No defiendo la lengua
vernácula por alguna suerte de victimismo cantonalista ni por qué arrastre
problemas de identidad. (Los tengo, desde luego, pero no es una patria la que
ha de venir a solucionármelos). Creo en la supervivencia de las lenguas minorizadas, y en especial el
valenciano, porque es una cuestión de justicia y, sobre todo, porque es mejor
que existan… Lo es para sus hablantes y lo es también para aquellos con los que
conviven.
Llamo “lengua minorizada” a aquella que, con muchos siglos de existencia y una enorme densidad cultural, pasa a ser desplazada hasta el límite de la extinción por otra lengua exterior que, con mayor o menor sutileza, se impone a la fuerza. El tratamiento político que desde los gobiernos progresistas se ha venido dando al valenciano nunca ha dejado de generar resistencias. La llamada normalització fue el esfuerzo desarrollado desde instancias académicas para dotar a la llengua de un rigor normativo del que carecía por completo debido a la persecución de la que había sido objeto durante siglos. En las comarcas valencianas se guarda memoria –vaya si se guarda- de la dureza con la que los maestros del franquismo castigaban a los niños por hablar en su lengua natural.
El castellano es mi idioma de cuna y me gusta saber que pertenezco a la misma comunidad cultural que Cervantes, Velázquez o Baroja. Pero soy bilingüe, he dado infinidad de clases en valenciano y amo los textos de Ausias March, Joanot Martorell o Estellés. Mis padres no me hablaron en la lengua de la tierra. La labor de devastación ya había sido hecha, y mis abuelos paternos –estos sí, valenciano parlantes a todos los efectos- entendieron que si hablaban a sus hijos en la lengua impuesta les facilitarían una vida mejor, pues parecerían menos paletos, menos de l´horta, menos pobres en suma. Yo mi valenciano lo he aprendido por voluntad propia. Me gusta hablarlo con la gente, me hace sentir miembro de algo que me recuerda a aquello tan hegeliano del “misterioso rumor de lo doméstico”.
Llevo cerca de treinta años con la vida agermanada a una pequeña localidad del Alicante interior llamada El Pinós. Es un pueblo de frontera con perfil paisajístico de western donde se habla valenciano con un acento misteriosamente dulce y femenino y unos giros fonéticos y semánticos singulares. Sospecho que eso es lo primero que me sedujo de aquella pequeña comunidad. Nadie es interesante por la facilidad con la que abraza las leyes del imperio sino más bien por la misteriosa manera que tiene de resistirse a ello y preservar sus raíces más profundas.
Ahora, cuando escucho las conversaciones entre los niños, observo con desolación cómo la globalización, los movimientos de población, la presión mediática y el carácter fronterizo y algo aislado del pueblo van haciendo desaparecer la lengua propia a una velocidad que hace tres décadas no hubiera imaginado. El Pinós tenía un tesoro cultural propio y admirable. Ahora empieza a parecer una de tantas poblaciones de la Vega Baja a la que resulta difícil distinguir de Murcia. Mientras los profesores de valencià pelean en muchos casos heroicamente por preservar ese tesoro, los propios valenciano- parlantes parecen querer a menudo desasirse de su identidad cultural para no hacerse notar ni parecer paletos en ese engrudo de spanglish, cibernética de consumo, reguetón y comida rápida al que llamamos globalización. “No parleu valencià, sigueu educats que aquí n´hi ha molt de castellans”. Qué pena, cielo santo.
La próxima semana, por decisión del gobern autonòmic, los padres de alumnos votarán si quieren que en su centro se adopte la línea valenciana o la castellana. Vivan la libertad y la democracia. Yo creía que las leyes lingüísticas que rigen a centros como el mío dejaban claro que el valenciano era una lengua en peligro de extinción y que tenía que ser especialmente protegida. ¿Imposición? Se imponen el valenciano, las matemáticas y el inglés porque el currículum no lo decide el consumidor como si una escuela fuera El Corte Inglés.
En la localidad donde trabajo, pegada a la metrópoli, la lengua vernácula es prácticamente residual, apenas se habla en las calles, y menos en la medida en que la inmigración la minoriza todavía más. En la práctica este proceso puede significar para mi instituto una nueva guetización, pues los centros en los que predomina el castellano serán escogidos mayoritariamente por los inmigrantes. Me gusta impartir clase a extranjeros, pero no me gustan los guetos y creo mucho más en la integración que en ese pasotismo institucional denominado multiculturalismo.
Pero hay algo peor. Si asumimos la progresiva extinción de la lengua local corremos el riesgo de perder aquello que, en cierto modo, es lo único que tenemos, lo que nos singulariza como comunidad y lo que nos permite sentirnos como algo más que súbditos. Lean mis labios: ni soy indepe ni pretendo obligar a todo el mundo a hablar en valenciano. Lo que digo es que si las instituciones renuncian a considerar a las lenguas minorizadas especies protegidas, corremos el riesgo de que, a no mucho tardar, perdamos un tesoro cultural insustituible.
Un amigo gracioso decía: “conocerme es amarme”.
Amb el valencià pasa el mateix, l´estimes quan el parles. O encara millor: quan el vius.