No siendo cercano a sacristías y albergando escasa disposición al arrepentimiento, debo reconocer que desde siempre he mirado con buenos ojos la Semana Santa. Y no estoy demasiado seguro de que la Iglesia Católica se sienta tan cómoda como podría imaginarse en estos eventos que presuntamente la toman como referencia pero tienden a escapar a su control. Un cura de pueblo me confesó en una ocasión que le ponía enfermo ver vestidos de nazareno a tipos que jamás pisaban el confesionario machacarse los pies descalzos con la cara de contrición que requiere ese gigantesco espectáculo que son las procesiones. Tampoco creo que les hagan gracia exhibiciones impúdicas de pasión como la que presencié hace unas pocas noches en la Semana Santa granadina, en pleno Albaycín, con voces gitanas desgarrándose al grito de ¡AURORA, GUAPA! o el aplauso casi futbolístico para los costaleros -QUE NO LOS HAY MEJORES EN TOA GRANÁ!- cuando levantaron un Cristo inmenso con evidente peligro de despeñarse por la cuesta
del Albaycín y aplastar a una muchedumbre encandilada.
El misterio de las imágenes… Recuerdo que una alumna argentina, Silvia, me contó que llegó a España justamente por estas fechas. Bajó del avión y encontró las calles del Distrito Marítimo de Valencia (Semana Santa Marinera, of course) repletas de miembros del Ku Kux Klan desfilando a ruido de tambor y en medio del silencio asustado de los ciudadanos. Teniendo en cuenta que además aquella chica era judía, no es extraño que se preguntara a qué clase de país de pesadilla la habían traído sus padres…Por fortuna, solo se trataba de mostrar el dolor por la muerte del Salvador.


El misterio de las imágenes… Recuerdo que una alumna argentina, Silvia, me contó que llegó a España justamente por estas fechas. Bajó del avión y encontró las calles del Distrito Marítimo de Valencia (Semana Santa Marinera, of course) repletas de miembros del Ku Kux Klan desfilando a ruido de tambor y en medio del silencio asustado de los ciudadanos. Teniendo en cuenta que además aquella chica era judía, no es extraño que se preguntara a qué clase de país de pesadilla la habían traído sus padres…Por fortuna, solo se trataba de mostrar el dolor por la muerte del Salvador.

Claro que Silvia sí supo captar algo: la Semana Santa da miedo. Y del miedo nace parte de la veneración. Difícil no conmoverse cuando, a un paso de entrar en la Iglesia, una Virgen granadina inmensa aparece de pronto saliendo de un callejón oscuro entre exclamaciones de amor y ojos llorosos. Difícil no mirar de otra manera al insignificante oficinista que, vestido de penitente, parece convertido en garantía encarnada ante Dios de la pena de toda la ciudad.
La procesión es espectáculo, pero en un sentido tan poco televisivo, tan poco Hollywood, que no va a haber manera de que McDonald´s lo convierta en hamburguesas ni Nike le ponga zapatillas. La oscura belleza de la Semana Santa no es domesticable ni puede ser objeto de gestión mediática como el fútbol o el rock porque el deseo de festividad que le da forma nace de la melancolía, del miedo, del dolor… Dijo Nietzsche que sólo como “fenómeno estético está justificada

¿Desmesura? Sí, desde luego, son deseos muy básicos los que se agitan desde el fondo del estómago cuando una saeta nos conmueve en medio de la Procesión del Silencio.
¿Iconolatría? Por supuesto. ¿Y qué funesta manía luterana nos inclina a rechazar el culto a las imágenes? ¿O qué son los dioses sino lo que se da en sus imágenes? Acaso la presencia del icono venerado a gritos aumenta la sospecha de que detrás no hay nada. Y, ciertamente, no lo hay, nunca hay nada tras el simulacro de la imagen, no hay presencia tras su representación, el iconólatra lo sabe en el fondo y por eso se entrega a la belleza de la imagen. Es el iconoclasta el verdadero culpable del desencanto, ese que incita al recogimiento interior y la subjetivización del culto, ese que se espanta con las exhibiciones colectivas de llanto y reclama “sentimientos verdaderos”… Así se explica que el mundo anglosajón haya abandonado las calles antes que el mediterráneo.
¿Artificio? Claro, el mayor de ellos… ¿Ficción? Sí, porque el amor es la mayor de las ficciones: “no hay ninguna verdad, ninguna cualidad absoluta de las cosas; este es mi nihilismo, que sitúa el valor de las cosas precisamente en el hecho de que ninguna realidad corresponde ni correspondió a estos valores, sino que son solo un síntoma de fuerza por parte del que atribuye el valor…” (Nietzsche) Y solo se debe creer firmemente en la ficción, como solo se debe tomar la risa en serio.

¿Iconolatría? Por supuesto. ¿Y qué funesta manía luterana nos inclina a rechazar el culto a las imágenes? ¿O qué son los dioses sino lo que se da en sus imágenes? Acaso la presencia del icono venerado a gritos aumenta la sospecha de que detrás no hay nada. Y, ciertamente, no lo hay, nunca hay nada tras el simulacro de la imagen, no hay presencia tras su representación, el iconólatra lo sabe en el fondo y por eso se entrega a la belleza de la imagen. Es el iconoclasta el verdadero culpable del desencanto, ese que incita al recogimiento interior y la subjetivización del culto, ese que se espanta con las exhibiciones colectivas de llanto y reclama “sentimientos verdaderos”… Así se explica que el mundo anglosajón haya abandonado las calles antes que el mediterráneo.
¿Artificio? Claro, el mayor de ellos… ¿Ficción? Sí, porque el amor es la mayor de las ficciones: “no hay ninguna verdad, ninguna cualidad absoluta de las cosas; este es mi nihilismo, que sitúa el valor de las cosas precisamente en el hecho de que ninguna realidad corresponde ni correspondió a estos valores, sino que son solo un síntoma de fuerza por parte del que atribuye el valor…” (Nietzsche) Y solo se debe creer firmemente en la ficción, como solo se debe tomar la risa en serio.

Podemos no obstante ceder a la tentación iconoclasta y demandar el final de los becerros de oro. Lo hemos escuchado entre los volterianos del momento, sin perspicacia suficiente para advertir que este misterio de la Semana Santa, como casi cualquier festividad, proviene de un tipo de locura colectiva que desborda la autoridad de alcaldes meapilas, obispos orondos y caciques con butaca de palco. Yo prefiero seguir en silencio como manda la procesión del Viernes Santo. Y quien tenga deficiencias de vocabulario puede llamarme cínico.
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