Friday, November 12, 2010













LOS ROLLING STONES
Y EL MAL







Keith Richards acaba de publicar su autobiografía. Circula por internet el primer capítulo. Tiene gracia; en realidad suele tenerla todo lo que rodea a este tipo, que consigue, no acabo de saber muy bien por qué, arrancarme sonrisas tan solo con la cara que pone mientras toca la guitarra eléctrica, por no hablar de la hazaña de caerse de un cocotero con sesenta y bastantes sin matarse, o la de hacer de padre de Johnnie Depp en Piratas del Caribe, supongo que por que no encontraron un rostro que, surcado de arrugas como el más histriónico personaje del cómic, simbolizara el Mal de forma tan convincente.

En este primer capítulo cuenta cosas que uno debe saber tomarse en clave de comedia. Por ejemplo, advierte que cuando viajaron en los primeros sesenta por los EEUU, entrar a tomarse un café en un bar de carretera constituía un peligro para tipos enclenques y melenudos como ellos. Camioneros tatuados y con el pelo perfectamente cortado a cepillo podían pasar en medio minuto de burlarse llamándolos "nenas" a sacarlos a mamporros del local. Keith descubrió que en los locales de negros, donde de vez en cuando sí les aceptaban por considerarlos blancos un poco marginales, la gente se divertía de verdad con la música y uno podía tranquilamente escuchar en vivo y en directo a Muddy Waters, cuyas canciones amaban y versioneaban desde hacía tiempo en el lejano Londres.




Ha creado cierta expectación el libro por el cruce de acusaciones, supuestamente sincero, que ha originado entre los dos veteranos del grupo. Richards define a Jagger como un egomaniaco, bastante mediocre como vocalista y sexualmente infradotado. Éste se ha limitado a contestar algo como esto: "no sabéis lo que significa pasar la vida haciendo giras por el mundo con un yonqui".



Todo esto en realidad vale bien poco. Basta imaginarse a dos ancianos de esos que ve uno en un bar de dominó echándose los trastos a la cabeza en público para percibir que esto es puro show, aunque acaso todo en el entorno de Jagger no fue jamás otra cosa que show. Es ese el significado del aviso que nos hicieron ya hace mucho años y que quienes adoramos a los Stones no terminamos nunca de aprender a tomarnos en serio: "it´s only rock´n roll, but I like it". No me recuerdo sin saber de esta banda de rock, pero es que tampoco me recuerdo sin oír que Jagger y Richards se odiaban, que el grupo se separaba, que eran insoportables... Jamás me ha parecido demasiado interesante nada de lo que hicieran o dijeran, pero si dijera que sólo me interesan como músicos también me engañaría a mí mismo. Ciertamente, su música me fascina, o para ser más exacto, me fascina la escenificación de su música, esa puesta en escena que ejerce una atracción que no ha perdido su poder sobre mí así que pasen -ya han pasado, parece mentira- tantos años como Franco gobernó España. Pero sobre todo, creo que se impone analizar su valor como fenómeno de la cultura contemporánea, algo que está más allá de lo que Mick o Keith puedan decir sobre sí mismos.






"Somos la mejor banda de rock del universo", dijeron después de triunfar al fin en los USA en el 69. Aquella era una manera de contestar a la célebre autoexaltación de los Beatles: "somos más famosos que Jesucristo". Aquella frase de Lennon era una boutade, pero una boutade -como muy bien sabemos desde Andy Warhol- es la manera de acercarse a la verdad en los tiempos del Pop. Lo que intentaba decir Jagger entonces es que ellos, ante todo, eran músicos capaces de divertir a la gente, y que ello justificaba el que fueran ricos y famosos. Pero se equivocaba, pues nada genera tantos signos en nuestra era como el entertainment, ninguna mentira tiene tantos efectos de verdad como el pop. Si despreciáramos el poder de los Rolling -y de tantos otras celebridades del pop o aspirantes a ella- para generar modas, ideologías, actitudes y conductas, para producir, en suma, identidades, entonces seguiríamos ignorando que, después de todo, no es solo rock´n roll.

La verdadera razón de mi fascinación por The Rolling Stones, o mejor, por el juego simbólico que se ha desplegado a partir de ese nombre -iconizado en la famosa lengua-, es que llevan cuarenta años jugando con la etiqueta que se les atribuyó desde sus mismísimos orígenes en los tugurios de Londres: los Rolling son la encarnación del Mal.






El Mal. No hay asunto más fascinante. A su son bailan la Biblia, los periódicos, los textos de Nietzsche, el cine de Kubrick, qué sé yo... No es que los Stones sean malos. En realidad no lo son más que usted o yo, pero por razones en el fondo muy azarosas consiguieron situarse en la cresta de esa ola y llevan una eternidad aprovechándose de ello. No otra cosa es el rock: un acelerón de compás, la guitarra eléctrica en lugar de la acústica y, lo más importante, dedicarse como Chuck Berry a dejar de pedir en las canciones besos de colegio para chillar que lo que quiero, baby, en realidad es follarte. Vean qué se escribió en un diario inglés cuando surgieron sus primeros clubs de fans, en aquel entonces en que las familias bienpensantes británicas empezaban a plantearse que, después de todo, no todo había de ser modales victorianos y no estaba tan mal que la hija de uno pudiera traerte a casa a uno de los Beatles:

A los padres no les agradan los Rolling Stones no quieren que sus hijos lleguen a ser como ellos; no quieren que sus hijas se casen con ellos. Nunca han sido las virtudes de pulcritud, obediencia y puntualidad tan escasas como en los Rolling Stones. No son los ideales con los que construir imperios, no son del tipo de gente que se lave las manos antes de comer. Causan que los adultos farfullen con rabia.

A partir de aquí podía adherírseles todo tipo de leyendas, hasta el punto de que es en torno a los Rolling que se funda ese concepto tan de la Galaxia Internet de la leyenda urbana. La mejor de ellas, la de que Richards y Jagger consumían tantas drogas y llevaban una vida tan depravada, que acudían puntualmente cada año a una clínica para renovarse hasta la última gota de sangre. Ya ven, la piedra filosofal del vicio: dedicarse a toda suerte de perversiones sin que peligre la salud, sin envejecer, sin tener que "pagar" por ellas, todo ello porque son tan ricos que pueden permitírselo. Circulan sobre ellos otras muchas leyendas de ese jaez, pero yo tengo la sospecha de que Mick está ahora mismo en una casa rodeada de seguridad privada, preparando un zumo de plantas para no envejecer y haciendo cálculos sobre la pasta que va a ganar en copyrights este mes. Poco de drogarse, poco de follar suciamente y pocas orgías con esclavos disfrazados de vampiros y canapés de cocaína en las bandejas, me temo... O sea, que dejen ustedes de imaginar gilipolleces, ¿o no se han dado cuenta de que estos tíos tienen la edad que tenían sus abuelos cuando les llevaban a ustedes a jugar en los columpios?


Pero no es esta la cuestión, ya he dicho que no son exactamente "ellos" lo que me interesa. Un día, cuando ante una aparición televisiva, siendo yo adolescente, me pareció que eran tipos con mala pinta y que sus gestos eran desafiantes, uno de mis mayores, que aceptaba lo que había leído en algún sitio de que eran unos genios de la música, me dijo: "escúchalos, solo escúchalos, no los mires". Esto es lo que se ha dicho siempre del demonio, que no hay que mirarlo. ¿Por qué? Porque seduce. Es esto lo que interesa, la afinidad con el demonio, ese enigma del poder de atraer.

Nada me obsesiona tanto: ¿qué hace que algo seduzca? ¿Cómo el pop, y lo que no es el pop, consigue arrastrar multitudes? En este caso, es el principio del Mal la llave del misterio. ¿Y qué es el Mal? La teodicea, rama de la Teología que busca razones para explicar la presencia del Mal en el mundo, es una herencia con la que desde siempre carga la tradición intelectual. Los filósofos intentamos explicar el mal, ofrecer consolación ante él, luchar contra él... Pero raramente nos aventuramos en alumbrar las claves desde la que se construye su poder, que no es otro que el de su capacidad para atraer.




Sé que este orden discursivo abre flancos de inmediato, y se traduce en acusaciones como las que se ha lanzado sobre autores como Nietzsche o Cioran: inmoralidad, irracionalismo, arbitrariedad, banalidad... Es inútil entrar entonces en diálogo. Pero el Mal exige algo más que su simple definición racional y humanista, que es una definición ética y política. Yo me refiero a otra cosa. El Mal como principio -como metáfora- no es la fría brutalidad de Auschwitz, las bombas o la pobreza. Contra todo ello está cualquier bien nacido. No, el Mal, en el sentido al que me refiero, es la atracción por lo que desde siempre en el rock -o si quieren en Star Wars- se ha llamado "el lado oscuro". El gran privilegio de ese lado oscuro es el de no tener que estar del lado de la verdad o la corrección. De ahí emana el misterioso poder que sobre nosotros ejercían en el colegio las chicas malas, o el protagonismo que siempre absorben los niños que perserveran con inexplicable imprudencia en la travesura. El Mal no es un agente constructivo, no pretende dejar nada serio tras su estela, su designio es desaparecer, conjurarse en el fuego de su propio artificio. El Mal es lo Otro, esa sombra extraña que se va haciendo más grande a medida que creemos estar más cerca de la salvación, que creemos poder sentirnos más seguros bajo la mirada protectora de los dioses.
No otra función tuvieron desde siempre inquisidores y exorcistas: arrancar el Mal de nuestras entrañas, aterrorizarnos respecto al peligro de su seducción. Da igual que lo encontraran en los conversos, los herejes, las brujas, los locos, los leprosos o los masones... siempre fue la misma estrategia: localizar en un punto la energía del infierno para conjurarla y proclamar el Reino de los Cielos. Pero el Mal es, a su manera, invencible. Su sombra aparece con sonrisa irónica tras cada uno de los sermones moralizantes que sobre las virtudes del estudio y los peligros del alcoholismo suelto a mis alumnos. Se erige como el Capitán Haddock, sombrío doble vicioso, débil y egoísta del virtuoso Tintín, quien en silencio sabe de sobra que sin su amigo terminaría moriéndose por la proliferación infinita de ese sí mismo intachable y correcto, asquerosamente bueno. Se dibuja bajo nuestro ingenuo deseo de que ganen los buenos, sabiendo como sabemos, en el fondo, que el héroe sería la muerte por aburrimiento sin el Doctor House, Lex Luthor, el Joker, Kurz, John Silver, Cicatriz, Ali Khan, Darth Vader, la Señora Danvers, Moriarty, Lady Macbeth, el Conde Drácula o Tom Ripley.

Empieza uno a acercarse a la sabiduría el día en que se convence de que eso tan humano y tan absurdo por lo que luchamos, que los demás nos amen, no se consigue por aquello por lo que merecemos ser amados. Nunca me llevé a nadie a la cama por mis virtudes, nunca desperté verdadera atracción por ser generoso y comprensivo. No seducimos por nuestra integridad moral ni la fortaleza de nuestros valores, son más bien nuestras debilidades y contradicciones, ese misterioso vacío interior al que sin saberlo apuntamos, lo que nos vuelve extrañamente deseables.






Es en ese Otro inasible, imposible de domesticar, donde reside el principio del Mal.

3 comments:

Anonymous said...

Oiga David, esta reflexión sobre el Mal es magnífica. Es usted muy bueno. Malvadamente bueno debería decir quizá.

Mgno

Anonymous said...

Yo siempre he sido muy cobarde. Por eso el mal nunca me ha tentado. Imagino que por eso tengo la tensión alta.

BT

David P.Montesinos said...

No se me cachondee, Magno, que le tengo calado.

Yo, BT, tengo el colesterol algo alto y también soy cobarde, pero esa no es una razón para que el mal no me tiente. Una mujer me dijo una vez que a las chicas "no nos gusta que seáis malos, sino que lo parezcáis". Examínelo, que la cosa tiene fondo.