
RENDIRSE. O NO.
1.En los últimos capítulos de la serie Cuéntame, se nos desmenuza eficazmente la secuencia de un tratamiento para eso que, cuando uno se muere, llaman "una larga enfermedad". No es cierto que sea una larga enfermedad, largas son las dolencias por reuma o por desviación de columna, las oncológicas sólo lo son en algunos casos. En otros muchos pasa un lapso de tiempo escandalosamente breve entre que uno se entera de que tiene al bicho dentro -si es que médicos y familiares te dejan enterarte, que ésa es otra- y que se va para siempre.
Cuéntame es un relato blanco y oficialista, no pretende descerrajar heridas, ni aportar luces nuevas sobre el pasado que nos ha configurado. Lo que en esta serie una generación cuenta a sus sucesoras respecto al pasado es cómo le fue la vida, o mejor, cómo recuerda que le fue. No hay lugar para el morbo ni se escucha a excluidos o derrotados que no hayan sido oídos antes de que les dé voz el relato. Tampoco creo, como a veces se insinúa, que pretenda mentir para instalarnos en la comodidad de la historia oficial.
Si el objetivo esencial fuera evitarse problemas, la dirección habría rechazado a los guionistas el capítulo en que Antonio regresa a Sagrillas y se entera de que un viejo terrateniente fue el verdadero causante de la muerte de su padre durante la Guerra. La intervención de su hijo Toni evita que su enloquecida reacción acabe en un asesinato por una venganza que se ha pospuesto medio siglo. Toni -paradójicamente vinculado en ese momento al Partido Comunista, del que tan alejado se siente Antonio- aparece entonces como el representante de una joven generación que ya no se encuentra tan dañada por los trágicos acontecimientos de la Guerra y sus consecuencias. Son los jóvenes de aquellos años de la Transición los que habrán de propiciar la reconciliación que haga viable el nuevo marco democrático. Creo, en definitiva, que lo que pretende Cuéntame es hacernos sentir acompañados, retrospectivamente acompañados; ya no caminarás sólo por la senda de la memoria: la de los Alcántara es lo más cercano a lo que podríamos llamar una memoria colectiva, un "nosotros" identificable como nacional y directamente causante de lo que ahora somos y tenemos, para bien y para mal.
Me refiero hoy a Cuéntame porque, una vez más, los guionistas han tenido la vista fina para detectar cuáles son los puntos más inflamables de la biografía de cualquiera de nosotros. Los españoles que superamos los cuarenta no nos pasamos el día pensando en el daño que nos hizo Franco o en si el comunismo hubiera sido posible con un poco más de osadía: nuestra memoria está más bien atravesada de amigos que murieron yonkis, novias a las que no supimos querer, amistades estúpidamente descuidadas y extinguidas, copas de Europa que no se ganaron por muy poco o padres que se desvelaron por nuestra adolescente insensatez. Y, muy especialmente, el alma se nos altera cuando escuchamos una palabra: cáncer. Ella, y toda esa retahíla terrorífica que le acompaña dentro de un protocolo médico que, a nuestros oídos, es cualquier cosa menos frío o neutro. De todo ese léxico, la estrella invitada es la quimioterapia. No se me ocurre un método de cura que genere reacciones casi igual de pavorosas que la enfermedad que probablemente va a matarnos. En aquellos primeros años ochenta, se hablaba de la bomba de cobalto, un procedimiento que ahora nos suena tan a jurásico como las primeras computadoras personales pentium.

Mercedes Alcántara tiene cáncer. La extirpación de un pecho no es suficiente, pues hay riesgo de extensión, de manera que comunican a su marido que van a aplicarle un "nuevo tratamiento que va a revolucionar las terapias oncológicas". Cuando, en medio del proceso, y a falta de dos sesiones de quimio, Antonio se lleva a su mujer a su pueblo natal, Sagrillas, asistimos a ese proceso tan indescriptible en el que, mientras el enfermo sufre en todo su rigor el dolor por las dentelladas del peor de los depredadores, los allegados velan impotentes ante un sacrificio cuyo desenlace puede ser la muerte. El dolor no solo encoge y fatiga a las personas, cuando es intenso y pertinaz, también deprime y causa desesperanza. Una noche, Merche le dice a Antonio que se ha terminado, que no más quimio ni más médicos, se acabó, no puedo más.
Una de las características de la quimio es que produce reacciones imprevistas y sorprendentes altibajos. A la mañana siguiente, tras una noche en la que la abuela de los Alcántara no ha parado de rezar, Merche aparece fuera de la casa, respirando el aire puro de la meseta ante una inmensidad que nos recuerda lo precioso que es cada segundo de vida que el destino decide concedernos. Anuncia a Antonio que acabará el tratamiento.
-"No me voy a rendir".
2. La memoria de un ser humano de mediana edad está llena de momentos en los que la tesitura más recomendable podía ser muy bien la de rendirse. Yo he optado por no luchar en ocasiones en las que, quizá, lo suyo habría sido rebelarse. Y también me ha pasado lo contrario, he presentado batalla con armas y bagajes para defender lo que pensaba que era mío cuando lo aconsejable hubiera sido conformarse con levantar el campamento y largarse con viento fresco cuanto antes.
Por fortuna no he vivido una guerra ni he sufrido graves enfermedades, pero he tenido problemas que, al menos a mí, me han parecido serios, y he debido tomar decisiones en momentos en que, más aún que el error, se abatía sobre mí la peor de las amenazas: el desánimo. Nos hallamos en una situación extraordinariamente propicia para la desesperanza colectiva. El momento histórico en que parece haberse reconocido universalmente que la democracia es el menos malo de los regímenes políticos es justamente aquél en el que con más fuerza se instala entre las masas la pesadumbre de la impotencia. Y es ese sentimiento, el de que nada se puede hacer para mejorar las cosas, el que hallamos en el origen de toda depresión.

A lo largo de mi vida he tomado parte en muchas movilizaciones. En general no soy especialmente amante de las multitudes. No tengo ninguna afición a ponerme a pegar alaridos con un altavoz delante de un ayuntamiento a la salida de sus trajeados concejales. Tampoco me apetece demasiado colgar carteles de un puente, ni hacer pintadas a rodillo amenazando de cese a un conseller, ni entrar a saco en instituciones para encerrarme en ellas con la firme determinación de no marcharme hasta que no me saque la policía. No me siento nada cómodo en estos trances, pero, por distintas causas, he pasado por todos ellos y no me arrepiento. Lo hice de mala gana siempre, con cierta vergüenza, pero el deber tiene poco que ver con la apetencia y nada con la comodidad.
Cada vez que advierto la necesidad de sumarme a algún movimiento reivindicativo -como ahora sucede, cuando nos hemos lanzado a la calle para defender la supervivencia de la escuela en particular, y, en general, los servicios públicos, amenazados por una crisis cuyos causantes han sido quienes llevan décadas clamando contra el Estado del Bienestar- surgen voces a mi alrededor que incitan al desánimo. "¿Crees que vamos a conseguir algo por salir a la calle a pegar gritos?" "Tienen el poder y no van a hacernos caso", "La gente les ha dado la mayoría absoluta, les da igual que protestemos", "Yo no dejo que me manipulen los de los sindicatos"...
Miren, a mí todo esto me parecen pamplinas para ocultar la cobardía o una indigna pereza, pese a que, como suele suceder con cualquier exhibición de pesimismo, tienen gran parte de razón. En realidad, soy el primero que cuando va a una huelga o incita a sus compañeros a salir a la calle tiene perfectamente asumido que sus enemigos son poderosos y que la batalla tiene pocos visos de ganarse. Por eso precisamente, porque tiene las de perder ante los mandarines, sale uno a la calle para colapsar el tráfico, cobijarse bajo una pancarta y hacer sonar un pito, con la consiguiente molestia para unos vecinos que ninguna culpa tienen.
He participado en batallas que se han ganado y en otras que se perdieron. No recuerdo haber ganado ninguna que no se disputara: éstas se pierden siempre. Lo único que en ellas se ahorra uno es la frustración de la derrota, pues ésta ya la tienes desde el principio. Pero añaden una pérdida que nunca sufre el que sale a pelear: la de la propia dignidad.

Yo tampoco me voy a rendir.