Friday, April 24, 2009











EL DOLOR






Yo en realidad apenas sé nada del dolor... del dolor del cuerpo, quiero decir. El otro, el de la humillación de estar una y otra vez donde no tocaba, el de la inversión amorosa estéril o el de ver envejecer y corromperse aquello que uno más ha admirado... Ése me lo he tenido que masticar en crudo como cualquiera de ustedes. Por lo que me dicen los que están más familiarizados con el dolor físico, y por lo que sé a causa de alguna muela empeñada en hacerse notar en mis encías, el dolor es lo que la Sargento Ripley decía del monstruo de Alien: "un jodido hijo de puta". No tiene nada que ofrecer al hombre, no parece haber nada deseable en él salvo su desaparición: "el dolor...", dicen los que conocen bien su siniestra cara, "lo que quieres es que pase". Freud hablaba del malestar de la cultura y los psicólogos o los historiadores lo extienden a colectivos tan inconcretos como una generación, nación, clase social, sexo o gremio profesional... pero el dolor, no nos engañemos, es irremediablemente cosa de uno. No hay manera de repartirlo, no está dispuesto a ser objeto de gestión y cálculo racional: el dolor no negocia. No es extraño que los antiguos hedonistas llegaran a la conclusión de que, en realidad, el placer no era sino la ausencia de padecimiento, la momentánea incomparecencia del dolor y la enfermedad. Tan modesta definición de la felicidad -esos instantes fugaces en que el mal parece haberse olvidado de nosotros- se entiende mejor cuando escuchamos la voz del enfermo de La montaña mágica, de Thomas Mann, donde se revela dramáticamente la experiencia del cuerpo maltratado por excelencia, el del enfermo:





"Por regla general es el cuerpo lo que domina, lo que acapara toda la vida, toda la importancia y se emancipa de la forma más repugnante. Un hombre que vive enfermo no es más que un cuerpo."

Mi padre acaba de ser objeto de una dura intervención cardiológica. Todo apunta a que la red de autopistas que le han colocado alrededor del músculo clave van a devolverle una calidad de vida casi milagrosa. Pero el hombre está algo triste porque la mañana de dolor es preludio de una noche de insomnio y ésta, a su vez, de un nuevo amanecer donde las horas irán desgranándose, segundo a segundo, lentamente, como en una siniestra cámara de tortura. Por primera vez en su vida, parece interesado sobre la "lógica del dolor": describe exhaustivamente cómo serpentea por sus músculos, como "trabaja" a través de las heridas aún no cicatrizadas, qué vericuetos le permiten infiltrarse para dejarse sentir. Una de las peculiaridades del post-operatorio, más allá de las cicatrices interminables que surcan de norte a sur el continente del cuerpo, es el dolor que oprime la caja torácica. Resulta que en el quirófano te han abierto las vértebras para poder trabajar sobre el corazón: imagino la presión con los forceps, un poco como el sumo sacerdote maya de Apocalypto (Mel Gibson), que saca el corazón con un cuchillo de diamante a la víctima sacrificial en lo alto de la pirámide para ofrecérselo al despiado dios Kukulcán. Ese acto sencillo con los forceps es en realidad la promesa de todo tipo de futuros tormentos postoperatorios para el paciente, que en esos momentos duerme inocente e indefenso tras la anestesia.



El dolor deprime, por si aún no lo sabíamos; el dolor no ennoblece, no purga los pecados, el dolor es indigno. Hablan los curas de la inmoralidad de la eutanasia con el mismo desconocimiento de los goznes del dolor que les permite censurar los pecados de la alcoba, ese lugar sobre el que tampoco saben una mierda. Se me ha quedado grabada aquella imagen de Camino, el film de Fesser sobre el Opus Dei, donde una madre rigurosamente observante del estilo ético de la Obra exige a su hija reprimir su dolor en el hospital.

-"Sé que te duele, ¡Quéjate!", le dice la enfermera, escandalizada ante tan inhumana prohibición a una niña torturada por una cruel enfermedad.
¿Por qué no quejarnos? ¿por qué no reconocer que tememos al dolor?: "Por eso no reprimiré yo mi boca, hablaré en la angustia de mi espíritu, me quejaré en la amargura de mi alma", dice Job, campeón para todos los tiempos del sufrimiento enviado por los dioses sin motivo, como acaso lo sean la mayoría de tormentos, algo que te toca sin que hayas hecho nada para merecerlo. El gran edificio burocrático que es la Iglesia Católica se ha ido armando en torno a la gestión del dolor. No otra es la función del confesor, explicarte por qué te duele y cómo soportarlo -"resignación", no conozco un concepto más enfermizo ni más enemigo de la vida-. Está en la historia misma de la institución la tenaz insistencia en asociar la verdad a la pasión. Cristo era quien decía ser -Rey de Reyes- precisamente porque por esa verdad estuvo dispuesto a ser sacrificado entre dolores espantosos, siniestro ritual que repitieron después uno tras otro los Mártires. La Inquisición, en los tiempos en que los alaridos de dolor de los cristianos perseguidos dejaban lugar al hierro y el fuego de los tribunales de Dios, aplicó con encarnizada precisión el principio de que la verdad nace del dolor: el dolor de los demás, claro está, el dolor de brujas, herejes y disidentes de toda condición. La "pasión" conduce directamente a la Verdad, por lo visto. Como sabemos desde Foucault, no ha existido procedimiento más político, mecanismo de poder más preciso que toda esa tecnología del arrancamiento de la verdad tramado en aquellas lóbregas mazmorras.

Acaso no esté tan lejos esa vieja convicción penitencial del misterioso culto al dolor de los piercings o los tatuajes, signos cuyo efecto seductor no es ajeno al dolor sufrido que denotan. Clavados entre cartílagos o impresos a hierro sobre la dermis, este tipo de procedimientos que vienen administrándose como señas de identificación y distinción desde tiempos tribales, responden a la misma lógica que el opresivo corsé o la tortura masoquista de los tacones femeninos... extraño fervor por la autolesión, ritos para "iniciados", exhibición de cicatriz... de alguna manera, la misma lógica del éxtasis que asocia el sufrimiento a la Verdad... planteamiento ascético-místico en cierto modo.


En uno de sus más recientes episodios, el Doctor House parece haber encontrado, al fin, un remedio definitivo contra el dolor. Ha dejado de tomar bicodina, que reduce el dolor de su rodilla, por metadona, el tóxico que no coloca y se administra a los yonquis, y que House empieza a utilizar porque elimina completamente el dolor. Inicialmente, sus amigos le advierten que una droga tan dura puede provocarle un colapso en cualquier momento. Tras unos días descubren que por primera vez desde que le conocen parece no arrastrarse por la vida como el más desgraciado de los hombres. Ya no le duele... Y cambian de opinión, aún a sabiendas de los riesgos del consumo de un opiáceo tan potente: "House tiene derecho a ser feliz". Y es justamente entonces cuando el doctor decide regresar a la bicodina. Una mañana descubre que ha sido condescendiente con alguno de esos interlocutores a los que usualmente contradice con brutalidad, y que por ello ha estado a punto de matar a un paciente. La ausencia de dolor le ha relajado, le ha vuelto blando, le he hecho perder rigor en su estado de permanente vigilancia ante el Mal. En eso consiste su maldición: solo en la cima del padecimiento más insoportable es capaz de hablar el lenguaje extremo de la enfermedad... House entra en diálogo con los signos del cuerpo desencajado por el dolor porque no le tiene miedo al Mal, dado que ya vive instalado en él.


La misma persona que le aconsejado ser feliz le revela al final la clave de su fatalidad:

-"Regresas al dolor porque, sin él, temes perder la lucidez, crees que sin tu inteligencia no eres nada."



4 comments:

Pedro Amorós said...

Convendría precisar qué es el dolor. El dolor físico es dolor simplemente, nada más. Ahora bien, es cierto, por ejemplo, que todo el pensamiento alemán del siglo XIX está atravesado por una idea: el conocimiento engendra dolor. Existe una relación unívoca y directa entre conocimiento y sabiduría. Toda una tradición que viene de antiguo gira en torno a este tema. Quizá lo único que se puede decir con claridad a fin de cuentas es que el dolor físico induce a pensar, siempre a posteriori. Por eso, el que vive instalado en el dolor continuamente está acostumbrado a reflexionar continuamente. Por cierto, también yo padezco del corazón: hace meses me colocaron un Stent o muelle en una de las arterias coronarias.

David P.Montesinos said...

Eres el hombre con mala salud de hierro más feliz que conozco. Un placer "verte" por aquí, querido Notorius. Gracias por el post.

Anonymous said...

Llevo con un insoportable malestar varios días. No es cultural el malestar. Es corporal.
He contraído una dolorosísima faringitis que se ha complicado y que me ha dejado totalmente afónico. Llevo cuatro días así, sin habla, y con la garganta en carne viva, con llagas que me llegan hasta el paladar. Tengo la faringe de un 'Ecce Homo'. Castigo de Dios.

El dolor...

Fdo.: Justo Serna

David P.Montesinos said...

Entendí mejor un film al que me refiero en el post, "Alien", durante un proceso de faringitis ciertamente duro que me duró mucho más de lo que yo creía poder soportar. Era como si tuviera al monstruo dichoso dentro de la garganta, haciendo destrozos por ahí a la espera de salir por el gaznate y terminar de asfixiarme.

"Salud", creo que mi afecto por el anarquismo tiene que ver con lo certero de su fórmula de cortesía característica. El problema es que el concepto, que parece creer definir una normalidad, es en realidad un desiderata: la salud es algo que no existe.

Salud, compañero.