Friday, February 14, 2014

MÁS TIEMPO




Alguien regala una persona a la que quiere una pequeña cajita como las que enviaban los masones para no ser descubiertos. La caja, formado por varias láminas superpuestas, requiere una clave de apertura que sólo puede descifrar el receptor. Al abrirla, éste descubre un papel en el que figura una inscripción: "Tiempo". El autor del obsequio no regala en realidad, más bien solicita, le sugiere al obsequiado que le conceda más tiempo, que se detenga para hablarle, para besarle, para compartir con él algunas de sus horas. 

En escenarios mucho más prosaicos la gente también pide tiempo. Me lo piden mis alumnos cuando completan un examen, lo pedimos nosotros cuando nos cuentan los beneficios de un nuevo contrato con una compañía de telefonía con internet más televisión. La marujas en el Mercadona dicen llevar prisa, lo digo yo -aunque es una excusa- para librarme de un pelmazo que prepara algún truco para conseguir mi dinero, se lo digo a mis alumnos cuando se encantan con el vuelo de una mosca porque el temario debe cumplirse y vamos retrasados. 

Un salvaje llamado Tuiavii visitó Nueva York -como Tarzán-  con la compañía del antropólogo que antes le estudió a él en su tribu. Contó que los papalagi, es decir, nosotros los civilizados, se refieren al tiempo como si fuera una materia tangible. Por eso lo ganamos, lo perdemos, lo aprovechamos, lo recuperamos... Deambulamos según Tuiavii dominados por ese tirano inexorable que nos maltrata sin piedad y al que hemos vendido el alma para obtener un bienestar que nunca nos satisface, pues el tiempo nos gana siempre. Quizá el tiempo sea un tesoro, pero sometido a la infección luterana de las naciones eficaces se convierte en la clave de la prosperidad y también en una enfermedad con la que nos torturamos. 

Síntoma de esta neurosis de la que todos estamos aquejados, como cautivos en una cárcel móvil de la que ya no sabemos como escapar, requerimos la ayuda de psicoanalistas, sanadores y quiromantes de toda especie para que nos expliquen porque nos sentimos tan mal. Lo primero que nos dicen es que "no estás enfermo", pero lo estamos todos. Fíjense por ejemplo en lo que ocurre en una ciudad los viernes por la tarde. Es el momento para escapar a las obligaciones laborales, pero la gente tiene más prisa y está más irritable que nunca, con esa carga de violencia tan misteriosa que electriza a quienes se suben a un automóvil creyendo que su vehículo le permite pisotear al hatajo de perdedores que caminan e infestan con su exasperante lentitud los pasos de cebra. 

¿No han notado que nuestras aceras se están alemanizando? Pueblo exitoso como pocos, los alemanes pasan como panzers por la acera y te empujan sin contemplaciones si un centímetro de tu cuerpo se interpone en su camino. En España, donde las aceras eran reductos de la poca vida social que todavía nos queda, es cada vez más frecuente que, si te detienes un segundo a mirar la luna o a saludar a un vecino, o simplemente no te desplazas a la velocidad correcta, algún imbécil te meta el codo. Lleva prisa, claro. Pronto pondrán señales de velocidad para los viandantes.  

Veo la última entrevista de Ana Pastor en La Sexta. Lo siento, no soporto a esta chica, es un problema que tengo. Vive instalada en una aceleración enfurecida en la que sólo se siente cómoda ella porque está enferma, enferma de prisa, de ambición, de intolerancia. Acosa al infortunado entrevistado porque parece creer que éste siempre oculta algo que sólo revelará si es sometido a la presión adecuada. Interrumpe continuamente porque cree que nosotros se lo pedimos. Tiene uno que respetar muy poco a los que entrevista para no dejarles ni un instante de respiro, como si instalados en su apremio hubiéramos todos de exhibir nuestra mentira, nuestra corrupción y nuestras contradicciones. Pero por debajo de las evasivas del entrevistado sólo queda el hastío, la sensación de que uno es víctima de un interrogatorio policial. "La gente quiere saber", cree Pastor; se equivoca, la gente quiere escuchar. Qué lejos quedan los enigmáticos silencios de Jesús Quintero.  

5 comments:

Ricardo Signes said...

Hay un refrán árabe que dice "un hombre con prisa es un hombre muerto". Me lo dijo hace muchos años un joven marroquí en Meknés cuando le puse una excusa para ahorrarme lo que barruntaba que iba a ser una latosa visita comercial. Y procuro recordarla y parar, o al menos levantar un poco el pie del acelerador. No se trata solo de una cuestión personal relacionada con la salud, sino una actitud epistemológica que hoy linda con lo contracultural. Retrasar el ritmo de vida al que nos empuja la lógica del mercado es una acción revolucionaria cargada de sentido.

David P.Montesinos said...

Hola, Ricardo, me alegra verte por aquí de vez en cuando. Yo también escuché esa frase tras cruzar el estrecho: "la prisa mata". Y es una gran verdad. Los árabes, un pueblo que parece haber "fracasado" en el mundo moderno, si identificamos el éxito con la prosperidad o, lo que es lo mismo, con la gestión productiva del tiempo, suelen pasar tardes enteras delante de un té de menta. Podrían estar trabajando, aprovechando el tiempo en vez de desperdiciarlo, dicen los forasteros. Estas culturas son refractarias a la modernidad entendida como imperio de la razón calculante. Nosotros, los europeos, somos más eficaces y por tanto también más infelices. Aunque no sé si sabes que Cioran, enamorado de España, definía a esta tribu separada por unos kilómetros de playa y unas rejas repletas de cuchillo como "la nación de la inoperancia".

benigna said...

En realidad nosotros esclavizamos al tiempo, al medirlo estableciendo sus límites, al no disfrutarlo cuando lo tenemos,al dejarlo escurrir entre los dedos como la arena de un reloj, o tal vez al paralizarlo mentalmente en momentos que en realidad debemos dejar que se pierdan en él-
Maribel.

benigna said...

Bueno ,en realidad esclavizamos nosotros al tiempo, al que medimos al establecer sus límites, al no usarlo con cordura y al no disfrutarlo cuando disponemos de él.
Un placer.
Maribel.

David P.Montesinos said...

El placer es mío, Maribel.