
MICHAEL JACKSON Y NEVERLAND
La idea, muy escuchada y leída en las últimas horas, de que “el personaje devoró al artista” es completamente cierta, pero deja escapar las razones principales por las que ahora mismo velamos un cadáver como si se tratara de un Dios recién crucificado. Michael Jackson fue, ciertamente, un artista genial, un innovador, un osado creador que transformó los códigos del pop, obligando a toda estrella que se precie a posicionarse sólo a partir de lo que él hizo. Yo he llegado a quedarme petrificado en medio del Carrefour mientras una pantalla pasaba el video de una actuación de hace veinte años. Esa misteriosa química entre el ritmo de la música y la danza, esa gestualidad integral, desde los pies hasta los gestos faciales… Ante las mamarrachadas de los héroes del rock duro o la gelidez falsamente erótica y provocativa de Madonna, se diría que Michael es “verdadero”, se diría que la tramoya del escenario y los vestidos de lentejuelas apenas añaden nada al chico de ghetto que muestra su habilidad natural para hacer feliz a la gente.
Pero no es solo un icono de la cultura porque tuviera gracia para moverse sobre un escenario. Desde Jackson -tanto como desde Elvis o Lennon- los artistas han de danzar en un escenario, dirigirse a los fans, posicionarse ante las guerras, crecer con estrés postraumático o sufrir de fobia social de nuevas maneras, lo cual supone que, de alguna forma, todos hemos de vivir de una forma nueva. De lo contrario no hablarían Internet o los telediarios de la nube de dolor que se ha extendido por el mundo tras la muerte del Rey. El personaje devoró al artista, sí, pero ya hace demasiado tiempo que hablar de Michael Jackson era hablar de algo más que un negrito que bailaba bien.
Baudrillard definió a M.J. como un “mutante solitario”. Nuestra era está llevando a sus últimos extremos la cultura que asocia la voluntad de autoconstrucción del sujeto proveniente de ideologías románticas del XIX con las posibilidades de transformación del cuerpo que deparan los avances de la tecnociencia. Cuando Baudelaire reivindicaba al dandy, no solo intentaba epatar a la bourgeoisie de París, estaba en realidad recogiendo toda una visión de la vida cuyo designio era la necesidad de construir la propia identidad. Explorado hasta sus últimos confines el principio ilustrado que exige la autonomía moral a un sujeto que ya no puede excusar su cobardía en las tutorías ya agotadas del Ancien Regime, lo que planteó el siglo XIX desde los Románticos y los Simbolistas hasta Schopenhauer o Nietzsche fue la radical indeterminación del ser humano, criatura obligada a “hacerse ser” en cada momento, sin más remedio que constituir día a día su propia verdad. Esa experiencia de la libertad que se reclama es angustiosa porque no deja más responsable de mi éxito o de mi catástrofe que yo mismo.

De esa tempestad filosófica las obsesiones de automodelaje que lideró Jackson son solo un pálido reflejo tamizado por la ideología consumista, una parodia si se quiere. Michael decidió cambiar centímetro a centímetro su cuerpo porque no le gustaba nada de lo que encontraba en él. Cuando me fijo detenidamente, todo en mi cuerpo –las bolsas en los ojos, la forma de la cabeza, las arrugas que empiezan a hendir mi sonrisa- testimonia el paso por el mundo de generaciones de gente de la huerta, de íberos, de judíos o de árabes, da igual, de mujeres que odiaban a sus maridos y de ramas genealógicas que vinieron huyendo de vaya usted a saber qué. ¿Por qué cargar con todos ellos? Michael empezó operándose la nariz porque dijo no querer que nada en su cara le recordara a su padre, un negro mezquino que vio en la explotación de sus pequeños la mina de oro que pasa su vida buscando inútilmente la mayor parte de la gente.
Pero aquello solo era una excusa. El neurótico perfeccionista que fue Michael en su profesión le llevó a aplicar la solución final todos los rasgos de “oscuridad” que le devolvía el espejo. Como con la Coca-Cola, el secreto de la fórmula para despigmentar la piel se ha convertido en leyenda urbana que, sospecho, va a sobrevivirle. ¿Por qué cargar con la condición de nigger? ¿Por qué, en realidad, cargar con cualquier condición? Michael representa en realidad una post-raza, su hibridación, completada con el desrizamiento del pelo, es la aplicación neuróticamente minuciosa de una tecnología de poder cuya superficie de operaciones es el cuerpo. De igual manera, Michael es un post-género, un andrógino al que ni siquiera hace falta la excusa gay para revolverse contra la condición sexual heredada. Todo puede elegirse. “Lo quiero todo… y lo quiero ahora”, es el principio supremo de la cultura del consumo, donde el producto privilegiado ya no es una mercancía sino los gadgets biológicos que nos proporcionarán el cuerpo que deseamos. Como los personajes de los cartoon de la tele, podremos caernos desde un precipicio y seguir tan campantes, podremos retorcer una y otra vez nuestra nariz, nuestros pechos, nuestros penes, nuestros labios… Dejaré, como Michael, de ser un hombre, un hombre que hace cosas que merecen la pena, y me convertiré en un monstruo de Frankenstein.
Deberíamos todos llorar a Jackson. Él encarna al dios de la mutación permanente que promete librarnos de todas las cargas que nos han subido a la chepa desde que nacimos. Ya no solo somos culpables de ser malvados o de haber fracasado, ahora también de ser feos, gitanos o tediosamente masculinos. Michael es artificial, una máquina en el sentido más Andy Warhol de la palabra… De alguna manera, ha preparado el camino para que el humano sea sustituido por la máquina, pues su proyecto es la exterminación de todo rasgo aleatorio, de todo aquello que nos cae encima simplemente porque nacemos.

Es indisociable de toda esta cultura del auto-self la tentación de irresponsabilidad que la sustenta. Se dice que Michael no quiso crecer. Es cierto, la condición adulta es pavorosa. Herencia del padre de los Jackson –un hombre pobre- es la pretensión de que el dinero lo compra todo. Pero no se puede comprar con dinero la inmortalidad, por más que Walt Disney esté criogenizado. Usted y yo sabemos que, a cada segundo, nos precipitamos un poco más hacia el envejecimiento y la muerte… pero ya aprendimos hace tiempo que esa era la regla del juego. Nadie puede ser más desgraciado que quien se cree con derecho –por su fama, por su dinero, por su talento, por lo que sea- a no aceptar esa regla.
Con cincuenta años parecía una criatura infernal, un engendro producido por una legión de cirujanos desaprensivos y codiciosos, incapaces de hacerle ver a él y a su familia que lo que necesitaba no era otra nariz sino ser internado en un psiquiátrico. Encerrado en Neverland, no dejo de imaginarme un país de pesadilla, lleno de estúpidos juguetes y colores pueriles para recrear la impostura de un mundo de muñecas, un reino falsamente apartado de lo único que es irresistible excepto para los dioses: el tiempo. Jamás creí que abusara de niños. Los tocaba, jugaba con ellos y los abrazaba, ¿para qué sodomizarlos? Podía incluso acostarse con ellos tan solo para que le transmitieran esa mágica intemporalidad en que vive la infancia. Quizá en eso consiste el abuso, la verdadera explotación de los niños, pero acaso entonces todos seamos abusadores de niños, pues todos buscamos en su proximidad un paraíso de irresponsabilidad que
se nos escapó para siempre.

Neverland es como el Graceland de Elvis o el Xanadú del Hearst que retrataba Welles en la figura de Kane: paraíso artificial, impostura de un reino sin dolor. Demasiado dinero y demasiada fama crean la falsa expectativa de que uno puede sustraerse a las reglas que rigen el cosmos. Peros tales mansiones son siempre el refugio del triunfador que ya no sabe a dónde ir. Neverland se llama así porque de allí ya no se sale vivo, no –como Michael creía- porque allá hubiera el tiempo de detenerse. La muerte se encarnaba en las infecciones, de las que se protegía neuróticamente con una máscara. Amaba a sus fans, pero temía que le tocaran, que le transmitieran la lepra, los piojos, la peste y todas las viejas pandemias de las masas famélicas. Visualizo al Michael de dentro de dos décadas, si hubiera sobrevivido, como la Norma Desmond de Sunset Bulevard, que empieza cuando una vieja diva del cine ya olvidada y su criado entierran solemnemente a su chimpancé en el barroco escenario de una mansión de pesadilla. Pero acaso no podía vivir. Dijo Cioran que “quien no muere joven, merece morir”. Quizá mejor así, antes de saber que el sueño es irrealizable y que termina convirtiéndose en pesadilla. Solo los desgraciados quieren ser Peter Pan hasta la muerte.
Apenas hay imágenes de Neverland, pero parece ser un parque de juegos para atraer a los niños, una casa de chocolate para Hansel y Gretel. Sin darse cuenta, Michael optó por intentar ser feliz viviendo en otros, haciendo felices a los niños. No tengo ninguna duda de que algo se le atravesaba por dentro como un cuchillo cuando los veía llorar y sufrir de hambre y de guerras. Nada es más escandaloso que el sufrimiento de los niños, y Michael veía reflejada su propia imagen infantil –niño explotado, sin derecho a la infancia- en la de aquel niño que acabó por traicionarle y provocó su ruina. De alguna manera, toda Norteamérica es un poco Neverland: un mundo irresponsable

Pero no se preocupen, no hemos perdido a Peter Pan. Ahora empezarán a promocionar todos sus fetiches hasta el hastío. Sus adoradores escamparán que fue asesinado, como Lady Di, por un contubernio de los altos poderes, o que en realidad, como Elvis, nos han hecho creer que ha muerto pero en realidad está vivo y pronto habrá quien diga que lo ha visto caminando por una calle de Jamaica o de Bali…