Saturday, September 03, 2011











EN EL PARITORIO



Antes de ser padre escuché mucha poesía respecto a la magia de presenciar el parto. Yo era poco receptivo, no encontraba más motivo para participar como espectador de tan delicado momento que el de la pura solidaridad -a fin de cuentas soy el padre, joder- y la necesidad de presencia afectiva que las personas tienen en los trances más dolorosos -nunca mejor dicho lo de dolorosos, por cierto-. Ese, el de que mi pareja prefería que yo estuviera, fue mi único motivo, y resulta sobrado, pero no acudí con la sensación de ir a presenciar un momento "emocionante y bonito", fui más bien como un torero que salta al ruedo por hambre y espera que el morlaco pase sin fijarse demasiado, fui con miedo a la sangre, al instrumental médico, a las complicaciones clínicas, y, sobre todo, fui con miedo al dolor.

Me impresionó mucho hace tiempo un film titulado El gran momento, dirigido por Preston Sturges y protagonizado por Joel McCrea. Recuerdo el inicio de la película en que, siendo un estudiante de medicina, el joven William Morton empieza a obsesionarse con la maldición del dolor. Asiste a una intervención en la que las explicaciones del doctor a los aspirantes se confunden con los gritos del infortunado paciente. Morton, especialista en odontología, entrega el resto de su vida al encuentro de una sustancia que le permita intervenir sobre el cuerpo esquivando el dolor. ¿Saben? A mí estos tipos del siglo XIX que se dejaron la vida en encontrar remedios universales contra los males humanos me parecen auténticos colosos. Morton -como cualquier otro de los que trabajaron sobre el éter o el cloroformo para llegar a ese milagro que nunca ponderaremos lo bastante: la anestesia epidural- debería tener avenidas dedicadas en todas las ciudades del mundo, pero ya ven, los santos a los que rezan los beatos son tipos que se ganaron la gloria por buscar los dolores más atroces, no por luchar contra ellos.

La primera sensación que una tiene cuando está a punto de parir no debe ser del todo diferente de la que sobreviene a un condenado a muerte cuando le comunican que, por fin, ha llegado el momento. Una sabe que antes o después va a entrar en el paritorio, pero eso ocurre sólo cuando ocurre, no antes, en esas ocasiones sucesivas en que has temido quedarte y te han dicho que no, que esas contracciones que vas teniendo no son de parto inmediato. Cuando por fin te dicen eso de "tú te quedas ya", te viene a la cabeza aquello de los dos pistoleros de los western que han pasado toda la película desafiándose a muerte y, de pronto, en medio de un páramo, se miran y uno de los dos dice que "este es un momento tan bueno como cualquier otro", y que no hay por que posponer lo que, de todas formas, tiene que terminar llegando.

Cuando la inminente madre entra, debe desprenderse de su ropa y cualquiera de los abalorios que adornan su cuerpo. La función de este tipo de protocolos médicos, como la de la depilación, es perfectamente justificable, pero el que la sufre no puede evitar pensar que lo que se pretende es convertirla en un paciente dócil, alguien que, desde que entra, ya es sólo el objeto de un procedimiento clínico perfectamente instituido, alguien a quien de alguna forma hay que robarle algo de su condición de persona y de su identidad para que los técnicos puedan trabajar sobre ella sin estorbos.


Todas sus pertenencias van a parar a una bolsa verde enorme que le entregan al acompañante. A partir de ahí vas a la Sala de Dilatación, que termina siendo el verdadero paritorio, y pasas por ese trance del que hablan muchas mujeres en el cual puedes llegar a sentirte espantosamente sola y abandonada por el mundo durante tramos de tiempo que parecen interminables. En el momento oportuno, una enfermera comunica al acompañante que ya puede entrar, pues va a comenzar el "extractivo", también definido por los ginecólogos como "finalización del proceso gestante".

Cuando un absoluto inexperto entra en un paritorio, no es raro que tenga la sensación de meterse en la boca del lobo, más si no se trata de uno de esos hospitales privados donde ya tienen cuidado de que te parezca que estás en un hotel. Es mentira, claro, un hospital es siempre un lugar atravesado por el olor de la asepsia, el dolor, la incertidumbre y, a veces, el desconsuelo y la desesperanza, pero en lo que los seguros privados ganan a la Seguridad Social es justamente en sugestión para los clientes, lo cual no significa que funcionen mejor ni que traten mejor a la paciente en lo que verdaderamente le importa a ésta, que es que le ayuden a parir.

Durante los primeros minutos no paré de acordarme de una película que vi hace tiempo sobre los horrores de la dictadura argentina, Garaje Olimpo, se llamaba. Cada poco uno escucha gritos femeninos de dolor, un dolor que, a tenor de los gritos, se te antoja insoportable.

-"¿Vols que et posem la epidural?", pregunta la matrona.
La parturienta contesta que no...
-"Una dona valenta...", concluye la matrona.



Hay un momento, un momento muy largo, en que la comunión entre las tres personas que habitan la sala -la paciente, la matrona y el acompañante- es tan perfecta, que sí empiezo a pensar en esa magia del parto de la que me han hablado tanto sin que yo llegara a entenderlo. Vuelven los gritos de los otros partos, "No puedo, coño", "sí puedes, vamos guapa, está muy cerca"



Más gritos cuyos ecos se cuelan por los pasillos, el llanto de un niño...

Mi parto se complica, el misterioso pudor de la madre le impide sacar fuera su dolor, pero está empezando a pasarlo muy mal. Nada que no ocurra continuamente, pero tras la autopista que le ha abierto una dilatación muy rápida, la niña ha decidido que prefiere quedarse dentro. Lo entiendo, con la que está cayendo con la recesión económica y lo que se encuentra uno en Tele Cinco: éste no acaba de ser el sitio ideal para venir, pero qué vamos a hacerle...

La paciente está agotada... Epidural al fin, es la única manera de que pueda volver a empujar, pues con el dolor no puede seguir. El proceso se detiene durante más de una hora, cuando la paciente se recupera y el final de los dolores le permiten volver a empujar. Empiezo a entender, por primera vez en mi vida, qué es la Naturaleza. Pueden llenar las salas con ordenadores, artefactos de última generación que señalan electrónicamente el ritmo de las contracciones y los latidos del bebé, pero parir es la misma cosa bestial que ha sido siempre. Uno piensa en tempestades, en volcanes, se acuerda de que somos un mamífero... Ya hay varias matronas en la sala. Hay una que trabaja con hábiles dedos sobre la criatura por debajo, otra que lo hace desde arriba empujándola para que baje desde la zona vertebral. Aquí no valen la palabrería barata, ni las promesas de los políticos, ni las ambiciones personales, ni las requisitorias de los burócratas, ni la pedantería de los sabios... Es la vida en estado puro, la vida y nada más.

Me viene a la cabeza una música que hiciera de fondo al trabajo tremendo de esa infantería que forman matronas y enfermeras. Ahora entiendo por qué Sócrates -alma mater de la filosofía europea- presumía de ser hijo de una "mayéutica" -comadrona-, alegando que su escuela no tenía más objetivo que el de sacar a la luz -al modo mayéutico- al alumno que habitaba las tinieblas de la ignorancia.

Cuando entra el médico y la sala empieza a llenarse de personas uno entiende que se acerca el final. Te concentras en el dolor, en cómo hacer para intentar paliarlo, en soportar que te aprieten la mano con una rabia incontenible como si la parturienta pudiera traspasarte algo de su agonía. Alguna de las enfermeras me dirige miradas furtivas, como esperando captar los signos de una emoción incontrolada. Debe pensar que estoy rezando cuando me ve hablar sólo, nunca sabrá a qué Dios me dirijo. De pronto alguien dice algo del cordón umbilical. Mi posición me impide ver nada. Hasta que ves, y hasta que oyes. El llanto del recién nacido produce un estallido de lágrimas en la madre. Entonces te dan a Carmen y se la muestras a su madre.

Inútil continuar, esta historia no tiene nada de original, sólo es valiosa en la medida en que es la tuya.

El sortilegio de la vida. Dijo Joseph Conrad que no le interesaba lo sobrenatural porque la vida de por sí le parecía ya el mayor de los misterios. "Empeñarse en vivir o empeñarse en morir, esa es la cuestión", dice Red al final de Cadena perpetua, cuando, tras el suicidio de un compañero de presidio, decide seguir en el mundo hasta el final. Cuando Carmen vino acababa de morir Amy Winehouse y había toreado en la plaza de Valencia José Tomás. Creo que por eso me vino a la cabeza la frase de Red. "Empeñarse en vivir o empeñarse en morir", así de sencillo.



8 comments:

Ester said...

Que bonita historia, David... es tuya, vuestra, y la habéis vivido, eso la hace única e inolvidable.

Hace unos días que siento como que mi reloj biológico se está despertando demasiado pronto.. no te preocupes, con mis tres sobrinos, de momento, me doy por satisfecha ;)

Un besazo enorme!!

David P.Montesinos said...

HOla, Ester, otro beso para ti, y gracias por tu regalo, te aseguro que ha gustado mucho. Tu reloj biológico tardará mucho en manifestarse, tranquila, no hay prisa, sé por qué lo digo.

Anonymous said...

Cierto David, la historia no es nada original pero ¿quién hizo de la originalidad virtud? A mi me gusta que U2 suene a U2, que Allen huela a Allen y busco reconocer a mis escritores en sus nuevos libros, lo original de tu historia es que Carmen es única en vuestra vida y en la nuestra y que la parió una maravillosa mujer.
Y por cierto, dicen que con cada hijo se pierde parte de materia gris, tengan cuidado.

David P.Montesinos said...

Lo tendremos, querido anónimo, no me extrañaría que fuera verdad.

Anonymous said...

Aseguran que es cierto lo de la materia gris, la solución es llenar mucho el depósito para que la pérdida no se note demasiado.
Anonymous soy Lucrecia.

David P.Montesinos said...

Gracias de nuevo, Lucrecia, por el oportuno consejo.

Isabel Zarzuela said...

Me ha emocionado mucho este post, David. No hace falta que te explique por qué.

Dices que la madre estalló en lágrimas cuando escuchó el llanto de Carmen... A mí me pasó lo mismo con Helena: ese llanto significa que está bien, que respira.

Qué cosas; ahora mi hija llora porque no quiere ir a la guardería.


Un abrazo.

David P.Montesinos said...

Hola, Isabel. Hace unos días, cuando empezaba el "curso" en las guarderías, pasé por delante de la que hay cerca de mi casa. A la puerta había dos trabajadoras del centro hablando. Entre los llantos -casi diría que aullidos- que se escuchaban dentro, y los de algún niño al que su madre acercaba al lugar horrísono, pude distinguir que una le decía a la otra:

-"Ya venía yo preparada para esto, tía, esta noche he dormido fatal".

Ya ves, parece que estemos hablando de Auschwitz.