
LA EDAD DE ORO
No creo estar descerrajando las claves del último relato de Woody Allen si digo que su tema de referencia es el por los psicólogos llamado Síndrome de la Edad de Oro. No tengo ninguna duda de que esta vez Allen ha acertado con su película anual, este Midnight in Paris que, como tantas otras veces con este magnífico creador, consigue que la sonrisa, e incluso a veces la carcajada, surja como un destello de inteligencia, algo por lo visto nada común. Esto no es una crítica de cine, sino una reflexión suscitada a propósito de una película, pero debo decir que con Woody me pasa lo mismo que con algunos futbolistas como Albelda o con escritores como Landero, que les quiero tanto que ya únicamente les pido que estén mínimamente a la altura que les convirtió en leyenda ante mis ojos, aunque sólo sea para tener una excusa para seguir queriéndoles. Por eso me alegró ver el otro día esta película; me hizo pensar y me hizo reír a partes iguales, no pediré más, tengo de sobra.

Es sabido que en Woody Allen la ingente labor creativa -una película cada once meses desde hace más de treinta años es una barbaridad- tiene un sentido terapéutico. Él pretende hacernos creer -a nosotros, y seguramente también a su psicoanalista- que a través de sus películas da forma a sus demonios interiores con la intención de exorcizarlos y que le dejen dormir en paz, pero yo, que tengo lo suficiente de hipocondríaco como para entender la jugada, sé muy bien que lo que verdaderamente busca esta entrega compulsiva al trabajo es resistir con una huida hacia adelante la embestida del peor de los demonios, la incapacidad para soportar la escandalosa idea de que hemos de morir. No sé si recuerdan aquel chiste de la genial Deconstructing Harry:
-"Con los años he llegado a la conclusión de que la frase más hermosa del mundo no es Te amo, sino esa otra que a veces te dice un médico: El tumor es benigno"
El Síndrome de la Edad de Oro me parece un síntoma secundario de esa hipocondría, pero bastante menos anómalo de lo que podríamos imaginar a primera vista. Hay una figura muy localizada entre los de mi generación para definir este síndrome. Lo recuerdo de la película Mensaka: un tipo cercano a la cuarentena se pasa la vida en la década de los noventa soltándole la tabarra a los jóvenes sobre lo bien que se lo pasaban en los años de la Movida:
-"La gente se enrollaba con la gente, hablabas con todo el mundo, compartías, la gente era libre... No era como ahora, que sólo hay críos rabiosos"
Debo reconocer que esa sensación, la de que últimamente sólo ves por ahí "críos rabiosos", o, para ser más exacto, gente rabiosa de muy distintas edades, también me sobreviene con frecuencia. Mi lucidez consiste en que no me paso el día aburriendo al personal hablándole de Arcadias del pasado. Y la razón es bien sencilla: nunca hubo tales arcadias, o para ser más exacto, yo nunca las viví como tales.
Es cierto que, como cualquiera que peina alguna cana, tengo cierta tendencia a la melancolía. Soy perfectamente consciente ahora, con la perspectiva del tiempo, de que pasaron por delante mío algunas oportunidades que ya no veré más. Fue, desde luego, un error mío no aprovecharlas, pero sólo ahora sé con certeza que estuvieron ahí, el problema es ese, que sólo lo sé cuando ya es demasiado tarde. Hube de hallarme a mediados de la década de los noventa para envidiar lo que un compañero me dijo una noche, que había bailado en el 82 con Loquillo en el Rockola. De nada serviría intentar rebobinar para recuperar ese tren: aunque algún listo recuperara el Rockola y pusiera a Loquillo a bailar en la pista sería inútil que yo acudiera, no sabría a lo mismo que sabía en el 82, sería de mentira y yo me daría cuenta. Y eso que digo de Loquillo vale para todo lo demás, ustedes ya me entienden.

¿Fueron los años veinte una época dorada como le gusta pensar al protagonista de Midnight in Paris? Esa es exactamente la misma pregunta que podríamos hacernos los de mi generación con respecto a "los felices ochenta", y sospecho que obtendríamos la misma respuesta que obtiene en su búsqueda el iluso protagonista de la cinta de Woody Allen: ninguna época es dorada cuando se está viviendo, somos después nosotros quienes proyectamos una mirada encandilada sobre ellas y las convertimos en la leyenda que nunca fueron. Si escucháramos la conversación entre dos jóvenes aventajados del París de los Años Locos en un café de Montmartre, probablemente dirían que la suya era un época apestosa y repleta de mediocridad. Si siguiéramos rebobinando, escucharíamos la letanía de los impresionistas quejándose por el mortal aburrimiento del confuso inicio de siglo, que es probablemente la era que añoraban los chicos melancólicos dos décadas después, seguramente porque nunca vivieron aquellos días que sólo se vuelven luminosos en esa fábrica de distorsión que es la memoria. (Quizá ustedes no sepan, por cierto, que lo de Belle epoque es un nombre que se le puso después a ese periodo anterior a la Gran Guerra, de manera que jamás sus protagonistas habrían sido capaces de entenderse a sí mismos a partir de ese rótulo que ha quedado para siempre) Y así, llegaríamos hasta el inicio de la Modernidad y el Renacimiento, el tiempo en que sospecho que empezó esta afición a lamentarse por la incapacidad del presente para estar a la altura de nuestras exigencias.

En esta guerra el pasado juega con los dados marcados. "Cuán presto se va el placer, cómo después de acordado da dolor, como a nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue mejor", decía Jorge Manrique en las Coplas. Tal y como sucede con otra patología hermana de la anterior, la del Peter Pan, que construye un refugio imaginario de infantilismo desde el que resistir la urgencia de asumir la responsabilidad del adulto, en el Síndrome de la Era Dorada caemos en la misma tentación de la que nacen todas las religiones: mitificar un supuesto estado de pureza, sublimar un pasado que, confeccionado desde el poder de la fabulación, se hace mítico precisamente porque nunca fue como queremos recordarlo.
Sólo hay un remedio contra este mal, que es a fin de cuentas el de todo melancólico inconsecuente, desmitificar la leyenda de la arcadia pretérita, o mejor, asumir que la única verdadera leyenda digna de tal nombre es la que ahora mismo levantamos, si es que esta estúpida tristeza que nos invade un par de ratos al día a partir de los cuarenta no acaba antes con nosotros. Las excusas con las que en el pasado desperdiciamos tontamente muchos momentos para vivir intensamente y bailar con Loquillo en el Rockola no son muy diferentes de las que ahora nos damos para seguir dejando pasar oportunidades de hacer cosas dignas y hermosas. Hay quienes, con familia y eso que se llama una vida estable, han encontrado la excusa perfecta para quedarse en su sofá dedicándose a poner a parir a cualquier que sale a la palestra para jugarse los morros por algo. El desafío es insistir en no parecerse a uno de esos tipos. Y eso vale para un adolescente, para un tipo de cuarenta, y para un anciano.

Y hablando de ancianos, es curioso que sean personas viejísimas las que -como S.Hessel, autor de Indignaos- parecen estar inspirando el movimiento 15-M. Se me ocurre pensar que es como en esas casas de las que desaparecen los padres y quedan solos el abuelo y los niños para afrontar las tempestades. Y a veces lo hacen con admirable valor, por cierto. Todo mi escrito no tiene otro objetivo, caballeros, que invitarles a una reflexión: éste -éste y no otro- es el presente, éste es el tiempo que algún día merecerá la pena recordar, esto es posiblemente lo mejor que puede pasarnos y acaso lo más que nos merecemos. No estamos ante el Mayo Francés, ni ante la primavera de Praga, ni ante la dichosa Movida Madrileña... Estamos en el presente, está sucediendo ahora. Ayudémosles a que sea memorable.