LA GLORIA
A Ricardo Signes, al que entrometí en mis incertidumbres
El amigo al que dedico esta entrada, profesor de Literatura para más señas, va a maldecirme eternamente por esto, pero ya hace años que, cuando pienso en los héroes del inmortal relato homérico, me asaltan las imágenes del guaperas de Brad Pitt -si digo "Aquiles"- y de Eric Bana -cuando digo "Héctor"-. No voy a nombrar a Orlando Bloom, que construye un Paris cercano al ridículo, pero es evidente que estoy tan abducido por los espectáculos hollywoodienses como cualquiera. Para colmo de males y abyecciones -qué poca vergüenza tengo- no pasé la noche de ayer leyendo el Tractatus de Wittgenstein ni escuchando a Wagner como ustedes seguramente se imaginan, sino en un estadio, viendo un partido de la Champions. Y lo peor es que además me lo pasé estupendamente, sumándome al corifeo enfervorizado que gritaba el nombre de los héroes locales.
No discuto que una sola línea de la Iliada -aunque yo soy más de la Odisea- contenga mucha más riqueza estética y moral que cincuenta mil partidos de la Copa de Europa, pero creo que las dos experiencias, la del relato literario y la de la competición deportiva, tienen algo en común: ambas hablan de la gloria. Al inicio del film, un chico enviado por Agamenón para buscar al más díscolo de sus guerreros expresa a Aquiles el temor que a él le produciría tener que enfrentarse a Boagrius, el cíclopeo combatiente que los tesalios han designado para batirse en duelo singular con el mejor de los griegos. "Por eso nadie recordará tu nombre", le contesta un irritante Aquiles antes de subir a su caballo para destruir a su rival en apenas unos segundos de batalla. Cuando el rey de Tesalia le entrega su cetro para que Aquiles se lo lleve a Agamenón el pélida se niega, haciendo ver a su enemigo que no es servir a un estúpido rey lo que pretende, sino obtener la gloria. "Nunca olvidaré tu nombre, Aquiles", le dice el tesalio.
Importa poco que la guerra de Troya sea solo un mito o que, siguiendo la senda iniciada por las excavaciones de Schlieman en 1870, exista una base de verdad en la leyenda. Lo que expresa el relato homérico es un imaginario que se repite obsesivamente en todas las culturas conocidas. Alcanzar la fama, ser recordado, proteger el honor, hacerse un nombre... Soy, no sé si a mi pesar, judeocristiano, de ahí que me produzca un misterioso pudor escarbar en mi alma y encontrar pasiones tan antiguas, aunque sea en forma de escombros, pecios surgidos del naufragio del héroe que, sin ninguna vergüenza, estaba convencido de ser en mi niñez. No soy un héroe. O quizá sí, a veces, seguramente en aquellos momentos en que menos me lo parece. Es algo que advierto en otras personas, que me seducen por aquello de lo que raramente presumen, con lo que es posible que también pase conmigo, es decir, que mis hazañas dignas de mención se den allá donde a mí todo me parece más tedioso y cotidiano. En cualquier caso, también a veces soy un miserable cobarde y un traidor, hecha sea la confesión sin que necesariamente implique la más mínima tentación de arrepentirme.
Da la impresión de que el ansia de gloria es cosa de pueblos bárbaros o preilustrados. Los cristianos, por ejemplo, suelen ser bastante hipócritas en este tema, como en tantos otros. El ínclito y astuto Ratzinger, por ejemplo, el hombre más influyente en las altas esferas vaticanas ya desde el reinado de Wojtyla, sucumbió a la vanidad el día que decidió ocupar el trono de Pedro y abandonar su antiguo reinado entre las sombras. ¿Pretendía con ello asegurar la salvación de su alma? En ningún caso, porque si hay algo que no puede decirse del teólogo alemán es que sea tonto, y sabe perfectamente que quien tampoco tiene un pelo de tonto es Dios, el cual necesita pocos oropeles y fanfarrias para distinguir a los suyos, que, por cierto, y siguiendo la propia doctrina evangélica, se hallan más fácilmente en estancias recogidas y silenciosas que en los espacios reservados a loas y homenajes. Ratzinger, como los santos, incapaces de soportar el horizonte de la extinción y el olvido, decidió que era hora de triunfar.
"Triunfar", parece que es esto lo que secretamente perseguimos. Hay personas que tienen perfectamente asumida su condena al anonimato y viven felices así. Pero he conocido otras muchas -muchísimas, infinidad de ellas- que vivían permanentemente entregadas a la pasión de obtener una gloria que creían merecer. Los guerreros medievales buscaban un escriba -"¿sabes dibujar las palabras, juglar?"- que pudiera dar cuenta para la eternidad de sus conquistas y aventuras. No de otra cosa hablan las novelas de caballerías, y no parece haber tras el trágico deambular de los caballeros de los cantares de gesta otra ambición que la de rescatar el honor de su linaje.
Nada es más ingenuo que pensar que esto es cosa de tiempos muy pretéritos. Pueden decirme ustedes que no es gloria, sino una notoriedad bobalicona lo que buscan quienes, por ejemplo en los reality shows, son capaces de soportar cualquier humillación con tal de que les conozcan, con tal de aparecer. En este caso se me ocurre que la notoriedad es la deformación paródica del viejo ansia de gloria, pero responde, por ridícula que resulte, al mismo impulso -tan antiguo como la cultura- de resistirse al anonimato. Detecto no obstante en personas mucho más valiosas que los Belén Esteban de turno una tensión peculiar con este tema. En los círculos intelectuales, por ejemplo, tiene cierto toque de tabú, se presiente por todas partes pero nadie lo llama por su nombre. Conozco personas que se pasan el día removiendo Roma con Santiago o tirando de todas las levitas imaginables para figurar en el programa de algún congreso, publicar un artículo o ser citados por alguien en cualquier escrito que se tercie. Me consta que algunos llegan a ser espantosamente desgraciadas por la imposibilidad de saciar a ese demonio que llevan dentro y que les hace sentir que si no alcanzan el "éxito" es porque no lo han peleado lo bastante.
Por todas partes veo a jóvenes que agarran una guitarra eléctrica y antes de aprender el segundo compás ya imaginan que el mundo les venera y las fans les acosan sexualmente en los hoteles. He escuchado a pintores absolutamente grises decir que habían encontrado la solución para sacar a la vanguardia artística de su colapso creativo. He visto a chicas muy normalitas y corrientes maldecir al mundo porque no fueron seleccionadas para un concurso de belleza... Es un error y un acto de hipocresía negar a ese idiota vanidoso que habita entre las sombras del Ello, pero creo que es sumamente peligroso sucumbir a él. No hay peor manera de equivocarse con respecto a uno mismo que creerse destinado a toda suerte de glorias y renegar del mundo por su tozudez en no reconocérnoslas. Y hay algo más sutil y acaso más interesante, algo que nos hace sentir fuertes como osos cuando alguien como Cristiano Ronaldo -más guapo, rico y admirado que nosotros-pasa por nuestro lado pensando que somos unos fracasados: sólo cuando escapamos a la tiranía de la vanidad entendemos que, como mortales y condenados a la desaparición, debemos vivir cada minuto como si fuera el último, ajenos a ese demonio que nos exige darle un sentido a nuestros actos, convertir cada empresa en un jalón más en nuestro itinerario hacia la gloria, hacer cada cosa pensando que es parte de un proyecto para eso que llaman "ser alguien".
La mañana en que descubrimos con todas las consecuencias nuestra condena a la caducidad empezamos a entender que ese golpe de aire que llega cargado de humedad y anuncia el otoño es el único verdadero sortilegio al que debemos entregarnos. Lo demás es vanidad. Y por cierto, Aquiles era bastante imbécil: cuando pienso en aquella escena del inicio de Troya solo me acuerdo del niño que le avisa, ese al que aquel presuntoso insoportable cree condenar al olvido.
4 comments:
Honor me haces, David, con tu artículo, del que deduzco que aún sigues al borde de la encrucijada. Yo sólo puedo desearte que el camino sea largo y los dioses pródigos, pero me gusta recordarte aquí un momento de la Odisea, cuando Ulises llega al Hades y encuentra a Tiresias, a su madre, y a compañeros suyos caídos ante las murallas de Troya. Allí ve al fantasma de Aquiles, quien le confiesa que preferiría ser un pastor pobre y desconocido a estar muerto con toda su gloria. (Solo esta frase me hace dudar seriamente de que "La Iliada" y "La Odisea" sean del mismo autor.)
Un abrazo.
Nos vemos el lunes en la barricada, ya sabes, donde las flechas cruzan el aire.
Recuerdo ese pasaje. Aquiles es el guerrero amado por los dioses, pero arrastra una maldición, por eso su destino es matar y morir llevándose la gloria. Entiendo muy bien al fantasma. Hasta el lunes, querido.
Que dos grandes personas se han unido aquí... no voy a opinar, que os aprecio por igual jaja
Un saludo a ambos!!
Te equivocas, Ester, Signes es la encarnación del mal, el bueno soy yo.
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