parecido unos tipos asquerosos.
En una impagable escena de esa joya cinematográfica de Tim Burton que es Ed Wood, el viejo Bela Lugosi -interpretado por Martin Landau- se burla de Boris Karloff, al cual Hollywood ha asignado al monstruo de Frankenstein de igual manera que a él lo asocian al Conde Drácula. "El vampiro es seductor, hipnotiza a sus víctimas con su mirada profunda, su porte es aristrocrático... En cuanto a Frankenstein, sólo sabe levantar las manos y chillar como un idiota para asustar: Uuuuuh!" No pretendo, Dios me libre, comparar al zombi con el monstruo de Mary Shelley, pero creo que la analogía que hace el ficticio Lugosi nos puede servir. El zombi no es seductor, y si nos incomoda su aparición es, antes que nada, porque da asco. Nos alejamos de él no porque -como sucede con el gran seductor del imaginario occidental, Lucifer- nos atraiga con sus oscuras dotes de manipulador, sino por la misma razón por la que nos alejamos de un vómito: huele mal, da asco.
Esta es la razón por la que nunca le encontré la gracia al gore. Las primeras pelis de este género que recuerdo las vi en casa del primer amigo cuyos padres se compraron un vídeo. Pagábamos a medias pelis que alquilábamos -"acordaos que sean VHS, no Beta, que aquí no se ven"- y así pasábamos unos viernes por la tarde particularmente estúpidos, viendo casi siempre este tipo de films que no solían poner en la tele, ni en la primera cadena ni en el UHF. Como no podíamos ver porno -no al menos mientras sus padres andaran por casa- alquilábamos pelis donde hubiera efusión generosa de algún tipo de fluido corporal. Y así mi vida se topó con los zombis, aquellos tipos maquillados como el Michael Jackson de Thriller, que entraban en masa en la casa de la adolescente protagonista y había que hacerlos pedacitos con un hacha -aquello sí era una deconstrucción en toda regla- porque si no, no se morían y seguían haciendo aquella risita irritante que asustaba mucho a las chicas.
La verdad es que nunca me interesó el asunto, y en realidad sigue sin hacerlo. Es algo que, en realidad, me pasa en general con los no muertos, que me parecen unos tipos fastidiosos, pero que no terminan de poblar mi imaginación, ni siquiera a la hora de las pesadillas. Son como un vecino que tengo, excepcionalmente pesado y que se te echa encima para devorar tu paciencia en cuanto te topas con él: para olvidarme de él me basta con esquivarlo.
¿Por qué veo entonces Walking dead? En primer lugar porque desde el principio, y en contra de lo que yo preveía, me atrajo el cómic que me dejaron. No estaba siquiera seguro de querer leerlo pero, al acabar el primer tomo, le pregunté a Signes si tenía más. Esta serie me parece una digna puesta en escena televisiva de ese estupendo tebeo. En segundo lugar porque hay algo en ella que engancha con el universo de las ficciones televisivas de los tiempos en que un servidor formó su imaginario narrativo, el cual -qué vamos a hacerle- está tan poblado de tele y tebeos como de cine de Bergman y novelas de Kafka. Hay algo muy muscular, muy primitivo y testosterónico en la serie. Quizá los actores no sean gran cosa y las acciones sean a veces forzadas en exceso, aunque sólo sea por esos condicionantes, tan característicos de estos productos, que determinan que el final de cada capítulo ha de dejarnos en suspenso o que deben desarrollarse varias tramas narrativas a la vez para cubrir todo el espectro dramático que la escena de la serie ha creado.
Funciona, no sé muy bien la razón, y les aseguro que en mi caso no es por los zombis, que podrían ser tranquilamente sustituidos por otros seres amenazantes y no necesariamente igual de asquerosos. No sé, pienso en V, aquella serie de alienígenas invasores que nos conmovió en los ochenta. Diana, la protagonista, resultaba ser una reptil marranísima que se comía una rata entera, pero la mayor parte del tiempo los reptiles tenían aspecto humano -para engañar- y resultaban hasta sexys. Creo en realidad que no son los zombis, sino el brillo de su ausencia lo que le da su riqueza a este relato. Los presentimos, nos percatamos de cómo la amenaza de su lógica devoradora va configurando la escena que se desarrolla cuando ellos no están. Es la manera en que los humanos administran su nueva vida en los tiempos del apocalipsis lo que me atrae. Algún científico trabaja en un laboratorio remoto y sigue tratando de encontrar el antídoto contra la infección; el niño que se pierde en el bosque desencadena el terror de sus padres; el caminante que se acerca poco a poco amenaza con su ambigüedad -pues no sabemos si es de los nuestros o es un zombi-; las relaciones entre adultos, empezando por las amorosas, se alimentan de su propia precariedad, pues el futuro ha quedado más que nunca en situación de incertidumbre...
Hay una última cosa. La editorial Anagrama publicó recientemente un ensayo titulado Filosofía zombi, de Jorge Fernández Gonzalo. Seguramente no lo hubiera leído de no ser por el cómic de marras y, sobre todo, por la editorial que lo había premiado y publicado. El ensayo juega astutamente con la idea de que los zombis han pasado a ser los pobladores predilectos del horror postmoderno por causas más produndas que la simple evolución de los gustos del público. Frente al vampiro gótico, figura seductora y aristocrática, el zombi provendría de una democratización del miedo. El Conde gobierna el reino de las tinieblas, poblado por las criaturas que el Mal ha producido siempre para recordarnos que si existe la luz es porque nace de un juego de sombras; el zombi forma parte de una masa informe de autómatas que han descendido por debajo del grado cero de la libertad y la identidad, deambulando en busca de algo que puedan digerir y que, en cualquier caso, no les satisfará. El vampiro es una figura romántica y transgresora, está entregado al vicio porque se mueve en las estancias de lo prohibido, por eso busca inocentes y bellas muchachas, a las cuales convertirá a su infame causa. Al zombi no le importa nada quién seamos ni qué piense Dios de sus fechorias: si le mostraran una cruz trataría de comérsela y, al comprobar que no podía reducirla a nada que se pueda devorar, la olvidaría.
Para Fdez Gonzalo, la horda zombi es un epítome de la mayor de las amenazas de nuestro tiempo: la pérdida de la autonomía del sujeto en pro de una sumisión pasiva a la sugestión barata del consumo y a la homogeneización de los individuos en base a unas claves colectivas simplistas y empobrecedoras. Creo que hay que hablar más de este libro...
2. NO HE VISTO EL TINTÍN DE SPIELBERG... Debería, pues, tener cerrada la boquita, porque además no tengo la intención de ir a ver la película, pero Tintín no es algo respecto a lo que acepte fácilmente el silencio, pues yo crecí con él en la misma medida en que mi padre creció con Flash Gordon. Le debo demasiado a Tintín, le he buscado por la Europa francófona -encontré su castillo, Moulinsart, en la localidad de Cheverny, junto al Loira-; he llenado mis paredes y estanterías con los fetiches nacidos de la imaginación de Georges Remi -Herge-; he pensado demasiadas veces, sobre todo viajando por ahí, en qué habría hecho el periodista belga en tal o cuál situación de apuro o las cuatro cosas que le habría dicho el Capitán Haddock al Bebe sin sed de mi vecino del séptimo, el que me tira agua casi todas las noches desde el balcón...
No voy a callarme, aunque sería de prudencia ver la película, quizá la vea, pero temo arrepentirme. Dijo Borges que Shakespeare era capaz de sobreponerse incluso a una pésima compañía de teatro. El problema aquí es que Spielberg no es un mediocre director de cine. Quizá sea eso lo que más temo, que habrá tratado de hacer un buen producto cinematográfico con Tintin. Habrá acción, efectos de todo tipo, una sucesión vertiginosa de peligros y peripecias... Y todo va a ser inútil, porque Tintín es intraducible al cine. Quizá sirva para que muchos niños opten por leer los tebeos que sus padres tienen en una estantería, pero soy escéptico respecto a ello, porque estos críos no han configurado su imaginario a partir de la lectura de cómics, por lo cual estos siempre habrán de parecerles una degradación de la película dichosa.
Es muy difícil explicar para un ajeno de dónde arranca la fascinación por el universo de Hergé, que convierte en coleccionistas casi compulsivos a personas que, como es mi caso, nos negamos por principios a coleccionar nada. Este amor -uno de los pocos que me ha durado toda la vida y que no ha cedido ni un milímetro- me recuerda al de aquella chica que tanto me hipnotizaba en tiempos escolares: "él no sabe quererla como yo", pensaba en aquel tiempo, maldiciendo al destino que se negaba a entregársela a quien más la merecía. Con aquella joven me equivocaba, con Tintín no: Spielberg no le ama como yo, Spielberg no sabe lo que es amar.
Por cierto, leí algo que dijo un crío después de ver una de aquellas películas -cutres y baratas, pero acaso menos impostoras que la de Spielberg- que se hicieron en Francia en los sesenta sobre el personaje de Hergé: "No me ha gustado, el Capitán Haddock no tiene esa voz". Genial, expresa, si se entender bien la frase, lo que yo siento ante este tipo de traslaciones al lenguaje del cine de un universo que enamora a cocción lenta y que sólo puede desarrollar todo su poder de fascinación en largas tardes infantiles. Creo que no voy a ir a verla, me he ganado el derecho a decirlo y quedarme así de ancho.
3. LLÁMENME CENIZO, PERO TAMPOCO CUELA CON EL CAPITÁN TRUENO. No es por algunas desoladoras noticias que llegan del rodaje y la postproducción y que habría que saber poner en cuarentena. Pero, qué quieren que los diga, me temo lo peor. No sé por qué católicos, musulmanes, y hasta cienciólogos, tienen derecho a poner el grito en el cielo cada vez que alguien degrada a sus dioses con una película, mientras yo he de tragarme que arrastren por el fango a los míos sin rechistar.
Nadie ha explicado mejor que Fernando Savater lo que significa haberse criado con el Capitán Trueno, cuando en su decidida voluntad de luchar contra los malos y no dejarse silenciar por nadie, le echaba la culpa al influjo de este personaje. Trueno, para mí, fue siempre un héroe de la democracia que se abría camino a duras penas en este país de falangistas guerreros del antifaz en los años en que yo empecé a leer el cómic de Mora y Ambrós. Aquello de "Santiago y cierra España" podía ser el residuo fascista de una época donde el espíritu de la censura atormentaba a cualquier creador, pero el mundo de Trueno era abierto, noble y tenía la mente limpia. Savater tiene razón, el Capitán nos enseñó que debemos rescatar al amigo en peligro -aunque para ello hayamos de jugarnos el pellejo-, que debemos plantarle cara a los malos -aunque sean poderosos o, precisamente, porque lo son-, que nunca se termina de guerrear contra la injusticia...
Temo una visión fílmica que sólo crea en las espadas y el encabalgamiento desmesurado de batallas. Creo que es el mayor problema del cine de masas, en especial el llamado de acción: no conoce la pausa, no se detiene a pensar, por eso todas las pelis saben a lo mismo. Pero quizá me equivoque en este caso; no sé sinceramente lo que saldrá finalmente de este proyecto que lleva años y años pendiente de concretarse y que, finalmente, lo ha hecho. Ojalá sea para bien.
Por cierto, una vez una alumna me reconoció que su padre le había puesto Sigrid en honor de la amada del Capitán. Bonito, ¿no?