Saturday, June 27, 2009















MICHAEL JACKSON Y NEVERLAND

La idea, muy escuchada y leída en las últimas horas, de que “el personaje devoró al artista” es completamente cierta, pero deja escapar las razones principales por las que ahora mismo velamos un cadáver como si se tratara de un Dios recién crucificado. Michael Jackson fue, ciertamente, un artista genial, un innovador, un osado creador que transformó los códigos del pop, obligando a toda estrella que se precie a posicionarse sólo a partir de lo que él hizo. Yo he llegado a quedarme petrificado en medio del Carrefour mientras una pantalla pasaba el video de una actuación de hace veinte años. Esa misteriosa química entre el ritmo de la música y la danza, esa gestualidad integral, desde los pies hasta los gestos faciales… Ante las mamarrachadas de los héroes del rock duro o la gelidez falsamente erótica y provocativa de Madonna, se diría que Michael es “verdadero”, se diría que la tramoya del escenario y los vestidos de lentejuelas apenas añaden nada al chico de ghetto que muestra su habilidad natural para hacer feliz a la gente.

Pero no es solo un icono de la cultura porque tuviera gracia para moverse sobre un escenario. Desde Jackson -tanto como desde Elvis o Lennon- los artistas han de danzar en un escenario, dirigirse a los fans, posicionarse ante las guerras, crecer con estrés postraumático o sufrir de fobia social de nuevas maneras, lo cual supone que, de alguna forma, todos hemos de vivir de una forma nueva. De lo contrario no hablarían Internet o los telediarios de la nube de dolor que se ha extendido por el mundo tras la muerte del Rey. El personaje devoró al artista, sí, pero ya hace demasiado tiempo que hablar de Michael Jackson era hablar de algo más que un negrito que bailaba bien.

Baudrillard definió a M.J. como un “mutante solitario”. Nuestra era está llevando a sus últimos extremos la cultura que asocia la voluntad de autoconstrucción del sujeto proveniente de ideologías románticas del XIX con las posibilidades de transformación del cuerpo que deparan los avances de la tecnociencia. Cuando Baudelaire reivindicaba al dandy, no solo intentaba epatar a la bourgeoisie de París, estaba en realidad recogiendo toda una visión de la vida cuyo designio era la necesidad de construir la propia identidad. Explorado hasta sus últimos confines el principio ilustrado que exige la autonomía moral a un sujeto que ya no puede excusar su cobardía en las tutorías ya agotadas del Ancien Regime, lo que planteó el siglo XIX desde los Románticos y los Simbolistas hasta Schopenhauer o Nietzsche fue la radical indeterminación del ser humano, criatura obligada a “hacerse ser” en cada momento, sin más remedio que constituir día a día su propia verdad. Esa experiencia de la libertad que se reclama es angustiosa porque no deja más responsable de mi éxito o de mi catástrofe que yo mismo.

De esa tempestad filosófica las obsesiones de automodelaje que lideró Jackson son solo un pálido reflejo tamizado por la ideología consumista, una parodia si se quiere. Michael decidió cambiar centímetro a centímetro su cuerpo porque no le gustaba nada de lo que encontraba en él. Cuando me fijo detenidamente, todo en mi cuerpo –las bolsas en los ojos, la forma de la cabeza, las arrugas que empiezan a hendir mi sonrisa- testimonia el paso por el mundo de generaciones de gente de la huerta, de íberos, de judíos o de árabes, da igual, de mujeres que odiaban a sus maridos y de ramas genealógicas que vinieron huyendo de vaya usted a saber qué. ¿Por qué cargar con todos ellos? Michael empezó operándose la nariz porque dijo no querer que nada en su cara le recordara a su padre, un negro mezquino que vio en la explotación de sus pequeños la mina de oro que pasa su vida buscando inútilmente la mayor parte de la gente.

Pero aquello solo era una excusa. El neurótico perfeccionista que fue Michael en su profesión le llevó a aplicar la solución final todos los rasgos de “oscuridad” que le devolvía el espejo. Como con la Coca-Cola, el secreto de la fórmula para despigmentar la piel se ha convertido en leyenda urbana que, sospecho, va a sobrevivirle. ¿Por qué cargar con la condición de nigger? ¿Por qué, en realidad, cargar con cualquier condición? Michael representa en realidad una post-raza, su hibridación, completada con el desrizamiento del pelo, es la aplicación neuróticamente minuciosa de una tecnología de poder cuya superficie de operaciones es el cuerpo. De igual manera, Michael es un post-género, un andrógino al que ni siquiera hace falta la excusa gay para revolverse contra la condición sexual heredada. Todo puede elegirse. “Lo quiero todo… y lo quiero ahora”, es el principio supremo de la cultura del consumo, donde el producto privilegiado ya no es una mercancía sino los gadgets biológicos que nos proporcionarán el cuerpo que deseamos. Como los personajes de los cartoon de la tele, podremos caernos desde un precipicio y seguir tan campantes, podremos retorcer una y otra vez nuestra nariz, nuestros pechos, nuestros penes, nuestros labios… Dejaré, como Michael, de ser un hombre, un hombre que hace cosas que merecen la pena, y me convertiré en un monstruo de Frankenstein.

Deberíamos todos llorar a Jackson. Él encarna al dios de la mutación permanente que promete librarnos de todas las cargas que nos han subido a la chepa desde que nacimos. Ya no solo somos culpables de ser malvados o de haber fracasado, ahora también de ser feos, gitanos o tediosamente masculinos. Michael es artificial, una máquina en el sentido más Andy Warhol de la palabra… De alguna manera, ha preparado el camino para que el humano sea sustituido por la máquina, pues su proyecto es la exterminación de todo rasgo aleatorio, de todo aquello que nos cae encima simplemente porque nacemos.

Es indisociable de toda esta cultura del auto-self la tentación de irresponsabilidad que la sustenta. Se dice que Michael no quiso crecer. Es cierto, la condición adulta es pavorosa. Herencia del padre de los Jackson –un hombre pobre- es la pretensión de que el dinero lo compra todo. Pero no se puede comprar con dinero la inmortalidad, por más que Walt Disney esté criogenizado. Usted y yo sabemos que, a cada segundo, nos precipitamos un poco más hacia el envejecimiento y la muerte… pero ya aprendimos hace tiempo que esa era la regla del juego. Nadie puede ser más desgraciado que quien se cree con derecho –por su fama, por su dinero, por su talento, por lo que sea- a no aceptar esa regla.

Con cincuenta años parecía una criatura infernal, un engendro producido por una legión de cirujanos desaprensivos y codiciosos, incapaces de hacerle ver a él y a su familia que lo que necesitaba no era otra nariz sino ser internado en un psiquiátrico. Encerrado en Neverland, no dejo de imaginarme un país de pesadilla, lleno de estúpidos juguetes y colores pueriles para recrear la impostura de un mundo de muñecas, un reino falsamente apartado de lo único que es irresistible excepto para los dioses: el tiempo. Jamás creí que abusara de niños. Los tocaba, jugaba con ellos y los abrazaba, ¿para qué sodomizarlos? Podía incluso acostarse con ellos tan solo para que le transmitieran esa mágica intemporalidad en que vive la infancia. Quizá en eso consiste el abuso, la verdadera explotación de los niños, pero acaso entonces todos seamos abusadores de niños, pues todos buscamos en su proximidad un paraíso de irresponsabilidad que
se nos escapó para siempre.

Neverland es como el Graceland de Elvis o el Xanadú del Hearst que retrataba Welles en la figura de Kane: paraíso artificial, impostura de un reino sin dolor. Demasiado dinero y demasiada fama crean la falsa expectativa de que uno puede sustraerse a las reglas que rigen el cosmos. Peros tales mansiones son siempre el refugio del triunfador que ya no sabe a dónde ir. Neverland se llama así porque de allí ya no se sale vivo, no –como Michael creía- porque allá hubiera el tiempo de detenerse. La muerte se encarnaba en las infecciones, de las que se protegía neuróticamente con una máscara. Amaba a sus fans, pero temía que le tocaran, que le transmitieran la lepra, los piojos, la peste y todas las viejas pandemias de las masas famélicas. Visualizo al Michael de dentro de dos décadas, si hubiera sobrevivido, como la Norma Desmond de Sunset Bulevard, que empieza cuando una vieja diva del cine ya olvidada y su criado entierran solemnemente a su chimpancé en el barroco escenario de una mansión de pesadilla. Pero acaso no podía vivir. Dijo Cioran que “quien no muere joven, merece morir”. Quizá mejor así, antes de saber que el sueño es irrealizable y que termina convirtiéndose en pesadilla. Solo los desgraciados quieren ser Peter Pan hasta la muerte.

Apenas hay imágenes de Neverland, pero parece ser un parque de juegos para atraer a los niños, una casa de chocolate para Hansel y Gretel. Sin darse cuenta, Michael optó por intentar ser feliz viviendo en otros, haciendo felices a los niños. No tengo ninguna duda de que algo se le atravesaba por dentro como un cuchillo cuando los veía llorar y sufrir de hambre y de guerras. Nada es más escandaloso que el sufrimiento de los niños, y Michael veía reflejada su propia imagen infantil –niño explotado, sin derecho a la infancia- en la de aquel niño que acabó por traicionarle y provocó su ruina. De alguna manera, toda Norteamérica es un poco Neverland: un mundo irresponsable y pueril repleto de tío vivos y caballos de chocolate, un gigantesco parque de atracciones destinado a la euforia que termina reflejando el vacío de una existencia sin sentido.

Pero no se preocupen, no hemos perdido a Peter Pan. Ahora empezarán a promocionar todos sus fetiches hasta el hastío. Sus adoradores escamparán que fue asesinado, como Lady Di, por un contubernio de los altos poderes, o que en realidad, como Elvis, nos han hecho creer que ha muerto pero en realidad está vivo y pronto habrá quien diga que lo ha visto caminando por una calle de Jamaica o de Bali…









5 comments:

Anonymous said...

David, pongo en tu blog el comentario último que he puesto en el mío, en parte inspirado por la lectura de tu reflexión:

"Me ha gustado mucho la reflexión de David P. Montesinos, polémica, incitadora. La que aquí ha escrito y la que ha dejado reflejada en su propio blog:

http://lacuevadelgigante.blogspot.com/2009/06/michael-jackson-y-neverland-la-idea-muy.html

Reconocemos a un genio de la música y el baile, a un genio de la cultura popular que supo cambiar lo que parecía inamovible. Y reconocemos al muchacho seríamente condicionado por su pasado, por las esperanzas que él mismo alimentó, por sus propios logros, por las exigencias de quienes le rodeaban. Tenemos varios problemas con la muerte de Michael Jackson, problemas inevitables ya. ¿Cuáles son? Son el de convertir su fallecimiento en un símbolo y el de transformar su figura en un mito. Estas conversiones y transformaciones son –ya digo– inevitables gracias a los medios y gracias a la demanda folletinesca del gran público. Hombres que mueren jóvenes por causas enigmáticas; hombres que no tuvieron infancia y de cuya carencia no se repusieron; hombres que supieron estar por encima de las expectativas para después hundirse; hombres que parecían niños, que tenían vocecillas angelicales cuando ya sobrepasaban la edad tardía; hombres que cuando bailaban parecían levitar, como ajenos al mundo real. Hay un peligro, ciertamente, y es el de convertir a Michael Jackson en metáfora de todo un siglo. Eso es lo que hizo ayer el editorialista de El Mundo: “Podría decirse metafóricamente que el siglo pasado se acaba con la muerte de un artista que llevó la lógica del espectáculo hasta sus últimas consecuencias: hacer de su persona la más fascinante de sus creaciones”.

http://www.elmundo.es/elmundo/2009/06/27/opinion/16654846.html

Resulta pesadísima y mendaz esta prosa que hace del gesto inadvertido o del hecho fortuito o del acto deliberado la expresión de todo un siglo, el siglo XX. Los periodistas haciendo metáforas generalizadoras son una especie peligrosísima, una fuente de contaminación, de confusión mundial. En el futuro, algún historiador estudiará nuestras creencias colectivas, nuestras representaciones colectivas, nuestro trato con la muerte, nuestra relación con lo mágico. March Bloch lo hizo con los medievales. ¿Por qué no lo va a hacer un investigador venidero?

Jackson es un mito –mito en el sentido de Roland Barthes– pero como tal es un signo al que se le ha quitado el significado concreto: dejamos su significante y lo rellenamos con restos de folletín, de personaje previsible. ¿Por qué así fue su historia, su vida? Hacemos un caso de su existencia cuando la muerte parece confirmar una derrota y un derrotero fatal, inevitable. Pero Jackson bien pudo no morirse a los cincuenta. Jackson bien pudo envejecer. Lo que parece la fatalidad o la condena son los nutrientes del melodrama que los medios precisan. Y nosotros lo demandamos. Algún día, en un tiempo venidero, un historiador estudiará nuestras creencias…

Yo, mientras tanto, seguiré escuchando la música de Michael Jackson. Le hago un homenaje y me hago un homenaje: hoy, domingo, cumplo 50 años…"

Fdo.: Justo Serna

Anonymous said...

En mi reseña de la reedición de "En la carretera" de Kerouac, citaba "La sociedad del espectáculo" de Guy Debord y hacía una referencia a Baudrillard, al simulacro. Viendo en lo que se ha convertido el libro de Keroauc y viendo las manifestaciones humanas que ha provocado la muerte de Michael Jackson, por poner dos ejemplos cercanos, me vuelvo acordar de esos autores. Leyendo a Debord (al que por cierto están reeditando ahora muchas cosas; acaban de reeditar precisamente "La sociedad...") y comprobando la actualidad de muchos de sus juicios, me costaba creer que esa obra tuviera más de cuarenta años. Lo que dice sobre el "fetichismo de la mercanacía" enlaza muy bien con "merchandising" jacksoniano que se nos viene encima. Ya he visto en la TV la típica imagen de los neofans que a, título póstumo, que es como se hacen estas cosas, van a la FNAC a vaciar las estanterías en las que previamente, los reponedores han vuelto a colocar los discos de Jackson en la zona noble y visible. A consumir seha dicho...

Hablando de consumir, ignoro si viste la entrevista que el hicieron el otro día en CNN+ a Vicente Verdú, al hilo del libro que comentabas el otro día. De todo lo que dijo, casi siempre interesante, me gustó especialmente una reflexión en torno a la crisis y al consumismo de masas: llevan años diciéndonos que no consumamos de forma masiva, que eso da fuerza a las multinacionales capitalistas, y ahora con la crisis, nos dicen que qué hacemos dejando de consumir, que hay que consumir porque si no la economía de desactiva y la gente pierde su trabajo. Estoy de acuerdo: ¡aquí no hay quien se aclare!

Paco Fuster

imperfecto said...

Precisamente a Verdú le leí algo así cómo que "no se podía ser artista y feliz a la vez"... luego, entonces... ¿qué menos que vender?...

no sé... tengo la sensación que los Kerouac, Debord y algún otro cuasidesconocido, salvo para pequeñas elites que no forman parte de ninguno de los targets manejados por los gurus de la mercadotecnia, suman a su infelicidad cómo artistas, la propia del artista irreconocible.

Llamadme incrédulo, pero no acabo de digerir que nadie escriba, haga cine o papiroflexia sin esperar que su obra sea reconocida, reconocible, lo cual me lleva a pensar que hay un puntito de envidia en ese feroz ataque al consumismo mitómano...

pura elucubración de quién es infeliz aún sin ser artista...

un saludo, amigos.

David P.Montesinos said...

Hola, Paco, no ví la entrevista con Vicente Verdú, en cualquier caso tengo linkeada la página donde aparece su bitácora, por si te interesa. La esquizofrenia entre el consejo de consumir y el de no cosumir me recuerda a aquella frase de lo que no mata engorda, o a cierta mujer vegetariana que conocí y que me soltaba peroratas sobre lo malo que era todo lo que comíamos. Al final, no solo la carne o el pescado estaban matándome, también el arroz y jamón york eran el infierno. La conclusión, si escuchas demasiado es que lo mejor que puede uno hacer es suicidarse, porque lo que hagas siempre va a estar mal.Si consumimos el capitalista mete el motor turbo, proliferan los especuladores y el mercado hace crack, si no consumimos las empresas no pueden reactivarse.

Comparto tu impresión acerca de la vigencia de "La sociedad del espectáculo". En 1994, mucho tiempo después, Gallimard publicó apostillas actualizadas del propio autor a tal libro, las cuales se tradujeron aquí junto al prólogo a la cuarta edición del viejo libro en Anagrama. (Puedo hacértelo llegar, si quieres) A ver qué te parece esto, porque te afecta especialmente, bueno, en realidad nos afecta a todos:

"La preciosa ventaja que el espectáculo ha obtenido de haber colocado fuera de la ley a la historia, de haber condenado ya a toda la historia reciente a pasar a la clandestinidad, y de haber logrado relegar al olvido, en general, el espíritu histórico de la sociedad, consiste, en primer lugar, en ocultar su propia historia: el movimiento mismo de su reciente conquista del mundo. Su poder parece ya familiar, como si hubiera estado ahí desde siempre. Todos los usurpadores han querido hacer olvidar que acababan de llegar".

Voy a buscar tu reseña de Kerouac. Nos vemos pronto, querido.

David P.Montesinos said...

Hola, Imperfecto. Vulnerables al encanto de los mitos somos todos. Yo, por ejemplo, crecí absolutamente convencido de ser un trasunto de Marlon Brando -ver La ley del silencio y Un tranvía llamado deseo- y tengo la sospecha de no haberme librado de tal fantasma completamente. ¿Y por qué hacerlo, en realidad? Gregory Corso, correligionario de Jack Kerouac, al que Paco ha reseñado, dice en un poema haberse pasado días enteros imitando la sonrisa perlada de Burt Lancaster en "Veracruz". Las críticas y burlas de la gente le hicieron, finalmente, desistir. "Volví a mi cara vacía", termina diciendo.

Si escribo sobre Jackson es por qué me atrae, de alguna manera me resulta seductor, nada que no me atraiga en absoluto puede generarme el tipo de crispación que incita a reflexionar.

En cuanto a Debord y Kerouac, no tengo duda de que pretendían ser leídos por mucha gente. No obstante, el libro de Debord al que se refiere Paco Fuster va por otros derroteros, su objetivo no es cuestionar la vanidad de las estrellas. Gracias por estar.