CONRAD, RIDLEY SCOTT
Y EL BONAPARTISMO
Treinta y cinco años han pasado desde que Ridley Scott estrenó Los duelistas. Azares de todo tipo explican que yo no la haya visto hasta ahora. Ayer lo hice, lamentaría que fuera tan a destiempo de no ser porque no haberla visto antes me permitió gozar de ella en toda su plenitud. Como dice Carlos Boyero: "cómo envidio a quien aún no ha visto Los Soprano, me cambiaría por él sin dudarlo". O, en una versión más bizarra del tema, como dijo Buñuel, "me cambiaría ahora mismo por cualquiera que tuviera los pulmones y el estómago limpios, pues los usaría para volver a fumar y a beber, únicas cosas que de verdad echo de menos en mi vejez.".
Basada en The duel, novela breve de una de mis debilidades, Joseph Conrad, quien a su vez basó su relato en un affaire de la vida real, el film cuenta la historia de dos soldados napoleónicos, Feraud y D´Hubert, que se enfrentan reiteradamente en duelos de honor durante décadas, acumulando al fin una treintena de justas en las que, por un cruce insistentemente milagroso de contingencias, los dos sobreviven una y otra vez. A medida que va avanzando el relato, se agranda en el lector la sensación ,compartida con D´Hubert, de que la terquedad de Feraud en resolver el problema en el campo del honor es completamente injustificada y absurda. La ofensa que da origen al litigio no es tal, el odio que Feraud siente hacia su contrincante, y que le hace trasladar su batalla de manera implacable a lugares y tiempos completamente alejados entre sí, no encuentra más lógica que la de la paranoia de un lunático. Finalmente, cuando muchos años después del primer duelo, D´Hubert se encuentra con la posibilidad de cobrarse la vida de Feraud en el enésimo enfrentamiento, decide hacer uso de la cláusula de honor que le permite disponer plenamente del rival cuya vida es perdonada, obligándole a renunciar para siempre a su causa y, por tanto, a dejarle definitivamente en paz.

La última escena del film me parece esclarecedora: Feraud, con el sombrero de tres picos napoleónicamente cruzado sobre la cabeza, vaga entre colinas contemplando melancólico el fluir de un gran río. La vida no parece ya tener contenido para él. Como el Emperador al que, al contrario que D´Hubert, había sido fiel hasta el final -incluyendo su regreso de la isla de Santa Helena-, Feraud queda condenado a vagar sin rumbo, rumiando su nostalgia por los tiempos en que los hombres como él podían ejercer sin pedir excusas el único oficio que estiman y conocen: la guerra.
Los duelistas es claramente un relato contra el bonapartismo. Feraud es un trasunto de Napoleón, el cual queda así retratado como un fanático obsesionado por la conquista y la gloria personal, un iluminado que no duda en enviar a la muerte a la nación entera y a media Europa por unas ambiciones desmedidas cuyo ritmo de tambor consiguió hipnotizar a tantos hijos de la Revolución Francesa. Cuando estos se dieron cuenta al fin de la clase de loco hijo de perra que era aquel caballero bajito, ya estaban con los pies congelados en el hielo de las estepas rusas y con la patria colapsada y en ruinas.
¿Tiene alguna vigencia esta crítica? La tiene toda, en mi opinión, porque acaso los epígonos directos del corso murieron todos en la misma melancolía megalómana de su héroe -a cuyos últimos ecos de sirena no fue ajeno Nietzsche, todo sea dicho-, pero, a vista de pájaro, las sombras que extiende el bonapartismo se alargan muchísimo. A esa luz, o a esa sombra, se dibuja con más claridad el perfil de la política italiana de las últimas décadas, marcada por la arrolladora influencia de uno de los personajes más dañinos que ha dado Europa, Silvio Berlusconi. Su poder para lesionar las instituciones representativas sólo se entiende a tenor de su indiscutible carisma personal, que le ha permitido condicionar la política nacional durante décadas en un país donde, debido al descrédito de la profesión política, propiciado por la endémica corrupción y por el laberinto electoral, la tentación del populismo intoxica los aires que la gente respira. Dueño de los medios de masas y colosalmente rico, Berlusconi es la evidencia más concluyente de que el capitalismo posmoderno estrangula la democracia, convirtiéndola en un mero simulacro, apenas un espectáculo de Commedia Dell´Arte en el que los ciudadanos intuyen que ya no son gobernados sino por las grandes corporaciones, mientras los profesionales de la política les compensan divirtiéndoles con sus peleas ridículas retransmitidas -como el Scudetto- por la televisión y los periódicos.
La beligerancia con la que Berlusconi se dirige a las instituciones garantes del orden democrático, empezando por la Justicia, no es producto del simple interés personal, aunque todos sabemos que Il Cavagliere intenta acomodar las leyes a su objetivo de delinquir impunemente; hay toda una trama ideológica tras ese juego supuestamente basado en el carisma: la misión de Berlusconi es poner en suspenso la democracia -eso que Europa dice haber legado al mundo- para evitar cualquier mínimo bloqueo al beneficio de las grandes corporaciones, esas que ahora ordenan asfixiar las clases medias de los países del sur del continente para seguir protegiendo los intereses financieros.
Podríamos hablar del trío de las Azores, de la isla Perejil, de la Thatcher y las Malvinas, de Bush y la industria de las armas y la seguridad, de la explotación comercial del miedo al terrorismo, de Yeltsin y de Putin, de Sarkozy... Hay que ver Los duelistas, aunque creo que al relato le falta algo para tener una absoluta actualidad. Comparto la impresión de que el mundo se divide entre los Feraud y los D´Hubert, es decir, entre quienes sólo saben vivir en la guerra permanente, y quienes creen que es posible la convivencia y que tenemos que luchar por ella. Como D´Hubert, debemos hacer frente valerosamente a los opresores y a los violentos, pero no por salvar un honor en el que ya solo creen los fanáticos, sino por hacer posible una comunidad de paz, prosperidad y convivencia. El problema es que no podemos pensar en un actual Feraud sólo como un enloquecido que lo sacrifica todo por la defensa de un sentimiento atávico e ininteligible para una sociedad construida en torno a la revolución industrial y los valores burgueses. A diferencia de Feraud, al que debemos pese a todo respetar por su honestidad, lo que persiguen los bonapartistas actuales no es el honor, es el capital. Además, al contrario que Napoleón, los bonapartistas actuales ya no acuden al campo de batalla, en todo caso envían a los demás mientras ellos dan ruedas de prensa en las que no aceptan preguntas. Demasiado cobardes para que los consideremos émulos del Emperador.