POLÍTICOS
Y
MERCADERES
He practicado –y predicado- el abstencionismo activo desde el Referendum de la OTAN, es decir, desde que Felipe González, ilustre zar del socialismo español, vino –como diría Lázaro de Tormes- a “sacarme de mi natural inocencia”. Maticé ligeramente esta visión de las cosas hace aproximadamente un año, cuando después de una cena con generosa ingesta alcohólica se me ocurrió insinuar a los comensales que si los representantes del Partido Popular seguían insistiendo en que Zapatero era el mismísimo demonio, yo por primera vez en mi vida votaría, y lo haría justamente por el PSOE. La reacción de dos de los presentes, escandalizados ante la posibilidad de que “un buen tipo como tú” colaborara en la devastación de las Españas que Zapatero tramaba, me hizo convertir en algo serio lo que en aquel momento no era sino una baladronada. Cumplí mi promesa en las elecciones locales y autonómicas, pero debo reconocer que la voluntad de reforma de la que presume el Presidente del Gobierno me sigue oliendo por todas partes a marketing y arañazos de superficie. Quizá no puedan hacer más, pero entonces creo que quienes con tanta pasión defienden públicamente una causa deberían sufrir crisis de fe e identidad similares a las que me afectan a mí todos los lunes cuando veo que la semana laboral se me echa encima y mi equipo ha vuelto a perder.
Acabo de escuchar en la Cadena Ser lo que la locutora presenta como una “tertulia política”. Siempre pensé que las tertulias eran esas conversaciones de sobremesa en que la gente platica con cierta placidez entre el humo de un puro y el olor del café. En ésta, los protagonistas, tras felicitarse cortésmente por un cumpleaños o un nacimiento, pasan directamente a tirarse los trastos a la cabeza sin piedad. La diputada del PP recuerda al catalanista que no se puede pretender representar el centro político mientras uno sostiene propuestas independentistas, éste le devuelve la pelota refiriéndose a la purga de Piqué, el socialista le da la razón, pero a continuación alguien le recuerda que “vosotros también os habéis cargado a Rosa Díez”… Nula crítica, zafia incapacidad para ver la paja en otro ojo que el ajeno, mensajes rotundos pero falsos, porque, incluso cuando se dice la verdad, provienen de un estudio de marketing electoral donde el que escucha es tomado como cliente y no como ciudadano. Los políticos mienten, incluso los que no han leído a Maquiavelo… Claro que todos mentimos, sí, ya lo dice el Doctor House, todos somos malos, ¿por qué entonces pretender una superioridad moral de la ciudadanía frente a sus políticos?
Déjenme explicarles algo. No estoy en contra de la representación aunque, como lector de los viejos anarquistas, me extraña que los ciudadanos no sospechen de un mecanismo tan delicado y tan vulnerable a apropiaciones ilícitas e interpretaciones abusivas, tan abusivas como las que realizan los partidos políticos, esas máquinas burocráticas repletas de mediocres cuyo objetivo principal –quitémonos la ingenuidad de encima- es seguir viviendo de la misma fábula de la representación en la que nos hicieron creer desde la Universidad, cuando ya promovían manifestaciones y convocaban huelgas. Es Platón quien en La República recuerda insistentemente a su discípulo la necesidad de que la ciudad sea gobernada por aquellos que sólo muy a disgusto, sin ningún tipo de interés personal -como con un cierto rictus de fastidio- accedan a los cargos. Platón se habría escandalizado viendo hoy a los jefes de campaña chillar como jabalíes alborozados después de los primeros resultados electorales en los que, ya se sabe, han ganado sean del partido que sean.

He practicado –y predicado- el abstencionismo activo desde el Referendum de la OTAN, es decir, desde que Felipe González, ilustre zar del socialismo español, vino –como diría Lázaro de Tormes- a “sacarme de mi natural inocencia”. Maticé ligeramente esta visión de las cosas hace aproximadamente un año, cuando después de una cena con generosa ingesta alcohólica se me ocurrió insinuar a los comensales que si los representantes del Partido Popular seguían insistiendo en que Zapatero era el mismísimo demonio, yo por primera vez en mi vida votaría, y lo haría justamente por el PSOE. La reacción de dos de los presentes, escandalizados ante la posibilidad de que “un buen tipo como tú” colaborara en la devastación de las Españas que Zapatero tramaba, me hizo convertir en algo serio lo que en aquel momento no era sino una baladronada. Cumplí mi promesa en las elecciones locales y autonómicas, pero debo reconocer que la voluntad de reforma de la que presume el Presidente del Gobierno me sigue oliendo por todas partes a marketing y arañazos de superficie. Quizá no puedan hacer más, pero entonces creo que quienes con tanta pasión defienden públicamente una causa deberían sufrir crisis de fe e identidad similares a las que me afectan a mí todos los lunes cuando veo que la semana laboral se me echa encima y mi equipo ha vuelto a perder.
Acabo de escuchar en la Cadena Ser lo que la locutora presenta como una “tertulia política”. Siempre pensé que las tertulias eran esas conversaciones de sobremesa en que la gente platica con cierta placidez entre el humo de un puro y el olor del café. En ésta, los protagonistas, tras felicitarse cortésmente por un cumpleaños o un nacimiento, pasan directamente a tirarse los trastos a la cabeza sin piedad. La diputada del PP recuerda al catalanista que no se puede pretender representar el centro político mientras uno sostiene propuestas independentistas, éste le devuelve la pelota refiriéndose a la purga de Piqué, el socialista le da la razón, pero a continuación alguien le recuerda que “vosotros también os habéis cargado a Rosa Díez”… Nula crítica, zafia incapacidad para ver la paja en otro ojo que el ajeno, mensajes rotundos pero falsos, porque, incluso cuando se dice la verdad, provienen de un estudio de marketing electoral donde el que escucha es tomado como cliente y no como ciudadano. Los políticos mienten, incluso los que no han leído a Maquiavelo… Claro que todos mentimos, sí, ya lo dice el Doctor House, todos somos malos, ¿por qué entonces pretender una superioridad moral de la ciudadanía frente a sus políticos?

Déjenme explicarles algo. No estoy en contra de la representación aunque, como lector de los viejos anarquistas, me extraña que los ciudadanos no sospechen de un mecanismo tan delicado y tan vulnerable a apropiaciones ilícitas e interpretaciones abusivas, tan abusivas como las que realizan los partidos políticos, esas máquinas burocráticas repletas de mediocres cuyo objetivo principal –quitémonos la ingenuidad de encima- es seguir viviendo de la misma fábula de la representación en la que nos hicieron creer desde la Universidad, cuando ya promovían manifestaciones y convocaban huelgas. Es Platón quien en La República recuerda insistentemente a su discípulo la necesidad de que la ciudad sea gobernada por aquellos que sólo muy a disgusto, sin ningún tipo de interés personal -como con un cierto rictus de fastidio- accedan a los cargos. Platón se habría escandalizado viendo hoy a los jefes de campaña chillar como jabalíes alborozados después de los primeros resultados electorales en los que, ya se sabe, han ganado sean del partido que sean.

El autor italiano Pino Aprile firma un libro de humor –y por tanto serio- titulado Elogio del imbécil, donde argumenta que el de la imbecilidad es el último estadio de la evolución de nuestra especie. Lo he comprobado desde que tengo uso de razón: a uno le preparan para admirar o envidiar la excelencia, pero terminan siendo los más necios, los que tienen menos escrúpulos, los que tienen alma de siervos… los que se lanzan ansiosos a abrazar esa cosa tan repugnante que llaman la “disciplina de partido”. Yo personalmente prefiero la teoría expuesta por Norbert Bilbenny en El idiota moral, donde, a vueltas con la figura del psicópata, detecta que la apatía moral, esa incapacidad para pensar desde la diferencia entre el bien y el mal, se ha convertido en el mal más extendido en nuestro tiempo, un tiempo en el cual las estadísticas de analfabetismo ya ni existen. El idiota moral no desarrolla su conducta amoral desde la perversidad o la transgresión, sino desde la banalidad. Tal y como esos malnacidos que venden un crecepelo o una operación de cirugía estética a una víctima desesperada, los políticos se asoman a los medios prometiendo acabar con la pobreza, desprecarizar el trabajo de los jóvenes o prohibir la producción de armas de combate… y después se van a la cama tranquilos, seguros de haber cumplido su deber, es decir, el de ayudar a la organización sindical o partitocrática a la que pertenecen a ganar un puñado de votos. Y a ellos a tener un poco más de dinero y poder.
¿Saben una cosa? No conozco a uno sólo de mis mejores alumnos que haya terminado dedicándose a la política. La mayoría de los que han entrado en partidos y ayuntamientos eran mediocres estudiantes, no creían firmemente en ninguna causa, llamaban ingenuos a los que se jugaban el pellejo por algo que mereciera la pena y eran tipos de los que la mayoría desconfiaba… A aquellos de los que he esperado grandes cosas los he visto después convertidos en futbolistas, empresarios, escritores, camareros o alcohólicos… pero a ninguno me lo encontré de concejal o diputado.

Ya puestos, y antes que tener a algún ex-alumno que me avergüence engañándonos para meternos en la OTAN o participando en el “Trío de las Azores”, mejor convertirse en Groucho Marx, dictador de Freedonia, y declararle la guerra a los vecinos de Tomania porque vienen a molestar cuando uno está durmiendo la siesta.