Tuesday, January 05, 2021

LA RAVE


La exigencia moral de indignarse ante la mezquindad humana cede a la tentación del descojone ante el carácter surrealista que toma la escena. Quizá sea una joven desinhibida que cree que no hay que avergonzarse del propio cuerpo, aunque también es posible que no sea consciente de que va enseñando las tetas. Cuando brazos en alto y con una mirada propia de quien sostiene convicciones profundas, se dirige a la policía, uno cree que les exhorta a seguir alguna máxima de Gandhi. Según algún testigo, lo que en realidad les indica es que "¡nos gusta la música electrónica!", lo cual, además de no explicar lo de las tetas, tampoco le soluciona gran cosa a los agentes. 


En los últimos días me he preocupado de leer algo por ahí sobre las raves. No logro que me fascine este fenómeno. Supongo que hay señores que quieren drogarse y danzar como autómatas al son de músicas para lobotomizados sin que les molesten demasiado. Añadamos al poder de movilización que genera internet cierto componente morboso que trae el carácter clandestino y un poco "para iniciados" de estos eventos... y ya tenemos una explicación más o menos plausible. Personalmente me importa un carajo, de igual manera que me importa poco si doscientos gays celebran una orgía en una sauna o si los adolescentes del barrio quedan para pegarse y ponerse hasta el culo de alcohol en un polígono industrial. 



Me sorprende, esto sí debo decirlo, que una fiesta dure cuarenta horas. Solo con que alguien fuera capaz de divertirse al máximo durante la cuarta parte de ese tiempo, ya sería extraño para mis entendederas, pues siempre he pensado que las situaciones de intensa euforia son esporádicas y pasajeras. Que alguien sea capaz de experimentar una intensa felicidad durante mucho tiempo me hace pensar en aquella leyenda que circulaba en mi juventud, según la cual los orgasmos de un puerco podían durar cuarenta minutos. 


En cualquier caso, nada que objetar... excepto alguna cosa -como diría Rajoy-. 


Lo que los jóvenes que la liaron en Llinars reclaman es el derecho a divertirse. Está bien, excepto por un detalle, que no existe tal derecho... y no porque se les olvidara a los redactores de la Constitución, sino porque si alguien lo propusiera estaríamos desnaturalizando el sentido mismo del Derecho, que tiene que ver mucho más con la dignidad de la vida humana que con los deseos más o menos subjetivos y espurios que cada uno albergamos. 



No sé si hará falta decirlo: usted no puede montar una fiesta en estos momentos porque estamos en medio de una pandemia, y las reuniones, y más reuniones como esa, constituyen un peligro público. Tiene su gracia que alguno de los desalojados se posicionara como "negacionista de la pandemia", aunque todavía es mejor lo que dijo otro: "aquí estamos todos sanos, ¿no nos veis?" Y sí, no había más que verlos. Es cierto que la libertad de unos ciudadanos entra en colisión con los derechos de otros, en esto consiste precisamente la convivencia, y es un asunto de debate permanente, al menos mientras queramos seguir viviendo en democracia. Pero hay situaciones en que, más que colisión, lo que hay es abuso. 


Esto parece entenderlo la inmensa mayoría de los ciudadanos, de ahí que lo sorprendente del asunto, además de la tardanza de los Mossos en acabar con la rave, sea que los organizadores hayan sido imputados por resistencia a la autoridad antes que por actuar contra la sanidad pública. Lo que habrían de plantearse muchos de los que exigen mano dura es si resulta razonable ver en plena furia compradora repletos de gente los centros de las grandes ciudades. Y no, ese no es otro debate, o dejará de serlo en próximos días, cuando la tercera ola del covid, directamente provocada por la Navidad, nos estalle en los morros. 


Se me ocurre una reflexión al hilo del asunto de Llinars. Basta escuchar a una enfermera de cualquier hospital público para entender que estamos ante un escenario de extrema gravedad. La presunción de que alguien ha determinado que haya una pandemia y que gobiernos y agentes financieros han diseñado un plan para atemorizarnos y legitimar nuevas formas de control y represión es simplemente ridícula. ¿Aprovecharán la coyuntura algunos gobiernos para incrementar los dispositivos autoritarios? Es posible. ¿Obtendrán beneficios económicos algunos avispados? Seguro, siempre sucede. Pero nada de todo esto rompe con la evidencia de que nadie controla la pandemia porque su amenaza radica precisamente en que está descontrolada. 


Que estemos asustados y que se decida confinarnos no beneficia al capitalismo, le daña muy seriamente porque no consumimos y porque, lejos de recluirnos en el conformismo, lo que hace es multiplicar las tensiones sociales... y temo que lo haga con consecuencias indomeñables. No seamos ingenuos. Si no se han tomado medidas más restrictivas ante la evidencia de que está muriendo mucha gente es simplemente porque los agentes económicos presionan a los gobiernos. Por eso se dice eso de que "había que salvar las Navidades". En breve sabremos cuantas vidas se va a cobrar tan loable propósito. Puedo entender que el Gobierno de España se plantee por muchas razones no colapsar la actividad económica. Pero precisamente por esto es tan sonrojante la presunción de muchos de sus hostiles, para los que la covid es una excusa de Iglesias y compañía para imponer medidas de corte estalinista. Eso se ha dicho, y se ha dicho en forma de manifiesto público liderado por personajes como Aznar y Vargas-Llosa. Es tan ridículo como la especie difundida por algún diario conservador, que tilda a los ravers de Llinars de "antisistema". No, no son anti-sistema. La exigencia de un inexistente derecho a divertirse proviene de la misma degradación de la capacidad crítica de la ciudadanía que advierto en quienes alimentan la conspiranoia de un supuesto "terrorismo pandémico". 


El verdadero cáncer que destruye la democracia no es encuentra en los cenáculos de los supuestos conspiradores, sino en una gran lógica que dura décadas y que cuyo efecto a largo plazo es la individualización de la sociedad. O, si lo prefieren, la desactivación de las redes de cooperación entre ciudadanos.  La "protesta a la carta", que exige imbecilidades como el derecho a divertirse o a poblar las calles en medio de una epidemia brutal, es la misma que demanda financiación pública para las pseudoterapias o exige a los gobiernos que desclasifiquen la información que nos ocultan sobre visitas alienígenas. Triste destino el de la Revolución si sus últimos estertores van a quedarse en semejantes gilipolleces. 


Yo sugeriría a mis conciudadanos volver a Kant y a Voltaire o, si no les gusta la ensayística, a Kafka, a Camus y a Saramago. De otro lado, se me ocurren algunas enseñanzas aprovechables de toda esta desdicha. Por ejemplo, que necesitamos instituciones sólidas y con poder global para proteger a los ciudadanos de las amenazas que les rodean por todas partes. Hace ya casi cuarenta años que Margaret Thatcher, uno de los personajes más tóxicos de la historia contemporánea, dijo que "la sociedad no existe, sólo existen los individuos". Hemos necesitado dos crisis terribles en esta década para entender que el hechizo del neoliberalismo era mentira. En otras palabras, solo la cooperación y el cuidado mutuo pueden salvarnos. 


¿Seguimos haciendo el imbécil o escarmentamos de una vez? 

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